Soy proustiano desde que, a los dieciocho años, un compañero de la facultad de Derecho que había sido también compañero de colegio, Federico Moncunill Gallo (a quien saludo con cariño desde estas líneas que probablemente no leerá), me recomendó, entusiasmado, En busca del tiempo perdido, un libro —es decir, siete libros— del que yo tenía una vaga constancia, pero que no había leído ni tenía pensamiento de leer. (Ah, qué tiempos aquellos en que estudiantes adolescentes de Derecho se recomendaban, entre clase y clase, heptalogías de autores extranjeros del siglo anterior). La recomendación de Moncunill me cambió la vida, tanto la literaria como la otra. Porque esa es una de las mayores virtudes de À la recherche: que uno crece, muta, se expande como ser humano al leerla. Se comprende mejor, diría yo, porque entiende la sustancia de la que está hecho: el tiempo, que, junto con la incertidumbre, trenza su atribulado paso por este mundo. Proust, cuyos siete prodigiosos ladrillos me leí de un tirón en otros tantos y maravillados meses, pasó a convertirse en mi padre literario —junto con Pablo Neruda, a quien había descubierto unos años antes— y nunca ha dejado de serlo, aunque, desde luego, haya tenido que matarlo, como a todos los padres, e igual que a Neruda, para ser el escritor que soy o que pretendo ser. Por todos estos motivos acudo hoy presuroso a la exposición Proust y las artes, en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, recordando la alegría boquiabierta con que recorría, tantos años atrás, las páginas del escritor francés. A la entrada, me reciben varias fotografías y retratos de Proust niño y joven, como la foto que le hizo Paul Nadar en 1887, cuando solo tenía quince años, con un lazo enorme al cuello (Proust, no Nadar) (de Nadar, por cierto, también encuentro más adelante una foto de la impresionante duquesa de Guermantes, uno de los personajes principales de À la recherche), y el tan reproducido de Jacques-Émile Blanche, de 1892, en el que Marcel aparece con la cara culminando una cuña configurada por el propio rostro y el plastrón que gasta, y clavada en la negrura de la levita y el fondo del cuadro; una negrura solo rota por una orquídea, asimismo blanca, en el costado izquierdo. La raya en medio del pelo engominado, las cejas muy cuidadas y el inevitable bigotillo perfilan una expresión circunspecta que sitúa el cuadro en la tradición del retratismo altoburgués de la Europa decimonónica y que no trasluce el espíritu desenfrenado de un escritor revolucionario. A partir de estas imágenes iniciales, la exposición se entrega a una promiscua mezcla de materiales: cuadros de personajes reales que inspiraron los personajes de À la recherche; cuadros que se sabe que contempló Proust a lo largo de su vida; cuadros de pintores que admiraba el escritor; cuadros que pintan paisajes de su novela o de su tiempo; cuadros de tertulias o clubes influyentes de su época; vestidos de damas cuyos salones frecuentara; fotografías del propio Proust, o de sus amantes, en diversos momentos de su vida, y un larguísimo etcétera. El conjunto resulta, así, un tanto acumulativo —todas las exposiciones lo son, pero algunas consiguen disimularlo y singularizar mejor las piezas seleccionadas— y hasta confuso. Obviamente, los mejores representantes del impresionismo se exponen aquí: Degas, Renoir, Cézanne, Manet y Monet (uno de los pintores que inspiró el personaje de Elstir en À la recherche y que aporta, entre otros, varios paisajes de Trouville, uno de los modelos de Balbec). También muchos otros artistas franceses, desde Watteau y Delacroix hasta Gustave Moreau (cuyo Poeta muerto llevado por un centauro —con una lira a la espalda y un paño oportunamente tapándole los pudenda— se menciona en À la recherche) y Raoul Dufy (su En el Bois de Boulogne, de 1920, recoge uno de los paisajes centrales de la novela), pasando por Léger, Corot o el sorollesco Paul César Helleu. De Camille Pissarro se expone, no sé si provocativamente, el famoso Rue Saint-Honoré por la tarde. Efecto de lluvia, objeto de un dilatadísimo pleito con el que un heredero del antiguo propietario judío del cuadro, que le fue comprado a este por los nazis, viene reclamándolo desde hace años. El hermoso óleo, por si fuera poco, ha sido elegido por el Museo Thyssen para ilustrar la exposición, y aparece reproducido en los cuadros que la anuncian en las calles y en los pasillos del metro. La colección de pintura universal que refleja los intereses de Marcel Proust abarca a muchos otros autores, como Giotto, Vermeer, Tintoretto o Rembrandt. De mi pintor favorito, y también uno de los preferidos de Proust, Vermeer, admiro el magnífico Diana y sus ninfas, un cuadro de 1653 en el que la diosa le lava los pies a una de las ninfas, y que aparece citado en À la recherche. De Rembrandt son dos célebres autorretratos, uno de joven y otro de viejo, que Proust cita para ejemplificar, al final de su novela, los estragos del tiempo en el cuerpo. Tintoretto forma parte del conjunto de obras dedicado a Venecia, la ciudad a la que viajó Proust en dos ocasiones, y que lo enamoró, un amor largamente expresado en En busca del tiempo perdido. En la sección veneciana encontramos, además de dos retratos de Tintoretto de mujeres gordezuelas, a una de las cuales le asoma un pezón, óleos del inglés Turner —otro pintor en el que recaen las preferencias de Proust y también las mías— y del italiano Marieschi, grabados del estadounidense Whistler y aguafuertes y aguatintas del español Mariano Fortuny Madrazo (del que asimismo se ofrece un autorretrato de 1947), todos ellos sobre los paisajes de Venecia. Por último, se expone aquí una de las piezas más interesantes del conjunto: una túnica de Marcel Proust, diseñada por el mismo Mariano Fortuny, de inspiración copta y color rosa fuerte, tejida entre 1910 y 1920. Hay que imaginarse a Marcel con este trapo fastuoso encima y paseando por los salones de su alojamiento veneciano (y parisino), entre flores, cuadros, canales y amantes. La túnica encarna y simboliza el mundo de lujo y preciosismo en el que vivió Proust, su dandismo ilimitado y su pasión estética, y me paso un buen rato contemplándola: debajo de ella estuvo el cuerpo de Proust (igual que en la mayoría de los cuadros que llevo vistos se posaron sus ojos y quizá hasta su aliento) y es una lástima que el cristal que la contiene me impida rozar la tela que tocó su piel, las hebras delicadas que quizá todavía conserven un ápice de su olor. Proust y las artes incluye también no pocas imágenes de los amantes de Proust: por ejemplo, de Reynaldo Hahn, un compositor y músico venezolano que aparece tocando el piano en un óleo de Lucie Lambert de 1907. Las relaciones entre personajes históricos y literarios que pone de manifiesto la exposición se hacen tupidas a veces. Así, una de las hermanas de Reynaldo Hahn, María (a quien Proust le regalaría su túnica copta), se casó con Raimundo de Madrazo, el cual retrató entre 1880 y 1885 a Laure Hayman, que había sido amante del padre de Proust y que este utilizó como modelo para Odette de Crécy, la cocotte de Swann, uno de los principales personajes de À la recherche, casi coprotagonista de la novela, que tan bien interpretó la sensual y nunca olvidada Ornella Muti en El amor de Swann, la película de Volker Schlöndorff de 1983 (francamente, la Muti me parece mucho más guapa que la tal Hayman). Otro amante de Marcel Proust fue Alfred Agostinelli, a quien tuvo contratado como secretario y chófer. Ambos aparecen en una foto de Anda Toucard, de 1908: Agostinelli, con gorra de plato, al volante de un coche antediluviano (a Proust le fascinaban las máquinas), y el escritor, con un casquete como el de los aviadores de la Primera Guerra Mundial. Agostinelli sería el modelo de Albertine en À la recherche (mientras estoy observando la foto, una visitante a mi lado le dice a su acompañante: “Sí, este fue el modelo de Alphonsine...”) y moriría en un accidente de aviación en 1914, algo que sumió al escritor en una profunda depresión. En otra foto, Proust aparece, con ojeras, bigotazo y una sonrisa entre sutil y viciosa, acompañado por Robert de Flers y Lucien Daudet, de quien también estuvo enamorado. La imagen rezuma homosexualidad; es normal que a la madre de Proust no le gustara nada. El que asoma, en un cuadro de Antonio de la Gándara, Retrato del conde Robert de Montesquiou-Fézensac, de 1892, es la persona que inspiró principalmente (siempre hay que hacer estas precisiones: Proust componía sus personajes no con los rasgos de un solo ser, sino con los de muchos, mezclados) el personaje del barón de Charlus, el arquetipo del homoerotismo en À la recherche. En este caso, los rasgos de Montesquiou son de una extrema finura: bigote, labios, nariz, dedos; todo luce de una delgadez lánguida y exquisita (y es curioso que sea así, porque, en mi recuerdo, yo hacía gordo a Charlus). La actriz Sarah Bernhardt, admirada y seguida por Proust, aparece retratada por G. J. V. Clairin, tumbada en diagonal, de blanco, con un gran perro peludo a los pies, los ojos azules y muy poco pecho. El escritor Anatole France está representado por una pieza de Émile Antoine Bourdelle, de 1919, Busto de Anatole France con el pecho desnudo: el entonces prestigiosísimo France —hoy no tanto— había sido el prologuista de la ópera prima de Proust, Los placeres y los días, de la que se muestra un ejemplar de la primera edición en la exposición, e inspiró el Bergotte de À la recherche. James Tissot pinta en 1866 a los miembros de El círculo de la rue Royale, un grupo de aristócratas y prohombres en el que menudean las barbas luengas y los mostachos morrocotudos, las chisteras, los lazos y lacitos, las levitas negras, las poses displicentes, las columnas dóricas y hasta un perro dálmata, y en el que se reconoce, a un lado, con el bastón al hombro, al crítico de arte Charles Haas, uno de los modelos de Swann en la novela de Proust. De Ignacio Zuloaga, en fin, es el Retrato de la condesa Mathieu de Noailles, de 1913, poetisa y corresponsal de Proust, vestida aquí de rosa intenso y propietaria de una mirada tan lánguida como sus versos. (La selección de todo este arte no le ha gustado nada al crítico de El País, cuya reseña de la exposición se publica casualmente el mismo día en que yo la visito: Tissot es un “relamido pompier”; el retrato de la condesa de Noailles es solo “camp sofisticado”; el de Sarah Bernhardt, “kitsch histérico”; el rembrandt [aunque hay dos], el delacroix, el “feo monet floral” y los tintorettos —que además son “regularcillos”— están metidos con calzador; y hasta el vermeer parece “estar ahí por compromiso o para cubrir el expediente”. Huelga decir que no comparto su despectiva valoración). La exposición se encamina a su final. En las últimas salas, se acopian objetos e imágenes de los años finales de Proust, en los que el escritor, muy enfermo ya —sufría de asma, entre otras dolencias— y agotado de su vida exprimida en salones de alto copete y prostíbulos clandestinos, pero resuelto a reproducirla —a rescatarla del secuestro destructor del tiempo—, se entregó a una escritura furiosa encerrado en su último domicilio, en una habitación con las ventanas tapiadas y las paredes acolchadas para evitar los ruidos, y humedecida por sahumerios constantes que le aligeraban el respirar. En esta parte, encuentro un ejemplar de Monsieur Proust, el relato que hizo su sirvienta Céleste Albaret —la Françoise de À la recherche— de los muchos años dedicados a cuidar a su señor; varias imágenes (fotos de Emmanuel Sougez y Man Ray, y un dibujo de Helleu) de Proust ya muerto, tendido en la misma cama en la que escribía y donde había fallecido, tapado hasta el cuello, con barba y las sempiternas ojeras; y, lo más emocionante, un ejemplar de la primera edición de À la recherche du temps perdu, publicada entre 1913 y 1923 por las Éditions de la Nouvelle Revue Française, y de una prueba de imprenta del primer volumen del libro, con sello del 2 de abril de 1913, plagada de tachaduras y de correcciones y ampliaciones manuscritas de Proust en los márgenes, a su vez plagadas de tachaduras, correcciones y ampliaciones. Cuando no le cabía todo lo que quería modificar o añadir, el escritor pegaba tiras de papel, que a veces se estiraban como pequeños acordeones, a las páginas ya llenas. Estas pruebas no tienen esas inverosímiles prolongaciones, pero siguen siendo un caos. Un caos sublime.
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