Hoy voy a un concierto. En el claustro del monasterio de Sant Cugat, un dúo femenino —soprano y pianista— interpretarán piezas de salón —de lo que antes se llamaba música de salón, una de las más sofisticadas invenciones de la cultura occidental— y de ópera. Y me agrada la idea no solo de escuchar a Beethoven, Schubert, Liszt o Donizetti, sino de hacerlo en ese lugar insólito, donde ni ellos ni los monjes que lo han fatigado durante siglos imaginaron jamás que pudiera oírse L’amante impaziente (Arietta assai seriosa) y mucho menos L’amante impaziente (Arietta bufa). Paseo hasta el claustro mientras España y Suiza juegan un partido, dizque importante, del campeonato de Europa de fútbol. Pero el encuentro no parece enloquecer a las masas, que no están en casa, clavadas al televisor, ni celebran con aullidos los lances del juego. Las calles están llenas de gente que empieza a disfrutar del verano, que pasea, se toma un helado, charla en terrazas o visita tiendas. La mayoría, por cierto, sigue llevando mascarilla. Yo no. Igual que costó que nos acostumbráramos a llevarla, ahora costará que dejemos de hacerlo. El hombre es un animal de costumbres. Paso junto a un grupo de adolescentes que mantienen un animado debate sobre los asuntos de que siempre han debatido los adolescentes, mientras sorben cervezas. Oigo que uno dice: "La tía está sobrevalorada, pero que esté sobrevalorada no quiere decir que no esté buena. Tiene una follada increíble". Es un razonamiento descarnado, pero no carente de finura. Ya en la plaza del monasterio, reparo en los carteles que anuncian los programas culturales organizados por el ayuntamiento para amenizar el verano. Salvo uno, todos los espectáculos y actuaciones son de mujeres. Siento luego una punzada de melancolía, que se convierte en dolor: a este lugar traía yo a mi madre, en sus últimos días, desde la cercana residencia en la que vivía. Empujaba la silla de ruedas, nos acomodábamos en un rincón, bajo los árboles, y nos tomábamos un helado (o un mantecado, como decía ella), que compraba yo en la heladería en la que, durante casi 30 años, he comprado helados para mí, para mis hijos, para mi mujer, para mis amigos y, por fin, también para mi madre. Y desde aquella modesta atalaya, mientras lamía la vainilla o el chocolate, miraba ella el mundo, el fin del mundo. Me pongo en la cola para entrar al claustro, en la que predomina la gente mayor. Hasta hay dos señores con sombrero (y sendos lacitos amarillos en la pechera; ah, qué pesadez). Junto a la puerta, montan guardia, además de los que leen las entradas, dos dispensadores de gel hidroalcohólico y un código QR para que nos descarguemos el programa de la velada. Y yo, que pertenezco a la cultura del papel, echo de menos aquellos folletos satinados que se repartían en el teatro y los conciertos con la información precisa sobre el espectáculo, los actores y los músicos: cuadernillos gozosos en el momento y nostálgicos recuerdos después. En el claustro, nos reciben las sillas de jardín —de plástico verde— que se han colocado a modo de platea y un enorme piano de cola negro. Con la tapa levantada, parece un hipopótamo bostezando. Ocupo un asiento en el centro, y pronto me rodea una marejada de conversaciones banales. Se habla de vacunas y de vacaciones, de vacunas y nietos, de vacunas y calor. La aparición de las intérpretes interrumpe el fatigoso cacareo. Son Eugenia Boix, soprano, y Laia Masramon, pianista y fortepianista. La cantante, bellísima, despliega un físico poderoso; la instrumentista, unos rasgos amables y delicados. Pero ninguna de ellas habla, ni nadie de la organización las presenta o informa sobre el acto. Se sitúan en el escenario y atacan con brío la primera pieza del repertorio de hoy, Abendempfindung, el lied inicial de los seis para soprano y piano que aporta Mozart. Aunque, para hacerlo, primero una meritoria del ayuntamiento ha de expulsar a patadas a una paloma que se ha instalado en la banqueta de Masramon y que luego, en el suelo, se niega a abandonar el escenario y hasta el claustro. Los directos en el monasterio tienen estas cosas. Luego habrá más. Empezada la actuación, me quito discretamente las sandalias. Es un placer sentir la hierba en los pies, aunque contrarrestan ese placer el móvil de una señora, que suena dos veces (ya no se recuerda al público, antes de empezar la sesión, que ha de apagar los telefoninos, como solía hacerse cuando estos aparatejos se popularizaron; era una costumbre saludable que se ha perdido, no sé por qué. Aunque hoy los organizadores no han dicho ni oxte ni moxte: el mutismo con el que acompañan la sesión es absoluto), y las toses de mi vecina de atrás, que, para frenar la expectoración, descorre la ruidosa cremallera del bolso donde debe de guardar pañuelos o caramelitos balsámicos. En realidad, toda la actuación del dúo Boix-Masramon se verá acompañada por los ruidos de la vida que sucede a nuestro alrededor: un cuco que canta, dos pájaros que se pelean en el aire, un niño —de los dos que hay entre el público— que dice algo en voz demasiado alta, las campanas del monasterio que van tocando los cuartos hasta que, ineluctablemente, dan las catorce campanadas de las diez. Estos incisos no perturban a Boix y Masramon, que los capean con profesionalidad. No obstante, pienso, si quienes cantan y lo que cantan no pueden sobreponerse a las distracciones que depara el entorno, es que no son lo bastante buenos. Pero ellas son buenas, y también lo que interpretan: Mozart; Beethoven, de quien ejecutan Cuatro arias para soprano y piano, opus 82; Schubert y sus Tres lieder para soprano y piano; Liszt, que contribuye con Oh, quand je dors; Vincenzo Bellini, un compositor que lo hizo todo pronto: cantar —con dieciocho meses ya era capaz de atacar un aria de Fioravanti—, componer —escribió su primera obra a los seis años— y morirse —a los treinta y tres, en París—, y que aporta la hermosa Eccomi in lieta vesta, de la ópera Los Capuletos y los Montescos; y, por último, el gran Gaetano Donizetti, cuyo Quel guardo il cavalière, de la ópera Don Pasquale, cierra esplendorosamente la velada. Boix canta sin micrófono: su potencia vocal y la magnífica acústica del lugar hacen innecesaria la amplificación. Tiene una voz de cristal, pero cuyos matices vítreos no le restan ductilidad. Por el contrario, las inflexiones del fraseo surcan el aire y se clavan en la penumbra creciente de la tarde con una precisión casi dolorosa, y ahí quedan vibrando, como mariposas transparentes. En los lieder, la soprano apoya una mano en el borde del piano. Espero de todo corazón que un golpe de aire no abata la pieza que mantiene la tapa levantada. Masramon acompaña con exactitud las sinuosas transparencias de la soprano, aunque en varias ocasiones, antes de una nueva pieza, haya de levantarse para poner orden en las partituras, que parecen extrañamente rebeldes y que incluso escupen una de las pinzas que las sujetan al atril, que la pianista recoge con presteza del suelo. La belleza de lo que escuchamos nos ayuda a soportar la incomodidad de las sillas. Y lo que sucede ahora, caída ya la noche, a nuestro alrededor —las polillas que se juntan y beben, enloquecidas, de la luz amarilla de los focos; un lagarto ropero que deambula por entre las basas de los arcos del claustro, y que me recuerda a los que recorren también las paredes de mi terraza, camino de la terraza del vecino del tercero— no anula la seducción de la música. Cuando el concierto acaba, un empleado entrega sendas rosas rojas a las intérpretes. Es un gesto de agradecer, pero habría resultado más prestante si, en lugar de una gorra campera, unas zapatillas de deporte y un arete en la oreja, el donante hubiese llevado un atuendo más acorde con la ocasión, y si, en lugar de una rosa, les hubiera obsequiado una docena. Pero el presupuesto manda: no hay dinero para corbatas, y muy poco para flores. Boix y Masramon tienen la gentileza de despedirse con una pieza de propina, aunque no sé de cuál se trata. En el código QR no consta.
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