El gobierno ha acordado hace poco rebautizar el aeropuerto de Barcelona, que toda la vida se ha llamado El Prat, con el nombre de Josep Tarradellas, el que fuera 125º presidente de la Generalitat de Cataluña: en el exilio desde 1954 a 1977 y en la Generalitat restaurada por la democracia española desde 1977 hasta 1980. La decisión, eminentemente simbólica, es otra de las medidas adoptadas por el gobierno de Pedro Sánchez para apaciguar las encrespadas aguas del independentismo catalán. Aunque no sé yo si precisamente alguien como Tarradellas, que previó –y anunció– la radicalización del catalanismo, instigada por el victimismo y la corrupción de Jordi Pujol y sus secuaces, es el más adecuado para sosegar a Puigdemont y los suyos. Méritos, desde luego, no le faltan: como conseller en cap, promovió una ley del aborto progresista, en 1936; vivió 38 años en el exilio, durante los cuales mantuvo la legitimidad de la Generalitat histórica y la República española; sentó las bases de la Generalitat actual; se erigió en símbolo imperecedero cuando pronunció su célebre Ciutadans de Catalunya! Ja sóc aquí! (y obsérvese que no dijo Catalans!, como Franco decía ¡Españoles!, sino ¡Ciudadanos de Cataluña!) al regresar a Barcelona; y gobernó Cataluña tres tempestuosos años sin tacha de sectarismo o corrupción. Pero también dijo, refiriéndose a Pujol, que él "de enanos y corruptos no hablaba", y que el régimen que este había establecido en Cataluña era una "dictadura blanca". No creo que alguien que se exprese en esos términos, íntegro y clarividente, como Tarradellas, suscite el entusiasmo de los actuales cabestros del separatismo, y el recordatorio que hará su nombre en el aeropuerto de Barcelona de su figura será un chinche constante, que diría José Mota, en la conciencia de los hooligans Torra et al. Bien pensado, el acaso malsano placer que algo así nos procure a algunos quizá compense la tristeza que nos cause abandonar ese otro nombre, El Prat, que nos ha acompañado toda la vida y que asociamos con algunos de nuestros recuerdos más felices.
En Kaliningrado alguien tuvo la feliz idea de proponer el nombre de Immanuel Kant para el aeropuerto de la ciudad. Allí, cuando aún era Königsberg, capital de la Prusia Oriental, mucho antes de que los rusos conquistaran el territorio durante la Segunda Guerra Mundial y lo incorporaran a la Unión Soviética, había nacido, estudiado, profesado, escrito y muerto el que acaso sea el filósofo más importante de la edad moderna, sin el cual no puede entenderse el pensamiento ni la cultura occidentales de hoy. Resultaba, pues, adecuado y plausible que un lugar como el aeropuerto lo homenajeara así. Sin embargo, en Kaliningrado, sede de la flota rusa del Báltico, abundan los almirantes rusos, y ya se sabe que los almirantes rusos no son gente de fiar, sobre todo cuando los manda alguien tan poco de fiar como el ex agente del KGB Vladímir Putin. Henchidos de amor indígena, militares y ultranacionalistas, valga la redundancia, han llamado a Kant enemigo y traidor a la patria (rusa, se entiende), y las turbas, obedientes al dictado de los verdaderos hijos de Kaliningrado, han llenado de pintura y oprobio los varios monumentos a Kant de la ciudad y conseguido que el aeródromo se llame por fin Isabel I (de Rusia, claro; no de Inglaterra ni España), que queda mucho más regio, patriótico y hasta feminista. En este vendaval que avergüenza, o debería avergonzar, a la humanidad, uno de los prebostes de la Armada, el vicealmirante Igor Mujametshin, que tiene nombre de luchador uzbeko de ultimate fighting, y que sin duda mentalmente lo es, instó –en plata: ordenó– a sus (muchísimos) soldados a no votar a Kant (dado que el nombre se decidía por votación popular), alegando que el filósofo había traicionado a su patria (aunque no especificó cómo), que se había humillado y arrastrado “de rodillas para que le dieran una cátedra en la universidad donde daba clases” (tampoco justificó este aserto, ni falta que le hacía) y, escandalosamente y para concluir, que había escrito “unos libros incomprensibles que nadie de los que están aquí ha leído ni leerá nunca”. En esto último llevaba razón, al menos en lo que a él mismo y probablemente a sus conmilitones concernía. Para el vicealmirante Mujametshin, seguramente los cuentos de Winnie the Pooh sean una lectura ardua. Para cerrar su inflamada intervención, el entorchado cómitre pidió a los marineros y, por su mediación, a sus parientes que votaran por el almirante Alexandr Vasilevski, que había dirigido el asalto de las tropas rusas a Königsberg en 1945, aduciendo que un lugar donde “se había vertido la sangre de soldados y oficiales soviéticos no podía llevar el nombre de un extranjero”, aunque tal extranjero no lo hubiese sido ni un solo minuto de su vida en la ciudad en la que había nacido, estudiado, profesado, escrito y muerto, y a la que había honrado con su presencia y su obra. La arenga de Mujametshin contribuyó al propósito perseguido: que Kant no diese nombre al aeropuerto. Quedó segundo y, para su mayor vilipendio, ex aequo con Vasilevski. (Charlot quedó tercero una vez en un concurso de imitadores de Charlot, en Suiza).
El tercer y último caso de disputa por el nombre que ha de llevar un aeropuerto se ha dado, se está dando todavía, en Santiago de Chile, para cuyo aeropuerto internacional se busca nueva denominación, más glamurosa y universal (actualmente, se llama Comodoro Arturo Merino Benítez; por muchos méritos que atesorase el comodoro –tal que ser el creador de la Fuerza Aérea de Chile y el fundador de sus líneas aéreas nacionales, que no es moco de pavo–, su atractivo internacional es escaso). En el Parlamento se debate si ese honor debería recaer en Pablo Neruda. Así parecía que iba a ser, dada la magnitud de su figura y la importancia de su obra, pero los grupos feministas han protestado airadamente porque, según dicen, el poeta fue un maltratador de mujeres: primero abandonó a una hija enferma, Malva Marina, nacida en 1934 y aquejada de hidrocefalia, y luego reveló en Confieso que he vivido que había forzado a una criada en Ceilán, donde había sido cónsul en 1928. Los grupos opositores proponen que el aeródromo lleve el nombre de Gabriela Mistral, premio Nobel como Neruda. Una investigación reciente ha dejado al descubierto la relación o, mejor, la falta de relación de Pablo Neruda con la infortunada Malva, pero el caso del abuso sufrido por la ceilandesa estaba ante los ojos del público, descrito por el propio Neruda, desde 1974, el año de la publicación de sus memorias. Como la muerte del poeta (asesinado, por cierto, por Pinochet, según las últimas pesquisas) interrumpió la redacción del libro, su ordenación y salida a la luz corrió a cargo del también poeta Miguel Otero Silva y de su mujer Matilde Urrutia. Sobre la tortuosa paternidad de Neruda no tengo nada que decir: no conozco con el suficiente detalle el caso como para condenarlo. De cualquier modo, me resulta muy difícil, si no imposible, juzgar moralmente a alguien por las bondades o maldades de sus relaciones familiares, que pertenecen siempre al complejo mundo de los afectos o desafectos más íntimos de la persona. Tampoco yo quiero ser juzgado por ellas. Y, en cualquier caso, ni afectan ni tienen por qué afectar a la valoración de su obra, que es –o debería ser– ajena al desempeño civil del escritor.
En cuanto a la alegada violación de la sirvienta, este es el relato que hace Neruda (Confieso que he vivido, Barcelona, Seix Barral, 1974, pp. 140-141):
El cubo [en el que Neruda hacía sus necesidades en el cuchitril en el que vivía en Colombo: era 1928] amanecía limpio cada día sin que yo me diera cuenta de cómo desaparecía su contenido. Una mañana me había levantado más temprano que de costumbre. Me quedé asombrado mirando lo que pasaba.
En cuanto a la alegada violación de la sirvienta, este es el relato que hace Neruda (Confieso que he vivido, Barcelona, Seix Barral, 1974, pp. 140-141):
El cubo [en el que Neruda hacía sus necesidades en el cuchitril en el que vivía en Colombo: era 1928] amanecía limpio cada día sin que yo me diera cuenta de cómo desaparecía su contenido. Una mañana me había levantado más temprano que de costumbre. Me quedé asombrado mirando lo que pasaba.
Entró por el fondo de la casa, como una estatua oscura que caminara, la mujer más bella que había visto hasta entonces en Ceilán, de la raza tamil, de la casta de los parias. Iba vestida con un sari rojo y dorado, de la tela más burda. En los pies descalzos llevaba pesadas ajorcas. A cada lado de la nariz le brillaban dos puntitos rojos. Serían vidrios ordinarios, pero en ella parecían rubíes.
Se dirigió con paso solemne hacia el retrete, sin mirarme siquiera, sin darse por aludida de mi existencia, y desapareció con el sórdido receptáculo sobre la cabeza, alejándose con su paso de diosa.
Era tan bella que a pesar de su humilde oficio me dejó preocupado. Como si se tratara de un animal huraño, llegado de la jungla, pertenecía a otra existencia, a un mundo separado. La llamé sin resultado. Después alguna vez le dejé en su camino algún regalo, seda o fruta. Ella pasaba sin oír ni mirar. Aquel trayecto miserable había sido convertido por su oscura belleza en la obligatoria ceremonia de una reina indiferente.
Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré cara a cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama. Su delgadísima cintura, sus plenas caderas, las desbordantes copas de sus senos, la hacían igual a las milenarias esculturas del sur de la India. El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia.
En el actual momento de la reivindicación feminista, álgido y combativo, y que a veces, llevado por su propio impulso censor, resbala a lo inquisitorial, este relato le ha valido a Neruda descalificaciones feroces –Confieso que he violado, ha pasado a titularse su libro en pasquines digitales–, amén de la negativa a que su nombre sea el del aeropuerto de Santiago. La reacción de los críticos ilustra bien el fenómeno del juicio retroactivo: de repente, en lo que había estado a la luz durante más de cuatro décadas, por la propia voluntad del acusado, sin que nadie reparara en ello, recae el rayo láser de la opinión vigente, hirsuta y en ocasiones ordálica, y cobra una nueva y siniestra vida, a cuyo vilipendio acuden con presteza todos los moralmente indignados, los enarboladores de la razón ética, los puros de pensamiento, palabra y obra. Se censura, así, lo sucedido en el pasado según los criterios actuales; proyectamos lo que a muchos nos subleva hoy en lo que no suscitaba sublevación –o no en la misma medida– cuando ocurrió. No digo que mantener una relación sexual con una persona como la que describe Neruda sea, ni fuese hace casi un siglo, moralmente aceptable (el poeta, de hecho, remata la escena con una avergonzada autocondena), pero sí creo que su bajeza estaba atenuada por el contexto en el que se produjo: la propia pasividad de la mujer parece denotar que asumía lo que su sociedad había establecido como tolerable o incluso inevitable. Si condenamos a los escritores que cometieron actos que hoy consideramos inadmisibles, una buena parte de la nómina –empezando por Dios, cuyo Antiguo Testamento es un compendio de barbaridades incalificables– debería ser arrojada a las llamas del infierno, junto con casi toda la literatura mundial. Ambos planos deben mantenerse separados: el comportamiento personal de los artistas pertenece a una esfera distinta de la de sus obras, que han de juzgarse por sus méritos estéticos. Y los de Neruda son indiscutibles: su poesía, crítica, sensual, exaltada y exaltadora, reivindicativa de la solidaridad y la justicia, uno de los mayores monumentos literarios del siglo XX, ha dado placer –y mejorado moralmente– a millones de personas, y no sin razón García Márquez ha llamado a su autor "el más grande poeta de la centuria en cualquier idioma". Fueran cuales fueran sus equivocaciones, Neruda ha hecho mucho bien a hombres y a mujeres, y no solo con su obra, sino también con su labor personal, con su implicación en la defensa de la República española y sus infatigables esfuerzos, que culminaron con éxito, para llevar a Chile a más de 2.000 republicanos españoles, el mayor contingente de pasajeros de toda la historia del exilio español tras la Guerra Civil, a bordo del Winnipeg, y salvarlos así de la persecución, la cárcel y acaso la muerte. A mí me gustaría que el aeropuerto internacional de Santiago de Chile llevara su nombre. Además, su poesía me gusta mucho más que la de Gabriela Mistral.
Claro que la vida personal de los personajes debe quedar en el mundo de lo personal, pero... No están los tiempos como para homenajear a un maltratador de mujeres, que abandonó a su hija enferma y violador confeso. Por mucho que nos guste leerlo y su hazaña con el barco Winnipeg. Yo me niego a que pongan su nombre a un aeropuerto. Qué se quede donde debe estar: en nuestras bibliotecas. Otra cosa: hay tantos problemas por resolver, y los políticos, como siempre , nos distraen con memeces.
ResponderEliminarY mira que le pedí a Sus Magestades los Reyes Magos políticos de verdad. No hay manera...
Un beso enorme .