jueves, 22 de junio de 2017

En las ferias del libro (2): Lisboa

Por la mañana se suma al grupo el último invitado de las editoriales europeas, G., representante de Gallimard. Su retraso ha obedecido a un incidente aeronáutico: al despegar de París, varios pájaros se habían metido en uno de los motores del avión y lo habían hecho estallar (después de estallar ellos mismos). Algo así tiene un peligro doble: que el avión se estrelle, y que a uno, si se ha dado cuenta de lo que pasa, le dé un soponcio allí mismo y muera igualmente, aunque el avión no se estrelle. Por suerte, G. ha sobrevivido a ambas contingencias y ya está con nosotros. El grupo entero se dirige ahora, guiado por las incansables señoritas de la organización, a la Torre del Tombo, en la zona universitaria, donde hay concertado un encuentro con los responsables de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura portugués, que nos informarán sobre las ayudas que prestan a la traducción de obras portuguesas a lenguas extranjeras. De nuevo, y salvo el director general que parece un mosquetero y, coherentemente, prefiere hablar en francés, todos los empleados son mujeres: la administración en Portugal está aún más feminizada que en España. Mientras nos explican las condiciones y características de las subvenciones, por los enormes ventanales de la sala veo pasar aviones que vuelan muy cerca y muy bajo. Espero que no se les meta ningún pájaro en los motores, ahora que están encima de nosotros. Concluida la sesión informativa, nuestros anfitriones nos enseñan el edificio en sí, interesante por varios motivos. Al llegar, nos ha llamado la atención su aspecto mexicano, con unas gárgolas cúbicas adornadas con imágenes de monstruos que bien podrían ser serpientes emplumadas. Dentro, se suceden los departamentos dedicados al cuidado, ordenación y reproducción de los libros. Nos atrae sobre todo el de restauración, donde media docena de mujeres, con batas blancas y aire de facultativas especializadas, se dedican a curar las heridas y enfermedades de los volúmenes más antiguos o maltrechos. Y lo hacen con paciencia de calígrafo japonés. Dos recomponen en una mesa las hojas carcomidas de un librote ancianísimo: con guantes, pinzas y una lupa, juntan sus pedazos marronosos como si resolvieran un rompecabezas milenario, y luego los unen o limpian, no lo sabemos bien con una sustancia transparente, parecida a goma o vaselina, que extienden con un pincel. Quien nos hace de guía en este laboratorio nos enseña también alguna de las piezas más llamativas, como un tratado poético tamil inscrito en hojas de palmera o un libro del s. XVI en el que se ha borrado la mitad del escudo metálico que adorna la cubierta: se conoce que en aquellos tiempos ya se practicaba la vengativa mutilación, por enemistad o divorcio, de los testimonios conjuntos que Stalin llevaría a su apogeo en el s. XX y que hoy continúan cometiendo los novios despechados de todo el mundo en instagram y facebook. En los pasillos de la Torre vemos también las fotografías de los mejores escritores portugueses de la centuria (y de algunos que no lo son). Reparo en la imagen descabellada de António Ramos Rosa, uno de los grandes poetas europeos del último medio siglo; en el rostro sereno de Sophia de Mello; en la expresión juvenil de Nuno Júdice, al que acabo de conocer en Mérida; en la luminosidad de Eugénio de Andrade, que es también la de su poesía; y en el brillo acerado de los ojos de Herberto Helder, otro extraordinario poeta. Acabada la visita, almorzamos y, a continuación, nos desplazamos a la Feria del Libro, donde hemos de mantener un encuentro con el Gremio de Libreros portugués y varias entrevistas con editoriales del país interesadas en conocernos y, quizá, proponernos negocios. De camino, en la furgoneta que nos transporta, admiro la saludable policromía de la ciudad, tanto en sus habitantes cuyas pieles constituyen una paleta casi infinita de colores como en sus edificios, entre los que distingo muchos con los tonos deliciosamente apastelados de una urbe marítima, o ceñidos por la clásica azulejería portuguesa, añil y blanca, pero también no pocos pintarrajeados de grafitis chillones desde los cimientos hasta la azotea. El conductor nos deja por fin a los pies de la  Feria del Libro, en el parque de Eduardo VII. Desde allí hemos de subir una cuesta muy pronunciada para llegar al stand donde se celebra la primera reunión de la tarde, y hacerlo justo después de comer es una crueldad (casi emética). Las entrevistas organizadas con las editoriales portuguesas se suceden después, a lo largo de la tarde. Entre una y otra cuatro, en mi caso, curioseo en los puestos. Como siempre, veo muy pocos autores españoles: algunos clásicos (Góngora, Lope, Cervantes, Lorca) y una agradable sorpresa, María Zambrano; también hay un libro de Enrique Vila-Matas. Advierto con inquietud muchos stands de asuntos espirituales. Uno, de la Sociedad Bíblica, es vecino de Ediciones Avante, el sello del Partido Comunista Portugués. Mientras bajo la cuesta asesina viendo libros, me sobresaltan unos berridos. Al cabo de unos metros, descubro lo que son: una canción de un grupo folclórico portugués, cuyos miembros, septuagenarios, y ataviados con los trajes típicos de su región, evolucionan por el escenario, con el vigor propio de su edad, a los estentóreos sones de un entregado solista. Cumplidas las obligaciones de hoy, la organización nos lleva a conocer una de las nuevas zonas de ocio de la ciudad: LX Factory, una antigua fábrica reconvertida en mercado y centro de esparcimiento, por encima de la cual discurre, como suspendida en el aire, la autopista que conduce al puente del 25 de Abril. El lugar tiene cafés, restaurantes, talleres de artistas, estudios de tatuaje, de fotografía o de diseño, y hasta una enorme librería, Ler/Devagar, cuya visita forma parte también del programa de actividades. Impresiona la altura del local, que era la que necesitaban las rotativas y los talleres del periódico que funcionaban antes aquí. Las rotativas, de hecho, siguen ahí, en el centro del espacio, como dinosaurios mecánicos, espesamente silenciosos. A su alrededor se elevan los estantes, que tapizan de libros las paredes hasta casi el techo, del que pende una bicicleta con alas. Para consultar los que están más arriba, hay que practicar la escalada. Busco la sección de literatura en español y doy con un par de baldas no muy nutridas, que, en relación con el número total de volúmenes que se acumulan aquí, deben de representar un porcentaje minúsculo. Al menos, no están en los plúteos superiores. Veo viejos ejemplares de Visor (de los que compro dos: un Ritsos y, por cortesía local, un Cabral de Melo) y títulos desperdigados de editoriales no menos desperdigadas. Luego, nos tomamos una cerveza en el cafetín del lugar, en una de cuyas mesas dos jóvenes, concentradas en la lectura de apuntes y papelotes, están fumando. La jornada concluye con la cena en el restaurante Rio Maravilha, un establecimiento que ha conseguido que veamos su condición industrial como un ejemplo de decoración contemporánea, y que cuenta con una terraza espectacular, desde la que se divisa gozosamente el Tajo, y en la que una figura de mujer desnuda, pintada de escaques multicolores, se opone, también con los brazos extendidos, al Cristo oferente de la orilla opuesta del río. Rodeados de grupos de jóvenes que ocupan las mesitas, charlan y fuman, cenamos. Doy cuenta de una sopa de tomate muy endeble, de un airoso bacalao y de un sorprendente sorbete de albahaca. G. tiene interés en saber si somos capaces de ver el conejo en la Luna. Yo ni siquiera sabía que lo había, pero él me informa de que, según una vieja leyenda azteca, la silueta de un conejo aparece impresa en la superficie lunar. El conejo es una de las especies más invasoras de la Tierra, así que no me extraña que haya saltado hasta allí. Empujado por la inquietud de mi interlocutor, salgo a la terraza a contemplar el satélite en busca del conejo, pero no lo veo. G. me lo describe con paciencia, pero sigo sin verlo. A veces creo reconocer sus orejas puntiagudas en sendas manchas selenitas, pero la figura en conjunto se me escapa. Uno ha de saber lo que quiere ver si quiere verlo y, aunque yo lo sé "¡el conejo, el conejo!", perservera G., me declaro miope y derrotado, y vuelvo a la mesa a terminar el sorbete de albahaca. Pasada la medianoche, regresamos al hotel, con la frustración de no haber reconocido al conejo, pero con la satisfacción de haber sobrevivido a una maniobra desgraciada: el taxi en el que nos hemos embutido, como la cuadrilla de El Litri, ha arrancado antes de que yo, el último en subir, estuviera del todo dentro. Por suerte, no ha pasado nada, pero me queda el consuelo de que, de haberme accidentado, habrían podido auxiliarme a la intensa luz de una luna llena sin conejo.

4 comentarios:

  1. Entre los escritores no nombras a Pessoa. Quizás sea mi precaria vista actual, y la dificultad de concentrarme en la lectura. No sé, por otra parte siempre es y será un placer poder leer, auque solo sea, una línea tuya.

    Sigue haciendo disfrutar al afortunado lector, perdón, también lectura.

    Un abrazo.

    Blanca.

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  2. Lectora. Una errata del maldito corrector.

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  3. He buscado dos palabras en el diccionario (es un dulce vicio el diccionario) y, además, me encanta que las mujeres sean las protagonistas de esta entrada (o a lo mejor soy yo quien las hago subjetivamente protagonistas): las señoritas de la administración, las restauradoras, las jóvenes lectoras, el desnudo femenino, la albahaca (que con tanta "a" debe de ser mujer, no sólo femenino) y, cómo no, la luna. Ustedes están de secundarios.
    Esperando la (3).

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  4. El conejo hay que verlo desde México

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