lunes, 23 de enero de 2017

Aqua Libera y otras aventuras (II)

Pese a las exquisiteces del cuarto, paso una noche fatal. El atroz pitarra de la cena ha irrumpido en mi estómago como un elefante en una cacharrería y sufro ardores inquisitoriales. El malestar muscular que me acompaña estos días tampoco ayuda a descansar: es una incomodidad que produce la falta de ejercicio físico. Me paso horas sentado delante del ordenador, bien trabajando, bien escribiendo mis cosas, y tanta quietud no solo me devasta la espalda, sino que me ataca y atrofia los músculos. Decidimos combatir la inactividad con un buen trajín, y nos dirigimos primero a Santa Lucía del Trampal, una hermosa basílica hispanovisigoda, cerca de Alcuéscar, que me descubrieron hace dos años el poeta Javier Pérez Walias y su mujer, Teresa, y que ahora quiero que conozca también Ángeles. Santa Lucía, cuya primera edificación se remonta, según algunos historiadores, al s. VII, no se recuperó hasta 1980, cuando estaba a punto de perderse definitivamente. Las labores de restauración, hechas con esmero, han dejado a la vista una espléndida construcción visigoda, con influencias mozárabes, compuesta por tres capillas rectangulares abiertas a un transepto. La basílica, no obstante, ha sufrido muchas modificaciones posteriores, entre otras las derivadas de la destrucción que le acarreó ser fortín de los franceses en la batalla de Arroyomolinos, en 1811. Hoy se alza entre naranjos, olivos melenudos y monte bajo, silencioso y aromático. El paraje desprende paz. En el interior de la iglesia, inundado de penumbra, se ha respetado la disposición original de las naves y capillas, con espacios separados por lienzos de mármol, que lo vuelven un lugar laberíntico. Por esos pasadizos se movía la comunidad de monjes mozárabes, que pagaba un tributo a los señores musulmanes para practicar su fe y cultivar la tierras. Se me hace extraño pensar en monjes mozárabes y también en unos sarracenos tan tolerantes como para permitir otros cultos que el del Islam (aunque nunca tanto como para eximirles de impuestos). Cuando dejamos el lugar, cuatro ciclistas han llegado para visitarlo: van forrados en sus trajes de ciclistas, negros y apretados. También arriba un cura, con su alzacuellos y su clergyman: yo los prefiero ensotanados, la verdad: me recuerdan a mi golpeada infancia. Aun con el cura, el paisaje es idílico: el cielo es azul, cantan los pájaros y por los alrededores triscan unos burritos peludos, pequeños y suaves, aunque no sean de acero y plata de luna, sino marrones tirando a negros, como los ciclistas, como el cura. Seguimos a Montánchez, donde estuvimos hace años, invitados por el también poeta y amigo Diego Doncel, pero del que conservamos pocos recuerdos, salvo el de un castillo con unas vistas espectaculares. En los pocos kilómetros que nos separan del pueblo, casi atropellamos a un jabato que salta a la carretera a la altura de una planta industrial, Resti: el volantazo de Ángeles lo evita, aunque el grito con el que lo acompaña me da un susto de muerte. (Yo le recrimino que no haya hecho lo que se recomienda hacer en estos casos: aferrarse al volante, seguir recto y que sea lo que Dios quiera, pero me responde, indignada, que cómo puedo pensar que fuese ella a atropellar a un cerdito tan mono. Su razonamiento me desarma). Ya en Montánchez, nos recuperamos del sobresalto con una cerveza en un bar de nombre muy evocador, Pito Gordo, que me hace mirar con curiosidad al dueño. Vamos después al castillo, a cuyo pie encontramos un mirador, aunque no dejamos de preguntarnos qué hace allí un mirador, cuando la altísima fortaleza se alza justo detrás de él. De camino a la entrada, pasamos por delante del cementerio, en cuyo frontispicio constan inscritos estos tres admonitorios endecasílabos: "Templo de la verdad es el que admiras. / No desoigas la fe del que te advierte / que todo es ilusión menos la muerte". Más adelante, encontramos otros puntos cuyas leyendas nos deparan algún regocijo y no menos desconcierto. Un mojón exclama: "¡Automovilistas! Velocidad: primera", y lo hace poco después de que una gran cadena de hierro, atravesada en el camino, impida el paso a los coches. Ya en el recinto del alcázar, nos encontramos con el Santuario de Nuestra Señora de la Consolación del Castillo, que, como recuerda una placa muy historiada a la entrada, es, desde 1956, alcaldesa mayor honoraria de Montánchez. Se conoce que la costumbre practicada por el anterior ministro del Interior, el catalán Jorge Fernández Díaz, de imponer medallas y reconocimientos a la Virgen, tiene ya insignes precedentes en estas tierras de Extremadura. Otra placa nos informa de que antes, en 1950, Nuestra Señora de la Consolación del Castillo había sido coronada canónicamente en un acto solemne al que asistieron el excelentísimo gobernador civil de la provincia "y su digna esposa", una coronación que había sido promovida por "el celoso pàrroco (sic) de esta villa, D. Francisco Flores Gordo, que al fin viò (sic) satisfechos sus anhelos". Siempre me agrada que la gente vea cumplidos sus deseos, pero deploro que, en este caso, el celo del anhelante párraco no se extendiese al respeto por la ortografía castellana. Bajo o al lado de las placas susodichas, encuentro otros mensajes importantes, aunque no escritos en alpaca o plata, sino en cartoncillos plastificados: uno anuncia el número agraciado con el jamón que se rifaba con la lotería de la Virgen; otro previene de que no hay que sobrepasar la verja (de acceso al altar), porque salta la alarma; y un tercero, ante los insistentes rumores de que se obligaba a los montanchegos a pagar por casarse en el santuario, aclara: "La cofradía informa que (sic) no se ha cobrado nada por las bodas en la ermita. Toda cantidad que se cobre por estos actos son estipendios de la parroquia". Un misterio notable, porque se dice que no se cobra nada, pero que se cobran estipendios. Confío en que los parroquianos, con la ayuda de la virgen alcaldesa y coronada, lo entiendan. Ya en el punto más elevado del castillo, en precario estado de conservación, disfrutamos de las vistas privilegiadas que recordábamos (y también de la de una cuerda de ropa tendida en uno de los muros). Bajamos de nuevo a Montánchez y comemos en el restaurante "La Posada", al lado de la casa natal del general Juan García y Margallo, bisabuelo de otro exministro de Rajoy, José Manuel García-Margallo. El general García y Margallo desarrolló toda su carrera militar en África, desde las guerras moderadamente triunfales de mediados del s. XIX, hasta su muerte, en 1893, de un disparo de los rifeños levantados en armas por enésima vez contra aquella metrópoli cutre que les había tocado en suerte en el reparto colonial del continente. Al conflicto en el que murió se le conoce por su nombre, la guerra de Margallo, y la razón de que estallara le es directamente imputable: para reforzar las defensas de Melilla, de la que era gobernador, el general decidió levantar una construcción cerca de la tumba de un santo de las cabilas, Sidi Guariach, pero a los cabileños y, en general, a los musulmanes nunca les ha gustado que toqueteen sus lugares sagrados, así que, para demostrar su desacuerdo con la decisión de Margallo, al día siguiente bajaron de las montañas 6 000 guerreros de 39 cabilas diferentes, armados hasta los dientes. Las cosas, con ser graves, podrían haberse quedado ahí, pero, como suele suceder siempre que puede suceder, empeoraron: al final del día, la artillería española de Melilla castigó las posiciones rebeldes y un obús fue a destruir una mezquita. Se comprende que los cabileños no reaccionaran bien. Veinticuatro horas después, aquellos 6 000 guerreros del principio se habían convertido en 25 000, venidos de todo Marruecos, y con peor humor todavía. Las hostilidades continuaron un año, hasta que el mayor peso militar de España acabó imponiéndose, sin que ello le reportase, no obstante, ninguna ganancia estratégica o territorial: simplemente, acabó con el enfrentamiento, dejando tras de sí 700 cadáveres de ambos bandos. La guerra de Margallo fue una más de las gestas estúpidas que jalonan la historia de nuestro país, suscitada tanto por la ineptitud de los gobernantes como por las supersticiones de la gente. La comida en "La Posada" ha reactivado mi ardor de estómago, así que nos acercamos a una farmacia cercana que parece abierta; al menos tiene abierta una ventanilla en la puerta, como si estuviera de urgencias. Desde dentro nos mira, no sin sorpresa, una señora que está fregando. Le pedimos almax, ese gran invento de la humanidad. Deja el mocho a un lado y va a buscarlo a un anaquel. Lo encuentra, pero nos dice que no sabe cuánto vale. "Qué farmacéutica más rara", pensamos. "Es que yo no trabajo aquí", nos confiesa, como si nos leyera el pensamiento. "¿Entonces por qué tiene Ud. la ventana abierta?", le pregunta Ángeles. "Porque, si no, no se me seca el suelo". Es la señora de la limpieza. Pese a su inadecuación profesional (que un censor puntilloso reputaría intrusismo), no estoy dispuesto a dejar escapar el almax que la proba limpiadora tiene en la mano. Busco y rebusco el precio por internet; ella, por su parte, telefonea a la farmacéutica, que está de vacaciones, para preguntárselo. Entre unos y otros llegamos a la conclusión de que vale 7,95 euros. Le doy ocho, y nos marchamos con el preciado botín y maravillados de que una limpiadora se haya tomado tantas molestias, que no le correspondían, para ayudarnos. "Si os puedo echar una mano, ¿por qué no voy a hacerlo?", ha preguntado con una lógica irrefutable, aunque casi siempre olvidada.

2 comentarios:

  1. No sé si el narrador busca divertirnos, dígale de mi parte que lo logra cumplidamente: la pitanza, los ardores, el trajín(que me hizo anticipar un momentín erótico que no llegó, si no es por el nombre del vino), el locus amoenus a pesar del cura, incluso el monosílabo con tilde.¡Qué buen rato! Gracias.

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  2. Se lo diré, Gema, no se preocupe. Y se pondrá muy contento, porque a él le gusta hacer sonreír con lo que escribe. En cuanto al momento erótico, los he proscrito de mis diarios desde el principio. Aunque yo soy un permanente cultivador del erotismo en literatura, en estos relatos de mí (y de los que me rodean) prefiero abrazar el pudor. Aunque un buen amigo me dijo una vez que el pudor era uno de los grandes enemigos de la literatura...

    Gracias y un beso.

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