Hoy vamos a comprar un colchón. En realidad, no hemos hablado aún de comprarlo, sino solo de mirar, pero yo sé, en cuanto cruzamos el umbral de la tienda —un establecimiento esquinero, de grandísimo y acristalado escaparate—, que de aquí no saldremos sin uno nuevo. Ángeles lo necesita con urgencia y yo no estoy dispuesto a peregrinar por todas las tiendas de colchones de Sant Cugat hasta encontrar el más adecuado, el óptimo, el mejor. Obedezco a mi condición de varón cazador: las compras son un acto cinegético, en el que hay que proceder con rapidez, determinación y eficacia. Ángeles, en cambio, es una hembra recolectora —morosa, paciente, deliberativa—, una cualidad que, como casi todas las suyas, suele imponerse a la mía. Aunque esta vez tiene prisa: su lumbalgia no tolera ya la curvatura inevitable que sufre un jergón que ha de soportar mi peso y que lleva más de 13 años desempeñando tan esforzada tarea. De eso pienso aprovecharme: aquí, hoy, resolveremos el problema. Que esto sea, por una vez, llegar y besar al santo. Cuando entramos, una dependienta rubia y rolliza acude, presta, a recibirnos y a darnos la bienvenida. Es literal: "bienvenidos", nos dice. Nunca me habían dado la bienvenida en una tienda de colchones, ni, de hecho, en ninguna otra clase de tienda. Me pregunto si también nos ofrecerá un café, pero no, no nos ofrece un café. Va directa al grano: ¿alguno de Uds. [y le agradezco que no nos tutee; el tuteo establece una intimidad impertinente: la intimidad no puede ser impuesta por los demás, sino acordada por uno] tiene problemas de espalda? Ángeles se apresura a responder que sí, y yo añado que mis muchas horas diarias ante el ordenador me pasan también factura en las cervicales. Eso hace que nos conduzca, con una sonrisa de satisfacción, a un espacio aparte, ocupado por dos colchones medicinales. "Que sean medicinales no quiere decir que no sean cómodos", puntualiza, "y son los mejores para los problemas de espalda", remata. Serán cómodos, pienso, pero lucen adustos, puritanos: parecen colchones muy conscientes de su labor terapéutica, colchones que no están por tonterías, colchones con una misión en la vida. A mí me habría gustado que nos hubiese ofrecido otros más jacarandosos: un colchón de agua, por ejemplo, de esos que suscitan asociaciones sicalípticas, y que existen desde hace 5.600 años: los inventaron los persas, que llenaban de líquido recipientes de cuero; o un colchón de pelo de caballo, cuyos mejores modelos —de la sueca Hästens— cuestan 88.000 euros. Pero no: la dependienta nos lleva ante la presencia de sus colchones medicinales, que, insiste, son fabulosos para combatir nuestras dolencias: son firmes, pero se adaptan como un guante al cuerpo; transpiran; no se deforman; se mantienen libres de ácaros, insectos y otras sabandijas; y presentan una asimetría inteligente, que eleva un poco los pies del resto del cuerpo y favorece, así, la circulación sanguínea, lo que, sin duda, beneficiará a los ancianos que estamos a punto de ser, si es que no lo somos ya. Por si fuera poco, que estén fabricados con una espuma especial, high-density (así lo dice: jai dénsiti, como jai alai), evitará que el movimiento de uno en la cama zarandee al otro. Esta característica cautiva a Ángeles, que ya no está dispuesta a compartir el lecho, como en nuestros años de juventud y colchones muelleros, con un tren de mercancías. Ciertamente, la lista de utilidades del colchón medicinal es apabullante. Pero ante su inocultable severidad, que tiene algo de féretro o tumba, pasan ante mis ojos imágenes de todos los colchones que he tenido a lo largo de la vida. El ser humano pasa un tercio de su existencia durmiendo (o intentándolo), es decir, pasa un tercio de su vida abrazado a un colchón. Eso representa entre 27 y 30 años. El colchón es, pues, en muchísimos casos, más fiel (y más fiable) que la familia, más fiel (y más fiable) que la pareja. El colchón es nuestro compañero y nuestro amigo, aunque también, si padece uno insomnio, puede convertirse en un enemigo cruel. Pero, sea como fuere, siempre está ahí, dispuesto a acogernos, sin una queja (salvo, quizá, la de los muelles desnortados, la de las lamas exhaustas), abnegado, placentero y placentario. Veo el colchón de mi infancia y adolescencia, poco más que una colchoneta de espuma debajo de la cual, por consejo del médico de cabecera de la familia, mi madre puso una tabla de madera para enderezarme una espalda que siempre amenazaba, por mi altura, con venirse abajo. Veo aquel colchón de paja en el que mi padre y yo dormimos algunas noches en Azanuy: a él le encantaba, como demostraban sus ronquidos, porque lo devolvía a su niñez; a mí me resultaba desabrido: me pinchaba, y nunca llegué a captar el embrujo rural que aquella márfega conservaba todavía para él. Veo los colchones de lana que nos esperaban sin remedio en las casas de los pueblos donde pasábamos los veranos, y cuyos grumos jugueteaban azarosamente con mi cuerpo. Veo la colchoneta indeciblemente sucia del refugio de la estación de esquí de Núria, de la que apenas me preservaba el saco de dormir en el que me embutía, y que me procuró la reacción de un eccema galopante. Veo el colchón asimismo inhumano de la compañía en la que hice la mili, en el que se habían depositado los miasmas y toda suerte de sustancias demasiado íntimas de docenas de reemplazos de reclutas y soldados. Veo mi primer colchón de casado, muellero pero prometedor —además, entonces no me importaba: era una mejora sustancial con respecto a casi todo lo que había tenido antes—, en el que concebimos a nuestros hijos. Veo mi primer colchón viscoelástico, una novedad astrofísica, un lujo asiático, una prueba incontestable de que habíamos venido a mejor fortuna, de nuestro ascenso social. Y veo mi último colchón en Mérida, el mejor en el que quizá haya descansado nunca, donde depositaba las angustias de mis últimos meses en la Editora Regional de Extremadura, y cuyo nombre cometí el error de no anotar: un colchón gordo, acariciador, aterciopelado, infinito, que me envolvía con la dulzura de una madre y la rectitud de un padre. Ahora, en cambio, solo veo el colchón medicinal, con sus aristas sanadoras y su lisura cuáquera, que la dependienta continúa ponderando sin descanso. "Pruébenlo, pruébenlo", concluye, como me temía. Siempre me he sentido incómodo acostándome en los colchones de las tiendas para probarlos. Es algo, de nuevo, demasiado íntimo como para hacerlo delante de una desconocida. (Además, ¿cuántos se habrán acostado ya en él?). Sin embargo, Ángeles, que tiene muchos más escrúpulos higiénicos que yo, pero, incomprensiblemente, nunca ha sentido ningún reparo en tumbarse en los colchones de exposición, salta animosa al medicinal. "Está muy bien", sostiene. Yo lo hago, remiso, después de ella y lo siento duro como una piedra, pero no digo nada. "Es medicinal", pienso; "duro tiene que ser". "Y, si Ángeles lo ha encontrado bien, es que está bien", sigo pensando, algo lúgubremente. Supongo que en su impresión ha pesado con fuerza que no quiera volver a encontrarse como se encuentra ahora: rodando ladera abajo por su mitad de la cama hasta encontrarse conmigo, sólidamente desparramado en la mía. Así pues, y pese a la gravedad que transmite, o quizá por ella, nos quedamos con el colchón medicinal. Además, nos beneficiaremos de la oferta de temporada: una reducción del 21% del precio, coincidente con el importe del IVA. Además, se llevarán el viejo de casa. Además, nuestra espalda nos lo agradecerá. Además, ya habremos liquidado el asunto, a la primera y definitivamente. Hasta dentro de 10 años, como poco, en que quizá ya no haya colchones, o estén hechos con la materia de los sueños, o no sea necesario dormir.
¡Qué bueno!Eduardo, te superas por momentos. 👏👏👏👏👏👏👏👏👏👏👏👏👏👏👏👏👏
ResponderEliminarUn beso enorme.
... y que no nos falte (para vivir el día a día) la filosofía de "a mí plín, yo duermo en Pikolín".
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