lunes, 19 de septiembre de 2016

Sobre el matonismo (y la violencia en general)

La violencia gratuita, la violencia contra los más débiles, la violencia ilegítima, toda esa violencia sin justificación alguna porque hay violencias justificables es detestable y ha de ser erradicada. Muy pocos, me parece, disentirán de esta necesidad. Y entre las prácticas violentas más abominables están las que se ejercen contra los menores: el maltrato en el seno de la familia y el matonismo en el colegio (lo que se conoce, popular, anglófila e innecesariamente, por bullying). Todas las medidas legales y físicas que se adopten contra esas agresiones, que hieren de por vida a las personas, y que hasta pueden arrebatársela, merecen el aplauso y el apoyo de las personas decentes. Sin embargo, con alguna edad que ya se tenga, uno echa la vista atrás y comprueba el vacío en el que hemos vivido, hasta hace no mucho, en el terreno de la prevención y el combate del maltrato. Los que hemos pasado por colegios de curas o monjas, o por internados de diversa índole, o por el servicio militar, sabemos que la convivencia con los compañeros exigía, si uno quería sobrevivir, cierta capacidad que en algunos casos había de ser muy grande para enfrentarse a la violencia. En mis once años de estudio en un colegio religioso, que, no obstante, pasaba por moderno y posconciliar, constaté no solo la ferocidad con la que los curas y los adultos, en general, trataban a los niños y adolescentes, sino también la ferocidad con la que estos podían tratarse podíamos tratarnos unos a otros; una ferocidad tanto más cruel cuanto mayor fuera la sensación de encierro que la institución nos infundiese, y que tendía a polarizarse entre víctimas y verdugos. Siempre había uno o varios maltratadores, y uno o varios maltratados. Los demás la mayoría capeábamos el temporal como podíamos, manteniéndonos en un terreno de nadie, sin significarnos como acosadores o solo moderadamente, lo confieso con vergüenza, pero sin permitir que nos convirtieran en acosados. Esto era fundamental: presentar la batalla suficiente, aun a costa de hacer el ridículo, o llevarte un ojo morado a casa, para imponer respeto. El respeto la convicción de los demás de que no toleraríamos un trato degradante, y que estábamos dispuesto a combatirlo con todos los medios a nuestro alcance garantizaba que no se nos tocase, o que se nos tocase poco. Soy consciente de que eso suponía asumir el discurso de la violencia, pero en aquellos tiempos y aquellos lugares no conocíamos otra forma de protegernos de ella. Por lo demás, la violencia está en las relaciones humanas y la sociedad: en las exigencias profesionales, en las ambiciones y necesidades individuales, en las luchas de poder, en la política, la economía, el deporte y el sexo. Una cierta dosis de violencia, entendida como tensión existencial, como afán por desarrollar plenamente la propia personalidad y alcanzar cuanto nos ofrece la vida y consideramos apetecible, es inevitable y hasta deseable, siempre que no se desborde, se transforme en violencia física o se proyecte injustamente. Pienso hoy en las víctimas del matonismo siempre presente en aquellas aulas concebidas para que prevaleciera el espíritu del Señor, y se me abren las carnes. Recuerdo a M., cuyo extraño apellido suscitaba sonoros jolgorios burlescos, en los que participaba toda la clase, y que soportaba aquella cacofonía a su costa con un estoicismo que era, más probablemente, desesperación. Recuerdo también a Me., pequeño, tímido y bondadoso, al que le daban capones sin tregua yo también le solté alguno, ay, y que ejemplificaba al tonto siempre que el grupo necesitaba uno; y lo necesitaba con frecuencia, para garantizarse la catarsis que imponía la autoridad sacerdotal. No sé qué habrá sido de él. Quizá se haya convertido en un personaje importante o acaso, lleno de cicatrices psicológicas y hasta físicas (en la coronilla), haya seguido siendo aquel pobre tipo condenado al sonrojo y el silencio. No he olvidado, en fin, a E., otro al que sus características físicas condenaban a una tortura permanente, aunque esas características le fueran, paradójicamente, en principio, favorables. E. era uno de los varones mejor dotados que he conocido en mi vida, y aquella enormidad que desplegaba en las duchas de las clases de natación y gimnasia lo hacía el objetivo de casi todos los demás: nuestra educación sexual era, en aquel colegio moderno y posconciliar, la propia de los orangutanes de las selvas de Borneo (aunque probablemente la de estos simios sea más sofisticada que la nuestra de entonces). No sé cómo los toallazos que recibía en la entrepierna, un blanco fácil, no lo dejaron estéril o impotente. O quizá lo hayan hecho. En cuanto a mí, me asomé unas cuantas veces al abismo del desprecio, y tuve que revolverme: me temblaban las piernas, sobre todo cuando había de encararme con el repetidor que ya fumaba y tenía pelo en los cojones, o, peor aún, al torturador psicológico, siempre más sutil y dañiño, pero era preferible un rifirrafe del que se saliera magullado a la aceptación resignada del insulto. Aceptar el insulto era invitar a que te insultaran más: había que rebelarse como fuera. Mucho más brutales fueron las cosas en la mili, aunque entonces la mayoría ya no éramos escolares, sino esbozos de hombres. No obstante, el espíritu claustral o más bien carcelario del cuartel fomentaba la violencia, a veces hasta extremos difíciles de imaginar. La violencia contra los iguales era una forma de resarcirse de la violencia que los mandos infligían, de la violencia institucionalizada y desquiciante del ejército. Aquí observé muy pronto que los peores maltratadores eran los que habían sido peor maltratados: de víctima a verdugo solo había un paso, y a veces ni eso. Yo sufrí, como todos, la vejación de las novatadas, pero conseguí sustraerme al ultraje permanente que algunos practicaban contra los considerados más débiles. Me ayudó a lograrlo que me hiciesen furriel de la compañía: establecer los servicios de los compañeros me dio un poder que a nadie convenía discutir. Sabían que una broma improcedente podía hacer que estuvieran limpiando las letrinas varios días, y hasta que les negara el papel higiénico. Y aunque, según la lógica cuartelera, tenía derecho a ello, tampoco quise participar nunca de las relaciones de sumisión que los veteranos imponían a los novatos, y que reproducían las que los mandos tenían sobre ellos: era mi forma de protestar contra unas y otras. Me acuerdo de una situación muy ilustrativa de la necesidad de ganarse el respeto de los demás. Un abuelo, es decir, un soldado que estaba cerca ya de licenciarse, que además era fascista todos lo conocíamos por Martínez el facha, porque se apellidaba Martínez, la tomó con un pollo, esto es, uno que acababa de incorporarse a la compañía: se burlaba de él, lo obligaba a hacerle tareas, le robaba cosas. Hasta que una noche el novato, el malaguita, porque era de Málaga, abnegado y silencioso hasta entonces, dio en exclamar: "Venga, tú y yo vamos a arreglar esto, porque hay cosas que un hombre no pué aguantá". Martínez el facha lo siguió, casi jovialmente, a una camareta del fondo, donde se imaginaba que lo pondría definitivamente en su sitio y se aseguraría una sumisión perdurable. También nosotros lo creíamos: Martínez el facha era un tipo fornido y con la rudeza propia de la gente de sus ideas, por llamarlas algo, y el malaguita, aunque musculado, no le llegaba a la barbilla. Ambos desaparecieron en el rincón y ya solo oímos tres o cuatro golpes, que supusimos propinados por aquel a este. Pero quien apareció triunfante y sin un rasguño, aunque un tanto acalorado, fue el malaguita, que se dirigió con calma a su taquilla bajo nuestra mirada estupefacta. Detrás, al cabo de algunos segundos, salió Martínez el facha, con un ojo a la virulé, la nariz sangrando y el uniforme destartalado, dando tumbos y gritando entrecortadamente: "¡Vuelve aquí, hijoputa, que te voy a matar; no te escapes, cabrón!", lo que me recordó a aquella escena de Los caballeros de la mesa cuadrada y sus locos seguidores, de Monty Python, en la que el caballero negro sigue desafiando al rey Arturo, aunque este le ha cortado ya en combate brazos y piernas, y le exige que no huya. Naturalmente, aquella demostración de fuerza, aquel deslinde del territorio en el que el hasta entonces maltratado no estaba dispuesto a que volviese a penetrar nadie, acabó con su maltrato (y dejó a Martínez el facha melancólico y sin mucamo, además de con unos moratones que hubo de disimular los días siguientes con gafas de sol y la gorra más calada que nunca; cuando alguien le preguntaba, conteniendo la risa, qué le había pasado, se daba la vuelta, enfurruñado, y desaparecía entre los conmilitones). Por suerte, la mili ya no es obligatoria, y estas situaciones, tan chuscas como vergonzantes, ya no se dan, que se sepa; y los padres, la comunidad educativa y la sociedad, en general, están muy sensibilizados con el acoso que puedan sufrir sus jóvenes, y ponen todos los medios para que no se produzca o, si se ha producido, para paliarlo. Como debe ser. Sin embargo, el carácter conflictivo es consustancial a la adolescencia y siguen dándose situaciones lamentables. Quizá, junto con el reforzamiento de las medidas preventivas y legales, haga falta recordar que a veces es menester hacerse valer, y que alguna violencia puede estar justificada cuando se trata de evitar que la practiquen injustamente con nosotros.

2 comentarios:

  1. Durísimo lo que cuenta. Las novatadas en la universidad son lo más cercano a esa violencia que yo haya podido vivir. Pero siempre he relacionado estas vivencias (de hombres, sobre todo) con la incomunicación, la ausencia de un lenguaje sentimental (no sé cómo llamarlo)en muchos hombres (mi padre, sin ir más lejos).
    P.D. Disculpe tanto paréntesis.

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