Visito hoy, con mis hijos, la gran exposición de Maurits Escher, el revolucionario artista gráfico holandés, recientemente inaugurada en Barcelona. Mi interés por Escher nació de niño, escuchando a mi padre hablar con admiración de él y mostrándome algunos de sus dibujos imposibles, con escaleras al final de cuyos peldaños se encontraba uno en lo más alto de la escalera, o cursos de agua que caían y seguían fluyendo para volver a caer por el mismo sitio. Aquella imposibilidad deslumbraba a mi padre, que me transmitió su deslumbramiento. La exposición, en el magno edificio de las Atarazanas, el astillero medieval de Barcelona, contiene 200 obras del fructífero holandés, cuyo magín no dejaba nunca de funcionar, y cuya mano alumbraba con prontitud los frutos de aquella imaginación privilegiada. Las primera etapa de Escher es de corte figurativo, y está muy influida por los paisajes del sur de Italia, que admiraba y conocía bien: allí vivió en pleno fascismo, de 1922 a 1935. Abundan los grabados de pueblos encaramados a riscos y de las calles y palacios de Roma, siempre en blanco y negro, con todos los matices imaginables, y algunos inimaginables, del gris. Su cultivo de la geometría aún no se ha exacerbado hasta volverse obsesivo, pero ya se advierte un gran interés por la arquitectura y la composición espacial: estas creaciones iniciales están llenas de casas, iglesias, callejones y torres. Me llaman la atención una visión cenital de la Torre de Babel, de 1929, y un Éxtasis, una de las poquísimas composiciones eróticas, si no la única, de su producción, en la que aparece, frontalmente, una mujer desnuda con los brazos en cruz y una negrísimo y enorme triángulo púbico. Su atención a la naturaleza de aquella Italia sobrecogedora, por su belleza y su fascismo, se refleja en algunos trabajos singulares, cuidadosos con los detalles, casi fotográficos, que reparan en insectos, como Escarabajos peloteros o Saltamontes, ambos de 1935. Pero en 1936 viaja a España y visita la Alhambra y la mezquita de Córdoba, y el conocimiento de estos monumentos supondrá un punto de inflexión en su obra: la radicalización de su pasión por la perspectiva y el tratamiento fantasioso del espacio. Escher queda fascinado por los diseños de los artistas árabes del siglo XIV y abraza la teselación como fundamento de su arte, aunque sustituyendo las formas geométricas de los mahometanos, que tienen prohibida la representación humana en sus templos, por figuras de personas y animales. A partir de ese momento surge lo característico de Escher: los dibujos paradójicos, la subversión de la lógica espacial, la manipulación matemática de las líneas, la fusión de fantasía y geometría. Encontramos entonces grabados en los que los peces se convierten, en un flujo que se diría natural, en pájaros, o los murciélagos en ángeles; o piezas en las que una no forma inicial progresa sobre la superficie —de madera o de piedra: casi toda la obra de Escher son xilografías y litografías— hasta volverse forma: de caballo, o de perro, o de cubo, o de ciudad, o de estrella. Una de sus obras maestras en Metamorfosis II, que creó por encargo de la oficina de Correos de La Haya (luego diseñaría muchos sellos para el servicio postal de su país): un largo panel en el que la palabra metamorphose inicia una permanente transformación: de escaques en lagartos, de lagartos en colmena, de colmena en abejas, de abejas en pájaros, que se entrecruzan con peces y luego mudan en cubos, y de cubos en las casas de un pueblo, y de las casas de un pueblo en un tablero de ajedrez, y del tablero de ajedrez otra vez en escaques, y de estos, por fin, en la palabra metamorphose. Esta especie de moderno Tapiz de Bayeux, en el que las peripecias guerreras se sustituyen por la evolución conceptual de las imágenes, acredita el principal rasgo de la obra de Escher: el horror vacui, que conjura con la plenitud de la forma en el espacio. Todas sus composiciones son composiciones plenas, en las que nada queda fuera del trazo articulado, del discurrir geométrico, del riguroso pero, a la vez, delirante entramado del artefacto. Todo está lleno de forma, pero de una forma sin contenido: no hay escenas, no hay relatos ni personajes, ni siquiera paisajes, en sus grabados: solo líneas que se entrelazan, sin principio ni fin, en una circularidad perfecta, en una palindrómica continuidad. Los motivos se repiten una y otra vez, y su encaje es absoluto: su fluidez sin fisuras los funde absolutamente. Así, los dientes de un perro negro son las uñas de las patas de un perro blanco, o las alas de un pájaro blanco, el lomo de un pez negro. La vinculación de la obra de Escher con las matemáticas es indiscutible, aunque el artista no tuviera más formación matemática que la que le proporcionaron la enseñanza secundaria y los estudios de arquitectura que no llegó a completar. De hecho, la matemática estadounidense Doris Schattschneider ha identificado once líneas de investigación matemática y científica anticipadas o directamente inspiradas por Escher, desde la antisimetría al cambio topológico (sea esto lo que sea); y Escher ha dado también nombre a un algoritmo para decorar patrones usando cuadrados decorados (y hasta se le ha puesto también su nombre a un asteroide descubierto en 1985). La exposición utiliza el efecto Droste (la misma imagen multiplicándose —empequeñeciéndose— hasta el infinito dentro de un cuadro) y la famosa copa de Rubin (esa en la que, según cómo miremos, vemos dos caras enfrentadas o un jarrón griego) para explicar muchas de sus piezas. Y para ilustrar el primero ha montado una instalación con espejos que se reproducen interminablemente y en los que se reflejan, también interminablemente, unos pájaros escherianos que cuelgan, como móviles, del techo. El holandés afirmó que no tenía claro "si el juego de las figuras blancas y negras pertenecía al reino de las matemáticas o del arte": su razonamiento abstracto era intuitivo y visual. En sendas salas de la exposición, nervadas por los fabulosos arcos góticos de las Atarazanas, Pablo, Álvaro y yo nos divertimos con las Superficies reflectantes —un conjunto de semiesferas que recuerdan a los espejos deformantes de los parques de atracciones— y la Sala de la relatividad, donde la inclinación del suelo ajedrezado permite tomar fotos en las que la altura de los fotografiados sufre grandes cambios: yo, por ejemplo, parezco más bajo que Pablo (aunque no más flaco: la anchura de uno, ay, no cambia). Poco después de estos elementos participativos que tanto se han popularizado en museos y salas de exposiciones, vemos las piezas más difundidas de Escher, aquellas que mi padre me mostraba, encandilado, en mi ya remota infancia: Ascendiendo y descendiendo, de 1961; Cascada, también de 1961; la fascinante Galería de grabados, de 1956, en la que el punto de fuga de la litografía se sitúa en el centro, como la hélice del caparazón de un caracol; y la autorreferencial (aunque toda la obra de Escher lo sea) Manos dibujando, de 1948, con dos manos bosquejándose mutuamente, tan apropiada para letraheridos y cubiertas de manuales de escritura. Sorprendentes son también Planetoide tetraédrico, cuyo título basta para asustar; Platelminto, que acredita el permanente interés de Escher por gusanos, lagartijas y, en general, bichos que reptan; el daliniano Lazo de unión; o el remotamente velazqueño Mano con esfera reflectante, en la que aparece Escher reflejado en la esfera que sujeta la propia mano del pintor, y que constituye un nuevo ejemplo de metadibujo y uno más de los muchos autorretratos que pintó, en los cuales asoma una cabeza de asombrosa regularidad y una barbita meticulosamente triangular. La seducción que ejerce la obra de Maurits Escher ha rebasado las fronteras del arte y se ha trasladado a la cultura popular y al mundo de la publicidad. Vemos la portada de un LP de Pink Floyd, Umma Gumma, de 1969, inspirada por sus inflamadas geometrías. También anuncios escherianos de Ikea, acaso suscitados por la semejanza entre la enmarañada complejidad de las obras del holandés y la del montaje de los muebles de la multinacional sueca, aunque tanto Pablo como Álvaro, que trabajan en el mundo del diseño, no los consideran demasiado brillantes ni finamente ejecutados (eso resulta coherente: tampoco los muebles que pretenden vender lo son). Un vídeo de Audi, en cambio, sí está bien resuelto, y también algunos pósteres de HSBC, el banco británico, de 2010: "De lata a loro", "De botella a oso hormiguero" y "De basura a tortuga", que recrean esas transformaciones ontológicas sin solución de continuidad tan características del artista holandés, y con las que pretenden animar a suscribir un seguro verde. La influencia de Escher en el cine está representada por escenas de varias películas, como Una noche en el museo u Origen (en la que actúa una actriz, Ellen Page, que ahora es un hombre, Elliot Page, me dice Pablo: otra transformación sin solución de continuidad), y, en la televisión, por una de Los Simpson, que Álvaro, que es el Funes el memorioso de los dibujos animados, recuerda bien, aunque no por la presencia de Escher, sino porque la india canadiense que aparece parloteando con Homer acaba meneando unas tetas enormes. Hasta en el cómic se revela Escher: Mickey Mouse también sube escaleras que bajan y baja escaleras que suben.
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