Yo nunca había ido en kayak. Pero eso no debe sorprender: tampoco he ido nunca en helicóptero, ni en submarino, ni en paracaídas, a Dios gracias. Lo sorprendente es que me haya dejado convencer por mis hijos, con los que estoy pasando unos días en Begur, para montar en uno. El temple de mis hijos es aguerrido y explorador; el mío, pausado y, a menudo, melancólico. Cuando estoy con ellos, me arrastran. Yo me aferro a mis libros —hoy, además, me han llegado los que me ha mandado el Ministerio de Cultura para que decidamos quién es el próximo premio nacional de poesía—, pero ellos pueden más. Así que, a las ocho de la mañana, hemos puesto proa, y nunca mejor dicho, al cercano L'Estartit, donde radica una de esas empresas que pasea a los turistas por los rincones de la Costa Brava arañando aventuras de las rocas, las trochas y las calas. En la playa de L'Estartit nos hemos encontrado con un grupo no muy numeroso, pero sí variopinto: una familia holandesa de miembros bronceados y rozagantes, que desprendía energía y salud; un grupo joven compuesto por dos francesas (una rubia y otra morena) y un francés (castaño); un catalán cincuentón que iba solo y por el que he sentido una inmediata solidaridad generacional; una pareja de jovencitas de nacionalidad indefinida —una de rasgos asiáticos y otra, caucásica, que no dejaba de sonreír, así se hundiera el mundo—, que han llegado media hora tarde, pero que lo han hecho con una tranquilidad imperturbable, a juzgar por su paso tranquilo y la inmarcesible sonrisa de la caucásica; y nosotros. Encabezaba el grupo el guía, requemado por muchos veranos (con la salvedad del pasado, supongo) de instruir a zotes urbanitas en el noble arte de la navegación en kayak, y relativo dominador de varios idiomas, aunque todos españoles: un catalán de Ciutat Badia, un inglés de Guadalajara y un francés con más agujeros que un Gruyère. Pero el hombre, qué demonios, se hacía entender, y eso es lo que cuenta en esta vida. Tras un sumario adiestramiento en la arena sobre el itinerario que seguiríamos, el uso de las palas y, sobre todo, qué hacer si volcábamos (a esta parte he prestado mucha atención; lo anterior podía resumirse en "seguidme a mí, haced lo que podáis y que Dios os coja confesados"), nos hemos lanzado, intrépidamente, al agua. Yo, atrás, como corresponde al más pesado, en todos los sentidos, y ejerciendo de timonel, como Mao Tse Tung; Pablo, en el centro, disfrutando del paisaje; y Álvaro al frente, asumiendo con arrojo el papel de motor de la embarcación. Y hemos empezado a remar. A los pocos minutos de hincar con furia marinera los remos en el agua, ya íbamos últimos. No se trataba de una carrera, desde luego, pero ocupar el farolillo rojo en cualquier reunión internacional siempre afecta al sentimiento patriótico, por difuso que sea, como en nuestro caso. Nos daba especialmente rabia ir detrás de los franceses, que no parecían palear más ni más fuerte que nosotros —más bien al contrario: el varón del grupo, timonel como yo, trabajaba poco, y casi todo el gasto lo hacía la francesa rubia, que iba en cabeza, como un mascarón desmelenado—, pero que nos sacaban treinta metros de ventaja. Hemos concluido que ellos debían de estar haciendo bien algo que nosotros hacíamos mal, lo cual, por otra parte, no era difícil, porque nosotros parecíamos estar haciéndolo todo mal: Álvaro y yo remábamos con la gracilidad de un hipopótamo y la coordinación de una araña borracha; Pablo sufría de la espalda en la posición que ocupaba, que es la más cruda de todas en los kayaks triples, aunque no haya que remar; y a mí me dolía todo, desde las uñas de los pies hasta la punta de la nariz, donde aterrizaban los rayos inmisericordes del sol de una mañana sin nubes. Sobre todo, encontrábamos difícil avanzar en línea recta. Por más que los remos se hundieran al mismo tiempo y con una fuerza similar, algo que, por lo demás, ocurría pocas veces, la canoa se iba inevitablemente a un lado o al otro. Con cada desvío, paleábamos frenéticamente en el lado contrario al que queríamos ir, como nos había enseñado el guía, y, sí, más o menos conseguíamos enderezar la barca. Pero el efecto era de un irremediable zigzagueo que nos dejaba cansados y confundidos. Con ello perdíamos aún más posiciones con respecto a todos demás. Y, naturalmente, seguíamos siendo los últimos. No obstante, a fuerza de batallar con el proceloso piélago, parecía que, conforme nos acercábamos a los impresionantes picachos que son las islas Medas, mejorábamos un poco y hasta alcanzábamos a los franceses, tan vacilantes ahora como nosotros. De hecho, desde ese momento, no hemos hecho otra cosa que cruzarnos y chocar con ellos, en una metafórica representación de lo que ha sido la historia hispano-gala hasta la fecha. Yo he oído algún Sacrebleu! por su parte. Por la nuestra, hemos tenido algún recuerdo por sus antepasados —alguno de los cuales seguro que participó en la invasión napoleónica— que sería poco considerado reproducir aquí. De todos modos, en este punto crucial de la travesía, aún nos faltaba arrostrar la prueba más dura del día. Porque, en un momento de especial obnubilación, Álvaro y yo hemos perdido cualquier atisbo de coordinación que pudiera asistirnos todavía, y hemos paleado resueltamente contra la única roca que sobresalía del agua en aquel punto del itinerario. Yo gritaba "¡derecha, Álvaro!", mientras él paleaba con decisión a la izquierda; y yo remaba con vigor hacia la derecha, mientras Álvaro imploraba "¡izquierda, izquierda!". El resultado ha sido que nos encaminábamos sin remedio al naufragio, bajo la mirada consternada del guía, que agitaba el remo a ochenta metros de distancia, y la contemplación sospecho que regocijada del resto de los navegantes, sobre todo de los franceses. Por suerte, el instinto de supervivencia ha sido más fuerte que el instinto de muerte y, en el último momento, he recordado el método de frenado que nos ha enseñado el guía, a quien Dios bendiga: clavar el remo en el agua y encomendarnos a la Providencia. Así lo hemos hecho, y así hemos evitado el desastre. He visto el perfil desencajado de Álvaro, por cuya nariz tan roja como la mía caían gotas de sudor gruesas como moluscos, y el no menos alterado de Pablo, que se aferraba a los bordes de la barca como los que tienen miedo a volar se aferran a los reposabrazos (o al cuello del pasajero más próximo) cuando el avión despega. El incidente ha tenido la virtud de hacernos definitivamente conscientes de los desafíos de la empresa y de la necesidad de superar nuestras limitaciones, o, por lo menos, de que nuestras limitaciones superaran a las de los franceses. Por eso, desde ese momento, hemos avanzado con más aplomo y hasta con más velocidad. El trayecto ha continuado por la cara oculta de las islas, que hemos rodeado enteras. El archipiélago lo forman siete islas y un puñado de islotes (algunos tan pequeños como ese contra el que hemos estado a punto de descrismarnos), de una aridez espectacular, pero de una fascinante vida submarina, que atrae a innumerables practicantes de snorkel, algo que suena a monstruo abisal o plato de la gastronomía noruega, pero que solo consiste en mirar el fondo marino, desde la superficie, con unas gafas y un tubo para respirar. Por desgracia, la vida submarina solo se nos aparece en forma de sombras de peces que se desplazan en un agua transparente y turquesa, y eso cuando se nos aparece, que es cuando frenamos todos, nos reagrupamos, recuperamos el aliento y podemos mirar abajo, porque, mientras paleamos, estamos demasiado ocupados en avanzar y demasiado cansados por el esfuerzo como para disfrutar del paisaje. Pasamos junto a los farallones de la Meda Gran y los roquedales intermedios de las demás islas sin apenas advertir que están ahí. Alguna vez se distingue una gaviota que pasa cerca de la barca, o el oído reconoce el graznido, que rebota en la piedra, de un cormorán moñudo o una garza real, pero, en general, solo nos dedicamos a hacer que el kayak se mueva con el menor dolor posible de las articulaciones (nuestras, no del kayak). Cuando ya casi hemos circunnavegado enteramente el archipiélago ("circunnavegar": qué gran palabra; me siento como Juan Sebastián Elcano al emplearla), el guía nos recuerda que está prevista una parada y un baño en la excursión. Aunque no hace falta que nos lo recuerde: no lo hemos olvidado; yo, al menos, no he dejado de recordarlo desde que he dado la primera palada. No obstante, el guía, del que, asombrosamente, nos hemos situado ahora muy cerca, sigue remando sin que llegue el descanso. Tras cada arrecife que alcanza o cada saliente que supera creo que ha de llegar la bahía en la que paremos, pero lo único que llega es más remar. Por fin tiene lugar el momento mágico: "¡Aquí!", proclama el guía, como proclamó Moisés al pueblo de Israel al alcanzar la tierra prometida. Y ahí nos reunimos todos. Otro empleado, que nos ha acompañado toda la travesía en una zodiac, un sevillano menudo y más negro que un tizón, de esa especie de currantes que llevan décadas ligándose a inglesas y escandinavas en las playas españolas con un verbo andalusí y un gracejo que no se puede aguantar, ata todos los kayaks a la zodiac y, mirando con especial ahínco a la asiática, que le sonríe con mucha afición, nos invita a zambullirnos. Y así lo hacemos: el agua nos revive. Pero lo primero que tenemos que hacer es alejarnos deprisa de los kayaks. Si nada más tocar el agua, los tres hemos aprovechado para vaciar la vejiga, es de suponer que los demás también lo harán, y que aquello está a punto de convertirse en una sopa de orines. Aliviados, nadamos hacia las rocas más cercanas. Pronto alcanzo una desde cuya cúspide nos mira, estatuaria y malcarada, una gaviota. No simpatizo demasiado con estos bichos, carroñeros y feroces, a pesar del impacto que tuvo en mi adolescencia la lectura de Juan Sebastián Gaviota, un best seller internacional de los 70 que estoy seguro de que, si lo leyera hoy, se me caería de las manos a la primera página, pero que me llevó, a mí y a millones de lectores en todo el mundo, a ver en las gaviotas el símbolo de la libertad. En cualquier caso, no tengo demasiado tiempo para admirar al pájaro, porque el guía se acerca para recordarnos que no podemos tocar las rocas ni, de hecho, apoyarnos en el fondo marino: solo podemos flotar. Esto es una reserva integral y está prohibido cualquier contacto humano. Eso es, justamente, lo que me gustaría hacer en la vida: flotar; que no hubiese que remar, ni sudar, ni trabajar, ni sufrir, ni nada: que todo fuese flotar, dejarse llevar por la corriente, contemplar el cielo luminoso desde una superficie acogedora. Nos dejamos, pues, flotar, gracias al chaleco salvavidas que a todos nos han obligado a portar. Veo entonces, por primera vez, las fabulosas construcciones pétreas que son estas islas. Recorren las paredes ocres que se alzan ante nosotros profundas estrías y escarpaduras. Muchas son negras, y no sé si lo son por alguna calidad particular de la roca o por la acumulación del guano de alguna de las sesenta especies de pájaros que viven aquí. El paisaje que se atisba no parece hospitalario. De hecho, es muy hostil. En las Medas no hay árboles, salvo algún algarrobo esquelético que quizá plantaron aquí algunos de los muchos piratas que han recalado aquí para saquear mejor la costa catalana (Miguel de Cervantes fue apresado por un corsario otomano cuando volvía de Italia, frente a Palamós, y llevado cargado de cadenas a Argel, donde pasaría cinco años preso), además de nopales, malvas arbóreas y alguna parra, por entre los que corretean las salamanquesas y los ratones (que también debieron de saltar de los barcos piratas). La sal que lo impregna todo, la tramontana que no deja de batir y la sequedad del lugar han hecho de las Medas un paisaje fascinante, pero un rincón inhóspito del Mediterráneo. Pero el baño se acerca a su fin y hemos de afrontar la última parte de la excursión: el regreso. Para hacerlo, hay que superar todavía un nuevo desafío: subir al kayak, algo aparentemente sencillo, pero que reviste no poca dificultad: no es fácil montar casi cien kilos en un objeto tan inestable, y menos ante la mirada escrutadora de casi todos. Desempeñarse como una morsa y fracasar como un zopenco no es divertido: el ridículo está cerca. Sin embargo, sorprendentemente, me las apaño bastante bien. He conseguido hasta evitar la sonrisita letal de los franceses. Impulsado por el miedo al deshonor, he hecho lo que también ha recomendado el guía: mantener el mayor contacto posible del cuerpo con la embarcación y, una vez subido, hacer la croqueta para que el trasero rodara hasta el asiento. Volvemos, pues, a una playa que me parece remotísima, pero las ganas de acabar se sobreponen al agotamiento. Paleamos, paleamos y paleamos hasta enfilar la entrada al embarcadero, señalizado con unas boyas amarillas. Vemos a la asiática y a la caucásica que nos adelantan, atadas a la zodiac del sevillano. La asiática va con las piernas cruzadas, como si estuviera disfrutando de una buena película en el salón de su casa. Reprimo, entre ahogos, la indignación mientras sigo remando, y me alegro por el sevillano, que seguramente se cobrará el favor esta noche. Los últimos metros se nos hacen angustiosos: nunca he deseado más derrumbarme en la arena. Pero lo conseguimos. Y hemos llegado antes que los franceses.
!Qué divertido!Me apunto a la próxima.
ResponderEliminarBesos.