lunes, 9 de octubre de 2017

En el LIBER y otras aventuras

Acudo estos días al LIBER de Madrid. Como todos los años, se celebra en el IFEMA, el gigantesco espacio ferial de la capital, cerca del aeropuerto de Barajas. En los pasillos del metro que me lleva hasta allí, veo vallas que nos informan de cómo usar las escaleras mecánicas. Me recuerdan a las instrucciones de Tip y Coll para llenar un vaso de agua. Ya en el vagón, otro texto me llama la atención. Es una de esas pegatinas con poemas, cuentos o fragmentos de novelas con las que se pretende acercar la literatura a las personas. En este caso, el texto un fragmento de El meu poble, de Josep Pla está en catalán, y debajo, en letra más pequeña, aparece la traducción al castellano. Pla describe con precisión y nervio, sin hinchazones metafóricas ni afanes metafísicos. El cuadro es una estampa delicada y recia a la vez, tan colorista como austera. Pla opinaba que describir es más difícil que opinar. En su obra, la descripción siempre es mejor que la opinión, trufada de retruécanos aldeanos y simplezas de liberal cachazudo. Pero me agrada que, con la que está cayendo, Pla esté en las paredes del metro, y que nadie haya arrancado todavía la pegatina. Curiosamente, una mujer, muy cerca de Pla, se parece mucho a Carme Forcadell, una de las moiras del independentismo. Ya en IFEMA, a la entrada del pabellón que alberga la Feria, veo a uno de los principales editores de poesía españoles. Es feo como él solo, y no deja de fumar. En el estand del Grupo Planeta, uno de los mayores de todos, leo un rótulo que relaciona todas las empresas editoriales y de comunicación que lo componen, y me vence la melancolía al comprobar, además de su número desmesurado, los muchos nombres de sellos antes independientes, cuyos libros he leído, con cuyos libros me he educado, que ahora le pertenecen: Espasa, Ariel, Austral, Emecé, Crítica, Ediciones 62, Seix Barral, Península, Noguer, Tusquets, Destino, Paidós, Minotauro... En el recinto charlo, entre otros, con Borja Martínez, director de la revista Leer, que ocupa uno de los espacios mínimos puestos a disposición de los expositores (prefiero utilizar esta palabra a la de feriantes, que es lo que son, en rigor, pero que me suena agropecuaria), y con Javier Fórcola, de apostura británica a la que contribuye no poco la pajarita que gasta, que me confunde con Alejandro Katz, el editor argentino, según propia confesión. Javier, en realidad, no se apellida Fórcola, sino Jiménez, pero el empeño con el que se entrega a la edición ha obrado que se le identifique con la empresa. Curioseo con especial interés en los estands de las editoriales públicas y las comunidades autónomas, y hablo con algunos de sus representantes. Castilla y León comparece bajo el rótulo de "Editores de Castilla y León", y pienso que habrá que trabajar por que Extremadura esté presente en futuras ediciones con uno propio e igual. Las comunidades más grandes e influyentes Madrid, Cataluña, el País Vasco, Andalucía, Valencia, Baleares, Aragón, Galicia, Asturias, Castilla y León han venido; las más pequeñas o periféricas están ausentes. El Estado tiene también una amplia representación y un nutridísimo conjunto de publicaciones. En el espacio de autor, alguien habla de las ventajas e inconvenientes de la autoedición, y, en el de conferencias, asisto a una sobre la lectura fácil, que está conociendo un apreciable desarrollo en Extremadura y España. Me llama la atención la abundancia de editoriales religiosas, que despliegan aparatosas colecciones de literatura sacra, alabanzas marianas, hagiografías papales y manuales judeocristianos, que a mí siempre me han parecido libros de autoayuda trascendental. Rialp, otra editorial vinculada a la Iglesia, ocupa uno de los muchos rincones de la Feria, y apenas muestra ejemplares de sus premios Adonáis, que durante muchos años, pero ya no, fueron la joya de la corona. Y Latorre Literaria, una de las distribuidoras de la Editora Regional de Extremadura, no exhibe ni un libro de la ERE en sus estantes. Mientras sigo paseando, me telefonea Pepo, el editor de Bartleby, inquieto por la situación política en Cataluña e interesado en conocer mi opinión. Se la doy. La situación política en Cataluña condiciona también mi visita al peluquero a la mañana siguiente, porque ya no tengo pelo, sino greñas, y es aconsejable recuperar la pulcritud. El peluquero que me ha tocado en suerte, solícito, me invita a leer el periódico mientras me arregla, pero yo reparo en que la prensa que ofrece el establecimiento son El Mundo, ABC y La Razón, si es que La Razón puede considerarse prensa. Llevo El País en la mochila, pero decido, con la rapidez del rayo, que es más prudente declinar la oferta del barbero y no sacar el diario de donde está. Cuando me siento, veo la pulserita con los colores de la bandera española que lleva mi trasquilador. Estas pulseras de hoy son más discretas que las de los fachas de mi juventud: ahora no ocupan toda la muñeca, sino solo parte de ella, y por abajo, en el lado menos visible del artefacto. Pero siguen resultándome inquietantes, sobre todo cuando al final de la mano que engalanan hay unas tijeras, y las tijeras bailan a pocos centímetros de la nariz y las orejas, esos apéndices tan queridos. Tengo otro motivo para pensar que la decisión que he tomado de ocultar mi adscripción ideológica ha sido acertada cuando alguien pronuncia en la radio el nombre "Puigdemont". No es extraño: los cuarenta y siete millones y medio de españoles tenemos ese nombre todo el día en los labios, aunque algunos, como el ministro del Interior, tengan notables dificultades en pronunciarlo. Pero resuena en el aire de la peluquería, y el peluquero salta entonces, como un muelle, para expresar su opinión de que todos los catalanes deberían recibir un tratamiento médico urgente, consistente en la extirpación de los testículos. Yo permanezco callado, con la mirada fija en el espejo, que me devuelve la imagen de las tijeras bailarinas y la perspectiva escalofriante de que no se dediquen a cortar pelo, y ni siquiera narices u orejas, sino los apéndices sugeridos por este estilista del fascio, aún más queridos. (Encajadas en un lateral del espejo, veo una tarjeta de un Theological Forum y una estampita de la Virgen, con un corazón sangrante y lleno de espadas y coronas de espinas en el pecho: me tranquilizan poco). Pero mi silencio, pétreo, acaba convenciéndolo de que no va a arrancarme conversación (ni ninguna otra cosa) por ese lado, y cambia a otro tema de rabiosa actualidad: la enésima matanza causada por un loco armado en los Estados Unidos. Ahí sí, ahí me apunto al vituperio: menudo tarado, y qué tarados también los estadounidenses por permitir que cualquiera tenga un arsenal en su casa, y el Trump ese, menudo gilipollas; solo cuando el barbero vuelve a expresar la necesidad de emascular a los norteamericanos qué manía tiene este hombre por capar a la gente, vuelvo a un espeso silencio, que ya no abandonaré hasta que termine la faena, muy bien hecha, por cierto: se conoce que los excesos dialécticos no le afectan al pulso; será la costumbre. A la salida de la peluquería, observo que en muchos balcones de estas calles del barrio de Salamanca, como en la muñeca de mi trasquilador, lucen banderas españolas. Justo en ese instante pasa alguien a mi lado, hablando con una mujer, y dice: "Sí, todos ondeando banderas...", al mismo tiempo que hace el gesto de ondearlas. El país está lleno de banderas. Las conversaciones están llenas de banderas. Las manifestaciones están llenas de banderas. Los periódicos están llenos de banderas. Los pueblos y ciudades están llenos de banderas. Las banderas nos sobrevuelan, nos asedian, nos infectan. También las veo en Lavapiés, donde esta tarde presentamos el poemario Tarde azul y jackpot, del poeta tarraconense Juan Carlos Elijas, que acaba de publicar la Editora. Están en los balcones y fachadas, como en el barrio de Salamanca, pero debajo, en las calles, no hay tiendas de lujo, ni marisquerías caras, ni sedes de partidos políticos, sino vecinos de Bangladesh, restaurantes  senegaleses, peluquerías afroamericanas y carnicerías halal (en una de las cuales un musulmán reza, arrodillado en una alfombra). Otra cosa que hay aquí y no en el barrio de Salamanca son pasquines animalistas. Uno dice: "La industria del huevo esconde explotación, sufrimiento y muerte"; otro, "la carne es el cuerpo muerto de alguien que quería vivir". En la calle Tribulete oigo decir a un adolescente que pasa, acompañado por dos chicas, a las que seguramente quiere impresionar: "Lavapiés... Joder, es un nombre como de lavar pies", lo que refuerza mi confianza en la capacidad de nuestra juventud para sacar al país adelante. Llego por fin al local de la presentación, la sala Nunca Nadie Nada No, que es el estudio del artista visual Ramón Mateos, abierto a la realización de actividades culturales, siempre relacionadas con la creación contemporánea. Ahí, con un público abundante, intervenimos el autor, el cantautor Joel Reyes y yo: tres catalanes en Madrid, leyendo de un libro publicado en Extremadura. A los vinos que se sirven tras la presentación siguen otros en un mercado de Lavapiés, reconvertido ahora en centro de ocio: los antiguos puestos de bacalao, legumbres y casquería se han transformado en bares. El ambiente es pintoresco y, a la vez, cosmopolita, pero el espacio es exiguo: tras mucho rato de pie, nos apiñamos en unas sillas raquíticas y dos mesillas mínimas junto a la barra. Por un momento, me siento viejo: disfruto poco ya de estas incomodidades jolgoriosas; lo que necesito ahora son sillones mullidos, espacio para estirar las piernas (si no, me duelen) y poco estrépito a mi alrededor, es decir, todo lo contrario de lo que tenemos aquí. No obstante, la apretura no nos impide devorar bandeja tras bandeja de tacos, ni platicar con ansia, ni libar un agradable blanco gallego. Charlo un buen rato con un peluquero-librero de poesía de Madrid (cuyas patillas me recuerdan a las del torero Padilla, ese que perdió un ojo de una cornada y lleva desde entonces un parche a lo John Silver el largo, y que se ha exhibido en algún coso con una bandera española con aguilucho a modo de capa), que prosigue la saga de peluqueros-libreros de poesía inaugurada por el legendario salón Picornell, de Palma de Mallorca, desgraciadamente ya cerrado. A pesar de las curras tauromáquicas, la próxima vez que venga a Madrid iré a su local a cortarme el pelo, y no al del peluquero castrador. Una escena fatal cierra el día. De regreso al hotel, otra vez en el metro, dos jóvenes se enzarzan en una pelea. Uno parece estar colocado; el otro, no. Y este, valiéndose de su sobriedad, le asesta un puñetazo terrible en plena cara al alelado. Para sorpresa general, no lo derriba. Como el tren aún no ha cerrado las puertas, me cambio de vagón. Ya solo me apetece dormir.

2 comentarios:

  1. http://www.europapress.es/madrid/noticia-catalan-llega-metro-madrid-mano-textos-josep-pla-dentro-campana-libros-calle-20170813104454.html

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  2. No sé si describir es más difícil que opinar; desde luego, no es nada fácil opinar en esta época de "banderismo", no hay más que asomarse a las redes sociales para que la pantalla se inunde de insultos y batallas(no precisamente dialécticas) que convierten el intercambio verbal en un deporte de riesgo. Una se siente extraterrestre entre tanto fervor patriótico y tanta falta de elegancia (el orgullo bien entendido no debería tener que exhibirse).

    De la visita a la feria, entristece que no se respire nada extremeño. Y entristece aún más que esa ausencia sea una tónica a la que estemos tan acostumbrados. También me asombra el volumen de publicaciones religiosas. ¿Tienen subvenciones divinas? ¿Una parte del cepillo se dedica a esta "autoayuda trascendental"? ¿Cómo se explica este éxito? Esto, como lo del "banderismo", refuerzan la sospecha de mi condición alienígena.

    Que te confundan con el señor Katz, Eduardo, tiene su pizca de delito porque -y perdona mi familiaridad- tú eres más mono, incluso con greñas. Lo de la peluquería es tronchante, lástima no saber hasta dónde es fabulación.

    Gracias por el buen rato entre tanto estruendo.

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