En el castillo de Limassol, en Chipre, hace un calor apabullante, como en toda la ciudad. Una losa de aire sahariano aplasta a personas, animales y plantas. Los muros de la fortaleza, pese a su grosor, no enfrían: tanta es la fuerza del sol. Y tampoco lo hacen los administradores del edificio, en cuyo recinto solo un esforzado ventilador de pie, en el piso superior, aporta algún alivio a los visitantes: varios están parados delante de él, como ante un tótem, desdeñando las riquezas que se alinean en las antiguas mazmorras, convertidas hoy en breves salas de exposiciones, y bebiendo frescor. El castillo de Limassol es como tantos otros castillos medievales: una mole de piedra en la que se acumulan las cicatrices de la historia, y también su botín: joyas, monedas, piezas de cerámica, cálices, cuadros, armaduras y lápidas funerarias —en una contrasta la delicadeza de la imagen cincelada de Akylina, hija del obispo Joannis Smerlinos, que no tuvo reparo en que su inadecuada paternidad constase grabada en mármol, con la lobreguez de la gran calavera y las tibias cruzadas que la sostienen—. Deambulamos por los sofocantes pasillos de la construcción con una cierta sensación de déjà vu y alguna decepción por la previsibilidad de todo. Pero descubrimos que aquí ha sucedido —al menos para nosotros, españoles— algo que la particulariza: en la capilla bizantina de san Jorge, el 12 de mayo de 1191, se casó Ricardo Corazón de León con Berenguela de Navarra, primogénita del rey Sancho VI. De aquella capilla no queda nada: varios terremotos dejaron el castillo muy maltrecho a finales del s. XV, y los venecianos, que por entonces mandaban en Chipre, decidieron destruirlo antes de que lo ocupasen los otomanos, que asediaban la isla y pretendían sustituirlos en el poder. Sus ruinas fueron incorporadas por estos a la nueva fortificación que erigieron en 1590. Pese a la desaparición de la capilla, nos emociona sabernos cerca de aquel hecho singular: hace 800 años, una infanta navarra desposó, en este rincón perdido del Mediterráneo, a uno de los grandes héroes del Medievo, el que luchara con su hermano, el malvado Juan sin Tierra, por la justicia y la libertad en Inglaterra. O, al menos, así nos lo han presentado la literatura y las películas de Hollywood. (Qué aparición memorable la de Sean Connery, ataviado con todas las galas de la realeza normanda, al final de Robin Hood: príncipe de los ladrones, el remake protagonizado por Kevin Costner, uno de los muchos que han cultivado el mito). Pero Ricardo Corazón de León tuvo más bien un corazón de hiena. Ya demostró maneras cuando, con 17 añitos, se rebeló contra su padre, Enrique II (aunque puede que algo tuviera que ver en ello que el monarca hubiese convertido a su prometida, Adela de Francia, en su amante). En los muchos combates en los que participó a lo largo de su vida, se distinguió por su crueldad: saqueaba y quemaba ciudades, violaba a las mujeres (aunque, como revela alguna crónica, si eso no bastaba para apagar el ardor de su lujuria, echaba mano de sus soldados "para lo mismo") y masacraba a los prisioneros: en Acre (donde se cuenta que mataba con una ballesta a los defensores de las murallas mientras, enfermo de escorbuto, era llevado en camilla) pasó a cuchillo a 2.700 musulmanes apresados tras la encarnizada toma de la ciudad: la sangre, cuentan los historiadores árabes, se embalsaba en charcas enormes. En su muerte se aliaron la soberbia y la estupidez. Durante el asedio al castillo de Châlus-Chabrol, en una de las muchas revueltas que hubo de sofocar, un ballestero que se cubría con una sartén como escudo le lanzó un virote. Falló, pero Ricardo, más chulo que un ocho, aplaudió su intento. Una segunda flecha del mismo ballestero lo alcanzó en un hombro, cerca del cuello. El rey se la intentó quitar él mismo en su tienda, pero no fue capaz. Sí lo logró un cirujano carnicero, valga la redundancia, aunque a costa de producirle una gangrena que finalmente le causó la muerte. No obstante, antes de fallecer, Ricardo hizo que llevaran ante él al ballestero, que resultó ser un niño. Este confesó que buscaba la muerte del rey en venganza por haber matado a su padre y a dos de sus hermanos. Corazón de León, impresionado por la valentía del muchacho, ordenó que lo liberaran y lo despidió con cien chelines. Pocos días después, falleció. El chaval, empero, no tuvo tiempo para disfrutar de la magnanimidad in articulo mortis del rey: su mercenario más abyecto, el capitán Mercadier, lo volvió a apresar, lo despellejó vivo y lo ahorcó (y le quitó los cien chelines). (La muerte de Ricardo me recuerda a la de otro personaje histórico, tan cruel y desaforado como él: Lope de Aguirre, el loco Aguirre, que le reprochó al primer sicario que fue a matarlo que no hubiese acertado el tiro; el segundo tuvo la puntería que reclamaba y lo dejó tieso de un arcabuzazo). Con Berenguela Ricardo tuvo poca relación, y algunos testimonios afirman que ni siquiera llegó a consumar la unión. Vivieron separados la mayor parte de su matrimonio, y no solo porque Ricardo estuviera guerreando casi todo el tiempo, sino también por su supuesta homosexualidad. En realidad, a Ricardo le gustaba tanto la carne como el pescado: se acostaba con el rey Felipe de Francia y con los soldados más descollantes de su ejército, pero se hartaba a violar a mujeres y llegó a tener un hijo bastardo, Felipe de Cognac. Pero nos volveremos a encontrar con Berenguela. En la Fundación Pierides de Lárnaka, un elegante museo sobre la historia de Chipre, una de las piezas sobresalientes es un joyero de la reina consorte, hallado en unas excavaciones submarinas. En él se lee con toda claridad: "Berenguela de Navarra". Contiene cuatro sortijas de oro y piedras preciosas —cada una de las cuales representa no una virtud, sino un deseo: amor, sabiduría, gloria y riqueza— a las que se han adherido pequeñas formaciones coralinas, que los conservadores del museo han tenido el buen criterio de preservar: las joyas parecen así pequeñas criaturas extraterrestres, como gemas desmelenadas, fruto de un diseño contemporáneo. El azar mejora a veces las cosas. En este caso, las han acrecido y desordenado; las han vuelto, en cierta medida, surreales. Bien está. (Por otra parte, ¿cómo llegaron esas joyas al fondo del mar? ¿A resultas de un naufragio? ¿Las arrojó la propia Berenguela, quién sabe si despechada? ¿Fue un robo frustrado, un descuido? Ah, la de historias que se entretejen en estos pecios de la historia...). Pero tampoco será esta la última ocasión en que sepamos, durante nuestra estancia en Chipre, de un español (aunque Berenguela no lo fuera todavía, técnicamente, en 1191, la sentimos compatriota) consorte de un monarca de Inglaterra. En nuestro paseo por la Nicosia turca —la mitad de la ciudad perteneciente a la fantasmal República Turca del Norte de Chipre—, a la que se accede desenfundando el pasaporte en medio de la calle Ledra, la principal vía comercial de la Nicosia griega, visitamos el mercado, típicamente otomano, pero de hechuras modernas, y en uno de sus rincones damos con una librería que se llama, pertinentemente, "Walk Until the End" ['Camina hasta el final']. Es un lugar polvoriento y caótico, con cojines por el suelo y pósteres carpetovetónicos en las paredes, que no parece vigilar nadie. Pero hay mucho libro en inglés, porque el turismo inglés predomina en ambas partes de esta isla. Los turistas se desprenden de sus libros para hacer hueco en la maleta a los souvenirs chipriotas, y muchos acaban en estas azacaneadas librerías de viejo. La inmensa mayoría son nefastos superventas de aeropuerto, pero doy con un interesante Elizabeth and the Prince of Spain ['Isabel y el príncipe de España'], de Margaret Irwin, publicado por The Companion Book Club, de Londres, en 1954. Está razonablemente bien conservado, incluye tres huecograbados (uno de ellos, del "príncipe de España", que no es otro que Felipe II) y solo cuesta tres euros. Al casarse con María Tudor, también llamada María la Sanguinaria, por orden de su padre, Carlos I, Felipe II fue, en efecto, rey consorte de Inglaterra entre 1554 y 1558. Aún recuerdo cuando, visitando el palacio de Hampton Court, en Londres, me sorprendió descubrir un retrato suyo en una de las salas principales del lugar. Pese a que Felipe constituye una de sus némesis históricas, los ingleses no ocultan —no pueden ocultar: su sentido del fair play se lo impide, y la historia es incontrovertible— su condición de rey de Inglaterra, por fugaz e impopular que fuese. Y lo fue mucho: sufrió unas capitulaciones matrimoniales draconianas, la desconfianza de los nobles ingleses, el desprecio del populacho (que se extendió a los españoles que se encontraban entonces en Londres, víctimas de asaltos y robos) e incluso un atentado en Westminster en 1555, del que salió milagrosamente vivo. Él había intentado caer bien, pero caer bien no era el punto fuerte de Felipe: había comido en público y, cómo no, bebido cerveza, aunque ambas cosas le desagradaban, y hasta había besado a su esposa en la mejilla y la boca, algo inconcebible en España. Cuando María murió, Felipe, que ya no estaba en Inglaterra, se apresuró a reconocer a su sucesora, su hermana Isabel, con quien luego tendría aquella pejiguera de la Armada Invencible. Berenguela y Felipe, dos hispanos a los que recordamos en Chipre. La de vueltas que dan las vidas.
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