En Hoyos tengo una bicicleta. Tiene ya unos cuantos años —me la regaló mi mujer con la esperanza de que hiciera ejercicio—, pero luce casi nueva: la esperanza de mi mujer se ha visto pertinazmente defraudada. Cada vez que paso por su lado, en el patio, una insidiosa voz interior me susurra: "Venga, ánimo, recupera tu pasado glorioso; no dejes que la barriga te disuada". Porque, en efecto, yo tengo barriga, pero también un pasado glorioso: con 23 años, hice el Camino de Santiago en bicicleta. Era una cabra infame, de un solo plato y cuatro piñones —así los llamábamos entonces; hoy son marchas—, que me prestó Carlos, el amigo con el que me lancé a aquella aventura desaforada: yo solo tenía una mobylette de paseo, heredada de mi infancia en el pueblo, que pesaba como un tractor. Con aquel insensato cacharro fui capaz de dar las casi 800.000 pedaladas que nos separaban de Santiago de Compostela, e irrumpir en la plaza del Obradoiro como quien cruza la meta en el Alpe d'Huez. Desde entonces, sin embargo, mi regreso a los sillines (de los sillones, en cambio, soy un usuario contumaz) se ha limitado a alguna cabalgada ocasional con mi hijo, de la que he salido con los pulmones en la úvula y una sensación general de colapso. He llegado a pensar que me invitaba a salir con él para heredar antes. Hoy, quizá porque llevo varios días solo en el pueblo y nada me distrae de la visión de la dichosa bicicleta, esa pérfida voz interior que solo desea mi mal ha conseguido persuadirme de que podría ir a Acebo, en bici, a bañarme en la piscina natural del Jevero, una de las que más me gustan de la sierra. Total, son solo seis kilómetros por trayecto: por bajo que esté de forma, no puede pasarme nada malo. Impulsado por un renacido sentimiento de aventura, he cogido la bomba y he inflado ambas ruedas, y luego he buscado algo que lubrificara los engranajes —platos, piñones y frenos—, prietos como puños, y encontrado, entre limpiadores jabonosos, geles desincrustantes e insecticidas para avispas, entre muchos otros productos cuya naturaleza y finalidad me son desconocidas, un aflojatodo lubricante que podría servir a mis propósitos, aunque me barrunto que lo que conviene a la máquina no es que las piezas se aflojen, sino que se engrasen, porque, si se aflojan, a lo mejor se me descuajaringa el vehículo en plena ascensión al Tourmalet. Pero no tengo otra cosa: es el aflojatodo lubricante o no poder dar un paso. Por fin, adecento la bici —le quito las telarañas y el polvo—, me calo el casco de ciclista, que me da aspecto de astronauta, me cuelgo la mochila con la toalla y un libro, y acometo con resolución la empresa. Quién me lo iba a decir. Lo primero a lo que he de habituarme es al cambio de marchas, y también el cambio de marchas ha de habituarse a mí. De hecho, toda la bici ha de habituarse a mí: ofuscada por mis más de cien kilos de peso, cruje, chirría: se queja, creo. Pero sigue adelante, de momento. Yo debo ajustar mi punto de apoyo al sillín. Y el punto de apoyo es delicado. También lo es el buruño en el que se convierten los pudenda, sometidos a la presión simultánea del sillín elevado, el cuerpo inclinado y, en mi caso, la barriga caída. Difícilmente adaptado a tantas y tan infrecuentes compresiones, también yo sigo adelante, de momento. Aunque los primeros metros no parecen difíciles: las piernas se mueven con alegría inaugural, y uno avanza, confiado, sintiendo el viento en la cara y admirado del bellísimo paisaje que se abre ante él, y hasta ufano por que los vecinos lo miren, al pasar, como los aficionados debían de mirar a Perico Delgado en el Tour del 88. Pronto, no obstante, asoman las dificultades: una subida. El desnivel no debe de ser mayor del 2 o 3%, pero para mí son las rampas del Mortirolo. Empiezo con ímpetu; ciento cincuenta metros después, acabo haciendo eses. Siento cuchillos en los pulmones. Alcanzo la llanura como un náufrago el islote coralino, y me abandono a una reparadora bajada, angustiosamente consciente, no obstante, de que, a la vuelta, la reparadora bajada se convertirá en una subida asesina. Todo el camino hasta la piscina natural de Acebo será así: un sube y baja que me dejará las piernas temblando, como si no fueran piernas, sino cuerdas que colgaran. Antes de llegar a Acebo, me cruzo que un indicador que apunta al "Campus Phi", acompañado por el lema "Vida y conciencia". El Campus Phi es eso, un campus —construido antes de la supuesta universidad de la que ha de ser residencia— perteneciente a una secta, la Fundación Phi, que se ha instalado en la Sierra de Gata con el beneplácito de las autoridades locales y la Junta de Extremadura. Hablé de ella en otra entrada de este blog https://eduardomoga1.blogspot.com/2018/10/de-politica-4-cosas-preocupantes-que.html), pero, claro, sería presuntuoso pensar que mi crítica hubiese podido hacer reflexionar a los mandatarios de la región sobre la conveniencia de favorecer el establecimiento de esta camarilla de charlatanes —los que mandan— y retrasados mentales —los que obedecen— en la comunidad. Llego por fin a Acebo, el pueblo de Jesús Alviz, aquel escritor huido a Londres y regresado después a España, muerto de SIDA en 1998, cuya obra iconoclasta y rompedora, en la desértica y durísima Extremadura de último franquismo y la primera transición, siempre he tenido interés por investigar. En Acebo esquivo las naranjas caídas de los árboles que flanquean la carretera —muchas de ellas aplastadas ya— y veo una virgen en una hornacina callejera, enguirnaldada con adornos que parecen naranjas. La gente, sentada a la puerta de las casas o paseando por el camino, me mira con una mezcla de curiosidad e indiferencia. Yo sigo hacia el Jevero, remontando, hercúleo, otro repecho al final de la travesía del pueblo. Y casi no llego. En los momentos de extenuación, que son casi todos, recurro a un viejo conjuro, el hermoso salmo 23 del rey David, y recito para mí sus reconstituyentes palabras: "El Señor es mi pastor: / nada me falta. // En verdes pastos me hace descansar; / junto a aguas tranquilas me conduce. // Él restaura mi alma; / me guía por senderos de justicia, / por amor de su nombre. // Aunque camine por el valle de la muerte, / no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo; / tu vara y tu cayado me infunden aliento. // Tú preparas la mesa delante de mí en presencia de mis enemigos; / has ungido mi cabeza con aceite; / mi copa rebosa. // El bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida; / en la casa del Señor moraré muchos días". Lo que más me gusta es eso de que me conduzca junto a aguas tranquilas, las del Jevero, y me haga descansar en verdes pastos, aunque, tras un verano seco, por lo que se ve en el campo, muy verdes no van a estar tampoco en la piscina. Poco antes de llegar, en un descenso pronunciado (que mi peso hace más pronunciado todavía), cedo a la inconsciencia, me incorporo en el sillín y quito las manos del manillar. Gobierno la bici con la presión de la cadera y me dejo golpear por el aire limpio de la sierra, que, con la velocidad, parece enfurecido: vuelvo a ser un niño, aunque el adulto que arrastro conmigo no deja de recordarme que los dentistas son muy caros, y vuelvo a apoyarme donde debo. La piscina está, como suponía, vacía, excepto por dos señoras que han cometido la temeridad de bañarse. Nunca había visto este lugar así: tenso, quieto, insomne: una cuña de agua negra entre los canchos arbolados. Me meto yo también en el agua helada y nado furiosamente. Sigue sobrecogiéndome la oscuridad del fondo. Debe de haber algo reptiliano, inscrito en el cerebelo, en este temor por los fondos oscuros de las masas de agua, que siempre me imagino habitados por bichos abisales, llenos de antenas tentaculares y aletas bífidas (o trífidas). Y que el agua me llegue al pecho no desvirtúa mis imaginaciones. Otras veces me figuro que un cadáver podrido aparece en el lecho subacuático. Debería leer menos relatos fantásticos, supongo; o beber menos gin-tonics. Salgo del agua con los músculos erizados y la sangre corriendo desesperada por las venas, y me siento en la terraza del bar "Buenos Aires", regido —no sorprende— por un argentino. Saluda mi llegada el vozarrón, con acento vasco, de alguien que está hablando (mal) de los catalanes: "A esos lo único que les importa es que les toquen el bolsillo. ¿Quieren independencia? ¡Pues que les den independencia!". Admirado por la sutileza y originalidad del pensamiento de mis compatriotas, de las que no dejo de tener constancia, me tomo un par de claras (y dos platitos de cacahuetes) para olvidar, mientras acabo de leer la poesía completa de Olga Orozco, otra argentina, y una de las mejores poetas en español del s. XX, publicada en 2013 por Adriana Hidalgo. Escribe Orozco: "Muchas veces, en los desvanes de la noche, / cuando la soledad se llena de ratones que vuelan o escarban bajo el piso / para roer, tal vez, los pocos nudos que me atan a este asilo, / busco a tientas la tabla donde asirme o el lazo que todavía me retenga. / Entonces te adelantas, aunque no sé quién eres, / sombra fugaz y sombra de mí misma, mi sombra ensimismada, / sí, tú, la más cercana, pero la más extraña, / y siento que aun con tu inasible custodia me confirmas un lugar en el mundo". Qué barbara. Qué tía. Pero he de afrontar ya el regreso: no tardará en oscurecer. Cojo otra vez la cabra. Durante la vuelta, el cielo, hasta entonces nublado, azulea hasta la transparencia. Paso junto a higueras sin higos y a zarzas cuyas moras no ha cogido nadie: agarrotadas, envejecidas, puntean de negrura el cristal del aire. Como no ha llovido, el campo está ocre, pero la vida empuja: cada vez cuesta más reconocer las cicatrices del incendio de 2015. Otra vez en Acebo, veo a un señor mear contra una tapia, mientras su mujer espera al otro lado de la carretera. En una finca, una yegua y su potro me miran, mientras siguen masticando: las bolas negras de los ojos de los caballos me han fascinado siempre tanto como las profundidades de los embalses. Pasa un coche de la Guardia Civil. Pasa también, en sentido contrario, otro ciclista, este con pinta de serlo. Lo hace alegremente: va de bajada. Yo, en cambio, resoplo como un asmático. El ácido láctico me llena los músculos de púas. Con un esfuerzo supremo ("el Señor es mi pastor..."), digno de un Alejandro o un Kublai Kan, cubro los últimos metros hasta Hoyos. Y, cuando llego a casa, tras los doce kilómetros de suaves desniveles y temperatura benigna, con un baño regenerador y una pausa poético-alcohólica que Olga Orozco ha hecho memorable, sé que no me sentiría diferente si hubiera cruzado el desierto del Gobi a lomos de un camello.
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