Esta mañana he ido a llevar cosas al trastero. Porque he alquilado un trastero. No deja de sorprenderme la cantidad de cosas que se acumulan en un piso, aunque uno no quiera que se acumulen. Pero lo hacen, con saña y perseverancia. Creemos poseer las cosas, pero son las cosas las que nos poseen. Se reproducen con promiscuidad cunicular y nos invaden: se deslizan debajo de las camas, se meten en los cajones y las grietas, se cuelan en el tubo de la pasta de dientes, se infiltran por todas partes. Las cosas tienen vida propia y unas ganas locas de seguir existiendo. Y no veas lo que duran. Contra lo que predican los sociólogos y economistas, las cosas son intrínsecamente longevas: están hechas para sobrevivir, aunque sea en forma de trasto viejo, despojo tecnológico o papel arrugado. Uno deja, no sé, una cámara fotográfica, unos zapatos, una camisa, un fajo de papeles, una caja de preservativos en cualquier rincón y allí seguirá, por maltrecho que esté, cuando uno ya no sea más que polvo y olvido. Pero esto es una digresión. A lo que iba: esta mañana he ido a llevar cosas al trastero. Y al volver a casa, me he encontrado con que había dejado la puerta del piso abierta. Pero abierta, abierta: de par en par. Se conoce que, cargado como iba y con las prisas por que no se me escapara el codiciado ascensor, se me ha olvidado cerrarla. He ofrecido, pues, sin darme cuenta, una jornada de puertas abiertas de mi casa, a la que por suerte nadie ha concurrido. La desafortunada invitación a conocer mi intimidad ha sido mi primer error. Luego he ido a un chino a comprar unas cajas de plástico que necesito para seguir confinando las cosas que me asedian en algo parecido a un orden y evitar así morir asfixiado por libros, papeles y aparatos. Ya he comprado estas cajas antes, así que la gestión no debe suponer ningún problema. Pero lo supone: cuando llego al hogar, dulce hogar, cuya puerta esta vez sí he cerrado, compruebo que me he vuelto a equivocar: son más grandes de lo que necesito. Segundo error. Ya me ha escamado que me cobraran más de lo que recordaba haber pagado la última vez, pero he reaccionado como en tantas otras ocasiones cuando alguna sospecha me cruza la mente: la he descartado, pensando que el destino no sería tan aciago como para hacerla realidad. Pero el destino es muy perro, y suele hacerlas realidad. Pese a lo cual no aprendo: me da pereza actuar, y así me luce el pelo. Vuelvo a cargar, pues, con las cajas —que pesan lo suyo: solo el nombre intimida, plasticforte— y regreso al chino, donde expongo el caso y, blandiendo el tique de compra, me permiten cambiarlas por otras más pequeñas. El chino me dice entonces que no me pueden devolver el dinero, pero sí hacerme un vale por la diferencia, que podré utilizar cuando compre más cosas. No le explico que yo no quiero cosas, que justamente si estoy comprando estas cosas es para domeñar a las cosas, para encerrarlas de una vez y que no molesten, para perderlas de vista. Sospecho que a alguien que se gana la vida vendiendo cosas, multiplicando las cosas que pueblan el mundo, distribuyendo cosas con paciencia oriental, esto no va a interesarle, si es que llega a entenderlo. Regreso con las flamantes cajas a casa y, al llegar, me doy cuenta, consternado, de que me he equivocado otra vez. Ahora lo que está mal es el tamaño de las tapas, cuyas pilas se alternan con las de las cajas: en lugar de coger las que estaban a la derecha, he cogido las que estaban a la izquierda (o al revés), y me he llevado las que correspondían a otra medida. Tercer error. Por si fuera poco, advierto que una de las cajas tiene un agujero en el fondo. También me he equivocado al no comprobar que estuvieran en perfecto estado. Reprimo las ganas de aullar como un apache y pienso que no voy a volver hoy al chino. Ya lo haré mañana. No me apetece ver cómo me mira el chino cuando le diga que quiero cambiar otra vez las cajas. Con suerte, mañana habrá otro chino. Por la tarde voy en metro a visitar a mi madre, que está en una clínica en la Zona Franca, es decir, muy lejos. Tengo que coger los ferrocarriles de la Generalitat hasta la plaza de Catalunya y luego dos metros. A la ida, comparto vagón, en el primer tramo, con un brasileño que se pasa todo el trayecto hablando por el móvil con una mujer. Pero si colgara, barrunto, la mujer lo oiría igual, porque este hombre sí aúlla como un apache. En el trayecto central, tengo por compañeros a un par de bailarines de breakdance que practican su estruendoso arte en el vagón, entre las barras de sujeción y los enmascarillados viajeros; ellos, por cierto, no llevan mascarilla, como Miguel Bosé. Recuerdo que, al principio, los que se atrevían a cantar en el tren lo hacían con cierta discreción, a capela o, a lo sumo, acompañándose con algún instrumento manual: una guitarrita o similar. Luego, las exigencias del espectáculo (y del estómago) hicieron que el acompañamiento fuera eléctrico o electrónico, y se generalizaron los altavoces y las percusiones grabadas. Hoy ya se baila breakdance, y pronto los titiriteros se subirán al vagón con un oso amaestrado que nos deleitará con sus movimientos al son de los ukeleles. En el tramo final del viaje, quienes amenizan mi lectura de De corazones y cerebros, de César Martín Ortiz, son dos borrachos que debaten arduas cuestiones existenciales al calor de sendos vasos de plástico llenos de calimocho o algún aguarrás semejante. Pero todo esto es otro excurso: hoy estoy especialmente disperso. Lo que quería decir es que, en el viaje de regreso, me meto en el andén equivocado, donde paran los convoyes que van en la dirección opuesta a la que quiero ir. Cuarto error. Me doy cuenta de que algo anda mal (yo: yo soy el que anda mal) cuando veo que el tren llega en la dirección contraria a la que suele, y eso me evita partir rumbo a un destino desconocido. Llego a casa, ya de noche, preguntándome si equivocarme tanto es un designio del azar, de la edad o, ay, de mi propia naturaleza. Y sospechando que, pese a los días en que se suceden las pifias, como hoy, son muchas más las veces en que el error no acaece. Nos acecha por todas partes, nos envuelve como otra piel, pero no ocurre. Por azar, por edad o por una extraña equidad cósmica, que podría llamarse entropía. Me siento, por fin, agotado, a cenar algo en el sofá y restaurar la fe en la inteligencia humana viendo El intermedio. Cuando llego al postre, me doy cuenta de que el yogur griego que compré el otro día en el supermercado es azucarado. Y yo los como naturales. Me equivoqué de montón.
Hay días aciagos, y cuando una se mete en la cama y piensa en ello se pregunta si hubiese sido mejor no haberse levantado. No pasa nada, ningún día es perfecto y nosotros tampoco. Un abrazo.
ResponderEliminarPues sí, querida Isabel: algunos días son muy malos. (La mayoría, sospecho). Pero hay que seguir adelante con uno mismo y con todo lo demás. Gracias por estar ahí. Un beso grande.
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