Andaba yo haciendo tiempo —qué curiosa expresión: «hacer tiempo»; el tiempo no se hace, sino que se deshace, y nosotros con él— por Alonso Martínez, en Madrid, a la espera de encontrarme con un buen amigo en el Café Comercial, otrora ejemplo de cafetería mugrienta y deliciosa, y hoy de pijerío insulso y digital, cuando llegué a la plaza de Santa Bárbara y reconocí en su centro la curiosa librería de viejo en forma de quiosco en la que, en otras ocasiones, ya me había hecho con algunos volúmenes interesantes. Me sorprende este establecimiento insólito en medio del tráfago capitalino, con aires de horchatería o expendeduría de altramuces y almendras garrapiñadas. En sus anaqueles, sin embargo, se apilan libros valiosos, tanto más cuanto uno no espera encontrarlos donde están, rodeados de gente que parlotea en las terrazas o toma en sol en los bancos sin respaldo de la plaza. Me asomo a los estantes exteriores, donde amarillean al sol los libros más prescindibles, pero encuentro uno insospechado: un ejemplar de El almendro y la espada. Poemas de paz y guerra, del conde de Foxá, publicado por la Editora Internacional, de San Sebastián, en 1940. El conde de Foxá es Agustín de Foxá, también marqués de Armendáriz, uno de aquellos escritores falangistas, como Dionisio Ridruejo, Eugenio Montes o José María Alfaro, que brotaron en el humus de las vanguardias —Foxá fue amigo de Gómez de la Serna y María Zambrano, y su primer libro, La niña del caracol, de 1933, lo prologó y publicó Manuel Altolaguirre—, pero que luego abrazaron el fascio: fueron revolucionarios en el arte, pero reaccionarios en la política, una contradicción que nunca he sabido resolver. Aunque los motivos de Foxá, como él mismo reconoció, eran obvios: «Soy conde, soy gordo, fumo puros; ¿cómo no voy a ser de derechas?». Andando el tiempo, algunos de ellos se desengañaron de la Falange —de ella afirmó Foxá que era la «hija adulterina de Carlos Marx e Isabel la Católica»—, pero nunca abandonaron el pensamiento tradicionalista ni dejaron de apoyar al régimen de Franco. De Agustín de Foxá me había rondado siempre el recuerdo de un poema que leí o escuché en alguna parte —de esa parte brumosa, compuesta por todos los libros que hemos leído y todas las palabras que nos han sido dichas, de la que nos llegan tantos ecos a los letraheridos— sobre la pena que sentía el protagonista por que todo siguiera siendo como era después de morir él: que el sol continuase saliendo, y el cielo siendo azul, y la primavera derrochando vida, cuando ya no podía sentir el sol, ni el cielo, ni la primavera. Me rondaba, pero no lo tenía identificado. Me había parecido muy hermoso, según recordaba, y, sobre todo, muy estoico y muy humano —comprensible por todos, compartible por todos—, y había cobrado en mi memoria un aura casi legendaria, como de mensaje que flotara en el cosmos de la literatura irradiando su melancolía, pero sin encarnarse en una forma concreta, sin aterrizar en la realidad. (Habría podido rebuscar en Internet, o expurgar las obras completas del escritor, pero prefería mantenerlo en ese lugar indefinido, tocado por el misterio). Hojeo entonces El almendro y la espada y, junto a los previsibles poemas de exaltación patriótica o fascista —hay baladas al Cid, dicterios contra los tanques rusos en las estepas castellanas y un «Canto a Roma» dedicado al Duce—, encuentro el poema, que se titula «Melancolía de desaparecer». Y en ese momento se materializan, como si surgieran de la cueva en la que habían estado encerrados, aquellos versos inaprensibles, pero conmovedores, que yo guardaba desde hacía tiempo en el recuerdo:
Y pensar que después que yo me muera,aún surgirán mañanas luminosas,
que bajo un cielo azul, la primavera,
indiferente a mi mansión postrera,
encarnará en la seda de las rosas.
Y pensar que, desnuda, azul, lasciva,
sobre mis huesos danzará la vida,
y que habrá nuevos cielos de escarlata,
bañados por la luz del sol poniente
y noches llenas de esa luz de plata,
que inundaban mi vieja serenata,
cuando aún cantaba Dios, bajo mi frente.
Y pensar que no puedo en mi egoísmo
llevarme al sol ni al cielo en mi mortaja;
que he de marchar, yo solo hacia el abismo,
y que la luna brillará lo mismo
y ya no la veré desde mi caja.
La puntuación es imprecisa, pero el sentimiento es abrumador. Y llama la atención ese «cuando aún cantaba Dios», que parece indicar un alejamiento o desengaño de la fe. De hecho, esta ausencia de Dios en el poema, sobre todo en un autor tan católico como Foxá, resulta muy estimulante y da a la composición una vibración atemporal, en la que todos los credos pueden reconocerse o, mejor aún, en la que solo se reconoce el credo humano. (Por eso, me parece, los dramas de Shakespeare son tan universales: porque no hay en ellas ni una sola alusión a Dios; Dios era para él, como le respondió en una célebre ocasión el astrónomo Pierre-Simon Laplace a Napoleón, una hipótesis innecesaria). Releo una y otra vez los endecasílabos de «Melancolía de desaparecer» maravillado por la hondura de su tristeza, la transparencia de la exposición y la fluidez con que se desarrollan, que no entorpece la rima consonante, a menudo tan molesta. Pienso en la temprana muerte de Foxá, en 1959, a los 53 años, por la cirrosis que le había causado su afición al alcohol, cultivada en innumerables cócteles —como han hecho siempre aristócratas y diplomáticos—, pero también en su desventurada intimidad, en varios continentes. Y asisto a la contemplación de ese cielo en cuya rotación —día, atardecer y noche, sol y luna— cifra el poeta la existencia del mundo y simboliza sus placeres, mientras sobre mí se abre un firmamento radiante, apenas veteado de blanco, y a mi alrededor la gente sigue chupando cerveza y charlando sin la preocupación de morir, las palomas continúan picoteando el suelo, y el quiosco de la plaza emana todavía ese olor harapiento y acariciador de los libros viejos. No hay rosas en la plaza, pero es primavera, y siento en el aire su seda, que tampoco podré llevarme cuando me vaya.
[Este artículo se publicó en La Sombra del Ciprés, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 18 de junio de 2021]
Intensísimo poema.Llega al tuétano de nuestra fragilidad ante la certeza de dejar de existir.
ResponderEliminarGracias por presentármelo.
Releerlo es todo placer.
Un beso, Eduardo.