Hoy, tras casi un año y medio de teletrabajo, me reincorporo a la oficina. En España siguen muriendo docenas de personas al día por coronavirus, pero da igual: toca volver. La sensación es extraña: el despertador era un aparato que había desaparecido de mi vida, como tantas otras cosas —aunque no, debo aclarar, porque me levantase cuando quisiera, sino porque mi cuerpo, de forma natural, se había habituado a despertarse antes de la hora en que empezaba la jornada laboral—, y hoy me ha devuelto a su tiranía. Ha sido horroroso. En lugar de un desayuno tranquilo, leyendo, con una mezcla de placer y espanto, las noticias de Google, he tenido que engullir la fruta y el café con leche como si fuera un pelícano, y salir como si se hubiera declarado un incendio en casa, solo para darme cuenta, cuando ya estaba cerca de la estación, de que me había olvidado la mascarilla. He tenido que volver, por supuesto: la mascarilla es tan necesaria hoy para la vida social como antaño lo era el sombrero para los hombres o el bolso para las mujeres. Veinte minutos de carrerilla irritada se han sumado a la tortura del tiempo en esta melancólica mañana. De camino otra vez a los ferrocarriles, me cruzo con un minusválido que circula en una silla eléctrica, con el que se cruza un jogger, melena al viento, con el que se cruza un ciclista, decorado con tatuajes. Todo me suena a nuevo y a viejo a la vez. Reconozco los andares no azarosos, sino decididos a alcanzar algún punto: la parada del autobús, la entrada del negocio, la tienda en la que hacer la compra o, como yo, la estación de tren; esos andares un punto nerviosos, que luchan contra sí mismos, en los que conviven la obligación de alcanzar un destino y la resistencia a hacerlo. Veo también los pelos húmedos de las primeras duchas (en algún caso, me encantaría enredarme en su sedosa maraña), los papeles o maletines que aferran las manos, los comercios aún cerrados, pero ya bañados por la claridad que anuncia su inminente apertura, el parque sin niños, ni grupos de sudamericanos, ni partidos de fútbol improvisados, en el que solo algunos que pasean al perro, mientras miran el móvil, rompen el sosiego verde. La hierba, ahora, huele más a hierba. Tampoco han cambiado demasiado las cosas en la estación: está atiborrada. Igual que el tren en el que me monto: lleno hasta los topes. Tengo la suerte de que una joven se levanta pronto de un asiento, y lo ocupo. A mi alrededor, muchos dormitan, prolongando en la incómoda piel del tren el sueño cruelmente interrumpido por el despertador. Yo desenfundo mi libro y me arrebujo en él. Ese es el único placer que encuentro en la, de nuevo, cotidiana tortura ferroviaria: abstraerme en la lectura. Eso, si no me lo impide alguien que ronque a mi lado; o que no se haya duchado (a diferencia de esas mujeres de pelo brillante con las que me he cruzado); o con el volumen de la música, en los auriculares, tan alto que yo tambien la escuche; o que le refiera a su compañera de asiento, con todo lujo de detalles, las fascinantes discusiones que ha mantenido con su marido sobre el montaje del último mueble que han comprado en IKEA. El libro que estoy leyendo es A la caza del amor, de Nancy Mitford, un delicioso relato de las cuitas de una familia inglesa del primer tercio del siglo pasado, escrito por alguien que formaba parte de una de las familias más extrañas que ha dado Gran Bretaña en su historia reciente; y ha dado muchas. Recuerdo que supe de Nancy Mitford en Londres y, en particular, cuando visité la librería Heywood Hill: Nancy había trabajado allí en los años de la Segunda Guerra Mundial, como recuerda una placa azul a la entrada del local. Aunque lo de trabajar acaso sea excesivo: de ella se ha dicho que convirtió la librería en una cocktail party de ocho horas sin necesidad de servir ni una copa. Fue, como tantas inglesas de linaje intelectual, una excéntrica. También en los sentimientos: se enamoró de alguien con el improbable nombre de Hamish Saint Clair-Erskine, aristócrata y homosexual, por el que lloraba en los autobuses; también se habría enamorado de Robert Byron si no hubiera sido un pederasta; y se casó, por fin, con Peter Rod, hijo de un barón, a quien dio su consentimiento después de que pidiera tres manos la misma semana. La familia la acompañaba en rareza: una hermana, con el no menos inverosímil nombre de Unity Valkyrie, fue nazi y amiga de Hitler, y se pegó un tiro en la cabeza cuando Inglaterra declaró la guerra a Alemania, aunque no consiguió matarse; otra, Diana, matrimonió con el líder fascista británico Oswald Mosley; y una tercera, Jessica, fue estalinista. Las reuniones de Navidad de la familia Mitford debían de ser la bomba. A la caza del amor, notablemente autobiográfica, refleja bien estas personalidades, a caballo entre la extravagancia y el espanto. He descubierto que la literatura inglesa ha calado en mí más de lo que me habría imaginado. Rastreo con especial interés las reseñas o críticas que me descubren a autores británicos nuevos (específicamente británicos; los irlandeses o estadounidenses no son lo mismo), porque sé que sus libros contarán historias divertidas, aunque sean trágicas, y lo harán con un especial pragmatismo, con una funcionalidad tan agradable como exacta. Y tanto la ironía como la precisión me encantan. No suele haber pomposidad en los narradores ingleses; tampoco palabrería, si es que no son lo mismo. Aunque el libro fracase, como con alguna frecuencia sucede, dejará un poso cautivador, una sensación de haberlo intentado con toda la honestidad posible para con el lector. Cuando llego a mi parada, la final del trayecto, en la plaza de Cataluña, vuelvo a tener esa sensación inaugural, pero de algo ya viejo: como si volviera a cortarse la cinta de un monumento antiquísimo, visitado cientos de veces. Las calles están mucho más pobladas: hasta parecen ya calles normales, con sus mendigos en los portales, su tráfico ruidosísimo, sus turistas despistados o siendo desvalijados en las terrazas que rodean la plaza como un cilicio, sus trabajadores de camino a la consecución del pan de cada día. Y las palomas cagándolo todo. Lo de siempre. Entro en el edificio en el que no entraba desde el 7 de marzo de 2020. La entrada sigue siendo digital, pero lo digital tiene ahora otro sentido: no se puede fichar con el dedo —para prevenir la transmisión del virus—, sino que hay que hacerlo por la página web del Departamento. Todo está como lo dejamos: en mi mesa encuentro los mismos papeles que había, en la misma posición, con las mismas motas de polvo. Los espacios de trabajo son como esas habitaciones de niños que han muerto y que sus padres conservan exactamente como eran cuando sus hijos vivían. Hay pocos compañeros porque el teletrabajo se mantiene, y todos hemos optado por él el máximo permitido, dos días a la semana, y porque los que nos reincorporamos no lo hacemos todos a la vez, sino repartidos en días distintos. Los pelos de los colegas que veo ya no están húmedos. Muchos vuelven a parecerme lo que siempre me han parecido: esfinges sedentes frente a un muro (yo también lo parezco, pero no me veo). Desde mi mesa vuelvo a contemplar la mole abrumadora del Corte Inglés, que ya anuncia la tornada al col·legi. El Corte Inglés, perspicaz, siempre anuncia lo que pasa: las estaciones que se suceden, la entrañable Navidad que llega, las estupendas rebajas veraniegas. Es un hacha, el Corte Inglés. Las horas ya transcurren, otra vez, en esta mesa, entre estas paredes, con estas vistas. Vuelvo a ejercer el servicio público en una dependencia diseñada para ello. Es una sensación rara. Mañana he de acordarme de poner el despertador un poco más temprano. Y no puedo olvidarme la mascarilla.
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