Se acaba de publicar el informe sobre hábitos de lectura y compra de libros correspondiente a 2018, preparado por la Federación de Gremios de Editores de España (http://federacioneditores.org/lectura-y-compra-de-libros-2018.pdf). Y no da malas noticias: la lectura en España tiene buena salud y sigue incrementándose (el porcentaje total de lectores alcanza el 96,1% entre
la población de 14 o más años), el desarrollo de la lectura en soporte digital continúa creciendo, aumenta la proporción de compradores de libros y la compra media, las bibliotecas están bien valoradas (aunque desciende el préstamo de libros) y la lectura en niños está generalizada (aunque decae a partir de los 14 años). En este panorama en general halagüeño, Extremadura está a la cola de casi todo, con índices muy inferiores a los del resto del país. El más doloroso es el de lectura de libros en tiempo libre: la región ocupa la última posición de las comunidades autónomas, con un 52,2% de lectores, por debajo de la media nacional (61,8%) y a gran distancia de la comunidad más lectora, Madrid (72,8%). Y el porcentaje ha disminuido: en 2017, era el 52,6%. Las dos comunidades que la anteceden en la clasificación son Andalucía (56,8%) y Canarias (56,7%), que le sacan más de cuatro puntos. Pero aún hay un índice más inquietante, que es el de compra de libros (no de texto) en el último año, en el que Extremadura ocupa la antepenúltima posición, con un 42,2%, apenas por delante de Castilla y León (41,4%) y Canarias (41,1%), y a tres puntos de distancia de la que la precede, Cantabria (44,9%). La media española es del 50%. La situación no es tan catastrófica en valoración de bibliotecas, en la que Extremadura es novena, empatada con otras tres comunidades, con una nota que coincide con la nacional (8,1). Y el mejor resultado se obtiene en compra de libros (de texto) en el último año, en el que figura en cuarto lugar, con un 34,7% (la media española es del 30,9%), aunque la media de libros comprados vuelva a caer a los últimos lugares (la penúltima, con 6,8; solo Galicia tiene una media peor: 6,4). Recuerdo que, cuando era coordinador del Plan de Fomento de la Lectura en Extremadura y se publicaba este u otro estudio de los hábitos lectores en España, que inevitablemente certificaban que Extremadura seguía en el furgón de cola, como lleva desde hace muchas décadas, si no siglos, me crucificaban en el trabajo. De repente, a los responsables de Cultura de la Junta —cuando no había Consejería de Cultura en la Junta— parecía caerles encima toda la preocupación por la falta de lectores en la comunidad y, sobre todo, por el impacto que esta carencia pudiera provocar en la opinión pública. Y todo eran angustias, y exigencias, y expurgación del informe correspondiente para encontrar cualquier migaja de información positiva que se pudiera presentar en sociedad como demostración de que sí, de que se hacían cosas, de que se mejoraba, aunque fuese en aspectos técnicos o tangenciales que poco tenían que ver con el hecho vivo, arraigado, trascendente, de la lectura y del acceso a la cultura y a las ideas que la lectura comporta. Yo intentaba hacerles comprender, con escaso éxito, que los resultados difícilmente llegan sin medios. Uno puede destinar esfuerzos ingentes a una tarea, pero sin recursos (y con muchísima burocracia, con una burocracia asfixiante, con una burocracia oceánica) esos esfuerzos serán en vano. A menos que uno sea un genio, claro; y yo no lo soy, ni he pretendido nunca serlo. En mis poco más de dos años en el cargo, el equipo específicamente destinado al fomento de la lectura en la comunidad lo componíamos yo, que solo podía dedicarle media jornada, porque la otra media debía ejercer de director de la Editora Regional de Extremadura, una responsabilidad asimismo dificultosa y necesitada de mucha atención, y una técnica de gestión, contratada a una empresa de servicios temporales, que trabajaba siete horas al día y cobraba un salario apenas superior al mínimo interprofesional. El presupuesto de que disponía era de unos 90.000 euros al año, es decir, 7.500 euros al mes, con los que había que conseguir que ese millón largo de extremeños, desperdigados por el ancho territorio de la comunidad, que apenas leían ni compraban libros, los comprasen y leyesen (y les aprovecharan, claro, aunque esto ya dependiera de muchos otros factores en los que yo no tenía ningún ascendiente). Había otras partidas, pequeñas, relacionadas con la promoción de la lectura —para atender los gastos de los clubes de lectura, por ejemplo— y un servicio de bibliotecas, entregado a la causa de la burocracia, como casi todo el mundo. Y eso era todo. Me consta que en Extremadura hay mucha gente sinceramente preocupada por el avance de la lectura y el libro (y, con ellos, de la conciencia crítica, de la madurez ciudadana, de la ilustración y el progreso). Conocí a funcionarios competentes, que hacían lo que podían, con la mejor voluntad, en la maraña de normas, procedimientos, penurias e inercias que es hoy, por desgracia, la Administración; a bibliotecarios maravillosos, que se desvivían por su trabajo, que ejercían gratuitamente de animadores culturales, que sacrificaban horas de ocio o con su familia para organizar o participar en actividades en sus pueblos y ciudades, con entusiasmo ejemplar; a profesores que no dejaban de idear, más allá de las obligaciones de su cargo, formas de aficionar a sus alumnos a la lectura; a libreros animosos, batalladores, que no claudicaban ante las dificultades y sostenían el negocio de los libros en una región donde ese negocio ha dado siempre muy poco dinero; a periodistas culturales que se partían la cara por difundir el arte y la literatura, y por que el público se interesara por ellos; a gente, en fin —padres y madres de familia, jóvenes y mayores, voluntarios—, que creía en el valor de la palabra y de la palabra escrita, y que se desvelaba por promoverlas. Pero las políticas públicas de fomento de la lectura estaban dejadas de la mano de Dios, sin apoyo ni implicación ni dinero. Ciertamente, Extremadura no es una plaza fácil: con déficits seculares que no se revierten en pocos años (ni en muchos: suelen hacer falta décadas, y no quiero ser aún más pesimista, para mejorar la situación), altas tasas de paro y pobreza, y una población escasa (y menguante), dispersa y en la que predomina el prototipo del no lector: varón, mayor de 65 años, sin estudios o con estudios primarios y residente en un pueblo o ciudad de menos de 10.000 habitantes. Pero precisamente por eso, por su dificultad, los esfuerzos han de ser redoblados. Y las administraciones no parecían estar por la labor. Porque, claro, en este terreno no solo la Junta de Extremadura es competente; también lo son el Estado y las administraciones locales. Y siempre me llamó la atención la escasa disposición a colaborar, a sumar esfuerzos, que demostraban. La Consejería de Educación de la propia Junta, a la que propuse varias, a mi juicio, excelentes (y baratas) iniciativas de fomento de la lectura entre los jóvenes, nunca se dignó siquiera responder. Y las diputaciones provinciales, que tienen sus propios planes de fomento de la lectura —y que son, por tanto, corresponsables de la lamentable situación en que se encuentra, en este terreno, la comunidad—, tampoco se mostraron proclives a la cooperación, aunque también a ellas les hice llegar algunas propuestas: allí cada cual hacía la guerra por su cuenta, no fuese que otro les pisara el terreno, o se colgara la medalla, o les obligara a gastar dinero. Y daba igual que todas tuvieran el mismo color político: la competencia es la competencia, y mi espacio es mi espacio, y aquí solo toso yo. El fomento de la lectura es una tarea muy delicada y compleja, en la que resulta muy difícil trazar (y valorar) el camino que conduzca de una situación de desinterés u olvido del libro a otra en la que el libro y la lectura formen parte sustancial de la vida cotidiana de las personas. Excede, desde luego, la actuación administrativa: implica a toda la sociedad, a todas sus instituciones culturales, a todos sus medios de comunicación. Y requiere una creencia fuerte: la convicción de que el libro y la lectura nos hacen mejores personas y mejores ciudadanos, además de darnos consuelo y placer. Pero la actuación administrativa es fundamental, y esta, como cualquier otra, no puede darse sin herramientas: técnicos, presupuesto, compromiso. Más importante es aún que la Administración piense: que investigue, que estudie, que compare, que debata, y que, fruto de esa reflexión y ese empeño, alumbre ideas eficaces que sirvan al propósito deseado. Pero eso, de nuevo, requiere formación, tiempo y, aunque sea mucho pedir, alguna agilidad, alguna flexibilidad en la forma de hacer las cosas. Había muy poco de todo esto en el bienio en el que yo fui responsable —un responsable, eso sí, con muchos otros responsables por encima; un mandado, en realidad, sobre todo después de uno de estos informes de hábitos de lectura, a resultas del cual se me privó de capacidad decisoria en este terreno que supuestamente coordinaba— y sí, en cambio, mucha grisura, muchas estrecheces, mucha ley de régimen jurídico de las administraciones públicas y del procedimiento administrativo común. Extremadura necesita bastante más que esto para dejar, de una vez, ese sonrojante último puesto que ocupa, casi permanentemente, en los rankings de la cultura en España.
Buen escáner Eduardo.
ResponderEliminarExcepcional post que resume la gran problemática existente en nuestras bibliotecas extremeñas. Todos estos datos van a ahorrarme un gran trabajo de análisis estadístico que servirá para proponer un Proyecto. Mil gracias Eduardo.
ResponderEliminarGracias por tus palabras, Inmaculada. Me alegro de ser útil y te deseo lo mejor para tu proyecto. Un beso.
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