En la última entrada de este blog (https://eduardomoga1.blogspot.com/2018/11/una-averia-en-el-tren.html), citaba lo que decía Miquel Berga en uno de los artículos de Un aire anglès: "La imaginación no conduce a la locura. Para ser exactos, lo que conduce a la locura es la razón. Por eso los poetas no se vuelven nunca locos. Son más proclives a la locura los jugadores de ajedrez y los contables...". Berga no se equivoca en que la razón produzca monstruos, como ya anunciara Goya, pero sí en que los poetas sean inmunes a la locura. La imaginación quizá tenga en ellos efectos beneficiosos –de liberación, sin duda; de sublimación y vuelo–, pero también los tiene deletéreos. Y un somero vistazo a la historia de la literatura lo confirma: los escritores locos, muchos de los cuales rematan su locura con el suicidio, son casi tantos como los cuerdos. La ciencia se ha interesado por el fenómeno. Un psiquiatra inglés, Felix Post, ha estudiado recientemente las vidas de 100 escritores famosos y llegado a la conclusión de que los poetas presentan un elevado riesgo de padecer depresiones. Post asegura que la mucha imaginación "y la enorme actividad cerebral que se necesitan para el trabajo creativo, junto con la alta frecuencia de rasgos anómalos de 'carácter', hacen que los escritores tengan el doble de riesgo de sufrir depresiones que otras personas...". (Discrepo de que todos los poetas desplieguen una "enorme actividad cerebral" para hacer su trabajo. Conozco a bastantes que no despliegan ninguna, y la mayoría de ellos no podrían hacerlo aunque quisieran. Pero no nos desviemos...). Post también ha observado que la mayoría de los autores estudiados tuvieron algún familiar afectado por depresiones o psicosis. Además, el suicidio había acabado con el 8 por ciento de los poetas, una tasa enorme si la comparamos con el 10 por cien mil de la población en general. A nadie que se mueva en los círculos literarios y conozca a sus estrafalarios parroquianos le sorprenderán estas conclusiones. Los escritores, como tantas veces se ha comprobado, son gente rara, cuya rareza roza o, en el peor de los casos, cae abiertamente en el trastorno de personalidad o la enfermedad mental. Los ejemplos son interminables, pero algunos –y solo en el ámbito hispánico– son llamativos. El loco más famoso de las letras españolas ha sido Leopoldo María Panero, muerto en 2014, que pasó casi toda la segunda mitad de su vida en centros psiquiátricos, aunque en un régimen abierto que le permitía viajar y asistir a encuentros literarios. De esa experiencia nosocomial y de su propia condición maníaca, analizada con poética lucidez, dejó testimonio puntual en su obra: algunos de sus libros son Poemas del manicomio de Mondragón (1987), Locos (1992), Los señores del alma (Poemas del manicomio del Dr. Rafael Inglot) (2002), Esquizofrénicas o la balada de la lámpara azul (2004), Poemas de la locura seguidos por El hombre elefante (2005), Outsider, un arte interior (Versos esquizofrénicos. Poemas sugeridos por los dibujos de esquizofrénicos) (2007) o Locos de altar (2010). La locura de Panero se ha considerado un rasgo característico de su condición de poeta maldito, el último, quizá, de nuestras letras, tras la muerte del mucho más joven y mucho menos conocido, pero asimismo maudit, Carlos Iguana. Recuerdo la visita que Panero hizo, hace muchos años ya, a la Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona, en la que yo, más o menos, estudiaba. Después de soltarnos una perorata inenarrable, de la que solo guardo un confuso y estupefacto recuerdo, se abrió el turno de palabras y un estudiante exaltado, de los que abundaban en aquella facultad turbulenta, donde se pronunciaban con igual vehemencia los numerarios del Opus Dei y los militantes de la Liga Comunista Revolucionaria, le formuló una pregunta tan incomprensible como su propio alegato. Tras escuchar al alumno con los ojos entornados, Panero se levantó de repente y, cuando pensábamos que iba a pronunciarse otra vez como un oráculo o a revelarnos, por fin, el sentido de la vida, dijo: "Tengo que ir a mear"; y se fue a mear. Otro poeta de primera magnitud (aunque menos mediático que el omnipresente Panero, un loco que se volvió símbolo de la locura, artista demente por antonomasia) que sufrió dolencias mentales y que acabó suicidándose en una vía de tren, en 1993, a los 38 años, fue Pedro Casariego Córdoba, hermano de los también escritores Nicolás y Martín. PeCasCor –así firmaba– fue poeta primero y pintor después. Produjo una de las mejores y más extrañas obras líricas del último cuarto del siglo pasado en España, y lo hizo en menos de una década: su primer libro, La canción de Van Horne, data de 1977, y el último, Dra, de 1986, año en el que decidió dejar de escribir poemas, que eran, a su juicio, la confesión de una derrota y un acto de vanidad; y llevaba razón: son ambas cosas, además de la forma que hemos encontrado algunos, mientras los escribimos, de no sentir el peso de la muerte, o de sobrellevarlo con ligereza. Su obra lírica, compuesta por seis libros, está recogida en Poemas encadenados (1977-1987), publicado por Seix Barral en 2003. En 2012, cuando se reeditó uno de sus títulos más destacados, La voz de Mallick, tuve el placer –y la responsabilidad– de reseñarlo en Letras Libres (https://www.letraslibres.com/mexico-espana/libros/el-basurero-antropofago). Los poetas perturbados, valga la redundancia, son muchos más si dejamos España y pasamos a Hispanoamérica. Citaré solo a tres: Jorge Cuesta, Alfonso Cortés y Alejandra Pizarnik. Cuesta, químico de profesión, fue el teórico del grupo de Los Contemporáneos en México, el equivalente azteca de nuestra Generación del 27, pero no se limitó a hacer teoría: también compuso uno de los mejores poemas de la literatura en español del siglo XX: Canto a un dios mineral. Por desgracia, Cuesta sufría crisis paranoicas y estuvo ingresado varias veces en hospitales psiquiátricos. Del último no salió: lo habían recluido porque, en un ataque furioso (él, que en la creación literaria y en su trabajo de laboratorio era implacablemente racional), se había intentado castrar. Espeluzna pensarlo. El 13 de agosto de 1942 aprovechó un descuido de los enfermeros para escapar de sí mismo: se colgó con las sábanas de los barrotes de su cama. Tenía 32 años. El nicaragüense Alfonso Cortés –que a los tres años ya sabía leer, a los siete ya escribía versos y en la adolescencia aprendió por su cuenta inglés, francés, italiano y portugués– enloqueció en 1927, con 34 años, y la esquizofrenia ya no lo abandonó hasta su muerte, en 1969. Vivía en la casa donde Rubén Darío había pasado su infancia (aunque aterrorizado: aquel caserón lo llenaba de temores; quizá esa condición malhadada contribuyese al desquiciamiento de su sucesor) y allí continuó hasta que lo internaron en el hospital de enfermos mentales de Managua, en 1944. Los primeros meses de su locura fueron espantosos: primero no abría los ojos, luego no abría la boca y, por fin, no dormía, pero nunca dejó de escribir, aunque no debía de ser fácil hacerlo, porque pasaba la mayor parte del tiempo encadenado por la cintura a una viga del techo del sótano de su casa. Su tenacidad creadora y la calidad de su obra (de la que Ernesto Cardenal publicó una antología en 1952, 30 poemas de Alfonso, un clásico de la literatura centroamericana) le labraron fama nacional e internacional: llevaban a los escolares a verlo al manicomio, donde pasaba por ser "el más poeta de los locos" (y sin duda era también el más loco de los poetas). Para su locura se han dado multitud de explicaciones: desde un golpe en la cabeza hasta la sífilis, una frustración sexual, el alcoholismo e incluso la ocupación estadounidense de su país, que se extendió de 1912 a 1933, aunque lo más probable es que fuese desencadenada por la muerte de su madre y los problemas económicos que lo acosaban. Hacia el final de su vida, dijo, con clarividencia de loco (y de poeta): "Ser o no ser no era la cuestión. La cuestión es salvarse". Por último, Alejandra Pizarnik, una de las mejores poetas del siglo XX, es otro caso de escritora con graves problemas mentales, aunque no se la diagnosticara nunca como "demente". Sufrió, no obstante, constantes crisis depresivas y cuadros de ansiedad, que se acentuaban con los hechos infaustos a los que había de enfrentarse, como la muerte de su padre. Su estado mental fue empeorando, agravado por la adicción a los barbitúricos, hasta que, tras una grave depresión y dos tentativas de suicidio, ingresó en el hospital psiquiátrico de Buenos Aires. Pero un fin de semana en que había salido con permiso del hospital, en 1972, ingirió cincuenta pastillas de seconal. Siempre me han impresionado los últimos versos que escribió en el pizarrón de su estudio, en el que solía apuntar versos, imágenes e ideas. Allí se leía: "No quiero ir / nada más / que hasta el fondo". Y hasta el fondo se fue, ese fondo al que iremos todos. Tenía 36 años.
"¿Cuándo nacerán los poetas? Será después de los tiempos de los desastres y las grandes desgracias; cuando los pueblos acosados comiencen a respirar. Entonces, las imaginaciones trastornadas por espectáculos terribles pintarán cosas desconocidas".
ResponderEliminarDiderot.
A propósito de Panero (por si interesa): http://jonassanchez.blogspot.com/2014/03/el-loco.html
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