Vuelvo a Bilbao para pasar unos días con mi amiga Miren. Hace un calor terrorífico: nunca me habría imaginado que una capital del norte pudiera estar a 36º a mediados de septiembre. Pero no debería sorprenderme, cuando en Groenlandia los osos polares están vendiendo sus abrigos de piel en wallapop: el cambio climático los ha hecho innecesarios. Ojalá lo consigan antes de que el hielo se funda bajo sus garras. Callejeo por el Casco Viejo, la plaza Nueva y el Arenal. En un rincón de la plaza Nueva, un grupo de septuagenarios ha montado varios puestos de venta e intercambio de cromos de futbolistas. No sabía yo que aún existieran los cromos de futbolistas ni la costumbre de mercadearlos, como en mi infancia. Los ancianos hablan con vigor vascuence y soltando varios tacos por minuto, mientras revisan furiosamente los separadores para dar con el delantero o el defensa escoba que complete o enriquezca su colección. En el Arenal, admiro el quiosco de música, abarrocado, y el mercado de flores que ocupa una mitad de su extensión. También leo en las paredes algunos anuncios muy estimulantes: un "Seminario kamikaze", que imagino sobre los mejores modos de destruir lo que se detesta (y, de paso, destruirse uno mismo, que acaso sea el mayor beneficio de todos), pero que en realidad versa, anticlimáticamente, sobre lo que el cine debería aprender del arte contemporáneo; y la representación de El viaje a ninguna parte en el teatro Arriaga. Aunque no participe ya en ella el gran Fernán Gómez, protagonizando aquella escena inolvidable del "¡Señoriiiitoooo!", me apetecería mucho verla. Pero no va a poder ser: solo hay representaciones de jueves a domingo. Ando un buen rato por el paseo junto a la ría. Aunque diviso el Guggenheim, no llegaré hasta él. Reparo en la cantidad de perroflautas y colgados que pululan por la zona, casi todos con camisetas negras. Un par de ellos parlotean, fumando tremendos canutos, junto a la estatua neoclásica de Pan en el Arenal. Un mendigo me observa con displicencia, tumbado en un colchón infinitamente mugriento, desde el hueco de uno de los puentes que salvan la ría: debe de pensar que soy imbécil por asfixiarme en la calle, con este calor, en lugar de estar a la sombra, como él, tan ricamente. Echo un vistazo a una tienda de objetos de segunda mano, "La Isla del Tesoro", que se me antoja prometedora, con libros y algunos objetos polvorientos a la entrada. Pero me decepciona. Dentro no hay antigüedades, sino trastos viejos, la mayoría sin ningún interés. Más bien rozan la condición de basura. Los ojos se me van a los libros, que es lo que siempre me pasa en estos sitios (y en todos los sitios). Hay bastantes, pero, de nuevo, carecen de interés. Descubro algunos títulos de P. C. Wren, el autor del mítico Beau geste, y de mi admirado Wodehouse, y siento el aguijonazo de la tentación, pero se trata de novelas secundarias, malamente traducidas, que empezarían a abarrotar mis ya llenas maletas (hasta acabar estas, probablemente, al final de mis vacaciones, como el baúl de la Piquer, y yo, teniéndolas que arrastrar). Desisto, pues. Más que las obras de mis queridos ingleses, capta mi atención un inverosímil Paulus, Poema de Roma, del clérigo Juan Manuel Igartua, publicado por la editorial El Mensajero del Corazón de Jesús el año de mi nacimiento, 1962, con prólogo del nauseabundo José María Pemán. Se trata, como no tarda en especificar Pemán, de una "epopeya cristiana", un tremendo ladrillo en verso, con 101 grabados y 3 láminas a todo color, sobre la historia del cristianismo en Roma. Estoy por comprarlo solo para contemplarlo privadamente y maravillarme con las obsesiones de los pirados y, sobre todo, con lo que esas obsesiones les impulsan a hacer. Y elegir a Pemán como prologuista fue, sin duda, un acierto. El gaditano ya se había significado, en la defensa de la religión católica y la patria nacionalcatólica, con el no menos morrocotudo, y también versal, Poema de la bestia y el ángel, publicado en plena Guerra Civil, y que narra otra lucha: la que sostenían los héroes facciosos con el monstruo comunista y judeomasónico. El Poema de la bestia y el ángel, faro de la literatura fascista de este país, pretendía alentarlos espiritualmente. Antes de volver a casa, remato el paseo con una cerveza y un pincho en un bar del camino. Se me ocurre que el pincho debería ser declarado patrimonio inmaterial de la humanidad, aunque sea gloriosamente material. Ya de regreso, me cruzo con uno que me ofrece "marihuana, marihuana, de la buena, buena, buena", así, con reduplicación. Tiene el pelo y la barba canos, como yo. Declino la invitación por el procedimiento de no darme por enterado. Más adelante, paso por delante de una casa en cuya fachada hay colgada una estelada y desde cuyo balcón superior una mujer, fumando, mira el mundo. Pasa también, en ese momento, alguien de mediana edad al que le falta una pierna —camina con muletas— y que también fuma. La mascarilla, que se ha bajado hasta el cuello, es del Athletic. Lleva una camiseta negra.
Visito Algorta y Plentzia. Miren me ha recomendado el Puerto Viejo de la primera localidad, un pintoresco reducto de lo que fueron, en tiempos, los pueblos de pescadores. A ambos lugares se llega en metro desde Bilbao, aunque Plentzia está a 26 km. La mayor parte del recorrido no se hace bajo tierra, sino a cielo abierto. En Algorta, para llegar al Puerto Viejo, he de pasar primero cerca de una plaza en la que conviven una casona presidida por un gran escudo heráldico, pero ocupada por un restaurante vietnamita, una ajuria taberna y un pub llamado Maggie's Farm. La globalización tiene estas cosas. Muy cerca está también la iglesia de San Nicolás de Bari, frente a la hipermoderna musika eskola. Mucho del País Vasco tiene, a mis ojos, aire inglés, y no solo la ikurriña, que se inspira en la Union Jack, sino esta mezcla urbana y feroz de arquitectura antigua y moderna, o el aire solariego de las mansiones, o el espíritu metalúrgico y marítimo de sus ciudades, o el paisaje lluvioso y verde. E, igual que pasa en Londres y muchos otros sitios de Inglaterra, en el País Vasco se respira dinero. Habrá, sin duda, carencias y conflictos sociales, y siempre falta presupuesto para todo, pero se palpa una sensación de acomodo y bienestar, de amplitud de los servicios públicos, de atención ciudadana, que se superpone a la holgura que siempre ha proyectado la burguesía local. Y sin ETA, felizmente arrumbada en el baúl de las tragedias pasadas. El Puerto Viejo de Algorta es un cogollo de casas blancas, verdes y rojas —los colores de la ikurriña—, distribuidas en tres calles apenas, y salpicadas de geranios y flores, que a veces, en algunas fachadas y patios, forman mazos multicolores, casi impenetrables. Me gusta también lo que no hay: tiendas de suvenires o baratijas, aunque no falten los bares y restaurantes, consustanciales a este pueblo. Suplen la ausencia de comercios los africanos que ofrecen toallas de playa por las calles. A la salida del Puerto, junto al pretil de Riberamune, doy con sendas esculturas, de Arrantzale y La Sardinera, la primera bastante perjudicada: le falta un brazo y parte de la cara. Desde el pequeño mirador se aprecia bien la bahía del Abra, en cuyo centro se encuentra la playa de Algorta, y al otro lado de la cual se extienden todo tipo de instalaciones industriales: fábricas, almacenes, chimeneas, grúas y aerogeneradores. Pese a esta silueta ominosa, me doy un baño: el agua está helada, pero sienta de perlas para atemperar el calor despiadado. Cuando salgo, veo a mi vecina de arena que se está untando cuidadosamente los tatuajes con crema solar. Pero solo los tatuajes: en los antebrazos, un hombro, una pantorrilla y una teta. Deja lo demás a su suerte, bajo un sol sahariano. Me restauro en un local del Puerto Viejo —arroz marinero, merluza a la ondarresa y cuajada— y me quedo como nuevo, aunque echo en falta la siesta, que se está convirtiendo en el báculo de mi vejez. La sustituyo por un café bien cargado y algo de resignación, y prosigo el viaje, de nuevo en metro, hasta Plentzia. Cuando llego, a primera hora de la tarde, el sol cae a plomo, como una losa de fuego. Las calles, comprensiblemente, están vacías. La iglesia de Santa María Magdalena, un perfecto bloque de piedra, es antes una torre de defensa que una iglesia. Cerca de la villa Saturnina, blanca y negra, construida en 1914, veo otra casa con estelada, junto a un rótulo que dice: euskaraz bizi nahi dut y otro en el que se lee: Se aregla ropa (sic). Todas estas cosas son un misterio para mí. Oigo también el chinchín de una señora que vacía los restos de comida de los platos en la basura. Decido bajar al paseo que flanquea la ría, aunque allí la sombra de los árboles no es tan firme como la que deparan los edificios bajos y agrupados del pueblo, y lo recorro desde la plaza del Astillero. El calor aprieta, en efecto, pero me hago a la idea de que tengo que atravesar este paseo como Stanley atravesó el Sáhara para encontrar a Livingstone. Y lo consigo. A la izquierda, sobre el fondo de un bosque muy espeso y muy verde, se suceden los barcos de recreo de la adinerada gente de Plentzia y de otros lugares de la comarca, entre los que ahora navega un yate grande con una señora en bañador tostándose al sol en la popa. A la derecha se alinean fantásticas casonas, a cuál más envidiable. Pero los contrastes no cejan: en la esquina de una de ellas, un hombre en una silla de ruedas se está comiendo un bocadillo —de mortadela, creo atisbar— con una mano y espantándose las moscas de los pies desnudos a gorrazos, y, a su lado, otro duerme en una tumbona, malamente aparejada, con la boca abierta como la entrada de una cueva. Diría que alguna de las moscas espantadas por el de la gorra se le han metido dentro. De vuelta a la estación, hay niños bañándose en la ría, a la que acceden por unas rampas de piedra desde el paseo. Chapotean, gritan y, cuando no están en el agua, consultan febrilmente los móviles. Esa será la última imagen que me lleve de Plentzia.
Ayer me asaltó la desgracia. Quiero decir, más de lo que lo asalta a uno por el simple hecho de estar vivo. Aunque seguramente me la merecí. Por atender una llamada de teléfono, paré apresuradamente el coche a un lado de la carretera, y reventé una rueda contra el bordillo alto. Y allí me vi tirado en medio del tráfico, con esa sensación de bochorno que nos invade a todos (o que, al menos, que me invadió a mí) cuando hemos de abandonar el vehículo, deambular por la acera y confiar en la providencia para que nos rescaten. Y a esa espera, en la que me consumía, se sumó el gracejo hispánico, o en este caso vasco, que contribuyó a hacerla más consuntiva. Pasó uno que me gritó por la ventanilla: "¡Déjate caer...!", porque el tramo en el que me encontraba hacía una suave pendiente. Otro fue aún más sagaz: sacando medio cuerpo por la ventanilla de la furgoneta y con una sonrisa de oreja a oreja, me gritó: "¿Ka pasaooooo?". No se detuvo a que le contestara. Por suerte, poco después de estas muestras de simpática solidaridad, llegaron mis rescatadores: los ocupantes de un carromato asediado por los arapahoes en las praderas de Wyoming no habrían sentido tanta felicidad al oír las cornetas del Séptimo de Caballería como la que sentí yo al oír el claxon de Grúas Otero, que me anunciaba que ya estaba allí y cuyos ocupantes, encima, me felicitaban al llegar por haber puesto el triángulo de señalización de emergencia (cuando abrí aquel tubo rojo que llevaba en el maletero del coche desde que lo compramos sin que supiera qué había dentro, pensé: "¡Andá, el triángulo!", como en mis clases de geometría del colegio) en el carril que malhadadamente ocupaba. Les dejé hacer, cambiaron la rueda en un pispás y se marcharon, no sin antes recordarme que debía cambiar cuanto antes la rueda de repuesto por una normal (y procurar no reventarla). Y ese fue mi siguiente paso: me dirigí al taller oficial más cercano y dejé el auto para que lo repararan. Hacerlo solo me costará 243 euros de vellón. Como precio por una llamada, no está mal. Pero no quiero darles ideas a las empresas de telefonía. Las de electricidad ya lo han averiguado. Al menos, llevar el coche al taller me permitió volver a recorrer la ría de Bilbao desde más allá del Guggenheim. Le mandé unas fotos del museo a una amiga, que me respondió: "¡Qué voluptuoso! Y el agua aún lo erotiza más". Yo sentía muy poca voluptuosidad en aquel momento, pero su comentario me devolvió al mundo del sosiego y del placer. Y me vino de maravilla.
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