domingo, 13 de junio de 2021

La luz oída, de nuevo

Hace veinticinco años, en 1996, se publicó La luz oída, el libro con el que había ganado el Premio Adonáis de poesía un año antes. Mi amigo, el poeta y editor Christian T. Arjona, ha reeditado el poemario en el sello que ha creado y dirige, Libros de Aldarán, para celebrar aquella ocasión. Este es el prólogo que he escrito para la nueva edición:

Cuando escribí La luz oída, me atropellaba un impulso. Era una fuerza cuyo origen desconocía, pero que brotaba como un magma. Solo sé decir que en aquella lava verbal se reunían la energía desnuda de la juventud —no esa otra que envolvemos con los atavíos del escepticismo y el sudario de la razón cuando maduramos, esto es, cuando nos desengañamos— y una fe recién descubierta en el poder genésico y transformador de la palabra. Escribía aquellos versos con la convicción de que me construían como persona y, a la vez, construían el mundo que describían. El lenguaje me hacía ser. En el lenguaje —en aquel lenguaje encabritado, hiriente, libre de las servidumbres de la comunicación a las que estaba, y sigue estando, encadenado— encontraba la justificación de la realidad, o, mejor aún, encontraba la realidad misma, sin necesidad de justificaciones. Y para ello no contaba con más argumento que su mera presencia: que su irrupción y su fluir. Era una convicción irracional y, hasta cierto punto, desesperada, pero cuya irracionalidad y desesperación me configuraban como ser humano. Pese a mis pocos años y mi aún menor experiencia literaria —antes de La luz oída, solo había publicado un cuadernillo primerizo (y hoy ruborizante) y algo que sí consideraba ya un libro, Ángel mortal, en 1994, pero que no dejaba de mostrar todas las imprecisiones y flaquezas de lo naciente—, no desoí a la intuición que me sugería encauzar aquel torrente de visiones cósmicas y de recreación de las cosas por la vía, no sé si purgativa, de la escansión, y elegí el poema unitario, que me parecía más adecuado a la naturaleza magmática de la obra, y el verso alejandrino, que con sus catorce sílabas, aunque repartidas a ambos lados de la cesura, se me antojaba más solariego y dúctil que los metros de arte menor, y aun que el endecasílabo. En realidad, La luz oída era una de las cinco partes que habían de integrar un gran poemario al que di el título provisional de La luz del trébede, cada una de las cuales abordaba un tema, respondía a un propósito y utilizaba una forma. La forma no solo ceñía los probables desbordamientos de la dicción, sino que establecía, con sus fijezas estructurales y rítmicas, un fecundo contraste con el apremio de la imaginación. Esa convivencia de un contenido impetuoso y un continente estricto —que continuaba una tradición gongorina, renovada por las vanguardias— plasmaba una de mis grandes preocupaciones cuando escribía poesía: que el poema fuera, a la vez, edificación y movimiento, construcción y flujo, casa y río; que se pudiera vivir en él, pero que no se dejara de avanzar entre sus paredes, o que, incluso, sus paredes transportaran, como un barco vertical, hasta un mar nunca contemplado, y quizá ni siquiera concebido. Seguramente, era un objetivo demasiado ambicioso, pero en aquella época de mi vida todos los objetivos eran demasiado ambiciosos. Me lo podía permitir: rebosaba de vigor y de tiempo; era lícito proveerme de quimeras, a las que un cuarto de siglo después aún no he renunciado, aunque las fuerzas, infelizmente, ya no me acompañen como entonces.
Los 835 alejandrinos de La luz oída cantan, pues, la creación y la destrucción de las cosas, al amparo, con sus citas iniciales, de dos grandes epopeyas: la de Saint-John Perse, que volvió a alumbrar el mundo con sus versículos, y De rerum natura, de Lucrecio, un maravilloso tratado filosófico en verso, cuya lectura me había deslumbrado. Quizá fuese un propósito anacrónico, cuando todo —y también la poesía española—, en los años 90 del siglo pasado, parecía sumido en una contemporaneidad aguada, que descreía de los grandes relatos y aun de las narraciones discretas, y que recelaba de la herramienta con que se habían fabricado, pero yo sentía que era lo que debía decir, aunque no encajara en lo predominante. La poesía siempre ha obedecido en mí a un sentimiento, esto es, a un arrebato emocional, a una convicción sin comprensión, pero que me atrevo a intuir más certera que cualquier silogismo. Los versos de La luz oída se fueron trabando, así, a partir de asociaciones surreales y, en muchos casos, visionarias. Se me aparecían imágenes, suscitadas por los ecos y las ramificaciones subyacentes de las palabras, que se entrelazaban, con una promiscuidad que no he vuelto a experimentar en ninguno de mis libros, hasta configurar escenas que daban cuenta —o pretendían dar cuenta— de la complejidad laberíntica, pero también exultante, de lo real. Y yo exultaba con ellas. Aunque describa sombras o hundimientos, el lenguaje, si es preciso, si esgrime con ardor su propia materialidad, confiere vida. La luz oída habla del dolor y de la muerte, que forman parte indisociable de la naturaleza, pero no excluye la alegría; es más, la convoca, porque el júbilo de la palabra —de la palabra por sí, consciente de su ser, hacedora del yo— atenúa, y hasta extingue, el desconcierto existencial. Nada sin alegría, decía Montaigne. Si las palabras laten, también lo hace el pensamiento.
Escribí el libro en tardes sudorosas y emocionantes. Vivía en un piso oscuro, cuya única zona iluminada, junto a la ventana que daba al patio de vecinos, lleno de gatos y ropa tendida, ocupaba yo con mis papeles y mis versos. Me había casado no hacía mucho, ya éramos tres y vivíamos en la pobreza. Y no tenía ni idea de si aquello tan extraño que me empeñaba en escribir cada día, valía para algo o solo me servía para distraer el pánico. Tampoco conocía a nadie que pudiera revelármelo: mi desconocimiento de la sociedad literaria en aquel entonces era total. (Hoy sí la conozco bien, pero he llegado a la conclusión de que estaba mejor sin saberlo). Sin embargo, ninguna de las dificultades de aquellos días primeros me disuadía de desovillar el hilo sinuoso del poemario. De hecho, escribirlo me redimía: de la soledad en la que me confinaba la creación; de la poca luz que me llegaba del cielo, y que yo intentaba agrandar en el firmamento de la página; de la incertidumbre de un hacer presidido por la vehemencia y la ignorancia; de la pobreza. Cuando lo acabé, no sabía si había escrito un libro o un error. Cuando metí el sobre con el libro en el buzón, dirigido al premio Adonáis —el más veterano, y el que juzgaba más prestigioso, de todos los premios de poesía españoles—, ignoraba si era un acto sensato o disparatado. Y cuando recibí una tarjeta de Ediciones Rialp y la Casa de América en la que se me invitaba a asistir a la lectura del fallo en la hemeroteca de la noble institución, en Madrid, el 18 de diciembre de 1995, tampoco sabía si aquello significaba otra cosa que la necesidad de la editorial de garantizarse la presencia de público, es decir, si me convocaban para hacer bulto. En la Casa de América, para mi sorpresa, comprobé que sí, que significaba otra cosa. Un jurado presidido por Claudio Rodríguez y compuesto por Pureza Canelo, Luis Jiménez Martos, Rafael Morales y Rafael García, me otorgó el premio y, de hecho, me abrió el camino de la poesía, por el que he transitado hasta hoy. 
Christian T. Arjona, a quien conozco desde poco después de la concesión del premio, y que ha creado y dirige hoy la editorial Libros de Aldarán, me ha invitado a celebrar el 25º aniversario de la publicación de La luz oída (Madrid, Rialp, 1996) con la reedición del libro, para la que él no solo aporta el sello a cuyo catálogo se suma, sino también ocho espléndidas ilustraciones originales, creadas para la ocasión. Las conmemoraciones, aunque dolorosas, porque nos hacen más conscientes de la injuria del tiempo, nos alivian también de él: gracias a ellas, volvemos a ser quienes fuimos, o quienes creímos ser; viajamos en una nave momentánea que sobrevuela la majestuosa cordillera de los años; y palidece la tiniebla diaria, urdida con fugacidad y nada. Le agradezco a Christian su generosidad y sus ilustraciones —su amistad llevo agradeciéndosela casi tres décadas—, y me felicito por que aquel libro de juventud, experimental, extemporáneo, extático, se reencarne hoy en papel, tantos días después. 

Así empieza el libro:

Qué dentro hay un sol. Cómo grana en el ataúd
invisible del cuerpo. Cómo arraigadamente
brilla, con qué penumbra de asombrado meteoro,
con qué óptima quietud. Bosques en vilo esperan,
junto al acantilado, que se vacíe el fuego
que impregna la noche. Es la tea, cerrada,
que regresa; es el rayo inverso que revela
con su voz seminal las posibilidades
del hielo. La ceniza se desangra. El cereal,
acercándose, busca gargantas donde hurtarse
a las ardientes lluvias, cimientos para el puente
que solo han de pisar los vivos, los inermes,
los que han sanado. Toros que respiran como arcos
tensados: aún no. Acérrimos caballos
que optan por el seísmo: no. Agua que se vertebra,
como un súbito cuello, o clavos que la hieren:
todavía no. Tierra sin sexo que ofrece
su vuelo, su lentísima energía, a los árboles
impacientes; penínsulas faltas de sol y omóplatos,
donde vertiginosos peces, inacabados
todavía, ignoran el fluir de los sudarios.
Es demasiado pronto para el tiempo (...).




LA LUZ OÍDA, Edición conmemorativa (1996 – 2021)
Autor: Eduardo Moga
Edición e ilustraciones: Christian T. Arjona
ISBN: 978-84-09-30714-2
Extensión: 70 páginas
 
Precio: 20,00€
https://www.librosdealdaran.com/index.php/producto/la-luz-oida-edicion-conmemorativa-1996-2021/

1 comentario: