Duška, mi encantadora traductora al serbocroata, me invita a pasar el día en Titel, el pueblo de la Voivodina —donde el Tisza afluye al Danubio— en el que vive con su familia. Y allí me presenta a sus padres. Él, Lazar, tiene 93 años (uno menos, pienso, de los que tendría hoy mi propio padre) y ella, Marija, 88. Ambos se mantienen activos y lúcidos, aunque la madre, bellísima, guarda en todo momento un atento silencio. Cuando llego a la casa, Duška me enseña en primer lugar la biblioteca de su padre, que ha sido, entre otras cosas, bibliotecario y sigue siendo historiador del libro. Es un espacio deliciosamente caótico. Los libros y documentos no solo atiborran los estantes, sino también el suelo, como un sotobosque de papel en el que apenas se abre un sinuoso sendero que lleva al otro extremo de la habitación. Lo recorro despacio, contemplando con admiración la ininteligible sucesión de volúmenes, prácticamente todos en serbocroata y muchos en cirílico. Duška me cuenta que su padre se ha propuesto muchas veces poner orden en los plúteos, pero que, cuando se decide a hacerlo, siempre descubre algún libro interesante que ya no se acordaba de que tenía, y se dedica a leerlo en lugar de a ordenar. Luego me invitan a sentarme, algo que, según la tradición serbia, los invitados deben hacer siempre "para que los niños duerman bien". Acomodado en el comedor, me ofrecen un vaso de rakia, un aguardiente balcánico que me recuerda mucho al ajenjo o a algunos agrestes licores de hierbas españoles, aunque el rakia se elabora con fruta, y en Serbia, especialmente, con ciruelas. Me lo tomo con placer. Me gustan los alcoholes. Lazar, de rostro sereno y pelo blanquísimo, me enseña entonces revistas surrealistas de los años 20 y 30 y libros antiguos, de los siglos XVII y XVIII. Uno de ellos relaciona los países en los que hay comunidades serbias. Su estado de conservación no es bueno. En alguno veo desgarraduras remendadas con celo —esa materia engañosa, que parece primero solucionar los problemas, pero que, a la larga, solo deja un poso de oxidación y pringue— y los vasos colmados de rakia circulan por sobre los libros y a veces se posan en ellos. Por suerte, no hay que lamentar desgracias bibliográficas. Lazar, que fue amigo de Vasko Popa, acaso el mejor poeta serbio del s. XX, me cuenta lo importantes que han sido para él dos poetas españoles: Lorca y Machado. En su juventud, Lorca era Dios. Tras él iban Goethe y Byron, pero el granadino los excedía a todos. Y Machado escribió su poema favorito, "La plaza tiene una torre". Me lo recita en serbio, con voz suave pero firme: suena con ácida dulzura, como una canción de cuna levemente áspera. Yo recuerdo el poema de mis clases infantiles, cuando la poesía de los mejores poetas aún tenía algo que decir en la educación de los niños. Con Duška lo buscamos en Internet. Me llevo el portátil al comedor, y se lo leo en castellano:
La plaza tiene una torre,
la torre tiene un balcón, el balcón tiene una dama,
la dama una blanca flor.
Ha pasado un caballero,
¡quién sabe por qué pasó!,
y se ha llevado la plaza,
con su torre y su balcón,
con su balcón y su dama,
su dama y su blanca flor.
¡quién sabe por qué pasó!,
y se ha llevado la plaza,
con su torre y su balcón,
con su balcón y su dama,
su dama y su blanca flor.
Él me escucha con complacida atención y una sonrisa. En la Voivodina, una apartada región de Serbia, un poema escrito por un maestro de escuela español hace casi un siglo une, por un momento, a dos personas que no se conocían y a las que separan muchas cosas: el idioma, la edad —aunque no puedo dejar de representarme al padre de Duška como mi padre, que también tenía el pelo blanco y también amaba la poesía— y las circunstancias políticas y sociales, tan difíciles, sobre todo, en Serbia. Duška me recuerda que tenemos que irnos a comer. Me despido, pero tanto su padre como su madre nos acompañan afuera. Allí, mientras echamos un vistazo al pequeño jardín de la casa, Lazar me apoya una mano en el brazo, como si no quisiera que la unión que ha propiciado la poesía de don Antonio se rompiera todavía. Y a mí me gusta que tenga ahí la mano. No nos decimos nada. En realidad, nos lo hemos dicho todo ya. Nos vamos por fin. Yo, alegre y triste a la vez.
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