Mayo ha sido un mes nefasto para los poetas: han muerto Jesús Hilario Tundidor, el día 2; José Manuel Caballero Bonald, el 9; Francisco Brines, el 20; y Enrique Badosa, el 31. En apenas treinta días, ha desaparecido buena parte de lo que quedaba de la generación del 50, una de las más brillantes que ha dado la poesía española en el siglo XX. Los dos cuyo fallecimiento ha suscitado más atención pública han sido Caballero Bonald y Brines, ambos ungidos con el premio Cervantes (Brines por los pelos: lo recibió ocho días antes de morir). La muerte de los otros dos, Tundidor y Badosa, ha pasado más inadvertida, aunque de la del segundo se ha dado abundante cuenta en los medios e instituciones culturales barceloneses. Y, sin embargo, eran buenas personas y poetas excelentes. Hoy quiero recordar al último en dejarnos, Enrique Badosa, barcelonés de 1927, con el que, cuando empecé a darme a esto de la poesía, coincidí en no pocas ocasiones. La primera impresión que causaba Enrique era la de una persona educadísima, uno de aquellos senyors de Barcelona que parecían haber vivido siempre entre la Rambla de Catalunya y la coctelería Boadas, donde se sirven los mejores martinis del mundo. Su salutación, franca y ceremoniosa —una combinación que él se las arreglaba para que no pareciese contradictoria—, iba acompañada siempre por una sonrisa. Y su conversación se beneficiaba de un esprit ingenioso y amable, que no encontraba placer en la vulgaridad o la maledicencia. Enrique era también un hombre elegante: cuidaba su indumentaria y, en general, su apariencia con un mimo brummeliano, atento a la combinación de colores, la caída de las prendas, la pertinencia de los complementos y el porte del pelo. Una vez, en medio de una conversación sobre eneasílabos y sátira en una cafetería, lo oí elogiar la chaqueta que llevaba Pedro Rodríguez Pacheco, uno de los contertulios. Y sus fulares de seda y el abrigo de piel de camello con que se vestía en invierno (en verano solo lleva abrigos Pere Gimferrer) eran legendarios entre el poeterío, los vecinos y el público en general. Esta pulcritud formal se proyectaba asimismo en su poesía, que se ha desarrollado, sobre todo, en tres campos: la poesía lírica, la poesía satírica y la poesía de viajes. Aunque cada una cultiva los rasgos que le son propios, todas participan de un trazo limpio y benevolente, de una voz mesurada, horaciana, educada en la lectura de los clásicos y decidida a no rechinar nunca, a no disonar. Badosa era creyente, y quizá esa fe, íntimamente vivida, le ayudara a refrenar las iras y enardecimientos tan frecuentes entre los escritores. En una tertulia radiofónica en la que participé hace muchos años con él, y en la que me reprochó alegremente mi "insultante juventud" frente a su edad ya provecta, se consideró un hombre temeroso de Dios, pero también un "gran pecador", con la sabia ironía de los que son conscientes de sus defectos y de la mucha distancia que media entre las creencias a las que deseamos aferrarnos y las fuerzas que nos asisten para hacerlo. Además de poeta, Enrique Badosa fue también un notable traductor del catalán (y del francés: su versión de las cartas portuguesas de Mariana Alcoforado, publicada en Papeles de Son Armadans, es arrebatadoramente deliciosa) y un editor de poesía al que nunca se le agradecerán bastante las dos colecciones de Plaza & Janés que, en los años 70, hasta principios de los 80, popularizaron, en libros muy decorosos y a precios más que razonables, lo mejor (aunque muchas veces todavía desconocido en España) de la poesía nacional e internacional: las selecciones de poesía española y universal. El poeta viajero nos regaló varias entregas memorables, la mayoría vinculadas al Mediterráneo, a su luz y sus mitologías, como Cuadernos de barlovento y Mapa de Grecia. El satírico se explayó en los muchos epigramas que dio a conocer y en los agridulces epitafios del sonetario Parnaso funerario. Y el lírico se plasmó en Baladas para la paz, Historias en Venecia o Marco Aurelio, 14. Varios de estos volúmenes —Parnaso funerario, Epigramas de la gaya ciencia y Marco Aurelio, 14— se publicaron en DVD ediciones, un sello que acogió buena parte de su obra en el cambio de siglo. Este último poemario, Marco Aurelio, 14, es el libro de Badosa que más me gusta, y me atrevería a decir que el mejor de su larga producción. Su título era la dirección en la que vivía: un recurso que han utilizado otros escritores, como José Antonio Garriga Vela en Muntaner, 38, Marta Agudo en 28010 o los poetas que mantuvieron durante años la revista 080, barcelonesa como Badosa. La domiciliación del título sugiere una vinculación existencial singular con la obra y trasluce un mayor arraigo biográfico. Marco Aurelio, 14 es una honda elegía amorosa y existencial, que denota una intensa experiencia sentimental. Tan intensa que una vez vi a su autor echarse a llorar cuando recitaba uno de sus poemas. Fue en una lectura colectiva en Barcelona, y la imagen de un escritor hecho y derecho como Badosa derramando lágrimas en las páginas de las que leía (y en las solapas de la estupenda americana de tweed que lucía) me conmovió tanto como sorprendió. Pero aquel bajón me demostró que la poesía, la buena poesía, siempre está anclada en un sentimiento verdadero, aunque el cincelado del poema ahorme, y por lo tanto sublime (y debe hacerlo), esa alegría o ese dolor. La apostura de dandi, la agudeza refinada y el espíritu conservador de Enrique Badosa eran otras tantas maneras de embalsar un ánimo muy vivo. Recuerdo que en una ocasión, viajando con él en tren (Badosa, como tantísimos poetas, no conducía, un rasgo que ha de tener algo de freudiano y que alguien debería estudiar) a unas jornadas literarias en Cambrils a las que nos había invitado a ambos el poeta Ramón García Mateos, criticó acerbamente a un destacado miembro de la escuela de Barcelona por ciertos comentarios despectivos que había hecho sobre la pertenencia de Badosa a esa escuela. Pero Enrique Badosa nunca permanecía demasiado tiempo en el malhumor. Enseguida la metamorfoseaba en fina sátira o la diluía en el relato de sus muchas peripecias de intelectual mundano. Así, poco después de aquella evocación avinagrada, recordaba a otro poeta (y torero) barcelonés, Mario Cabré, del que decía que, cuando paseaba con él, se volvía invisible para las mujeres (otro asunto de permanente interés para Badosa): toda la atención era para Cabré. "¡Era tan guapo!", remataba, explicativo y admirador. Tras una vida larga y fructífera, Enrique Badosa, como decían los romanos, a cuyos autores tanto y tan bien leyó, se ha sumado a la mayoría. Descanse en paz.
Transcribo, in memoriam, el poema "La ropa solo nos desnuda..." de Marco Aurelio, 14:
La ropa solo nos desnuda, el agua solo nos reseca,
nos deja oscuros el sol alto,
y nos desnutre todo el pan,
el tiempo araña nuestros ojos,
cenizas dicen nuestros libros,
arde la tinta en los papeles
y nuestra mano solo escribe
la letra muerta del silencio.
Golpearemos las paredes
de un laberinto sin entrada
y la tiniebla incandescente
que preferimos a la aurora.
Solos y muchos, desamor,
los pies hundidos en la piedra,
nos sometemos al abismo.
Tuve la inmensa suerte de conocer a Enrique Badosa.
ResponderEliminarCoincidí con él en presentaciones de libros y puede disfrutar de su presencia. Aún recuerdo, en una conversación informal que tuvimos una tarde de verano,me dijo: - Tú eres buena niña o mala-, perpleja le contesté, - buena- y en un tono muy característico de él me soltó- las niñas buenas van al cielo y las malas a todas partes-. Entre risas se nos fue la tarde.
Ojalá esté donde pueda seguir disfrutando de todo aquello que le hacía feliz.
Aquí, lo echaremos de menos.
Magnífico homenaje, Eduardo.
Un beso enorme.