viernes, 11 de marzo de 2022

Con Ucrania: Leópolis (y 2)

He quedado hoy en encontrarme con Miren –que me pareció muy simpática– a la hora del desayuno y dar juntos una vuelta por la ciudad. (...) Empezamos la caminata como viejos amigos que hubieran decidido pasar el día juntos. Miren me dice que estará encantada de hacerlo, «siempre que yo no sea de esos que prefieren ir por su cuenta», en cuyo caso no tendrá inconveniente en apañárselas por separado. Aunque no se lo digo, yo soy de los que prefieren ir por su cuenta, pero esta mañana me apetece su compañía, que intuyo divertida y consoladora. Así que seguimos juntos: será una decisión acertada, al menos para mí. Nuestro primer destino es el castillo de Leópolis, situado, según los mapas, en la colina más alta de la ciudad. Quizá por eso, aunque sea redundante, se llama «Castillo alto». Pero, al llegar a la cima de la colina, descubrimos que no hay castillo; no hay ni siquiera ruinas. El «Castillo alto» no existe: es solo un recuerdo. En su lugar se levanta un mirador, muy concurrido, desde el que se ve a Leópolis desplegarse en todas direcciones. (...) Caminamos, hace calor y Miren suda mucho. Saco de la mochila un rollo de papel higiénico que he robado del hotel –el papel higiénico forma parte esencial del kit de supervivencia del viajero, junto con el mapa de la ciudad en la que se esté, la botella de agua y el bloc de notas– y se lo cedo para que se seque. Luego nos asestamos sendas cervezas en una terraza al pie de la colina y hablamos de la literatura y de la vida: nos sentimos fraternalmente próximos.

La capilla Boim, uno de los lugares más singulares de Leópolis, es nuestra siguiente parada. Está junto a la iglesia católica. La mandó erigir en 1609, como mausoleo para tres (y solo tres) generaciones de su familia, un rico comerciante de origen húngaro, Yuri Boim, cuya efigie, la de su mujer Jadwiga y la de sus hijos y nietos destaca en la pared oriental del monumento. Salvando las distancias, la capilla Boim se me antoja la Sainte-Chapelle de Leópolis. Una hermosa cúpula con tres niveles de elevación, y doce  figuras talladas en cada uno de ellos, y de un intensísimo color azul, consigue el efecto de que la capilla, relativamente pequeña, parezca mucho más grande de lo que es. Lo más interesante del lugar, no obstante, son sus trabajos escultóricos: el sobrecogedor arcángel Miguel; las figuras femeninas que representan la Justicia, el Amor, la Paz y la Fe; la Madre de Dios, de alabastro melar, inclinada sobre el cuerpo de su hijo; el lavamiento de los pies de los discípulos de Jesús; Jesús en el huerto de Getsemaní; y Jesús y la última cena, en el que aparece un demonio, con una mueca grotesca, que podría ser una sonrisa, debajo del asiento de Judas Iscariote. Descubrimos todos estos detalles gracias a la guía que me he comprado de Leópolis, y que voy traduciendo sobre la marcha, mientras Miren, guiada por la traducción, da con ellos en las paredes de la capilla: formamos un buen equipo.

Solucionamos la comida en el mismo tabuco en el que comí ayer, cuando llegué a la ciudad, aunque esta vez no con el menú del día –el joven que me atendió no está hoy–, sino con unos excelentes filetes de cerdo con tomillo, acompañados por la inevitable, y también magnífica, cerveza de la tierra. Luego nos dirigimos al cementerio Lychakiv, fundado en 1786 –y, por lo tanto, uno de los más antiguos de Europa–, otro de los grandes atractivos de Leópolis. Me gusta visitar los cementerios de las ciudades, y a Miren también. Son muy relajantes y se aprende mucho en ellos. También son muy reveladores del carácter y las costumbres de la ciudad a la que pertenecen. Los cementerios y los barrios pobres son donde se esconde el verdadero espíritu del lugar. Highgate, en Londres, es una metrópolis de la muerte; Montmartre y Montparnasse deberían ser declarados patrimonio de la humanidad; el cementerio de Montjuïc, en Barcelona, uno de los pocos del mundo que miran al mar, da la bienvenida, con lúgubre hermosura, a los festivos cruceristas y abnegados navegantes que llegan a la ciudad; y el cementerio que rodea a la colina de Eyüp, en Estambul, es uno de los lugares más caóticos y románticamente fascinantes que conozco. Lychavik no tiene el tamaño ni la grandeza de ninguno de ellos, pero sí es uno de los principales museos de escultura mortuoria del mundo: en sus cuarenta hectáreas de extensión, contiene unos 2.000 panteones y más de 500 esculturas fúnebres, algunas labradas por artistas tan relevantes como Julian Markowski, Tadeus Baroncz o Leonard Marconi.

Para llegar hasta allí, recorremos la calle Pekarska, a cuyos lados se elevan academias y facultades universitarias –de Farmacia, de Veterinaria, de Anatomía Patológica–, un paseo en el que reina la tranquilidad, como prefigurando la tranquilidad definitiva que encontraremos cuando acabe, y donde se suceden los árboles frondosos y las casas llamativas, como una, de art déco, en la que me parece reconocer a un Viriato sobreimpresionado. Ya en el cementerio, paseamos por la maraña de caminos que se abren entre las tumbas y constatamos la presencia –mejor dicho, la ausencia– de muchos personajes destacados de la historia de la ciudad, como, en primer lugar, claro, Iván Franko, pero también la escritora Iryna Wilde, la poeta Maria Konopnytska o el arquitecto Zygmunt Gorgolewski, que diseñó el edificio de la Ópera y al que se impuso una importante condecoración austrohúngara por ello, pero que se suicidó cuando se empezó a rumorear que su gran obra, que se había hundido ya casi un metro y en la que habían comenzado a aparecer grietas, no resistiría la acción del Poltva, el río subterráneo de Leópolis, que pasaba justo por debajo. (Luego se descubrió que el hundimiento y las fisuras se debían al asentamiento normal de la construcción, pero Gorgolewski, condecorado y todo, ya estaba muerto). Entre los cadáveres que aquí descansan también está el de Solomiya Krushelnytska, una cantante que actuó en muchas ocasiones en la ópera que fue el gran éxito y, a la vez, el fatal destino de Zygmunt Gorgolewski. Aunque la historia más famosa del cementerio de Lychakiv quizá sea la del pintor polaco Artur Grottger y su prometida, Wanda Monné. Artur le había expresado a Wanda su deseo de ser enterrado en él. Fallecido en París de tuberculosis –que es donde y de lo que morían todos los artistas del siglo XIX que se preciasen–, Wanda, a la sazón de diecisiete años, vendió todas sus joyas para pagar el traslado de los restos de su amado de Père Lachaise a Lychakiv, e hizo que el célebre escultor Paris Filippi tallara el monumento funerario de Artur, según el diseño que ella misma había hecho. Y ambos, Artur y Wanda, descansan hoy juntos en el camposanto leopolitano.

En Lychakiv hay también muchos cementerios dentro del cementerio: son pequeñas, o no tan pequeñas, necrópolis que agrupan a los muertos de la misma nacionalidad u origen que se han producido en las muchas guerras que han sacudido a la ciudad. La particularidad de estos enterramientos es que obligan a convivir, es decir, a conmorir, a los enemigos de esas guerras. Así, encontramos tumbas de soldados polacos y de rebeldes polacos; de patriotas ucranianos y de miembros del Ejército Rojo; de masacrados por los nazis y por los soviéticos. Las tumbas se extienden por las laderas de la colina en la que se asienta el cementerio, y se pierden entre la vegetación, cuyo papel, en este como en todos los del mundo, es fundamental para que Lychakiv no sea un mero jardín mortuorio, sino un verdadero lugar de descanso, tan caótico como la vida, tan hermosamente confuso como esta. Y hasta tan romántico, aunque Miren, que lo ha considerado así, puntualiza que no he de hacerle mucho caso, porque para ella «es romántico todo lo que tenga un poco de musgo». Per aspera ad astra, leemos en una lápida.

Regresamos al hotel. De camino, damos con la estatua en bronce de uno de los hijos más célebres de Leópolis (cuando aún se llamaba Lemberg y pertenecía al imperio austrohúngaro), Leopold von Sacher-Masoch, que, además de escribir cuentos nacionales, imponentes novelas históricas y notables ensayos sobre las minorías étnicas austrohúngaras, dio nombre, «masoquismo», a ciertas prácticas sexuales recogidas y descritas en algunas de sus obras, como Agua de juventud y, sobre todo, La Venus de las pieles, publicada en 1870, que le reportó fama y reconocimiento especialmente en Francia, donde es sabido que estas cosas eróticas (y raras) gustan mucho. Sacher-Masoch sabía de lo que hablaba, porque él mismo se regocijaba con ellas: le gustaba, en particular, ser cazado por la mujer, como un conejo o un ratón. La estatua de cuerpo entero y tamaño natural erigida en su honor contiene curiosos simbolismos: en el pecho se abre un agujero por el que se ve, en un disco interior de cristal, a una mujer desnuda; sendas manos surgidas de la nada le sujetan los faldones de la levita; también unos dedos conforman la hebilla de un zapato; y uno de los bolsillos presenta un agujero por el que se puede meter la mano, aunque dentro no hay nada. Sacher-Masoch, por su parte, sostiene delante de sí dos guantes. Todo es muy prensil en esta figura; también sobrio y equilibrado, un tratamiento que me complace de quien normalmente se presenta como un depravado, y que solo exploró, sin otro perjuicio que el propio, si acaso, los límites de la sexualidad. Explorar los límites de las cosas, y sobre todo de cosas tan importantes como la sexualidad, es una de las grandes tareas de los artistas, y Leopold von Sacher-Masoch la cumplió sin indignidad.

Seguimos el camino de regreso al hotel, pero decidimos hacer una parada en el café Viena, uno de esos locales, en la insoslayable avenida Svobody, que perpetúan aquellos cafés decimonónicos de la capital austríaca que acogían, a finales del s. XIX y principios del XX, a lo mejor de la rutilante intelectualidad del imperio. Esa es una diferencia fundamental con los cafés españoles: en estos se refugiaba la caterva de los bohemios y los muertos de hambre, junto con algún escritor del tres al cuarto que gustaba de apacentar con sus prédicas a los suyos en un reservado, mientras que en aquellos quienes se reunían, y exponían sus ideas, eran Sigmund Freud, Arthur Schnitzler, Hugo von Hofmannsthal, León Trotsky, Theodor Herzl y Thomas Bernhard, entre otros. En ellos se discutía, sí, pero sobre todo se vivía: el poeta Peter Altenberg, «el poeta sin casa», como lo llama Claudio Magris en El Danubio, residía literalmente en el café Central: entraba por la mañana, llevando en el brazo la ropa que se iba a poner para la noche, y se cambiaba en un reservado cuando llegaba la hora de salir. Allí se pasaba los días, leyendo, escribiendo, charlando con los amigos, tomando café y tarta sacher, escuchando la música de piano que se tocaba por la tarde, y recibiendo la correspondencia. Altenberg era uno más de aquellos que querían estar solos, pero que necesitaban compañía, como decía otro escritor austríaco, Alfred Polgar, uno de los favoritos de Kafka. Y también un afortunado, según el emperador Francisco José I: «Ustedes tienen suerte –dijo una vez a sus súbditos–: pueden sentarse en los cafés». El café Viena de Leópolis no tiene terraza, así que Miren y yo nos quedamos dentro, en un ambiente austero y relajado. Tomamos café, agua y zumo, y, sentados junto a una ventana, vemos al mundo pasar: muchos soldados en uniforme de camuflaje, y no pocos recién casados, aún con sus trajes nupciales. O la gente se casa aquí mucho más que en otros sitios, o es que lo hacen sobre todo en estas fechas. Pero estamos contentos: alguien nos ha dicho que cruzarse con una boda da suerte en Ucrania.

(...)

Hoy es nuestro último día de estancia en Leópolis, y de viaje. (...) Esta mañana vamos a intentar visitar la iglesia armenia, que yo creía cerrada por obras, pero que Miren me dice que puede visitarse por otra entrada. De camino al templo, compro en uno de los muchos mercadillos de la ciudad unas muñequitas ucranianas para mis compañeras de trabajo. En el puesto venden también rollos de papel higiénico con la cara de Putin. Putin no es aquí muy apreciado, ni los rusos tampoco, aunque se vean por todas partes y dejen mucho dinero, hablando muy alto y soltando grandes carcajadas, en los hoteles y restaurantes. Me quedo con la idea: quizá sea un buen negocio fabricarlos en España con las caras de nuestros queridos políticos, a elegir: papel ultrabsorbente con la cara de Mariano, o ultrafino con la de Pedro Sánchez, o de doble capa con la del coletudo, o familiar, con la de Rivera; o con cualquier otra que el público estime, como la de Junqueras, u Otegui, o el líder de VOX, sea quien sea (qué lástima que el partido de Rosa Díez se haya extinguido: la suya sería mi preferida).

Volvemos a pasar por delante de la iglesia de la Tranfiguración. Como en un programa de sesión continua, sigue el pope oficiando y siguen él y los fieles cantando. Entre estos, siempre de pie, muchos sostienen pendones con imágenes de Cristo o la Virgen. Me pregunto si alguna vez no hay celebraciones aquí.

Miren tenía razón: se puede entrar en la iglesia armenia por, de hecho, la entrada principal. Frente a los dorados intensos de la Transfiguración y otros templos católicos y ortodoxos, aquí predominan las sombras, pero unas sombras transparentes, cristalinas. También aquí se está desarrollando una ceremonia: quizá sea la eucaristía. Coofician varios sacerdotes, rigurosamente vestidos de negro, mientras un breve coro canta, muy bien, por cierto. El único elemento disonante es una suerte de carraca que acompaña a las voces. En las pinturas murales, modernas, destaca la imagen del cortejo fúnebre de un obispo santo, tras cada uno de los portadores de cuyo ataúd, ataviados con ropas talares, se distingue un fantasma. Uno de esos portadores mira a su espalda con desconfianza o con un principio de terror, sintiendo la presencia de su espectro, pero sin poder percibirlo. Como en la imaginería medieval, la muerte se nos recuerda aquí constante e igualadora. Salimos de la iglesia con algún desasosiego: la carraca, la oscuridad y los fantasmas pintados alrededor del féretro nos han envuelto con una belleza tenebrosa y perturbadora.

Nos bañamos en la luz del sol que cae en el parque de Iván Franko, al que volvemos, y recuperamos la alegría. Cruzamos sus extensiones de árboles inmensos y alcanzamos la catedral de San Jorge, en la cima de otra de las colinas de Leópolis. En las cuevas de esta loma vivían los monjes a finales del s. XIII, cuando se empezó a construir el templo; una vez construido, pasaron a vivir en él (con mayores comodidades, es de suponer). San Jorge no ha tenido una historia fácil: en 1655 lo destruyeron los cosacos; en 1672, los turcos; y en 1695, los tártaros. A mediados del siglo XVIII lo reconstruyeron los obispos y hermanos Atanasio y León Sheptytsky (cuyas estatuas presiden su fachada principal), y así lo vemos hoy, aunque San Jorge todavía hubo de soportar la persecución religiosa de las autoridades soviéticas entre 1946 y 1990. Hoy es domingo y hay mucha gente. A la entrada del recinto –porque San Jorge no es solo una iglesia, sino una vasta residencia de los metropolitanos del culto católico griego–, un músico, tocado con un sombrero de paja de ala ancha, ameniza la jornada con una estridente bandurria y una voz más estridente todavía; una voz entre gangosa y nasal, pero a la que el intérprete quiere dotar de una ceremoniosa gravedad. Tanta chirriante artificiosidad debe de ser característica del folclore que representa; de otro modo, resultaría ridícula. En la iglesia se amontona la gente, también de pie y también con pendones religiosos. Miren y yo nos quedamos apenas en la puerta: todos los asientos y pasillos están ocupados. A mi lado, una pareja joven se arrodilla y se persigna furiosamente. Algunas mujeres –recias, garridas– están vestidas con trajes típicos ucranianos. Las niñas y las ancianas se cubren la cabeza con los también típicos pañuelos de colores. Una señora gorda se abre paso para beber de una garrafa de agua que hay cerca, y con la que los responsables de la iglesia quieren mitigar los efectos del calor –hoy hace mucho– y la aglomeración de personas, pero del grifo no sale nada: lo intenta varias veces, pero no lo consigue. Vuelve a dejar el vaso de plástico donde estaba, junto con muchos otros, apilados, y se marcha con el gesto torcido. Cuando Miren y yo dejamos San Jorge y recuperamos la calle, nos cruzamos con otra boda, que se ha celebrado también en la catedral: debemos de estar acumulando buena suerte para varios años, como si no paráramos de encontrarnos tréboles de cuatro hojas o herraduras de siete agujeros. Y lo celebramos con una cerveza muy oscura, muy fría y muy conversada en un chiringuito del parque de Iván Franko.

No lejos de donde nos encontramos, en la calle Copérnico, está el palacio Potocki, sede del mejor museo de la ciudad. Lo mandó construir el riquísimo ministro-presidente de Austria Alfred Josef Potocki, conde Alfredo II Potocki –cuyo abuelo era Jan Potocki, el autor de El manuscrito encontrado en Zaragoza–, que no escatimó en gastos para que fuese la residencia más noble de la ciudad. El arquitecto francés Louis Dauvergne diseñó el edificio a la manera del hotel particulier de su país, aunque mucho mayor, y lo completó el arquitecto leopolitano Julian Cybulski entre 1888 y 1890. Tampoco este edificio ha tenido demasiada suerte: la turbulenta historia de Leópolis le ha pasado factura, aunque en este caso sin la grandeza de las destrucciones bélicas, si es que tienen alguna. En 1920, en un festival aéreo, un avión pilotado por un norteamericano se estrelló contra el palacio: restaurarlo costó más de un millón de zlotys. No se sabe qué fue del piloto (que quizá odiaba los palacios franceses, o no le había gustado El manuscrito encontrado en Zaragoza), aunque se teme lo peor. En la Segunda Guerra Mundial estuvo ocupado por los alemanes, que lo destinaron a alguna de las desagradables actividades a las que se dedicaron en aquellos años: torturar, perseguir judíos, matar ucranianos. Y en los ochenta del siglo pasado también sufrió graves daños a causa de las obras que se llevaron a cabo para construir el metro y que nunca culminaron: en Leópolis no hay metro. Más suerte ha tenido con el hecho de que estar asentado en un antiguo lago –en el subsuelo se han encontrado un ancla y un trozo de mástil de un barco– no le haya causado, de momento, ningún perjuicio, aunque nunca se sabe.

En la recepción del museo recuperamos antiguas sensaciones que no hemos tenido estos días en Leópolis: las del funcionariado soviético. La atienden dos damas con la simpatía de una tarántula: sus gestos son tan bruscos como sus indicaciones, que son, en realidad, órdenes. Están acostumbradas a considerar una molestia a quienes se acercan a ellas, y a tratarlos en consecuencia. Me da miedo hasta preguntarles dónde está el lavabo. Cuando me sobrepongo a la angustia y lo hago, me responden con un ladrido: «Downstairs!». Por lo menos, saben el suficiente inglés como para que no me mee encima.

Un cuadro del conde Potocki, de Szymon Boguszowicz, nos da la bienvenida al entrar en la pinacoteca, aunque luce tan adusto como las recepcionistas excomunistas. Y Miguel Korybut Wiśnowiecki, rey de la Mancomunidad Polaco-Lituana, sea eso lo que sea, pintado por Daniel Shulz, me recuerda extraordinariamente a Felipe González. Vemos, a continuación, trabajos de Mengs y Luca Giordano; muchas naturalezas muertas: una con conejos y colores extrañamente pálidos, de Jan van Kessel, y otra, de Alexander Adrianssen, con pescado y ostras; una virgen amamantado al niño, del taller de Leonardo da Vinci; un Jacopo Zucchi, con pescadores de perlas y corales, y un mono; un Georges de la Tour, titulado El pago de impuesto, de 1620, cuyo protagonista aparece, comprensiblemente, con cara de circunstancias; y las dos piezas que más nos interesan a los españoles: una, un capricho tenebrista atribuido a Goya, Majas en el balcón, y otra, una Piedad del pacense Luis de Morales.

Es ya mediodía, y comemos en la cripta del restaurante Verónica. A la comida se ha sumado María [nuestra guía de turismo], que quiere enseñarnos algunas cosas más de Leópolis antes de que cojamos el avión por la tarde. El lugar es elegante, aunque algo perturban su elegancia los rusos ruidosos –algo que en Leópolis es un pleonasmo– que se nos han sentado al lado. A ese alboroto se suma el de la cuenta, que causa estragos. Y la comida tampoco ha sido espectacular.

María ha decidido hoy (...) llevarnos al museo de arquitectura popular, que está en las afueras de la ciudad. La seguimos: nosotros hemos agotado nuestras iniciativas de visita, aunque no estoy seguro de que una excursión al extrarradio y una paseata por el bosque en el que se encuentra el museo, con este calor, sea lo más indicado cuando se está haciendo la digestión de unos fetuccini con carne y dos botellas de vino blanco. María tiene algo de guía de turismo (y de la imperiosidad de los guías de turismo): nos señala en lo que debemos fijarnos, nos da píldoras de información que ilustran lo visto, nos soluciona los asuntos prácticos, como coger el tranvía que nos ha de llevar el museo: por ejemplo, hay que pagar con el dinero justo, dos grivnas, porque los conductores ni tienen ni dan cambio. En el tranvía –desvencijado: estaliniano– observo que la gente no cede el asiento, aunque suban mujeres con niños en brazos. Yo sí le cedo al mío a una señora que no me lo agradece.

Bajamos del tranvía, pero, para llegar a nuestro destino, hay que subir todavía otra más de las colinas de la ciudad. Caminamos pesadamente por calles en cuesta, que flanquean, como María no tarda en informarnos con un deje de envidia, algunas de las mejores casas de Leópolis: estamos, se conoce, en un barrio rico. Yo, la verdad, me fijo poco en ellas: estoy demasiado ocupado en arrastrar el estómago lleno de fetuccini calle arriba.

Llegamos al museo razonablemente exhaustos y deshidratados. El lugar es un gran parque en el que se suceden las casas y construcciones representativas de las diferentes regiones de Ucrania: cabañas, establos, iglesias, molinos. Ya he visto alguno así, en Noruega, por ejemplo, y no sé si me gustan: me recuerdan al Pueblo Español de Barcelona, que siempre me ha parecido más falso que un duro sevillano, una atracción turística sin alma. Nos asomamos a varias de las casas y le pregunto a María si en alguna habrá una cama. No sé si le gusta mi comentario, pero Miren se echa a reír. En una de las isbás vive una anciana, vestida a la antigua usanza. No es la cuidadora: vive realmente allí. Cuando llegamos, está sentada en el camastro donde duerme, y no distinguimos si es una persona o una muñeca de cera. Pero se levanta y sale. María nos dice que no podemos entrar en el dormitorio, que es también salón y cocina. Sí entramos en una iglesia de tejados superpuestos que funciona como tal y que huele intensamente a madera: por todas partes hay iconos. A un molino cercano le falta un aspa.

Es hora ya de volver al hotel para preparar la salida al aeropuerto. (...) A la salida del George, cuando esperamos en el vestíbulo a que llegue el taxi que la organización pone a nuestra disposición para ir al aeropuerto, Miren reconoce a Rosa Montero, que también participa en el Mes de Lecturas de Autor, y que está preguntando algo en la recepción. La encuentro pequeña, delgada y arrugada, ella, que parece tener siempre un espíritu y un aspecto tan juveniles. Miren la saluda y Rosa, que se abalanzaba a los ascensores, se detiene para escrutarnos con la incomodidad que le produce el haber interrumpido su carrera: «Es que estoy participando en un festival literario», nos dice, para justificar su prisa. «Nosotros también», le responde atinadamente Miren. «Oh, ah», acierta a decir Rosa, que, como era de prever, no nos conoce de nada. Pero apenas va más allá: nos pregunta si volamos con Ukranian International Airlines y le decimos que sí. «A mí me da miedo», nos confiesa, algo esnob (la compañía se demostrará después, en nuestro caso, pulcra y eficiente). Luego se excusa alegando que se ha puesto la camiseta del revés y que ha de ir a la habitación para ponérsela del derecho, y esprinta al ascensor. Y Miren y yo salimos del George, y de Leópolis, con la melancolía de quien abandona un lugar aristocrático y muy caluroso.

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