martes, 15 de enero de 2019

La gilipollez del Rally Dakar

Se corre estas semanas la 41ª edición del Rally Dakar. Pero no va a Dakar, sino a Lima. Antes se llamaba París-Dakar, pero tampoco iba de París a Dakar. Al principio, sí: se llamaba París-Dakar porque iba de París a Dakar. Pero las cosas cambian o, como decía don Sebastián en La verbena de la paloma, hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad. Uno sabe que se corre el Rally Dakar (y que va a Lima) porque las televisiones están llenas de noticias sobre la carrera. De hecho, uno sabe que se va a correr el Rally Dakar porque, desde mucho antes de que empiece, las televisiones están llenas de noticias sobre la carrera (y seguirá habiéndolas hasta mucho después de que termine). En realidad, las televisiones y todos los medios de comunicación. Pero es que yo soy de los dinosaurios que todavía ven la televisión (y leen periódicos en papel), y esa es una de mis principales fuentes de información. A mí, el Rally Dakar siempre me ha parecido una gilipollez. Y no solo porque se llame así cuando ya no va a Dakar, sino también porque arrasar durante varias semanas los paisajes de los países pobres con una caravana de vehículos estrepitosos, contaminantes y destructivos (entre los que se cuentan camiones de varias toneladas, con ruedas como tractores) no es ni edificante, ni civilizado, ni divertido. La recua motorizada desfilaba por los países africanos y desfila ahora por los hispanoamericanos con la agresividad de la industria automovilística y la arrogancia del capitalismo, y no para mientes en lo que haya que cargarse. En Chile, por ejemplo, donde se han corrido etapas seis años, las motos, coches, quads y camiones del Dakar han dañado yacimientos arqueológicos de 2.000 años de antigüedad. También han perjudicado zonas del desierto de Atacama en las que crece la flora desértica, un fenómeno natural único en el mundo (en el que asoman especies tan singulares como las añañucas amarillas y rojas [rhodophiala phycelloides], el huille de flores blancas [leucocoryne], la pata de guanaco [cistanthe grandiflora], las coronillas del fraile [encelia canescens]  y las orejas de zorro [aristolochia bridgesii]). Los destrozos que causa esta nueva y más deletérea forma de serpiente multicolor no son solo arqueológicos y medioambientales: también son humanos. No me afectan demasiado los accidentes que sufren los propios conductores (o sus ayudantes), que han dejado un larguísimo reguero de heridos y lisiados, y que a menudo son fatales: 25 de ellos han palmado desde la fundación de la prueba, en 1979, a los que se sumaron, en 1986, el propio fundador, el francés Thierry Sabine, y cuatro personas más, en un accidente de helicóptero. Al fin y al cabo, ellos se lo han buscado. La mayoría se dejan la piel por accidentes y caídas, pero alguno ha muerto de un disparo, al pisar una mina o por deshidratación; y el motociclista Jean-Michel Baron se estampó en 1986, pero no murió hasta 2010, tras 24 años en estado vegetativo. Los accidentes que sobrecogen son los de personas que pasaban por allí. Hace tres días, mis queridas televisiones daban las imágenes de un espectador atropellado por un camión. El hombre no resultó muerto porque el cacharro no le pasó por el pecho, sino por las piernas; de otro modo, lo habría aplastado como a una uva. El conductor, además, no se paró a socorrerlo. Es lógico: estaba en una carrera, y en una carrera se trata de llegar cuanto antes a donde sea que haya que llegar, y no está uno para pararse por menudencias. Pese a lo trágico del incidente, el espectador arrollado había ido a ver el rally e, imprudente, había invadido el camino (o lo que fuera aquello) por el que pasaban los vehículos. Tuvo, pues, parte de culpa. Las desgracias que más duelen, si es que estas cosas tienen todavía la capacidad de afectarnos, son las de las mujeres y niños malienses, nigerianos, mauritanos, guineanos y senegaleses atropellados por los coches de la prueba. Cuando se entrevista a los participantes pasados, presentes o futuros del Rally Dakar, lo que siempre me ha llamado la atención ha sido la justificación de esa participación, que los periodistas deportivos, una de las especies más rastreras y más iletradas de los mass media contemporáneos, reproducen y amplifican en los medios: la superación. Antes era más frecuente apelar al espíritu de aventura, pero ahora de lo que se trata es de superarse. Una superación que invocan con especial vehemencia aquellos que padecen alguna minusvalía o limitación física, como Isidre Esteve, que ya había participado en el Rally Dakar, pero que ha seguido haciéndolo pese a estar postrado en una silla de ruedas desde 2007, a resultas de un grave accidente padecido en otro rally, celebrado en España. Así, cuanto más fastidiado esté uno, si es capaz de afrontar los morrocotudos desafíos de una prueba tan superferolítica como el Rally Dakar (o de cualquier otra igual de exigente, por estúpida que sea), más se supera. Pero superarse en algo tan inútil como conducir un coche de un lugar a otro, con el solo fin de conducir un coche de un lugar a otro (y llegar antes que nadie), es una superación vacua, una superación majadera, una mierda de superación, que solo sirve al negocio de las empresas de automoción y al circo planetario del deporte (y del periodismo deportivo). Si esta gente quiere superarse, que haga como tantas otras, como tantos millones de personas que lo hacen cada día, todos los días del año, con mayor esfuerzo, con mayor heroicidad, y sin ninguna publicidad: ninguna aparece ni un segundo en los telediarios que tanto espacio dedican al Rally Dakar y a sus pistonudos conductores: los que se levantan todas las mañanas sabiendo que se van a pasar el día cuidando de un enfermo incurable o un anciano desvalido; los que trabajan como perros, sin desfallecer, muchas veces en negro, sin derechos, sin protección, para sacar adelante a su familia o, simplemente, para sobrevivir; los que se esfuerzan en lo que hagan, y lo intentan y lo vuelven a intentar, hasta conseguir lo que mejora su condición o sostiene su dignidad; los que ayudan desinteresadamente a los demás, sobreponiéndose a dificultades y limitaciones, por compasión, por solidaridad, por afán de justicia; los que padecen maltrato e iniquidad y luchan sin descanso para defenderse o resarcirse; los que sobrellevan una vida de penalidades, pero se afanan para seguir viviéndola, y para que sea un motivo de alegría para ellos y para los demás; los empresarios, pequeños, modestos, que bregan cada jornada por ofrecer mejores productos o servicios y por garantizar los puestos de trabajo que dependen de su negocio; los que investigan, los que estudian, los que hacen arte, a menudo con pocos recursos, o contra la indiferencia o incomprensión de los demás, para obtener conocimientos, bienes o bellezas que mejoren la vida de todos. Todos esos, y muchos más, se superan cada día, a cada instante, y su superación es sufrida y verdadera, no esa superación idiota de pijos con GPS de última generación y anuncios multicolores en el coche que consideran una hazaña conducir de un lugar a otro, y alcanzar la meta antes que nadie, por muy en Perú que estén. Porque a Dakar el Rally Dakar ya no llega.

1 comentario:

  1. Y un reconocimiento para escritores como tú, que nos hacéis la vida más llevadera. Leerte siempre es un placer.

    Un abrazo grande.

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