Visitamos, por la mañana, el Imperial War Museum, el museo de la guerra, de Mánchester. En España, que ha librado también bastantes guerras, solo hay uno, creo, y no se llama así, sino del Ejército; y ni siquiera estoy muy seguro de dónde está. En Gran Bretaña, casi cada ciudad alberga un espacio en el que se recuerda la historia militar del país. Este de Mánchester se encuentra en un sitio llamado Media City UK, a las afueras de la ciudad, un amplio conjunto de empresas e instituciones locales, como las sedes mancunianas de la BBC y la ITV, así como de restaurantes, locales de ocio y un hermoso canal, que lo cruza por entero. Para llegar, cogemos el tranvía. El tranvía de Mánchester es moderno, amarillo y lento. Sirve tanto de medio de transporte como de tour con vistas. Quizá por esa slow motion que lo caracteriza, se utiliza con frecuencia como teatrillo o lugar de esparcimiento; y al teatro, como a las guerras, los ingleses son muy dados, en los escenarios y en la vida en general. Hoy llenan el vagón, además de los viajeros inadvertidos como nosotros, una nube de periodistas y curiosos. Una empleada del metro con traje chaqueta y una banderita en la mano nos informa de que va a actuar Lisa Stanfield. Ni Ángeles ni yo tenemos ni idea de quién es Lisa Stanfield, pero debemos de ser los únicos: todo el mundo parece excitadísimo ante la perspectiva de que actúe Lisa Stanfield. Y Lisa Stanfield, en efecto, actúa. No la vemos, envuelta por el gentío, pero la oímos. No nos parece María Callas, pero, de nuevo, discrepamos de la opinión de la mayoría, que ríe, aplaude, se menea al son ferroviario de Lisa Stanfield. En las canciones se mezclan los anuncios de la ruta –Next stop: Exchange Quay!– y el clangor del convoy, pero a Lisa Stanfield no parece importarle: es una profesional. Al final de uno de los temas, alguien aúlla: "¡Lisa Stanfield!", lo que sin duda la reconforta a ella y a todos. Los periodistas que cubren tan importante noticia no dejan de moverse para captar los mejores planos –uno de ellos, cargado con una cámara que parece un lanzallamas, me golpea al pasar con las patas del trípode–, grabar los audios más conmovedores o recoger las opiniones del público, fascinado por el espectáculo. Una intrépida reportera de la radio, con una gran sonrisa en la cara, quiere recabar la nuestra. Yo, hierático, eludo la alcachofa; Ángeles, siempre más solícita, le contesta, pero la periodista, a la que se le ha borrado la sonrisa de la cara, comprende enseguida que no vale la pena seguir entrevistando a unos guiris que no conocen a Lisa Stanfield y, en cuanto Ángeles acaba de pronunciar la última palabra de su respuesta, se lleva el micrófono a labios más complacientes y que hablen con acento de Mancunia. En la parada de Media City UK nos bajamos todos: los viajeros, los periodistas y Lisa Stanfield, a la que entonces vemos, aunque no sin dificultad: es muy bajita y luce una gorra que debe de ser a las gorras lo que el casco de Darth Vader a los cascos. Mientras todos nos dirigimos a nuestros destinos, Lisa Stanfield se queda atendiendo a sus muchos fans, que la felicitan por su gran actuación. Es lógico: se debe a su público. Nosotros nos encaminamos al museo, que se inauguró en 1914, como previendo la gran escabechina que se avecinaba aquel año, aunque el edificio actual es rabiosamente alumínico y contemporáneo. A la entrada se despliega una gran instalación de amapolas, la flor que homenajea a los muertos en aquella y en todas las guerras que ha librado el país. El Imperial War Museum responde a un concepto distinto de museo bélico. Da cuenta de los muchos conflictos en los que ha participado la Gran Bretaña, y de los sufrimientos padecidos en ellos, pero no se limita a un retrato patriótico, sino que se extiende también a otras conflagraciones y otros pesares, e incluso a una visión crítica de la propia actuación británica en dichos conflictos. Así, nada más entrar, nos abruma un harrier, un cazabombardero de despegue vertical –que también posee la Armada española–, y nos sorprende una canoa laosiana hecha con un depósito de combustible de un avión de combate estadounidense derribado en la guerra de Vietnam, pero nos maravilla el ejemplar, que vemos en una vitrina, de Seed of Chaos: What Mass Bombing Really Means [La semilla del caos: el verdadero significado de los bombardeos masivos], de Vera Brittain, una de las primeras protestas, si no la primera, contra el arrasamiento de las ciudades alemanas por parte de las aviaciones británica y norteamericana. El libro se publicó en 1944 y recibió críticas feroces. Pero la reputación de su autora mejoró cuando, en 1945, se dio a conocer la Lista Negra de los Nazis, una relación de las 2.000 personalidades británicas que debían ser arrestadas cuando los alemanes invadiesen la Gran Bretaña, y que incluía su nombre. Es lo que tiene no estar con los hunos ni con los hotros: ser fiel a la razón y la compasión conlleva siempre la crítica de los sectarios. No es de extrañar que Brittain fuera pacifista: en la Primera Guerra Mundial habían muerto su novio, su hermano y dos de sus mejores amigos. Ni que tuviese un carácter fuerte, hecho al dolor y las adversidades: en 1966, cuando ya tenía 73 años, se cayó en una calle de Londres, camino de una conferencia. Se rompió un brazo y un dedo del otro, pero impartió la conferencia. Moriría cuatro años después. En el museo, un gran espacio único, sin salas estancas, en cuyas paredes no dejan de proyectarse documentales, seguimos recorriendo la historia de horror y abnegación que es siempre la historia de las guerras. Pero este museo es plural y digresivo. Cerca de un lanzallamas naval de la Primera Guerra Mundial se exhiben los restos metálicos de una ventana de las Torres Gemelas de Nueva York: también eso se considera aquí una guerra, creo que con razón. De la Guerra Fría hay un coche trabant, uno de aquellos desmochados escarabajos de la DDR que los buenos trabajadores socialistas esperaban años para conseguir. Una amplia sección del museo se dedica al periodo de entreguerras, en el que se incubó el demonio del nazismo. No obstante, la referencia a la Guerra Civil española es, como suele suceder, muy escueta: apenas un panel informativo y algunos carteles de la CNT que llamaban a la lucha contra el fascismo. En ningún lado se informaba de que la política de no intervención, por la cual las democracias occidentales, con Francia y Gran Bretaña a la cabeza, se mantenían neutrales en el conflicto español, fue una de las causas de la derrota de la República. En la sección, muy extensa, dedicada a la Segunda Guerra Mundial, descubro uno de los objetos más singulares y, a la vez, más escalofriantes de todos: la máscara mortuoria de Himmler, hecha con pasta cerámica odontológica, en la que el jefe de las SS, aquel hombre de bigote de mosca y parietales rasurados, responsable de la muerte de millones de personas, casi parece estar sonriendo. No murió en circunstancias divertidas: detenido por los ingleses, mordió una cápsula de cianuro que llevaba en la boca y cayó fulminado. Pero su expresión última parece ser irónica, de jovial distanciamiento. Junto a la máscara contemplo fotos –y una película– de los terribles bombardeos que padeció Mánchester el 23 y 24 de diciembre de 1940. La sonrisa final de Himmler y las imágenes devastadoras del Blitz se me aparecen entonces siniestramente conectadas. Cerca, Ángeles y yo nos desintoxicamos de esas representaciones del mal con uno de los juegos montados por el museo: en un panel, hemos de levantar las tapas de unos agujeros y adivinar a qué huele: a pólvora, a letrina, a pies, a gas mostaza. Yo los acierto todos, y eso que nunca he estado en las trincheras; en la mili solo fui furriel. En cambio, Ángeles, que habría podido ser nariz de la industria cosmética de no haberse decantado por la anatomía patológica, se aparta con repugnancia del panel y se va a escuchar los testimonios filmados de varios homosexuales que han luchado en las guerras de este siglo: sus experiencias de discriminación y maltrato en sus propias filas fueron casi tan terribles como las que padecieron en los frentes en los que combatieron. Seguimos admirando los sobrecogedores fondos del museo: un kukri, el legendario cuchillo curvo de los gurkas, que tantos vientres ha destripado; un MK V Matilda II, el tanque inglés de principios de la Segunda Guerra Mundial, que prestó heroicos servicios hasta ser ampliamente superado por los panzer y tiger alemanes en 1942; un Leopard Mark IV, de 1979, un extraño vehículo de seguridad empleado en Rhodesia que parece un insecto gigante, y cuyo diseño obedece a la necesidad de sustraerlo a las minas con las que estaba sembrado el país; y hasta una muestra inmejorable de lo que se opone o da otra visión del objeto del museo, la guerra: un cartel pacificista en el que leemos, simple y gloriosamente, Fuck War [Que se joda la guerra; o que le den por el culo a la guerra, en traducción más libre]. No obstante, el ítem más llamativo de todos descansa en el suelo de la sección dedicada a la Guerra Fría: junto a una vitrina con un AK-47, kalashnikov (que tanto se utilizó en aquellos años en los que las guerritas en la periferia mundial, África, Asia e Hispanoamérica, sustituían al conflicto larvado y axial entre el capitalismo y el socialismo), trajes de aviador, teléfonos rojos, folletos propagandísticos y otras fruslerías, encontramos una bomba atómica. Por suerte, está desactivada. De hecho, solo es de entrenamiento (aunque ¿cómo se puede entrenar con una bomba atómica?) y no muy grande, pero, con todo, no deja de intranquilizarnos. Se identifica como una WE (¿world explosion?) 117, de 1966, de 40 kilotones, más del doble de los que arrasaron Hiroshima y Nagasaki. Nos la quedamos mirando un buen rato, maravillados –es un decir– de que en algo tan pequeño quepa tanta destrucción, y sobrecogidos por que todavía haya en el mundo miles de artefactos (varios cientos de ellos, británicos) mucho más potentes que este apuntando en todas direcciones, que pueden asesinar al planeta y devolvernos a nosotros, en minutos, a la Edad de Piedra. La gente pasa al lado de la WE 117 sin prestar demasiada atención, pero nosotros estamos como hipnotizados ante su perfil apocalíptico. Salimos con alivio a la Media City UK, iluminada por un sol reparador, y nos vamos a comer a The Alchemist, un restaurante sobre el canal. Allí me quedo hipnotizado por otras cosas –los maquillajes nefertíticos, sin una grieta, sin una falla, con cejas perfiladas a tiralíneas, de las camareras– y me dejo transportar por el inigualable sabor de una Fuller's India Pale Ale, y así me alejo, felizmente, de la perturbadora visión de Heinrich Himmler y la bomba atómica de entrenamiento.
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