domingo, 21 de julio de 2019

Vacaciones en Mánchester (2): Tatton Park

Hoy vamos a Tatton Park, una de esas imponentes propiedades que una familia cresa habita durante siglos, hasta que el último descendiente, empobrecido o disoluto, se desprende de ella. En este caso fue Maurice, un viajero excéntrico que murió sin descendencia y cuyos causahabientes la entregaron para pagar los derechos sucesorios, y la familia fue la Egerton, cuyos principales personajes fueron Thomas, canciller de Isabel I, que compró la tierra; John, tataranieto suyo, que construyó la casa que hoy conocemos, a principios del s. XVIII; Samuel, que la dotó de su esplendor neoclásico a finales de ese mismo siglo y principios del siguiente; Wilbraham, que la llevó a su cúspide social en el periodo victoriano: organizaba fiestas fastuosas, a las que acudía el todo Mánchester, y hasta daba alojamiento a ilustres visitantes extranjeros, como el sha de Persia o el rey de Siam; y el propio Maurice, el último y desprendido lord Egerton, el explorador sin hijos cuya colección de objetos recolectados en sus viajes por el mundo se expone en una sala de la mansión. Para llegar a ella, y a la inmensa finca que la rodea, hemos de desplazarnos a Knutsford, una localidad al suroeste de Mánchester. El nombre del pueblo —el fiordo de Canuto— no deja dudas sobre el hecho de que por aquí anduvieron los daneses, seguramente saqueando monasterios, quemando pueblos y violando a las lugareñas, que era a lo que se dedicaban en sus correrías. Llegar a Knutsford se vuelve una pequeña odisea, porque la línea férrea está cortada por obras y el tren nos deja en Stockport, donde hay que coger un autobús para alcanzar nuestro destino: tarda media hora en salir de la estación y una entera en llegar al pueblo. El rodeo, que damos por una maraña de carreteritas que no deben de aparecer ni en los mapas, nos ofrece la compensación de darnos a conocer el paisaje de Cheshire. Las arboledas y las casas a lo Beatrix Potter se suceden. Yo busco un gato o, mejor, la sonrisa de un gato en las ramas y los tejados, pero no la veo. Lo que sí vemos son ciclistas —cuya lentitud, sumada a la estrechez de las vías, nos retrasa aún más—, coches de lujo, caballos a la carrera en las fincas que nos flanquean, aviones en descenso —el aeropuerto de Mánchester no está lejos—, drones y aviones no tripulados. Por fin llegamos. Cruzamos la calle principal de Knutsford, en la que reconocemos un Spanish Restaurant (que especifica "tapas bar" a la entrada; mencionar las tapas es fundamental para atraer a la gente) y una torre en homenaje de la escritora Elizabeth Gaskell, que pasó buena parte de su infancia aquí. Uno de los accesos al parque se encuentra al final de la calle. Antes de entrar, reparo en las Ruskin Rooms, un edificio donde el general Patton instaló el club de bienvenida de los oficiales del Tercer Ejército estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial, y en cuya inauguración pronunció una de aquellas alocuciones que tanto contribuyeran a su fama internacional, y que se conoce como "el incidente de Knutsford": "Es el destino evidente de los británicos y americanos (bueno, y también de los rusos)", dijo, "gobernar el mundo". Se comprende que a los franceses o a los chinos, por ejemplo, aquello les gustara poco. (A los españoles tampoco nos gustó, pero los españoles no pintábamos nada entonces). No tardamos mucho en ver una manada de ciervos que, habituados a la presencia humana, pastan sin alterarse entre los visitantes. Hay de dos clases: el ciervo común o cervus elaphus, predominante, y el gamo, más pequeño y de nombre encantador: dama dama. (Conviven con ellos dos raras especies de ovejas: la de las Hébridas, un bicho negro de astas considerables e inquietante aspecto, y la oveja Soay, peluda, parecida al muflón). Los ciervos tienen unas cornamentas arbóreas, cubiertas por una suerte de musgo azul y gris enjoyado de irisaciones, que invita a que lo acariciemos, pero ninguno de los que estamos allí se atreve a hacerlo, no sea que el ungulado abandone su pacífico estado y nos embista con la pavorosa cuerna. En el lomo de algunos se posan las urracas, que nos otean con la misma indiferencia que sus improvisadas cabalgaduras. Los ciervos arrancan la hierba con un morro dúctil, que parece una mano, y, al hacerlo, producen un ruido sedante, crunch, crunch, como si arrugaran una bola grande de papel de arroz. Seguimos, en los 2.000 acres (unos ocho kilómetros cuadrados) por los que se extiende el parque, la avenida de las hayas, un largo sendero así llamado por ser paralelo a una interminable hilera de hayas, copudas y altísimas, cuyos troncos mantienen desnudos los ciervos. Se conoce que algunas de estas hayas fueron plantadas en el s. XVIII. El camino, lleno de excrementos de ciervo —como los de las cabras, pero, lógicamente, más grandes—, cruza alguno de los llamados tank bridges ['puentes para tanques'] que se construyeron aquí, durante la Segunda Guerra Mundial, para salvar los desniveles del terreno y que pudieran circular los vehículos blindados con los que se entrenaban las tropas aliadas. Tatton Park fue en aquellos años oscuros un gran campo de entrenamiento para soldados y paracaidistas: los ingleses siempre han sabido sacar el máximo partido de su patrimonio. Vemos también una hielera del s. XIX —que mantenía el hielo traído de los neveros, dispuesto entre capas de paja, muchos días— y, a lo lejos, el gran lago del parque, el Tatton Mere. Llegamos por fin a la mansión, cuyo lujo apabulla. Otras suntuosas residencias destacan por sus ajuares o la originalidad de su arquitectura; esta lo hace por su biblioteca —que conserva primeras ediciones de Jane Austen y manuscritos de Henry Purcell— y su colección de pintura. Admiramos óleos de Hans Memling, Canaletto, Tiépolo, Veronese, Vasari, Carracci —varios miembros de la familia Egerton, como buenos hijos de la alta burguesía inglesa, fueron enviados a Venecia, a estudiar el arte italiano, y allí adquirieron o encargaron los cuadros—, Van Dyck y Poussin, entre otros. Me llama la atención, en particular, un cuadro de Jan Sanders van Hemessen, Putto vanitas, en el que un niño desnudo duerme apoyado en una calavera, lo que no debía de ser muy cómodo, mientras sostiene con la otra un rótulo que dice Morimur, lo cual tampoco mueve al alborozo, sobre todo dicho por un niño. En la leyenda de la pintura se lee Nascentes morimur finisque ab origine pendet: 'Al nacer morimos, y el final empieza con el principio', una frase del poeta latino Marco Manilio que Montaigne cita en sus Ensayos. La contemplación de las muchas riquezas de la casa se ve entorpecida, no obstante, por los invitados a una boda que se celebra hoy aquí, y que circulan por las habitaciones y los pasillos con prisa y cierto imperio, como si los adocenados visitantes hubiéramos de cederles el paso solo porque matrimonian Maha y Faizal, que así se llaman los contrayentes, parientes suyos. Los vemos tomarse las fotos nupciales en uno de los patios, cada uno a un lado de un Rolls-Royce blanco. Lo más hermoso del conjunto es el Rolls-Royce. Maha no hace honor a su nombre —de hecho, es espeluznante— y Faizal debería perder no pocos kilos (y quizá retocarse la cara; bueno, reconstruírsela entera). Pero ambos parecen muy felices, con sus fajas y sus pompones, acariciando el Rolls-Royce, que estoy tentado de imaginar como un símbolo fálico. Paseamos, en fin, por las laberínticas dependencias de los (muchísimos) criados, entre las que se cuentan un cuarto para salar la comida y un horno de pan. En el suelo advertimos unos raíles que servían para desplazar las plataformas con los alimentos para la familia o sus numerosos invitados y el carbón necesario para calentar el enorme edificio. Por fin, salimos al jardín italiano, uno de los varios que engalanan la propiedad. Estamos tan cansados que, apoyados el uno en el otro, casi nos quedamos dormidos. Pero aún hemos de volver a Knutsford, deshaciendo los varios kilómetros que hemos hecho para llegar. Por suerte, el tren que pensamos coger es directo a Mánchester. Si no vuelven a interrumpirse las vías, claro.

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