Felipe, la circunspección dicharachera
Este Felipe circunspecto y dicharachero no es nuestro sexto, ni ningún otro de los muchos felipes que corren por el mundo, sino Felipe de Edimburgo, esposo de la reina Isabel II, que murió ayer con 99 primaveras (sin haber alcanzado, por un par de meses, la condición de centenario, que sí logró su suegra, Isabel Bowes-Lyon, la Reina Madre, y a la que su esposa, que se mantiene en un estado de salud admirable, previsiblemente llegará dentro de cinco años). A mí, Felipe de Edimburgo siempre me ha parecido una figura tan pintoresca como divertida. Me caía bien, qué le vamos a hacer. Era, entre otras cosas, el epítome del inglés, aunque fuese hijo de un griego y de una medio alemana: tieso, elegante (aunque esto iba con el cargo), conservador (esto también), irónico y despistado. Su muerte nos deja huérfanos de un personaje singular, a cuya función principal de inseminador de quien portase la corona británica sumó, durante sus casi diez décadas de vida, una propensión notable a meter la pata. Pero sus meteduras de pata no tenían consecuencias, salvo las inevitables sonrisas (o carcajadas): los consortes de los reyes están a resguardo de los efectos de sus pifias; de hecho, están a resguardo de casi todo. Con ocasión de una visita de Isabel y Felipe al papa Francisco, hace varios años, escribí una entrada sobre él en el blog que mantenía entonces, mientras vivía en Londres, Corónicas de Ingalaterra. Hoy quiero recuperarla, con muy pequeños cambios, como homenaje in memoriam a una figura irrepetible, que los amantes del esprit inglés vamos a añorar. Se titulaba «Una visita real" y la publiqué el 5 de abril de 2014.
«Ayer, El País daba cuenta de la visita que habían rendido la reina de Inglaterra y el príncipe consorte al papa Francisco (con este nombre, uno siempre tiene la sensación de quedarse corto, sobre todo después del ordinal, nada menos que el decimosexto, que utilizaba su predecesor, el simpático Ratzinger: ¿Francisco qué?, ¿Francisco cuántos?). La noticia venía acompañada por una foto impagable. En ella se veía al príncipe Felipe, de 92 años, exhibir orgulloso (y con una expresión que denotaba una gran familiaridad) la botella de whisky escocés que le traían de regalo al papa, ante la mirada circunspecta de su esposa, de 88, y la estupefacta del pontífice, que cuenta 78 primaveras. Uno se imagina a estos tres mozos disfrutando de los placeres del malta de Balmoral, y le entran unas ganas locas de sumarse al guateque, a los sones del ¡Asturias, patria querida!. En realidad, no era el único presente que los reyes de Inglaterra le habían llevado al sucesor de Pedro: portaban también una botella de zumo de manzana y un tarro de miel. Esta había sido recolectada en el palacio de Buckingham, cuyas abejas tienen fama de industriosas, pero se desconoce el origen de las manzanas. Al agrícola agasajo correspondió Francisco con un valioso facsímil sobre san Eduardo el Confesor, rey de Inglaterra, un tríptico con las monedas de su pontificado y un regalillo para el reciente nieto de los monarcas. Pero vuelvo a la imagen de la prensa, que ha sabido captar, con sobresaliente genio fotográfico, el espíritu del momento. La reina, como digo, no parecía entusiasmada por lo que estaba sucediendo, pero eso no ha de sorprender: a la reina, por británica y por reina, nunca le entusiasma nada. Todavía recuerdo aquella imagen extraordinaria de Isabel arreglándose las uñas en la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Londres: la televisión la enfocó, cuando no estaba previsto que lo hiciera, en la tribuna de honor, y allí estaba ella, limándoselas, o arrancando padrastros, o poniéndose laca (sobre esto aún debaten los politólogos), ante la mirada de la nación y del mundo. Aunque puede entenderse su desinterés por el acto: Isabel II ha inaugurado ya unas cuantas olimpiadas, y todos sabemos que no hay nada más aburrido que la rutina. El príncipe Felipe, por su parte, no solo comparte el tedio que le causan a su costilla las ceremonias inaugurales, sino que es partidario de eliminarlas: "lo sacan a uno de quicio", ha precisado. Felipe de Edimburgo es una joya: su capacidad para meter la pata en los momentos más comprometidos es legendaria. Yo creo que debería clonarse, para que semejante virtuosismo pifiador, insólito en las aristocracias europeas —con la excepción de las meritorias aportaciones de Ernesto de Hannover, alias de hangover, aunque vayan acompañadas, con frecuencia, de poco diplomáticas combinaciones de puñetazos—, no se perdiera. En Inglaterra albergan por él sentimientos contradictorios: muchos admiran su franqueza; otros muchos, en cambio, se sienten abochornados. La prensa lo busca, ávida de jocoserías, aunque él no corresponda a su amor ("Uds. tienen mosquitos; yo tengo a la prensa", confesó en un hospital del Caribe, con lo que consiguió indisponerse, simultáneamente, con caribeños y periodistas). A mí me cae bien. Hay hasta libros sobre sus planchazos, que, sin duda, no lo son para él. Felipe se limita a abrir la boca y a emitir sonidos, sin que dichos sonidos hayan pasado por el tamiz del pensamiento. Antropológicamente, es muy interesante. Qué grande Felipe cuando, en un acto oficial, le soltó al presidente de Nigeria, ataviado con la amplia túnica multicolor tradicional de su país: "Ya veo que está Ud. listo para irse a la cama". O cuando, en 1947, le preguntó a un trabajador de los ferrocarriles por sus posibilidades de ascenso. "Para eso tendría que morirse mi jefe", contestó el operario; a lo que Felipe añadió: "Eso es justo lo que me pasa a mí". También en la intimidad se luce. Después de su coronación, le preguntó a Isabel: "¿Dónde has conseguido ese sombrero?". Pero es en el ámbito étnico donde, como ya demostrara con el presidente nigeriano, más destacan sus virtudes. En 1986, en una visita de estado a China, advirtió a un grupo de estudiantes británicos: "Si siguen Uds. aquí mucho tiempo, se les achinarán los ojos". En 1998, en Papúa-Nueva Guinea, les dijo a los ingleses que habían recorrido el país: "Enhorabuena: han conseguido Uds. que no se los comieran". Y en una visita a Hungría, le espetó a otro compatriota: "Se nota que no lleva Ud. aquí mucho tiempo: no tiene barrigón cervecero". Pero para formular sus luminosas observaciones sobre otras gentes y culturas, no tiene por qué estar fuera del país: también las hace dentro. En un festival de música en Cardiff, mientras sonaban las notas atronadoras de un grupo jamaicano, le presentaron a un grupo de jóvenes sordos: "Aquí no me extraña que estén Uds. sordos", les dijo, aunque no consta que le oyeran. Con ocasión de una visita a una fábrica, advirtió que los cables de una caja de fusibles estaban sueltos. "Los debe de haber puesto un indio", señaló. Ante las protestas que suscitó su comentario, insistió: "¿Ha estado Ud. en la India? ¿Ha visto cómo están allí las cajas de fusibles?". Sus contribuciones, en fin, a los debates sobre política contemporánea son igualmente celebrados. Aún se recuerda cuando, para solucionar el problema del tráfico en Londres, propuso que se prohibiera el turismo en la ciudad, porque eran los turistas los que lo entorpecían, algo que se parece mucho a lo que, en aquel maravilloso sketch de Sí, ministro, el director de un hospital, impoluto pero vacío, le respondía al ministro de Sanidad cuando este le preguntaba por qué no había enfermos: "¿Enfermos? De ningún modo: si hubiera enfermos, habría déficit". La noticia de El País no ha dado cuenta de la conversación que mantuvieron Felipe, Isabel y Francisco, lo que nos ha impedido saber si el duque de Edimburgo ha protagonizado alguna otra de sus magistrales intervenciones (como preguntarle, por ejemplo, al papa: "Y usted, ¿qué le echa a la ropa para tenerla tan blanca?"). No obstante, sí ha informado de que el encuentro fue extraordinariamente breve: duró solo 17 minutos. Felipe e Isabel llegaron casi media hora tarde, y Francisco quiso devolverles la gentileza acortando el tiempo de la entrevista. Para justificar su retraso, la reina de Inglaterra había dicho: "Oh, discúlpenos, por favor. Estábamos teniendo un almuerzo muy agradable con el presidente Napolitano". Se conoce que tantos años de matrimonio la han contagiado de las mejores prendas de su marido».
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