Londres pesa mucho. Y aún más que físicamente —con sus 1.600 km2 y sus casi 10 millones de habitantes—, pesa emocionalmente: en los recuerdos, en los sentimientos, en la sensibilidad. Como todas las grandes metrópolis, puede ser indiferente, cuando no hostil: las muchedumbres abruman; su propia extensión la vuelve inhóspita; el ruido, en muchos barrios, es insufrible; y los precios, en casi todos, resultan disparatados. El carácter del londinense se ha forjado con el fuego de las multitudes y el caos, y la frialdad resultante se asienta en un temperamento reservado per se, el temperamento inglés. Tratar con muchos de cuantos viven en la ciudad es tratar con piedra. Pero Londres es también un lugar inagotable y riquísimo, y no me refiero solo a sus espectaculares riquezas, pasadas y presentes, sino, sobre todo, a los estímulos que procura: sociales, culturales, vitales; es un manantío de cosmopolitismo, donde todo, literalmente todo, está representado y todo es accesible (si se tienen buenas libras para pagarlo, claro); es un lugar donde la historia te asalta a cada paso: ha sido, y en buena medida sigue siendo, capital del mundo, y eso se nota en cada calle, en cada plazuela, en cada rincón, por anodino que parezca; y es un lugar de libertad, donde, a pesar del bréxit, cualquiera cabe, haga lo que haga y sea lo que sea. Yo viví en Londres dos años y medio: no sé si fue feliz —no lo sé de ningún sitio en el que haya estado, ni de ninguna época por la que haya pasado; en realidad, no sé en qué consiste la felicidad—, pero sí que me sentí vivo, desafiado, renacido. Y eso basta, aunque se fracase. También sé que yo, que cada vez me siento menos de ningún sitio, me siento londinense. Un poco, al menos. O un mucho. Y, desde que dejé Londres, he querido mantener algún vínculo íntimo, pero también exterior, objetivo, con una ciudad que ha marcado un punto de inflexión en mi vida. A eso responde el libro que acabo de publicar, Streets Where to Walk Is to Embark, una antología de poemas sobre la ciudad de Londres escritos por poetas españoles de los dos últimos siglos, desde Francisco Martínez de la Rosa hasta María Salvador. El título es la traducción del verso de José Alcalá Galiano que da título a esta entrada: «Calles do casi viaja el que transita», una traducción que se debe al poeta, hispanista y buen amigo Terence Dooley, responsable asimismo de la versión al inglés de mi antología Selected Poems, publicada en el mismo sello en el que ahora ve la luz Streets Where to Walk Is to Embark, Shearsman, la única, que yo sepa, que dedica atención, y mucha, a la poesía escrita en español, tanto en España como en Hispanoamérica. El límite temporal de la antología no es arbitrario, sino el único posible, según mis investigaciones: no conozco obra poética sobre la ciudad anterior a 1800. Hay, sin duda, muchos más poemas que los aquí se recogen escritos por poetas que se encontraban en Londres a la hora de componerlos. Pero yo solo he querido juntar textos que hablasen de la ciudad, aunque hablen también de muchas otras cosas. Todos los seleccionados presentan, pues, algún vínculo explícito con la urbe. En algunos casos, Londres es la protagonista de los poemas; en otros, el escenario o marco en el que se desarrollan; en otros más, en fin, se trata de un espacio exterior que el poeta absorbe e interioriza, pero que sigue reconociéndose como un lugar concreto. No he atendido, en cambio, a estilos ni formas. En Streets Where to Walk Is to Embark caben todos los modos de decir, hijos de todas las tradiciones, expresión de todas las voces y de todas las sensibilidades, siempre que cumplan un requisito inexcusable de calidad. La antología es, de hecho, además de un recorrido histórico desprejuiciado, una muestra sustancial de la diversidad estilística que caracteriza a la actual poesía española y que, en buena medida, la ha caracterizado históricamente. Los poemas han de haber sido publicados, los autores son solo españoles, y el idioma, solo el castellano. Hay más autores españoles con poemas sobre Londres, pero los han escrito en otras lenguas peninsulares: conozco bastantes, por ejemplo, en catalán, y es más que probable que los haya también en gallego y vasco. Muchos son, asimismo, los poetas hispanoamericanos que han escrito sobre Londres, en varias lenguas, desde el peruano Antonio Cisneros al brasileño Vinicius de Moraes. También lo han hecho muchos autores portugueses, por sus inveterados vínculos históricos con Inglaterra, como Alberto Lacerda, Mário Cesariny o Manuel A. Domingos, y franceses, empezando por Arthur Rimbaud y Paul Verlaine, que llevaron su tormentoso idilio, con pistoletazo incluido, a la capital británica. En realidad, Londres ha sido centro de atención de la literatura mundial, en multitud de idiomas, y esta antología no pretendía —ni podía— ser tan ambiciosa como para abarcarlos o reseñarlos a todos. Me he ceñido, pues, a mi lengua materna, que es también mi lengua de creación, en la que la muestra es, me parece, representativa y generosa. No me satisface, en otro orden de cosas, que en Streets Where to Walk Is to Embark haya muchos más hombres que mujeres: me gustaría que la representación femenina fuera mucho mayor de lo que es. Pero, a pesar de mis esforzadas pesquisas, no he encontrado más poemas escritos por mujeres que pudieran ser incluidos en la selección. Y espero que se me perdone la vanidad de haber incluido un poema mío en el conjunto. He creído que, por ser esta una antología temática, no resultaba inaceptable que lo hiciera, y quiero pensar que su inclusión no desvirtúa la exigencia de calidad que me ha guiado a la hora de seleccionarlos. La presencia de ese poema es también un homenaje personal a la ciudad en la que pasé dos años y medio de mi vida, zarandeado por la incertidumbre, pero también vivificado por la esperanza. Hoy la echo de menos más que nunca.
Esta es la relación de autores que figuran en la antología: Francisco Martínez de la Rosa, Domingo María Ruiz de la Vega, José de Espronceda, José Alcalá Galiano, Miguel de Unamuno, José Antonio Balbontín, Luis Cernuda, Luis Gabriel Portillo, Basilio Fernández, Pedro de Basterra (José García Pradas), José María Aguirre Ruiz, Manuel Padorno, Rafael Guillén, Carlos Sahagún, Juan Antonio Masoliver Ródenas, Juan Luis Panero, Pere Gimferrer, Guillermo Carnero, Leopoldo María Panero, Rafael Argullol, Efi Cubero, Joaquín Sabina, Luis Suñén, Ángeles Mora, Javier Viriato, Javier Pérez Walias, Carlos Marzal, Eduardo Moga, Manuel Vilas, Juan Carlos Marset, Antonio Rivero Taravillo, Balbina Prior, Javier Sánchez Menéndez, Melchor López, Antonio Orihuela, Juan Luis Calbarro, Juan Carlos Elijas, Susana Medina, David Torres, Jordi Doce, Anxo Carracedo, Francisco León, Julio Mas Alcaraz, Mercedes Cebrián, Óscar Curieses, Teresa Guzmán, Ernesto García López, Antonio Reseco, José Luis Rey, Ignacio Cartagena, José Manuel Díez, José Daniel García, Mario Martín Gijón, Jèssica Pujol y María Salvador.
Y este, el poema de Luis Cernuda, «Impresión de destierro», perteneciente a Las nubes e incluido en el libro:
Fue la pasada primavera,
Hace ahora casi un año,
En un salón del viejo Temple, en Londres,
Con viejos muebles. Las ventanas daban,
Tras edificios viejos, a lo lejos,
Entre la hierba el gris relámpago del río.
Todo era gris y estaba fatigado
Igual que el iris de una perla enferma.
Eran señores viejos, viejas damas,
En los sombreros plumas polvorientas;
Un susurro de voces allá por los rincones,
Junto a mesas con tulipanes amarillos,
Retratos de familia y teteras vacías.
La sombra que caía
Con un olor a gato,
Despertaba ruidos en cocinas.
Un hombre silencioso estaba
Cerca de mí. Veía
La sombra de su largo perfil algunas veces
Asomarse abstraído al borde de la taza,
Con la misma fatiga
Del muerto que volviera
Desde la tumba a una fiesta mundana.
En los labios de alguno,
Allá por los rincones
Donde los viejos juntos susurraban,
Densa como una lágrima cayendo,
Brotó de pronto una palabra: España.
Un cansancio sin nombre
Rodaba en mi cabeza.
Encendieron las luces. Nos marchamos.
Tras largas escaleras casi a oscuras
Me hallé luego en la calle,
Y a mi lado, al volverme,
Vi otra vez a aquel hombre silencioso,
Que habló indistinto algo
Con acento extranjero,
Un acento de niño en voz envejecida.
Andando me seguía
Como si fuera solo bajo un peso invisible,
Arrastrando la losa de su tumba;
Mas luego se detuvo.
«¿España?», dijo. «Un nombre.
España ha muerto». Había
Una súbita esquina en la calleja.
Le vi borrarse entre la sombra húmeda.
Felicidades, Eduardo. Y me encanta la elección de este cuadro de William Logsdail para la portada.
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