viernes, 20 de septiembre de 2024

¿Qué han hecho los inmigrantes por nosotros?

El otro día, un amigo con el que estaba comiendo en un restaurante japonés —lleno, por lo tanto, de inmigrantes orientales— me sugirió que escribiera una entrada en el blog sobre el problema —así lo llamó él— de la inmigración. Y me he decidido a hacerlo. Enumero a continuación las razones por las que creo que deberíamos siempre dar la bienvenida a los emigrantes.

Todo ser humano, por el hecho de serlo, tiene derecho a vivir donde quiera. El planeta es de todos, y todos deberíamos poder movernos por él como nos pluguiera. Estados, fronteras, leyes y policías han venido después de ese derecho y deben adaptarse a él, no al revés. Este derecho está recogido, aunque no con la amplitud que debiera, en los arts. 13 y 14 de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, según los cuales “toda persona tiene derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un Estado” y “a salir de cualquier país, incluso del propio, y a regresar a su país”. “En caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo, y a disfrutar de él, en cualquier país”.

El hombre es un ser migrante, más aún, un ser al que la emigración ha convertido en lo que es. Hace millones de años, los primeros homínidos emigraron de los árboles a las llanuras. Luego, ya erigido en especie, siguió emigrando: de África a Eurasia y de Eurasia a América. La historia de la humanidad es una historia de emigraciones, que llegan hasta hoy mismo: los Estados Unidos de América, desde los padres fundadores emigrados de Inglaterra que se establecieron en el norte y los españoles emigrados de la península que remontaban la Florida desde el sur, pasando luego por irlandeses, italianos, chinos e hispanos, se han constituido con emigrantes: sin ellos, no existirían; ocho millones de venezolanos han emigrado de su país durante el chavismo; dos millones de cubanos lo han hecho desde la Revolución. La lista es interminable.

España ha sido, desde el descubrimiento de América, y hasta hace bien poco, un país de emigrantes. Tras la llegada de Colón a aquellas tierras, exportó a cuantos compatriotas pudo para evitar que se murieran de hambre en los eriales de la patria, y siguió haciéndolo durante tres siglos. Tras la Guerra Civil, medio millón de republicanos hubieron de emigrar a la fuerza a Francia para no ser arrollados por el fascio vencedor. En la posguerra y hasta bien entrados los años 70, el franquismo siguió aliviándose en Europa de gente a la que no podía mantener: millones de españoles se desperdigaron por Francia, Alemania, Suiza y Holanda para hacer los peores trabajos de aquellos países y garantizarse así un futuro mejor para ellos y sus hijos, y sus remesas de dinero fueron fundamentales para sostener la economía nacional. Aún hoy, en que España recibe a numerosos inmigrantes de países menos afortunados, muchos científicos y profesionales españoles han de emigrar a Europa o los Estados Unidos para ver reconocidos sus méritos y labrarse una carrera digna. Los españoles, que nos hemos acogido siempre a la emigración para sobrevivir, no tenemos ninguna autoridad moral para impedir a otros que hagan lo mismo en nuestro país.

Yo soy hijo de la emigración. Nací en Barcelona, pero podría haberlo hecho en una miserable aldea oscense si mi abuela, cuyo marido era uno de aquellos republicanos que había tenido que cruzar la frontera para evitarse un paseo de madrugada, cortesía de los fascistas, no hubiese cogido a sus dos hijas pequeñas de la mano y emigrado a Barcelona a finales de los años 40, en un tren apestoso que las dejó en una sombría estación de Francia, llena de ruido y hollín. En Barcelona, se embutieron en un piso donde ya malvivían unos parientes. Mi abuela trabajó muchos años limpiando de noche una residencia para subnormales (así se llamaban entonces, con toda brutalidad) en la zona alta de la ciudad, y mi madre empezó a trabajar en una fábrica de embalajes a los doce años: con los deditos de niña que tenía, montaba de maravilla las cajas para los artículos de maquillaje y cosmética de las señoras bien de la ciudad. Mi padre también era hijo de una aragonesa y de un aranés emigrados. Él tuvo que robar peras en los huertos de Montjuïc durante la posguerra para que su madre y sus hermanos pudieran comer, aunque no pudo evitar que uno de ellos muriera de tuberculosis.

Acoger a la inmigración es un deber moral. Quienes vienen de otros países, a menudo arriesgando la vida y gastando la poca hacienda que hayan podido reunir —que sirve para pagar a los desalmados que se lucran con su desgracia—, merecen nuestra compasión y nuestra ayuda. Son seres humanos que sufren y que luchan por una vida mejor, y es obligación de quienes nos encontramos en mejor situación ayudarles a lograrlo. Y no hace falta ser cristiano, o creyente de cualquier otra confesión, para actuar así. Curiosamente, los cristianos —seguidores de aquel que predicaba que había que vestir al desnudo y dar de comer al hambriento— son los que más ferozmente se oponen a los inmigrantes.

La inmensa mayoría de quienes vienen a España, vienen para trabajar, y para trabajar en las ocupaciones que los españoles no quieren hacer ya: las mujeres hispanoamericanas, en el cuidados de niños y mayores; las mujeres norteafricanas, en la limpieza; los hombres norteafricanos, en la construcción; los subsaharianos, en el campo, entre muchas otras especializaciones. Y en no pocos de estos trabajos, con injusticia flagrante, son explotados por sus empleadores, o no se les da de alta en la Seguridad Social, o se les maltrata y abandona cuando ya no rinden lo suficiente.

Desde una perspectiva utilitaria, que no tiene por qué ser ajena al debate, los inmigrantes convienen a los países desarrollados, y en particular a España —una nación envejecida, con familias menguantes, que tienen más perros que hijos, y un sistema de pensiones que necesita el sostén ininterrumpido de nuevas generaciones— porque aportan cosas que nos faltan: niños, mano de obra, cotizantes. Los inmigrantes de hoy —a los que hay que exigir que trabajen, que paguen impuestos y que cumplan las leyes— son los mantenedores de las pensiones de mañana. También nos enriquecen culturalmente, y eso es muy bueno.

La asociación entre inmigración y delincuencia es un bulo de la derecha, tanto liberal como extrema (al igual que la leyenda urbana de que los inmigrantes consiguen todas las ayudas y consumen gratis los servicios que pagamos con nuestros impuestos, cuando es exactamente al revés: gastan menos sanidad, por ejemplo, porque son una población joven que la necesita menos que los avejentados españoles, porque en muchos casos desconocen esos servicios, que en su país apenas existen, y porque, también con frecuencia, no quieren utilizarlos por pudor o para que no les perjudique en su propósito de quedarse en España). Nuestro país tiene hoy, según datos oficiales, del INE y del CIS, casi 49 millones de habitantes, de los cuales 8.200.000 han nacido en el extranjero. La población reclusa, en todo el país, es de casi 59.000 personas. De estas, 40.400 son españoles y 18.500, extranjeros. Es decir, los delincuentes convictos extranjeros son el 0,23% de todos los extranjeros residentes en España, y el 0,038% de la población total del país. Por su parte, los menas, a los que las derechas, la supuestamente civilizada y la filofascista, simplemente irracional, consideran una panda de okupas y de violadores, si no algo peor, cuando en realidad son 13.400 menores de edad desamparados y necesitados de la protección que les garantiza la Convención sobre los Derechos del Niño, ratificada por España en 1990, solo representan el 0,027% de los habitantes de este país. Es un magro consuelo, pero al menos nadie ha dicho todavía que se coman a los gatos y los perros de los vecinos.

El racismo, siempre subyacente en la hostilidad a la inmigración, aunque no guste reconocerlo, es un fenómeno universal que se explica por razones evolutivas. La percepción de las características físicas propias de otros grupos humanos ha constituido, a lo largo de los millones de años de la historia del hombre, una señal de alarma que favorecía la supervivencia del grupo, y hemos incorporado esa prevención a los estratos más profundos de la conciencia hasta convertirla en una suerte de fobia: algo parecido a lo que muchos sentimos cuando vemos, de pronto, una serpiente. La cultura todavía no ha logrado enmendar esa fobia, aunque algo hemos avanzado. Pero tardaremos: las cosas que la naturaleza ha sembrado en nosotros durante tanto tiempo son difíciles de erradicar. Se trata, pues, no de abundar en lo que hoy ya no es más que un prejuicio asentado en el hipotálamo, sino de sacarlo a la luz y combatirlo con las armas de la razón, la ética y la compasión, que viene de cum passio: de sufrir con el otro, de experimentar su dolor.

La inmigración, para el espíritu esclerótico de las derechas, es el nuevo chivo expiatorio: el fenómeno que explica todos los males que nos aquejan y cuyo sacrificio supone una catarsis colectiva. Aunque no es nuevo, en realidad: los metecos siempre han pagado por las culpas de sus anfitriones. Los judíos son el paradigma del emigrante, porque han sido emigrantes desde siempre: durante dos mil años, han vagado de un lugar a otro y sufrido pogromos y expulsiones, hasta alcanzar el sádico paroxismo del Holocausto. Quienes imputan a los inmigrantes los males que padecemos, cometen una fechoría ética: fijan la atención en el que está abajo y no en el que está arriba; condenan a la víctima —de la guerra, de la persecución política o religiosa, del hambre, de la miseria: de las injusticias de la economía de libre mercado y del orden político mundial— y no al victimario, que son la economía de libre mercado (y sus privilegiados muñidores) y el orden político mundial (y sus jefes y adláteres).

Las causas de la inmigración son muchas. Pero una es la miseria sin esperanza en la que viven muchos países, que expulsa a su gente de sus fronteras. Y para que esa miseria exista, y tenga todos los visos de seguir existiendo, ha sido fundamental el daño que ha causado a buena parte del globo la economía capitalista, con los brazos armados de la esclavitud y el colonialismo, que durante siglos ha deshecho las comunidades autóctonas de cuatro continentes, expoliado sus recursos naturales, establecido y modificado fronteras a conveniencia de las metrópolis, instaurado y mantenido regímenes corruptos (a los que se sigue sosteniendo hoy) y, en fin, asesinado a millones de personas. Durante siglos, los europeos hemos emigrado al mundo como conquistadores y colonizadores, y campado por él a nuestro antojo. Ahora, en cambio, cuando son los hijos de aquellas tierras que una vez fueron nuestras, y que nos enriquecieron a su costa, los que emigran a nuestros países, rechazamos que hagan lo que nosotros hicimos libre y cruelmente.

Leído en el Mongolia de septiembre de 2024: “Pero además de construir nuestras casas, cultivar nuestras hortalizas, recolectar nuestras frutas, cuidar de nuestros mayores, arreglarnos la boca, cocinar nuestras comidas, atendernos en las tiendas, enseñarnos a bailar, diseñar nuestras ropas, atendernos en urgencias, ganar medallas olímpicas, descubrir nuevos tratamientos, limpiar nuestras casas, traernos nuestros pedidos a domicilio y pagar nuestras pensiones, ¿qué han hecho los inmigrantes por nosotros?”. 

Pues eso.

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