domingo, 4 de abril de 2021

De traducciones y reivindicaciones

Ha tenido mucho eco en la prensa la reciente polémica sobre la traducción al holandés del poema «The hill we climb» ('la colina que subimos' o 'que ascendemos', si queremos ponernos un poco más líricos) que la joven poeta Amanda Gorman leyó ante el mundo en la investidura de Joe Biden como presidente de los Estados Unidos. Al parecer, la designada para hacerlo era una traductora llamada Marieke Lucas Rijneveld, una profesional que reunía muchos méritos, como ser joven y «no binaria», pero a la que le faltaba uno decisivo, como enseguida descubrieron las redes y algunos medios de prensa con creciente indignación: ser negra. Ser blanca —mucha gente en Holanda lo es, qué le vamos a hacer— la descalificaba para la exigente tarea. Lo más llamativo del caso —lo más preocupante, en realidad— fue que tanto la editorial que la había propuesto como la propia traductora entendieron que se les negara la posibilidad de traducir y publicar el poema por esa razón, y se disculparon por el error cometido. Esta situación se ha repetido también en Cataluña, aunque con alguien aún menos capacitado que Rijneveld para acometer el trabajo, Víctor Obiols, que no solo no es negro, sino que, asombrosamente, ni siquiera es joven (lo siento, Víctor: con 61 años, ya no eres un mozo), ni mujer, ni mucho menos, que yo sepa, binario. La estupidez que estos casos reflejan es grande; de hecho, es una de las situaciones más estúpidas que he conocido en estos tiempos de estupidez multitudinaria. Pero la chirigota a la que pueda dar lugar, no debe ocultar el hecho inquietante de que, si el caso se ha dado, es que el pensamiento que lo sustenta, por llamarlo de alguna manera, ya ha cobrado cuerpo y se convertirá pronto en regla de conducta, en criterio universal. Sí, ha sucedido en los Estados Unidos, pero desde hace mucho tiempo todo nace en los Estados Unidos, y desde allí se exporta, fatalmente, a todos los rincones del globo: llegará también, pues, a nuestra sociedad, como han llegado el jazz, el lenguaje de la corrección política, la generación beat o el trumpismo: la empapará y, en este caso, la sojuzgará. En la holandesa, como hemos visto, ya se ha infiltrado. Los que nos dedicamos a la traducción habremos de empezar a pensar en limitar nuestras actividades o, incluso, en trabajar en otra cosa. Si la discriminación racial, o sexual, o cronológica, o de cualquier índole, se impone —y se acabará imponiendo—, yo mismo, un limitadísimo varón, blanco (aunque tirando a morenito), casi sesentón, incorregiblemente heterosexual y, si he entendido bien de qué va la cosa, muy binario, ya no podré traducir, como he hecho hasta ahora, a Frank O'Hara, Walt Whitman o Arthur Rimbaud, que eran gays (y, además, están muertos), ni a Tess Gallagher, Penelope Fitzgerald o Diane Wakoski, que son mujeres. A fecha de hoy, no he traducido todavía a ningún autor negro, ni de ningún otro color, y eso me libra de la pesadumbre, y hasta del oprobio, de haber abordado la traducción de una obra para la que me incapacitaba el color de mi piel. Con la expansión de estos nuevos requisitos profesionales, ya sé que, a partir de ahora, es poco probable que lo haga, y eso me deja mucho más tranquilo: así no invadiré terrenos que no me corresponden. Lo más divertido de esta triste historia es que el poema de Gorman es muy malo: un engrudo, entre adolescente y whitmaniano, de tópicos patrióticos y bienaventuranzas colectivas, como comprobará cualquiera que se acerque a él con alguna ecuanimidad crítica y sin anteojos ideológicos (o con anteojos de pocas dioptrías). Supongo que, para un acto como la investidura presidencial, algo así era bienvenido, más aún, era exigido. No me imagino a Ezra Pound o a Evan S. Connell, pongamos por caso, ni a ninguno de sus discípulos o admiradores, leyendo memeces más o menos épicas como «The hill we climb» ante el presidente ni ante nadie. Pero Gorman, ataviada como la bandera de Alemania, sí lo hizo, con el desparpajo de los veinte años y la convicción de la activista. La calidad de lo que leía importaba poco: lo importante era su homenaje a la nueva Administración, que libraba a los norteamericanos (y a todos los habitantes del planeta) del espanto de Trump, y, sobre todo, su afirmación icónica de los valores que representaba: la juventud, la negritud, la feminidad, el progresismo. 

Del surgimiento de una censura implícita (o incluso explícita, como en el caso de Gorman y la traducción de «The hill we climb») por la expansión de las reivindicaciones de grupos o comunidades históricamente discriminados, puedo dar fe personal. Hace poco, Vaso Roto, la editorial en la que he publicado dos de mis últimos poemarios, Insumisión, aparecido en 2013, y Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, en 2017, me comunicó que se había presentado a unas ayudas a la traducción de autores españoles convocadas por una organización internacional. En mi caso, iba a aportar, como muestra de mi obra, un poema de Muerte y amapolas en Alexandra Avenue, cuya traducción correría a cargo de mi amigo y habitual traductor al inglés Terence Dooley. A mí todo me pareció estupendo, y quedé a la espera del resultado de la convocatoria. Pero, al poco, Terence me escribió un correo para decirme que había un par de breves pasajes en el poema —una larga composición que mezclaba el verso y la prosa— que no pasarían los filtros de lo que era aceptable o no en la convocatoria (aunque sus bases no dijeran nada al respecto). El primero formaba parte de la descripción del paisaje humano del barrio en el que viví en Londres, Battersea, y decía así: La inglesa leptosómica se opone a la inglesa negra, que despliega labios, pechos y nalgas como si pusiera pasteles a la venta, y que pasa al lado de uno como un ciclón de chocolate. Terence, que está al día del neopuritanismo impuesto por las causas del feminismo y el antirracismo, me hizo notar que, para los ojos de los avezados en discriminaciones y agravios, que cada día son más numerosos, aquella fugaz consideración de las mujeres (y más aún, ay, de las mujeres negras) como mero cuerpo (y más aún, ay, ay, como cuerpo deseable) probablemente se interpretase como una reducción o, peor aún, como una degradación heteropatriarcal del ser de la mujer y, para más inri, por tratarse de una mujer negra, como una muestra de racismo. La segunda inconveniencia incluida en el poema era algo aún más sucinto: la referencia al suajili que se contenía en esta frase: Un sujeto paralelepipédico, roturado por tatuajes indescifrables, cuya mandíbula sobresale como un pecho, cuyo inglés no se distingue del swahili, y que bebe cerveza como quien come palomitas. Se conoce que aquí lo inadecuado era establecer una comparación denigratoria con un lenguaje africano, es decir, negro. Yo era, pues, deplorablemente etnocéntrico y, de nuevo, racista. No estoy seguro de que, si en lugar de establecer el símil con una lengua de keniatas y tanzanos lo hubiera hecho con el chino, como hacemos habitualmente los españoles (o como hacen los ingleses con el griego), la reacción de los jueces del poema habría sido la misma, pero Terence no tenía dudas de que la forma que había elegido para describir la incomprensión de aquel inglés masticado no superaría el riguroso listón ético —calvinista— de los árbitros. Por suerte, no había peligro de que los paralelepipédicos, los tatuados, los prognáticos ni los fabricantes de palomitas establecieran también sus propios límites, en cuyo caso me habría visto en serios aprietos: sus reivindicaciones, con ser legítimas, no han alcanzado todavía la altura de otros colectivos que han sufrido el maltrato de la historia. Ante la disyuntiva de eliminar, preventivamente, los pasajes problemáticos o de sustituir este poema por otro exento de semejantes irreverencias, opté por lo segundo: no estaba, ni estoy, dispuesto a aceptar la censura de lo que escribo por la aplicación de criterios morales que no atienden a razones literarias, que se basan en suposiciones injustas y equivocadas, y que practican aquello mismo que dicen criticar. El feminismo y el antirracismo son causas nobles que todos debemos apoyar. Pero la integridad de la literatura y la libertad de expresión también son causas nobles que los feministas y los antirracistas deberían apoyar. 

1 comentario:

  1. Quiero advertirte, antes que rasgues más las vestiduras, que esto no es nada para lo que nos espera. Un mundo donde lo políticamente correcto y las savonarolas puritanos de las redes harán muy y mucho de las suyas. Comienzo a creer que los estúpidos son más que los tontos.

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