Cuando era joven, me interesaba la política. Es decir, la seguía, la vivía, la debatía. Creía que era una herramienta esencial para definir lo que éramos, social y también individualmente. Hoy solo me inspira hastío, y la esencialidad de antaño se ha convertido en inevitabilidad, que es algo mucho más deprimente. Asisto a las peripecias diarias de la política patria y a la sucesión de elecciones en nuestro país con una mezcla de asombro, indiferencia y cansancio. En España, la política cansa mucho. De hecho, España cansa mucho. España es un país agotador: uno tiene la sensación de pedalear mucho para no moverse apenas del sitio; de que todo cuesta horrores; de que las cosas van muy despacio, si es que llegan a ir; de que siempre estamos empezando. Vivir es difícil, decía mi sabia madre, con síntesis insuperable. Pero hacerlo en España es borrascoso. O desesperante. Entre otras cosas, porque ahí siguen los callos culturales, formados por la historia, que hacen de la sociedad española un organismo esclerótico: el catolicismo entenebrecedor; la derecha cerril y corrupta; el populismo de las izquierdas radicales; la falta de cultura democrática; el patrioterismo campanudo; la garrulería y la vulgaridad. Asistimos estos días a la enésima contienda electoral, ahora en la comunidad de Madrid. En Cataluña también hubo elecciones autonómicas hace dos meses, pero aún no se ha constituido el nuevo gobierno. Los independentistas siguen discutiendo, en una espiral interminable de encuentros y desencuentros, de acercamientos y distanciamientos, cómo repartir el poder y cuál ha de ser la estrategia, una vez ocupadas las parcelas de mando —y de presupuesto— que le correspondan a cada uno, para lograr la anhelada separación del perverso Estado español. Mientras tanto, ni se gobierna, ni se legisla, ni se progresa, ni se hace nada. Las listas de espera —del paro, de la dependencia, de tantos asuntos vitales para mucha gente— siguen creciendo, pero la atención de los gestores de la cosa pública en Cataluña continúa concentrada en el estragante —e inútil— debate de la soberanía. En Madrid, por su parte, se ha desatado una lucha sin cuartel, cuyos más disparatados rebuznos han correspondido, hasta el momento, a VOX. De la brutalidad y grosería del partido de Abascal casi todo el mundo se hace lenguas, pero que a mí no me han sorprendido. ¿Qué esperábamos? ¿Tan ingenuos éramos como para no saber que ambos rasgos están en su ADN ideológico y que son imprescindibles para satisfacer las necesidades psíquicas y emocionales a las que responden? VOX es el nuevo fascismo (como ya argumenté en otra entrada de este diario, "El fascismo de VOX": https://eduardomoga1.blogspot.com/2020/06/el-fascismo-de-vox.html) y se comporta como siempre lo han hecho los de su calaña: con furor, con desprecio por la razón y los derechos humanos, españoleando con tres cojones (con dos es poco), y sin compasión, pese a ser una caterva catoliquísima. Me pregunto qué opinará Jesucristo, que todo lo ve, de la propuesta de estos hijos putativos de Franco de devolver a los menas a sus países de origen o de hundir las pateras que se acerquen a España por el Mediterráneo. Creo recordar que el de Nazaret predicaba dar de comer al hambriento y de beber al sediento, vestir al desnudo y amparar al desamparado, y me imagino que su prédica era extensible también a salvar al náufrago o rescatar al que se haya quedado clavado en la concertina de una valla fronteriza. Y mientras la Monasterio, tras una inmarcesible sonrisa de crótalo, sigue desgranando sus salvajadas, Ayuso tampoco ceja en las suyas, que carecen de la crueldad de su colega de la derecha, pero que, para compensar, están animadas por la indesmayable idiotez de una niña bien, esto es, de una jovencita conservadora, creyente, superficial, colmada de certidumbres y encantada de haberse conocido. Recuerdo que, cuando esta antigua community manager de Pecas, el perro de Esperanza Aguirre, salió de las sombras digitales en las que había medrado, y yo oía sus declaraciones a los medios de comunicación, llenas de una seguridad entre disneyana y jesuítica, esa era mi impresión ineludible: la de una arraigada y asombrosa idiotez, cuyo último ejemplo corrió ayer por las ondas —al parecer, en Madrid hay más libertad que en todas las demás ciudades de España porque es lo suficientemente grande como para que no te encuentres con tu ex al salir de copas—, pero que ya se había manifestado, con mayor virulencia y bajeza moral, en ocasiones anteriores, como cuando tachó de "mantenidos" a los que hacían las colas del hambre en esa capital mundial de la libertad que es Madrid. Pero no le faltaba razón: esa gente, desde luego, era libre de elegir entre acudir a los comedores sociales o morirse de inanición. Claro que la estulticia de Ayuso, fundadora de este insólito nacionalismo chulapo que nos invade, cuenta con el apoyo —y el, digamos, refinamiento— de un spin doctor maligno, Miguel Ángel Rodríguez, que fue secretario de Estado de Comunicación con José María Aznar, y que ha sido condenado ya varias veces por la justicia: por injurias a un médico y por conducir borracho y atropellar a un peatón en 2013. (El hombre también escribe: la última obra que nos ha regalado se titula Así habló Zapatustra. El fracaso de un izquierdista radical en el poder; antes había alumbrado una hagiografía de Aznar). No obstante, cuando criticamos a los políticos, no hay que olvidar que no son ellos, por muy lamentables que nos parezcan, los culpables de que se apliquen sus planes o se difundan sus majaderías: los culpables son los ciudadanos que les votan, que les votamos. VOX ha recibido la estremecedora adhesión de cuatro millones de compatriotas en las últimas elecciones generales y Ayuso —con independencia de que su gestión de la pandemia, por ejemplo, haya sido la peor de todas las comunidades autónomas, como acreditan todos los datos— va a llevarse de calle las próximas elecciones madrileñas y a doblar el número de diputados regionales. Entre los votos con que contará, estará incluso el de una figura antaño tan admirada como la de Fernando Savater, que en la columna de El País donde deja constancia cada semana de su senil derechización ha revelado que le dará apoyo. Aunque esto no resulta, en realidad, tan sorprendente, teniendo en cuenta que Savater se ha labrado un sólido prestigio como báculo de la derecha apoyando a una política tan espeluznante como Rosa Díez; pero no deja de ser descorazonador. Al igual que la defensa que hace de Ayuso otro intelectual otrora respetado, Félix de Azúa, aunque este confiese que votará, con lealtad digna de mejor causa y cierto espíritu suicida, a Ciudadanos, esa formación que se empeña en decir que es de centro cuando se ha hartado de militar con la derecha, incluyendo a VOX, en actos, campañas y gobiernos, locales y autonómicos. De la izquierda solo puedo decir que Gabilondo —educado, mesurado, inteligente, filósofo— sería un buen presidente autonómico, pero que, como candidato, no va a atraer al votante hispánico, que necesita eso tan manoseado del carisma —que en realidad es exabrupto, redaños y chulería— para considerar que alguien tiene la capacidad suficiente como para merecer el poder. Y que Mónica García es una candidata aseada, dotada de una gran naturalidad, y que se beneficia de su condición de neófita en las fangosas lides políticas, lo que le da un halo de frescura y novedad, pero que se me antoja carente de fuste, aunque Más Madrid/Más País —capitaneado por uno de los mayores valores políticos del país, Íñigo Errejón— sea un proyecto plausible. De Pablo Iglesias quiero subrayar dos cosas: su extraordinaria capacidad de aguante y el también extraordinario gesto que ha tenido abandonando la vicepresidencia del Gobierno de la nación para descender al barro de la pelea partidista de una comunidad autónoma. En cuanto a lo primero, hay que recordar que su familia y él llevan soportando un acoso desmedido desde que saltaron a la política nacional, y no solo político, sino también personal, que incluye escraches ominosos e insultos incalificables, y que ha venido a culminar la carta que ha recibido con cartuchos y amenazas de muerte, aunque todas las denuncias que se han interpuesto contra su partido o contra él, por los motivos más peregrinos, hayan sido desestimadas por la justicia; Iglesias se ha convertido en el villano por antonomasia de la política patria: el que concita odios más desaforados, el objeto de una persecución inmisericorde, pero a él no parece hacerle mella, y eso requiere entereza y valor. En cuanto a lo segundo, me ha sorprendido que, después de llevar toda la vida escuchando que en este país todo el mundo se aferra a la poltrona, que los políticos solo están donde están por el dinero y el poder, que aquí no dimite nadie, nadie haya aplaudido, o por lo menos reconocido, un gesto tan insólito como que el número tres del Gobierno haya renunciado voluntariamente a las mieles de esa posición por un compromiso ideológico, que hay que considerar también ético: enfrentarse a una derecha que amenazaba con arrasar (y salvar, de paso, a su partido de la desaparición de la Asamblea de Madrid), sabiendo, además, que de ninguna manera va a ganar esas elecciones y que su futuro durante los próximos cuatro años solo va a ser el de líder del quinto grupo de la cámara, a menos que se alcance un improbable gobierno de coalición de izquierdas y pueda optar a responsabilidades más altas, aunque siempre ceñidas al escaso firmamento de la circunscripción autonómica. Pablo Iglesias ha cometido muchos errores —entre otros, propiciar que Errejón abandonara Podemos—, pero esta decisión suya merece aplauso, aunque nadie se lo dé.
Iglesias, no actúa por ideales. Discrepo totalmente contigo ante la afirmación de dar un aplauso a tal personaje. Ojalá la izquierda siguiera siendo lo que todos esperábamos de ella. A la derecha ya la conocemos y nada nos viene de nuevo. Un beso enorme, Eduardo.
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