lunes, 19 de julio de 2021

Sacrificio

Sacrificio, de Marta Agudo (Madrid, 1971), relata una historia de vida y de muerte: de vida rebelándose contra la muerte, de muerte martilleando las esperanzas y las horas. Cuarenta y nueve poemas en prosa —la forma preferida de su autora— y un epílogo describen un combate físico y existencial que ya se había desatado en Historial, su poemario anterior, publicado en 2017. Marta Agudo cuenta con notables antecedentes de relatos de la lucha contra la enfermedad y la muerte en la poesía española última, como Libro del frío, de Antonio Gamoneda, Diario de una enfermera, de Isla Correyero, o el muy reciente La curación del mundo, de Fernando Beltrán, sobre la batalla que ha librado el poeta asturiano contra el coronavirus. Sacrificio no refiere una hospitalización —no, al menos, una hospitalización dilatada—, pero sí las turbulencias médicas, la lucha multiforme y persistente contra el cáncer, que se ramifica, como el propio mal, en una muchedumbre de clarividentes observaciones sobre la oscuridad. 

El simbolismo de Marta Agudo, empapado de pulsiones oníricas y visionarias, es fuerte. Raramente acude a la forma más sencilla o directa de decir algo (aunque lo hace en ocasiones, con el tino de una francotiradora: «depender es tener que dar las gracias permanentemente»), sino que prefiere buscar en los estratos semánticos subyacentes de ese algo un modo oblicuo de sugerirlo, o una asociación que lo suscite. Ello le proporciona una fuerza imprevista, áspera y arrolladora. En Sacrificio, las imágenes desgarran: «te sangra la boca con la palabra “muerte”», y abundan las paradojas, sobre todo las paradojas privativas: «cicatriz sin herida, oscuridad sin noche», «charco sin agua», «bilis (…) sin paréntesis», porque las fuerzas enfrentadas en las antítesis son un reflejo certero de las que combaten en la existencia, y porque la noción de carencia o despojamiento transparenta la desposesión contra la que pugna la poeta.

La enfermedad es el eje de la proclama, encendida y sombría a la vez, que es Sacrificio: la enfermedad, la herida, el daño. Y todas las manipulaciones físicas y psicológicas a las que se enfrenta quien pelea contra una amenaza que ya está instalada en su cuerpo, que ya ejerce, con insidia, su oscuro dominio: medicaciones, ingresos hospitalarios, vías intravenosas, anestesias, sillas de ruedas, terapias, electrochoques. El cuerpo, coprotagonista doliente del libro, recibe esas oleadas de padecimiento con el desamparo de una víctima, pero también con la insumisión de quien se resiste a claudicar: las neuronas, pese al tormento que se les inflige, manejan el timón y comunican, imparciales, ese mismo dolor que las atormenta; el hígado se astilla sin huesos; en la femoral cruje el ritmo; la bulimia conoce un big bang; los hematíes migran; los dientes tiritan; el esófago se asordina. La muerte, destinataria última de estas lides, lo observa todo reclinada al fondo de la escena. En un poema, Agudo explica por qué la morgue se encuentra en la planta inferior del hospital: según le han dicho, es preferible dar salida a los cadáveres «por la parte de atrás»; si no, «la gente se asusta». Y en la penúltima composición del libro describe la muerte como «una guerra en la que todos están de acuerdo». El sacrificio del título, trasunto del que el hórrido Minotauro hacía con los catorce jóvenes atenienses entregados por Teseo cada año como pavoroso tributo —y que constituye una figura recurrente en el libro, símbolo del mal—, es sinónimo de muerte. Y dada la preeminencia, el poder de la muerte, la poeta se vuelve paradójicamente hacia ella para resolver el conflicto de un cuerpo y una mente agujereados por el infortunio, pero que siguen peleando por la vida. La poeta la invoca entonces como aliada para que cese el sufrimiento. El suicidio —la posibilidad sanadora del suicidio— le permite abandonar su senda sobrecogedora y sumergirse en el abrazo negro del perseguidor, que ve frustrada así una espera tenebrosa, un camino de mortificación: «Solo la idea de poder matarme me ayuda a vivir», escribe en el poema 41.

La muerte, en fin, supone la coagulación del tiempo, que encauza el conflicto relatado en Sacrificio como las riberas de un río encauzan el caudal de la corriente. En varios poemas, Agudo alude al nacer o al nacimiento («uno a uno lloramos al nacer») como el otro extremo del trayecto que concluye irreparablemente en la muerte. Otras composiciones se remiten a los albores de la historia, simbolizados por las pinturas de Altamira, como la proyección comunitaria del tránsito individual, del lapso de la vida —ese «relámpago entre dos inexistencias», como lo ha descrito Gamoneda—. Acaso como otra manifestación de la cronología, del inexorable sucederse de los años, el libro presenta algunas ligazones numéricas: tiene 49 poemas, como los años de la autora al escribirlo; y cada siete piezas se repite la forma «he tenido que llegar hasta aquí para…». Estos poemas séptimos solo contienen una oración: «He tenido que llegar hasta aquí para comprender que en ocasiones los párpados no quieren cerrarse», dice el poema 42. En el 4, Agudo habla de la «senectud hecha de treinta y tres mil quinientas madrugadas», que puede ser solo una hipérbole, o acaso los 92 años que representan esas mañanas correspondan a una cifra significativa. Hasta el matemático Euclides aparece en Sacrificio. Esta voluntad de construir con los números, una instancia ajena a la magmática insurgencia de la poesía, condice con la naturaleza metaliteraria de muchos poemas, que propicia asimismo una construcción desligada de lo emocional. Aunque la expresión «naturaleza metaliteraria» no es precisa, porque las piezas de Sacrificio no constituyen una reflexión sobre la propia condición poética, sino el testimonio de que el lenguaje es, acaso, el único placer, el único valedor, que acompaña a la poeta en su viaje por la enfermedad. Los órganos del cuerpo y los incidentes de la enfermedad se vuelcan en el lenguaje, se hacen lenguaje: no solo lo utilizan para expresarse, sino que se transforman en sus piezas, con las que Marta Agudo edifica su conciencia y su mundo. El lenguaje es el único consuelo, la única realidad plausible de una realidad inexplicable. Esto dice el poema 34: «Busco en qué punto de esta pierna el predicado. ¿Es el sujeto el corazón porque canjea ritmos o todo cuaja en una oración pasiva sin complemento agente? Los complementos circunstanciales marcarán la índole de tu existencia: el cómo, el sitio, la luz. Y la gramática: otro posible orden al que brindar la razón del sacrificio».

Sacrificio es un palpitante clamor contra la muerte, contra la inmisericordia de la fatalidad y el dolor. La soledad a la que condenan —todo suplicio es estrictamente individual— exuda, sangra en las palabras. Y es un clamor celaniano: las palabras concurren por su fuerza descomunal, convocadas para articular, con su desarticulación, una zozobra indecible, bañadas por la angustia y, a veces, erguidas por la desesperación. En su propia quiebra, depositan la sustancia de su tortura; en su propio desorden, el orden de otra lucidez, que surge de la visión de lo que irreductiblemente somos, de la comprensión de las sombras. 

(Este artículo se publicó en Letras Libresnº 237, junio 2021, pp. 42-43)

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