Por una inesperada obligación académica, ando releyendo estos días a Quevedo. Nunca he dejado de hacerlo, en realidad: Quevedo es uno de mis maestros poéticos y una fuente segura de placer estético. Pero mi aproximación de estos días no ha sido azarosa, obediente solo al capricho o la curiosidad —esto es, la propia de un lector desocupado: verdadero—, sino la ordenada del filólogo, aunque cada vez ejerza menos la filología. Pero nunca leemos ex nihilo, sino condicionados por nuestra evolución como lectores —como personas— y por los circunstancias que nos rodean. Yo siempre había pasado por la poesía satírica de Quevedo —la que más practicó en su vida y por la que es más conocido: hasta un 40% de su producción es satírica— con una mezcla de regodeo y aprensión, disfrutando y, a la vez, deplorando el fulgurante salvajismo de sus burlas, que presumo respuesta moral —sí, moral: la sátira siempre lo es— a un mundo tenebroso y desquiciado, en el que convivían los últimos esplendores coloniales y la miseria más abyecta. Quevedo era un cabronazo, sentía yo, pero un cabronazo genial. Sin embargo, hasta hoy, en que se ha impuesto un modo asfixiante de reivindicar, gracias a la universalización de las protestas que propician las redes, y viene pisando fuerte, desde los Estados Unidos, la llamada cultura de la cancelación —un oxímoron: la cultura, si lo es realmente, no cancela nada, sino que lo integra todo: explica los sucesos sin aniquilarlos—, no me había dado cuenta de hasta qué punto la poesía de Quevedo incurre en todos los defectos que denuncian muchos movimientos sociales contemporáneos —desde la ya veterana corrección política hasta el rampante Me Too— y ofende a todos los susceptibles de ser ofendidos, que son muchísimos, que es la humanidad entera. Quevedo es, ante todo, un misógino: desprecia a la mujer, un ser promiscuo, vicioso, indigno de confianza, corrupto y corruptor. Pero no se contenta con un denuesto general, sino que singulariza sus tachas en tipos particularmente despreciables de mujer: la vieja, la gorda, la fea, la sabihonda, la viuda, la suegra, la fulana, la que le pone cuernos al marido (“Sabed, vecinas, / que mujeres y gallinas / todas ponemos: / unas cuernos y otras huevos”; aunque el cornudo, por atontado o consentidor, también recibe lo suyo), la desdentada, a la que se le caen las tetas, la que se maquilla, y hasta “la pecosa y hoyosa y rubia”. Paradójicamente, Quevedo fue un cantor preclaro del amor, y en algunos sonetos trueca la previsible invectiva contra la bizca o la tuerta por bellísimos poemas de alabanza: “Si a una parte miraran solamente / vuestros ojos, ¿cuál parte no abrasaran? / Y si a diversas partes no miraran, / se helaran el ocaso o el Oriente”, escribe sobre una bisoja. Pero en Quevedo la mordacidad le gana la partida casi siempre a la benevolencia. Por eso no deja de atacar a cuanto tipo humano se aparte de la normalidad establecida, ya sea física, religiosa o social: se chotea, con toda la crueldad que le permitían su lengua viperina y su pericia creadora, de calvos, narigudos (aquel “érase un hombre a una nariz pegado”, que nos hacían memorizar, con gran jolgorio, en el colegio, llevaría hoy a la cárcel al maestro que intentara enseñárselo a sus alumnos), jorobados (al dramaturgo Juan Ruiz de Alarcón, uno de sus enemigos favoritos, que lucía una chepa espectacular, le dedicó una sangrante letrilla), castrados (como si no tuvieran suficiente desgracia), homosexuales, borrachos, médicos, abogados, negros y judíos; y de Góngora, al que acusaba de jugador, bujarrón, sacerdote descastado, poetastro y converso, es decir, judío. En sus dicterios antisemitas gastaba una ferocidad insólita: “Yo te untaré mis obras con tocino, / porque no me las muerdas, Gongorilla, / perro de los ingenios de Castilla”, increpa al autor de las Soledades. Acusar a alguien de criptojudaísmo, en aquel tiempo, era letal: no solo comprometía su honra, sino que ponía en riesgo su hacienda y su persona, porque podía suscitar la intervención del Santo Oficio y causar la ruina del acusado. Asombra la brutalidad con la que Quevedo se desempeñaba contra tullidos y contrahechos, cuando él mismo era miope y cojo, y un bebedor de cuidado. Pero en la mili ya aprendí que los pollos con los que más se ensañaban los abuelos, eran los que más atormentaban a los siguientes pollos. Ante el despliegue de escarnios que reciben tantos en la literatura de Quevedo, por motivos que hoy nos resultan inaceptables, y la caterva de inquisidores renacidos que pretenden institucionalizar su rechazo a golpe de censura, cancelando el arte cuya enjundia moral no se acomode a la nuestra —y de paso también a los artistas que lo han creado—, sorprende que aún no haya propuesto nadie —y no me gustaría dar ideas— que se proscriba de las escuelas y hasta se vete su circulación, o se indique en las ediciones que su contenido puede herir la sensibilidad del lector, como desde hace mucho se hace ya con las cajetillas de tabaco: “El tabaco mata”, leemos en los paquetes de cigarrillos, junto a una boca deshecha o un tumor supurante; “Quevedo hiere”, dirían, quizá, las leyendas de la jauría reprobadora. En el mundo anglosajón, ya se están prohibiendo en las bibliotecas públicas o los programas de lectura de los cursos escolares los cuentos para niños que refieran acciones violentas o denigratorias de la mujer. Caperucita roja, por ejemplo, con lobos que se comen a abuelas, es un peligro público. La cenicienta, con una joven que se pasa todo el día barriendo, que es maltratada (por otras tres mujeres), y a la que solo rescata de su desdicha el amor de un príncipe, es otro escándalo. Y en Canadá acaban de celebrar un multitudinario auto de fe, en el que se han quemado casi 5.000 ejemplares de Tintín, Astérix y Lucky Luke, entre otros títulos abominables, por su visión infamante de los pueblos indígenas de América. Aunque, si se decidiera un expurgo semejante con toda la literatura, podría empezarse por la Biblia, cuyo Antiguo Testamento —que es tan palabra de Dios como el Nuevo, según la Iglesia— es un prontuario de limpieza étnica y un compendio de salvajadas incalificables. Y nada quedaría en pie: ni Aristóteles, que defendía la esclavitud; ni fray Luis de León, que definió a la perfecta casada, con la pata quebrada y en casa; ni Cervantes, cuyo Quijote está lleno de apaleamientos y animaladas —una violencia por la que Nabokov lo desaprobaba—; ni Céline, que echaba espumarajos por la boca contra los judíos. Pero no hay que ocultar nada de esto: es nuestro pasado y el pasado hay que entenderlo, para entender nuestro presente y anticipar nuestro futuro, un futuro mejor. Además de ser un placer estético, que es lo que debe ser siempre la literatura, como la que escribió Quevedo.
[Este artículo se publicó en “La Sombra del Ciprés”, suplemento cultural de El Norte de Castilla, el 17 de septiembre de 2021]
Querido Eduardo. estoy picando mis poemas satíricos que sólo tenía en papel y que son políticamente incorrectos. Adoro el ingenio y el encanto de Quevedo a pesar de su misoginia, racismo y homofobia. Sé que los sonetos satíricos que escribo son impublicables por machistas y homófobos pero los escribo igual. Ahora estaba picando al ordenador mis barbaridades y he entrado en tu blog y me he encontrado con tu lectura de Quevedo. ¡Viva lo políticamente incorecto! Sino a este paso habría que quemar miles de libros y eso sería como poco un acto nazi.
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo con Teresa Domingo. El mismísimo Pablo Neruda, era un misógino. Al final tienes que ver al artista por su obra. Cómo te pongas a indagar en su intimidad, pocos se salvan.
ResponderEliminarUn abrazo fuerte.