domingo, 19 de septiembre de 2021

Zascandileando por España (2): en Zamora

Zamora es una ciudad muy hermosa, con esa hermosura propia de las ciudades pequeñas, apartadas e históricas. Durante mucho tiempo, creí que Zamora era una convención, como Palencia o Jaén: lugares inexistentes, creados por la imaginación de la gente: fábulas de compatriotas ociosos. Pero no: Zamora existe. Lo supe hace muchos años ya, cuando un grupo de escritores y letraheridos de la ciudad —a algunos de los cuales, como Máximo Hernández o Juan Luis Calbarro, había conocido en un memorable curso de verano sobre poesía española— me invitaron a leer poemas y dar allí alguna charla. Para alguien  interesado en los versos, lo primero que sorprende de Zamora son los muchos poetas destacados que ha dado en el siglo XX: León Felipe, Claudio Rodríguez, Agustín García Calvo, Jesús Hilario Tundidor, Tomás Sánchez Santiago, Máximo Hernández, Juan Manuel Rodríguez Tobal, Ángel Fernández Benéitez, Natalia Carbajosa, Jesús Losada y Juan Luis Calbarro, entre otros. Pero, tras repasar esta nómina extraordinaria, me apresto a repasar la propia ciudad, que no había vuelto a pisar desde hacía más de una década. Lo hago en compañía de mi buen amigo Máximo Hernández, con el que he quedado a comer. Lo primero que hago es regalarle un ejemplar de mi recién reeditado La luz oída, el libro con el que gané el Premio Adonáis hace ya un cuarto de siglo. Máximo lo celebra y, acto seguido, no sé si estimulado por el obsequio o movido por su natural carnívoro, se propina, en el restaurante, un filete de brontosaurio. De camino al local, me ha contado que Zamora, con 62.000 envejecidos habitantes, se ha convertido en lo que él ya había pronosticado hacía 30 años: un geriátrico al aire libre, como, por otra parte, tantas capitales de provincia de la España interior. La fuga de la población —esa insidiosa diáspora en la que están sumidas tantas comunidades del país— obedece a un hecho muy simple: Zamora no produce nada  —solo la Semana Santa, que tiene aquí hasta un museo— y, por lo tanto, nada hay a lo que la gente pueda aferrarse. Tras el moderado festín (el pulpo que hemos tomado como entrante no destacaba y su solomillo, ha puntualizado Máximo, tampoco era como para bailar un zapateado), paseamos hasta la catedral, el destino obligado de cualquier visitante de Zamora. Pasamos por delante de varias de las bellísimas iglesias románicas de la ciudad (Zamora es románica, como Barcelona es modernista o Madrid, de los Austrias): la de San Juan Bautista, en la plaza mayor, a cuya entrada se alza, en bronce, el Merlú —el congregante con capirote cónico-pascual que convoca con una trompetilla a los participantes en los desfiles procesionales; y, a su lado, otro, con un tambor, para darle más empaque a la convocatoria—, la Magdalena, con su bellísima portada, o Santa María la Nueva. Junto a la biblioteca municipal, sobre el Duero, nos saluda otra efigie, la de Ignacio Sardá, encumbrado poeta local, franquista y teológico, que lee (o acaso recita de) un libro. Sorprende que, habiendo tantos buenos poetas zamoranos, se haya elegido a Sardá, en 1996, para representarlos (aunque, desde luego, no se le puede reprochar indolencia u ociosidad: don Ignacio escribió más de cien poemarios, amén, y nunca mejor dicho, de miles de artículos sobre todas los asuntos imaginables). Claudio Rodríguez, por ejemplo, aparece con frecuencia en las calles de la ciudad, pero siempre en rótulos (de una ruta literaria que lo tiene por protagonista) o cartelones; que yo sepa, ningún monumento lo recuerda. Y se sabe lo mucho que lo maltrató Zamora, por desafecto y rojo. Llegamos a la plaza de Viriato, aquel caudillo lusitano que corrió a gorrazos a los romanos en el siglo II a. C., exaltado por mis maestros de la infancia como prototipo del patriota español (¡español!) irreductible y con cojones, que dejó de constituir el mayor peligro para Roma en la península ibérica cuando algunos de sus propios hombres lo apuñalaron mientras dormía, un acto de incontestable arrojo que mereció, según la leyenda, la inmortal respuesta de Quinto Servilio Cepión, el jefe romano que entonces combatía al luso, a los asesinos que fueron a buscar la recompensa: Roma traditoribus non premiat, 'Roma no paga a traidores'. La peculiaridad del Viriato de la plaza homónima es que sostiene un puñal, a la altura de la cadera, con la mano izquierda, y que ese cuchillo, visto desde un ángulo de la plaza en el que se han apostado, en uno u otro momento, todos los zamoranos del mundo, sobresale de la estatua desde la ingle, lo que hace que el bueno de Viriato parezca especialmente excitado ante la perspectiva de abalanzarse sobre los romanos, que, como se sabe, luchaban con las piernas y los brazos desnudos, y eran unos mocetones de cuidado. Frente a la sorprendente estatua, que descansa en una gran cabeza de cabrón (acaso metáfora visual de la opinión que les merecía a los romanos el lusitano), se extiende el dosel verde de los plátanos de la plaza, cuyas ramas se han entrelazado tan inextricablemente que ya conforman un único árbol, una sola copa horizontal. Seguimos por la rúa de los notarios hasta la catedral. Máximo me enseña en primer lugar la portada del Obispo, mucho más hermosa que la portada principal, un pegote más o menos neoclásico, a su juicio, añadido a la seo, siglos después de su construcción, tras un devastador incendio. Junto a la portada del Obispo hay un mirador sobre el río Duero, desde el que se contempla el hermoso puente de piedra. Al adyacente palacio de Arias Gonzalo también se lo llama Casa del Cid, porque al parecer era en él donde se producían los tórridos encuentros entre Ruy Díaz de Vivar, que acudía allí para liberar las lógicas tensiones que le producía combatir infatigablemente contra la morisma, y doña Urraca, aquella hembra poderosa con nombre de pájaro, hermana del rey Alfonso VI (con quien se dice que también tuvo amores: Urraca no reparaba en medios para procurarse satisfacción) y señora de Zamora. Máximo, ya adentrado en el proceloso mundo de los chismes medievales, me cuenta también la historia de Vellido (o Bellido) Dolfos (o Adolfo), al que también recuerdo de mis clases colegiales, en este caso como prototipo de traidor, por haber engañado al rey Sancho II, que sitiaba Zamora para incorporarla a sus posesiones (los litigios sucesorios en aquella época eran aún más sangrientos que en la actualidad), y con el que se reunió para revelarle una puerta secreta por la que entrar en la ciudad. Pero era mentira. Lo que quería Vellido era matar al rey, para lo que aprovechó un aparte de este para descargar el vientre. En aquel momento de recogimiento e inadvertencia,  casi de unción, lo atravesó por la espalda. De esta leyenda —porque es leyenda— siempre me ha maravillado que Sancho eligiera aquel momento trascendental en el sitio de Zamora para evacuar, aunque bien es verdad que el apretón viene cuando viene y que poco puede hacer la consideración del momento histórico que se vive para reprimirlo o retrasarlo. En cualquier caso, dos son ya los personajes relevantes de Zamora que han pasado a la historia por ser víctimas o protagonistas de una traición. Admiramos luego de la catedral la torre del Salvador, una imponente pero airosa construcción que sirvió de defensa en la Edad Media y de cárcel en el siglo XVIII, y la cúpula, quizá la parte más llamativa del conjunto, gallonada y recubierta de escamas de piedra, en la que se reconoce una insólita influencia bizantina. Ya dentro del templo, en el que hay que pagar por entrar, como en casi todas las iglesias de España, nos dejamos envolver por la penumbra que favorecía el románico, siempre en busca del recogimiento (aunque diferente del que llevó al rey Sancho II a la muerte), y que contrasta vivamente en mi recuerdo con la luminosidad vítrea y la fuerza ascensional de la catedral de León, que he visitado hace pocos días. No entramos en el adyacente museo del escultor Baltasar Lobo, cuyas obras, en cualquier caso, salpican los jardines que rodean a la catedral y el castillo, pero sí en el museo catedralicio, donde Máximo tiene interés por que contemplemos el tapiz de Tarquino Prisco, flamenco, del siglo XV, el primero y principal de la pequeña pero valiosa colección, poblado de personajes estilizados, riquísimas vestiduras y colores muy vivos, que contrastan con la blancura perfecta de las pieles. Todo él proyecta una sensación de elevación, y no es para menos: representa, en su tercio central, una coronación. Hemos de volver ya, porque Máximo ha de atender algunas obligaciones familiares (y recuperar el libro que le he regalado, que se ha olvidado en el bar donde hemos tomado el aperitivo; por suerte, un libro no es un móvil, ni una cartera, ni siquiera unas gafas de sol, y en la taberna sigue tan pimpante), y nos dejamos sin ver el castillo, detrás de la catedral. En el camino de regreso, pasamos por delante de la casa de Agustín García Calvo, aquel intelectual ácrata que ha encarnado mejor que nadie las contradicciones del ser humano: contrario al Estado, pero servidor toda la vida del Estado; contrario al fútbol, que prohibía ver en casa a su familia, pero que él seguía, con la boca abierta, en el bar de la esquina; partidario de la libertad, pero contrario a los deberes que la garantizan, como pagar impuestos. La fachada de su casa (que es también la sede de la editorial Lucinda que creó para publicarse) exhibe series de aristocráticas cruces de Malta y, en lo alto, un escudo heráldico, lo que tampoco parece corresponder con las enseñanzas de Kropotkin o Bakunin. Pero, en fin, García Calvo suscribiría sin duda los famosos versos de Whitman: "¿Me contradigo? Muy bien, pues me contradigo". En una de las ventanas se leen dos frases suyas, mecanografiadas en sendas hojas de papel, y muy perspicaces, porque que uno haya sido un tarambana social no lo hace un analista menos agudo de la sociedad. En una se lee: "Si cada uno no creyera que hace lo que quiere, sería imposible que hiciera lo que le mandan"; y en la otra: "Si se contentara (sic) Capital y Estado en comprar y vender cosas que a la gente les sirvieran para algo, estarían perdidos". Me despido de Máximo con un abrazo y me encamino a la Feria del Libro Viejo de la ciudad, emplazado en el parque de la Marina Española, un homenaje que debe de ser muy sentido, dado que esta es una ciudad sin mar. En la Feria solo hay cinco casetas y el fuerte olor a polvo y ceniza que emana siempre de los puestos de los librovejeros. Tengo poco donde hurgar: descarto una biografía de Miguel Primo de Rivera, de César González-Ruano, por faccioso y lameculos, aunque su prosa sea siempre lúcida, y un tomito de poemas de Francisco Villaespesa, aquel rimador modernista que llenaba sus sonetos de crisantemos y exclamaciones, y que, como Ignacio Sardá, pergeñó una obra dolorosamente interminable: cincuenta y un poemarios, veinticinco obras de teatro, varias novelas y miles de artículos, y me quedo con una biografía de Garcilaso de la Vega escrita por Manuel Altolaguirre en 1933. Es un poco cara (25 euros), pero me parece un hallazgo valioso. Mientras aún  exhumo libros, oigo a una visitante que le dice a su acompañante, con el Diario íntimo de Amiel en las manos: "¡Esto no es un diario íntimo! Aquí no hay chismorreo, y yo lo que quiero son chismes...". Es cierto: en el Diario íntimo de Amiel no hay chismorreo, pero sí montones de inteligencia, que no le vendrían mal a la pedestre crítica literaria. Luego, como me he quedado con ganas de visitar el castillo, deshago el camino que he seguido con Máximo y vuelvo al lugar. En el trayecto, reparo en una de esas estatuas de bronce a ras de suelo que se han popularizado en tantas ciudades, y que representa a don Herminio Ramos Pérez, cronista de la ciudad. Alguien le ha puesto un clavel en uno de los ojales de metal, pero otro le ha arrancado las gafas, como también se las arrancan a la estatua de Woody Allen en Oviedo. Se conoce que arrancar las gafas de los esculpidos es cosa frecuente y hasta divertida entre los tarugos. Observo también que delante de la figura de don Herminio hay una tienda de "aperos y viandas". Paseo con placer por los pulcros y solitarios jardines del castillo, que antes hemos cruzado sin detenernos. Dos gays se están metiendo mano gozosamente en un banco, renovando la viejísima tradición española de magrearse en los parques públicos. De vez en cuando, se paran y miran discretamente alrededor. Me han visto, pero como yo paso sin asomo de indignación o siquiera sorpresa, vuelven sin tardanza a su placentera tarea, y hacen muy bien (aunque Máximo me ha contado que desde las cercanas almenas se ha tirado más de un homosexual, en tiempos, huyendo de la persecución ciudadana; ah, los tiempos cambian que es una barbaridad). Un ciprés cercano, atiborrado de pájaros canoros, suena como el tubo de un órgano. En el interior del castillo, casi todo está en ruinas, pero la reciente restauración permite apreciar los arcos carpaneles y echar un vistazo provechoso. Desde la torre, distingo la iglesia de Santiago de los Caballeros, de tejas y ocres medievales, y hechuras sencillas pero acogedoras. Las murallas que antes protegían el conjunto y rodeaban la ciudad, ahora se integran, a pedazos, en el casco urbano. Máximo me ha informado de que el actual alcalde de la ciudad —una rarísima avis: un miembro de Izquierda Unida, es decir, un comunista, que lleva dos mandatos gobernando una ciudad sociológicamente tan conservadora como Zamora— ha liberado doscientos metros de esa muralla de las casas que le estaban adosadas, como sucede en tantas ciudades españolas. Visto todo lo cual, compro un poco de fruta, que será mi cena, y me recojo en mi fonda. Mañana comeré en Salamanca y conduciré hasta Hoyos, donde me espera una casa que fue mía. Mañana será otro día. 

1 comentario:

  1. Tu comentario me ha retrotraído varias décadas, pero, ay, mi memoria apenas rescata las alucinantes bogedas subterráneas de El Perdigón. Yendo de Cataluña como iba y siendo estudiante como era, también me pareció increíble que en algunos bares sacaran tapas gratis con la consumición. Cuando el turismo cultural no ocupaba nuestro tiempo, el de la visitada y el del visitante, lo hacía la luz castellana.

    Un saludo!

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