lunes, 21 de marzo de 2022

Un fin de semana en Sant Esteve de Llèmena

Aunque cada vez me dan más pereza las actividades socioliterarias que suele conllevar la aparición de un libro de poemas en una editorial modesta —como son casi todas las que solo publican poesía—, y singularmente las presentaciones, a la de la reedición de La luz oída no he podido negarme. El volumen es un regalo de Christian T. Arjona, que tuvo la idea de publicar una edición conmemorativa y lo ha acogido, no sin esfuerzo, en su artesanal y exquisita Libros de Aldarán. Todo lo que se haga, pues, en favor del poemario es obligado, tanto por la amistad que nos une desde hace casi treinta años, como por la dedicación y el buen gusto que ha puesto en La luz oída, que cuenta, demás, con ocho magníficas ilustraciones hechas ad hoc por él. La presentación se celebra en la biblioteca municipal de Celrà —donde Christian ha trabajado una temporada como bibliotecario—, que se encuentra en una antigua fábrica —ignoro de qué, aunque el textil tuvo aquí una fuerte presencia, como en casi toda Cataluña—, reconvertida en centro cultural y de ocio. De hecho, este apartado, el ocio, ocupa bastante más que el dedicado a la cultura: un gigantesco bar anejo, de techos altísimos, sirve cervezas, cafés y copas a un buen número de parroquianos, muchos de los cuales han acudido con la familia: menudean los niños. El edificio está al lado de la estación de RENFE, y los trenes que pasan —por suerte, no con demasiada frecuencia— llenan el espacio de ruido ferroviario. Antes —y así lo explico al iniciar mi intervención—, el moderado estruendo me habría molestado. Hoy pienso que, si la poesía no es capaz de sobreponerse al ruido de la vida, ahora materializado en el traqueteo de los trenes, no es poesía. (Otra vez escribí esto, y un profesor mexicano e idiota de la Universidad de Salamanca que nunca había estado en mis pensamientos, se sintió aludido y me contestó con una sarta de insultos: ah, el ruido de la vida... y de la estupidez). Entre el público, compuesto por una veintena de personas, están mis hijos, Pablo y Álvaro; Júlia, la novia de Álvaro; Ángeles, mi exmujer, que ha venido unos días de Inglaterra para hacer unos trámites; y Moisés Galindo, un magnífico poeta y aún mejor persona, también autor de Libros de Aldarán, que vive en un pueblo de la Costa Brava y ha hecho unos cuantos kilómetros para acompañarnos. Tere, la compañera de Christian, anda también por allí, encargada de la logística y de las fotos: con el móvil nos inmortaliza brevemente. Como dictan los cánones de estos actos, Christian se encarga de presentarme y de hacer una sucinta pero atinada semblanza de mí, de mi poesía y de La luz oída, y yo contextualizo el libro y leo algunos versos de aquí y allá. Porque ese es un problema que suelo tener en las presentaciones y lecturas: como yo acostumbro a practicar el poema largo, lo que he escrito no suele caber en el tiempo —ni en la paciencia de la gente— de que dispongo para recitar. Debo fragmentarlo, pues: picotear aquí y allá, sobre todo en libros como La luz oída, un único poema de más de 800 alejandrinos. Si los leyera de corrido, dejaría fuera de combate a todo el mundo. (Solo una vez me he atrevido a leer entero alguno de mis libros unitarios: fue Soliloquio para dos, publicado por La Garúa hace más de una década, en la ya desaparecida librería Catalonia, de Barcelona. Pero había tenido la precaución —y la misericordia— de hacerlo antes en mi casa para saber cuánto duraría la lectura: veinte minutos, un lapso más que razonable en un acto poético. Así que me lancé, y el público sobrevivió al trance sin daños perceptibles). Tras el acto, la familia vuelve a Barcelona y yo me quedo a pasar el fin de semana con Christian y Tere en su nueva casa, en Sant Esteve de Llèmena, un pueblecito del valle del mismo nombre, en la comarca de la Garrotxa. Allí se han mudado hace poco, y la masía aún no está totalmente acondicionada, pero es espaciosa y cómoda, y cuenta con esas cosas que no pueden faltar en una masía que se precie: una chimenea, gallinas (abiertas o cerradas, según hayan dejado los dueños la puerta del gallinero), un estanque con peces, mucha piedra y dos gatos. También hay muchos libros: los que componen la biblioteca de Christian, que viaja con él, como una mochila grandiosa, dondequiera que vaya. Otra penosa pero a la vez jubilosa servidumbre de los letraheridos. No me he fijado, no obstante, si la casa tiene un reloj de sol. Tradicionalmente, todas las masías tenían un reloj de sol. Aunque hoy sería de poca utilidad, porque llovizna. A la mañana siguiente, Christian me invita a acompañarlo a hacer una pequeña compra en el núcleo del pueblo. Lo hago con gusto. Vamos por la ribera del río Llèmena, recorrida por robles y castaños que, aquí y allá, se interrumpen para dejar a la vista sembrados cuadrangulares, ahora ocres y latentes, y montañas tapizadas de una vegetación espesa, encrespada a veces, siempre oscuramente verde. El río es tímido, pero hoy baja con fuerza: las lluvias de los últimos días lo han robustecido. El agua del cielo y el suelo vidria el paisaje: lo empapa de transparencia; las gotas resbalan por el aire como por un cristal ilimitado. Dejamos a nuestra derecha, ligeramente elevada, la iglesia de Sant Esteve, documentada por primera vez en el siglo XI, pero cuyas hechuras actuales provienen del XVIII, y a la que se accede por un puente de arco rebajado, construido en 1885 y recientemente restaurado. Hacia la iglesia se dirigen varios grupitos de escolares con los que nos cruzamos por el camino. El primero nos pregunta, con un catalán de Girona, espesísimo pero muy hermoso, cómo llegar hasta el templo. Christian se lo explica con desenvoltura autóctona. Luego, otro grupo, compuesto como el anterior por tres o cuatro chicas, nos pregunta lo mismo. Esta vez le doy el relevo a Christian y se lo explico yo, remedando su conocimiento del terreno. También me adelanto a las intenciones del tercero, idénticas a las de los precedentes, y les doy las indicaciones necesarias antes de que nos pregunten. Se conoce que están todas instruyéndose en la historia y el arte de la comarca, en una de esas excursiones del colegio que nosotros, hace cuarenta años, hacíamos a lugares tan inverosímiles como Sant Miquel del Fai (donde resultaba mucho más difícil llegar). Christian liquida la compra en Sant Esteve, un pueblo de apenas 300 habitantes, en diez minutos y volvemos a casa deshaciendo el camino. Pero la lluvia no ha dejado de caer y la ribera se ha embarrado aún más. Y entonces yo, que me he equipado a conciencia para un fin de semana en el campo —con unos zapatos modelo Burdeos de suela lisa y curva—, resbalo en el fango y me caigo de culo. Caerse con cincuenta y nueve años no es lo mismo que caerse con doce o con veintitrés. Caerse al suelo con cincuenta y nueve años es una temeridad y puede ser una catástrofe. Y, además, esta vez es un atentado contra la dignidad, porque me levanto con los pantalones, la camisa, el anorak y los zapatos concienzudamente embarrados. Pero la naturaleza —y mi esmerada preparación para convivir con ella durante cuarenta y ocho horas— está decidida a seguir siendo la que es, y yo también: así que vuelvo a resbalar y a caerme. Cuando, ante la desesperación de Christian, consigo levantarme por fin y escapar de las arenas movedizas, quedan tras de mí dos surcos en el fango que recuerdan a las marcas negras de los frenazos violentos en el asfalto, y otros tantos cráteres causados por mi culo. La lluvia, que no deja de caer, lo borrará todo pronto, misericordiosa. No tardamos en llegar a casa y me apresuro a asearme. En otra demostración de inteligencia, no me he traído más pantalones que los tejanos que llevaba puestos, de modo que Christian me ha de prestar unos de chándal suyos, «muy anchos», según especifica. Pero, como ya sospechaba, no lo son tanto como él supone —mi cintura tiene también cincuenta y nueve años, como yo—. No obstante, consigo embutírmelos sin daño físico, aunque con un considerable daño estético: parezco Juan Echanove con los pantalones de Pulgarcito. Tere echa la ropa a lavar y luego la colgará en los radiadores de la casa, encendidos a todo trapo, para que pueda volver a Barcelona vestido con mi ropa y no con el aspecto de un runner que hace tiempo que no renueva el vestuario. En la casa de Christian y Tere viven también dos gatos. Uno, cuyo nombre no recuerdo, es arisco y huidizo, como tantos gatos, y apenas lo veo. El otro, que atiende por Indie (por Indiana Jones: es igual de aventurero), hace, en cambio, todo lo que se supone que ha de hacer un gato: duerme mucho, enroscándose sobre sí mismo, en el sofá junto a la chimenea, que se enciende por la tarde con unos troncos gruesos que los Christian, Tere y yo nos aplicamos a avivar; cuando se despierta, se estira como si su flexibilidad no tuviera fin y se dedica a la higiene personal, lamiéndose por todas partes con la misma aplicación con que un pintor pinta una pared (aunque, por lo general, vuelve enseguida a acostarse y seguir durmiendo); en los ratos de actividad, patrulla la casa, lanzando de vez en cuando maullidos precautorios, a ver qué encuentra (y lo que suele encontrar —o sale al jardín para cazar— son ratoncitos de campo, muy pequeños, con los que juega un rato —los persigue y golpea inofensivamente con las patas, aunque los roedores se quedan aturdidos— y más tarde, cuando se cansa de la diversión, se los zampa; desde luego, si Indie fuera un tigre —lo es, pero a escala—, se  nos comería a nosotros); en las comidas, se acerca rápidamente a nosotros para acechar los manjares que se despliegan en la mesa: le gusta especialmente el jamón de york, que devora a mordisquitos sistemáticos y que inmediatamente rememora relamiéndose con felina insistencia; y, en fin, cuando le apetece, se acerca a uno, frotándose contra las piernas, para que lo acaricie: se presta al sobo exponiendo la panza y ronroneando. También camina inverosímilmente por el alféizar de las ventanas, pisando solo en los escasos huecos entre las cosas. En esta tarea, no obstante, cometerá un error. La noche del sábado, cuando Christian y yo estamos hablando de Antonio Escohotado y su tardía defensa del liberalismo económico, Indie derriba un jarrón azul, que se hace añicos contra el suelo. Es un baldón en su expediente. Christian me confirma que hasta ese momento nunca había roto nada (salvo unos cuantos ratones). Mientras recogemos los cristales, Indie nos mira, con una indiferencia rayana en la ataraxia, desde una silla a la que se ha subido y que le sirve de atalaya del mundo. El domingo por la mañana, Christian, Tere y yo visitamos Sant Aniol de Finestres, un pueblo del mismo término municipal que Sant Esteve, aunque llamarlo pueblo sea una exageración: solo tiene media docena de casas apiñadas en torno a la airosa iglesia de Santa María, consagrada en el 974. Está cerrada, pero paseamos por los alrededores y disfrutamos de las vistas: un rincón del valle de Llèmena, con picachos notables, entre los que juguetean, y se deshilachan, las nubes bajas. Junto a nuestro coche hay aparcada una furgoneta, cuyos ocupantes charlan sentados en sillas plegables y multicolores de camping, y de la que asoma la cabeza de un chucho que nos gruñe. Por fortuna, los domingueros refrenan las ganas del animal de salir a morder a los que perturban la ruidosa tertulia de sus dueños. El fin de semana concluye en el restaurant Mas El Siubès, al que he querido invitar a mis anfitriones. Christian y yo optamos por una sopa de verduras de primero —el día es desapacible, y nos sentará bien—, pero diferimos en el segundo: yo pido unos calamarcitos y él se decanta por un filete de brontosaurio con patatas. Tere prefiere un plato de pasta y luego bacalao. Un buen vino de la casa alegra el ágape, aunque lo que más nos lo alegra, al menos a mí, es una camarera de la tierra —con el catalán bruñido que ya les hemos oídos a las chicas deseosas de llegar a la iglesia— que nos pide disculpas por una imprecisión en el servicio alegando que «es nueva», y a la que estamos encantados de disculpar a la vista de su simpatía y sus hechuras, equiparables a las de las imponentes montañas que llevamos viendo todo el fin de semana. Naturalmente, no le cuento nada de mi caída en el barro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario