Recibos de mi colegio de 1974. Cartas de mi tío abuelo Jesús, al que mataron en la guerra —sin que jamás se encontrara su cuerpo— a principios de 1939: la última, garabateada en un papel basto, es del 2 de enero. Una hoz pequeña y oxidada en la caja de herramientas. El bolillo con el que mi madre hizo sus encajes durante años. Sombras. El dibujo dadaísta de una antigua humedad en la pared. Los viejos vinilos —de jazz, clásicos rusos y Raphael— que oíamos los domingos por la mañana. El viejo tocadiscos en que los oíamos. Cajones vacíos. Una cajita de seguridad con algo dentro, pero sin llavín. Cartas de mi abuelo bígamo. Un paquete de cigarrillos, «labor de guerra». La máquina de coser «Singer» cuyos pedales mi madre se pasaba horas moviendo. Un informe psicotécnico del colegio en el que se concluía que yo sería un buen matemático. La canica rectangular de un aguamarina sin colgante. Agendas viejas en cuyas direcciones y citas reconozco la letra de mi padre. Una lupa abollada. Un catalejo en el que entra la luz, pero con el que no se ve nada. Cartas de mi padre a mi madre, llenas de dibujos divertidos, y de mi madre a mi padre, una de las cuales acaba diciéndole «te quiero». Unas fichas de ajedrez sin tablero. Frascos llenos de alfileres. Campanillas de cerámica recuerdo de primeras comuniones. Carretes de hilo. La ropa que llevé en mi bautizo, guardada en una maleta de cartón. Los guantes que llevó mi madre cuando se casó. Flores de tela. Penumbra. Una botella de Agua del Carmen. Un buda sedente (de metal). Otro buda sedente (de jade). Y otro (de cerámica negra). Fotografías de mi tía Josefina, que murió de cáncer con cincuenta años (y el recordatorio de su defunción). Carretes de hilo. Abanicos bordados por mi madre. Pergaminos egipcios para turistas. Las llaves del piso de Chalamera. Un transistor que no funciona. Otro que sí. Cartas de Jeff a mis padres. Un diploma a mi padre por haber asistido en 1954 a un curso de formación de vendedores de electrodomésticos en tienda. Zapatos sin estrenar. Unas tazas decimonónicas para tomar chocolate, descantilladas pero con finos dibujos grabados. Recuerdos de los encuentros de encajeras a los que mi madre asistía cada año. Un mortero con dos manos de metal. Carretes de hilo. Fotografías de mi tía Lolita, que murió de cáncer con cincuenta años (y el recordatorio de su defunción). La tarjeta con la que mis padres celebraron «mi primera sonrisa». Casquillos de bala. Un cubilete con dados. Escrituras notariales manuscritas de gente que ya no sé quién es. Dedales. Tijeras. Productos de limpieza caducados en 1980. Un mantón de Manila. El parchís de cartón con el que jugábamos por las tardes. Los ruidos del ascensor. Puntas de lápiz y bolígrafos secos. Diarios de mi madre, en los que detallaba los cuidados que necesitaba mi abuela y las incidencias de la relación con mi tía. Una carta de un amigo de mi padre emigrado a Suecia. Una carta de un amigo de mi padre emigrado a Brasil. Carretes de hilo. Botellas de licor sin abrir. Postales de Francia. Ejemplares de mis libros dedicados y de algunos sin dedicar. Pasaportes caducados. Recortes de las cartas al director que mi padre publicó en La Vanguardia. Nóminas de mi abuela en la clínica mental en la que trabajó de limpiadora. Una carta del jefe de gabinete del presidente del Gobierno en la que acusaba recibo de la propuesta de mi padre y, tras agradecérsela, aseguraba que le daría el curso adecuado. La luz que entra por el balcón. Radiografías. Una participación de la boda de mis padres. Otra de la mía. Telas pintadas, que mi madre empezó a hacer cuando ya no podía manejar el bolillo. Carnés de identidad caducados. Carretes de hilo. El botiquín con docenas de cajas de medicamentos. La cubertería de plata, en la que faltan varias piezas. Dibujos que hice de niño. La silla de ruedas. Una edición del Kamasutra, con ilustraciones, que guardaba mi padre. Un espadín recuerdo de Toledo. Monederos, uno lleno de monedas de peseta. Dos potos que han crecido tanto que casi llegan al suelo. Cafeteras. Un poema que le escribí a mi madre en 1982 por el Día de la Madre: «amor que como el rayo silba, callado...». Una foto mía de soldado. Otra de la familia al completo (entonces), en la que sonrío con el brazo apoyado en los hombros de Ángeles. Cajitas con bisutería. Carretes de hilo. Estampas de vírgenes. El rumor de los vecinos. Las plantas de la galería, mustias. El relato manuscrito que hizo de la familia Moga mi tía Germena, cuyo padre, Mauricio, fue maquis y murió de un tiro por la espalda. Una caja llena de esferas de relojes. Carretes de hilo. Una llave inglesa. La taza, en forma de cabeza de pirata, que le traje de regalo a mi padre la primera vez que fui a Inglaterra. Una mecedora plegada en lo alto de un armario. Un libro gordísimo sobre Aragón. Fotos de mi abuelo en el balcón de la casa de Chalamera, cuando todavía era de adobe. El permiso de mi abuela para que mi madre, aún niña, trabajara en un oficio industrial. El olor añoso, pero aún amable, de la casa. Llaves que ya no sé a qué puertas corresponden. Un encendedor en forma de pistolita. Una foto de mi madre con 18 años, vestida como una apache parisina y con un cigarrillo entre los dedos (ella, que nunca ha fumado), de una belleza sobrecogedora. Fotos mías de carné dentro de cajas de cerámica, de vasos, de sobres. Carretes de hilo. Sombras. Destellos. Silencio.
Siempre me han sobrecogido esas llaves que abren puertas ya inexistentes. Son como las que se llevaron los sefardíes de sus casas en Toledo, pero más desangeladas o menos épicas. Abrazos!
ResponderEliminarMomentos dificiles cargados de emociones que se solapan.
ResponderEliminarTu padre, deduzco, debía ser un hombre inquieto, con ganas de cambiar las cosas. Un abrazo, Eduardo.
Conmovedor, Eduardo. Un abrazo fuerte.
ResponderEliminarEl inmenso lirismo de una humilde enumeración. ¡Qué dolorosa hermosura!
ResponderEliminarSon el índice de un poemario. Mucho ánimo en estos días.
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