miércoles, 16 de marzo de 2022

Los placeres de la colonoscopia

En el mundo de mis horrores infernales, la colonoscopia ocupaba uno de los primeros lugares. Supongo que la educación recibida, para la cual toda introducción de cosas por el ano de un hombre era una violación nefanda de las leyes de la naturaleza (el ano estaba hecho solo para que salieran cosas de él), influyó decisivamente en que aquel acto médico fuera lo más parecido, en mi imaginación, a una tortura demoníaca. Alimentaron mis temores, a lo largo de los años, los testimonios de amigos y compañeros de trabajo, que hablaban, para mi consternación, de objetos inenarrables que penetraban en las entrañas, de aperturas dolorosísimas y manipulaciones viscosas, y que dejaron en mi mente una impronta tan indeleble como los círculos del infierno de Dante (entre los que me extrañaba que no se contase uno específico para los colonoscopizados). Mis miedos se confirmaron, aunque en piel ajena, cuando acompañé a mi madre a una que le practicaron a ella, hace ya muchos años (he estado a punto de escribir «aunque, por fortuna, en piel ajena», pero me he refrenado: era mi madre). En aquel entonces, no se aplicaba anestesia total a los colonoscopizados, sino solo una sedación local, que atenuaba, pero no eliminaba, los dolores, como tuve ocasión de comprobar: los gritos de mi madre (que, por otra parte, era una gritona incorregible) llegaban, nítidos y escalofriantes, a la sala de espera en la que los acompañantes y otras inminentes víctimas del examen aguardábamos el final (o el principio) de aquella tropelía. (Podías saber quién era acompañante y quién víctima por el brillo de terror en los ojos, mucho más intenso en el caso de los segundos). Superado, mal que bien, aquel trance, llegó el momento que a todos los adultos nos alcanza, en alguna etapa de la vida, de someterme yo mismo a una exploración del colon. Fue en el hospital Vall d'Hebron, donde trabajaba la que entonces era mi mujer. Yo era, a la sazón, subdirector general de la Generalitat, y el estrés que aquel cargo me producía, sumado al de todas mis demás actividades literarias y familiares, me había ocasionado algunos desarreglos estomacales compatibles —así decían los médicos: compatibles— con un cáncer de colon. De modo que hubo que mirar dentro. Llegué más que asustado al paritorio colonoscópico, pero, de nuevo para mi asombro, todo fue de una grata levedad. Con mi mujer al lado, me durmieron quince minutos y, cuando desperté, todo había pasado, sin la menor conciencia por mi parte. Es más: desperté como en una nube, con una extraña sensación de bienestar. El hecho de que no se hubieran cumplido mis temores tuvo un efecto rebote psicológico: me encontraba mucho mejor de lo que nunca me habría imaginado. Por si fuera poco, el médico colonoscopizador había dictaminado: «¡Aquí no hay nada!». Y recordé que, como dice Woody Allen, «las dos palabras más bellas de nuestro idioma no son "¡Te quiero!", sino "¡Es benigno!"». Ayer me practicaron otra colonoscopia. Resulta que la Generalitat ha establecido un programa de prevención del cáncer de colon en el que llevo dos años participando (omitiré los detalles de cómo se reúne la muestra que se entrega a la Gene para su análisis) y en esta ocasión he dado positivo: dar positivo quiere decir que se han detectado restos de sangre en ella, lo que suena espeluznante, pero que no me preocupa demasiado: otro regalo del estrés que sufrí en mi etapa de subdirector es una pequeña fisura en salva sea la parte que a veces se hace notar. En cualquier caso, los protocolos (que son a la medicina lo que los algoritmos al tecnocapitalismo y, por lo tanto, a nuestra vida: cauces inflexibles por los que discurre la existencia y a los que nos sometemos todos, aunque se hunda el mundo) exigen que se haga la colonoscopia para descartar (o, ay, tratar) males mayores. Así que me tocó peregrinar de nuevo al hospital Mútua Terrassa, en la ciudad vallesana, de donde pronto me van a hacer socio de honor. Esta vez fui acompañado de mi hijo Pablo. Iba con una aprensión mucho menor, dada mi previa experiencia feliz, pero, en estas cosas de la proctología, uno nunca deja de tener la mosca detrás de la oreja, y mi mosca es una residente habitual; de hecho, tiene un contrato de larga duración detrás de la mía. Pensaba que me tocaría esperar horas, como suele suceder en la Mútua, pero la primera sorpresa llegó con la puntualidad con que se inició la prueba. Apenas unos minutos después de las once, dijeron mi nombre. Ni Pablo ni yo nos habíamos sentado aún en la sala de espera. En la sala donde se realiza la colonoscopia, que se parece mucho a un quirófano, te piden que te desnudes «de cintura para abajo» y que te pongas una de esas batas de hospital abiertas (e imposibles de anudar) por detrás, que siempre me han parecido humillantes, pero que en este caso son más adecuadas que nunca. Solo hay enfermeras. Una de ellas corre un biombo a mi espalda para que la desnudez no luzca en todo su esplendor (o más bien miseria). Bendita sea. Me tumbo en la camilla indicada, a cuyo lado hay una máquina que parece un monstruo de muchos brazos, dos de los cuales se elevan hasta el techo y cuelgan sobre mi cabeza, amenazantes. Una enfermera me pone sendos tubitos de oxígeno en las narinas, debajo de la mascarilla, de la que aquí no se prescinde ni debajo de la ducha, y el oxígeno me sabe metálico y azul. Otra me asesta una puñalada en la mano: es la vía para la anestesia. Desnudo, acostado, indefenso, con agujas y tubos en el cuerpo, bajo el ojo escrutador del aparato, grande como una nave espacial, que pronto escudriñará mis entrañas, y rodeado por varias enfermeras que azacanean a mi alrededor como abejas obreras (y que de vez en cuando intercambian alguna información sobre los novios o las vacaciones), siento que me he convertido en un objeto: soy un mero cuerpo, despojado de todas sus virtudes intelectuales o espirituales (si es que tengo alguna); un conjunto mecánico de órganos que va a ser examinado como un coche en un taller; una cosa puesta en una mesa para que se vea cómo funciona por dentro, como hacíamos de niños para averiguar el secreto del movimiento de los juguetes. Las enfermeras, y luego la médica, que se presenta doblemente (porque viene y porque me dice su nombre, y que va a ser ella la que colonoscopice), actúan con gélida profesionalidad: yo soy un acto más de un día que estará lleno de ellos, como todos los días. La anestesia que me administrarán es propofol, la sustancia con la que se mató Michael Jackson. No me tranquiliza, o quizá sí. Un reloj redondo en la pared marca las once y cuarto de la mañana. Todo, delineado por su racionalidad científica, por el peso de la función que ha de cumplir, se percibe con mayor nitidez: el tic tac ominoso del reloj, el laberinto de pantallas e interruptores de la máquina, las luces heladas de la sala, el frufrú de las túnicas impermeables. «Vamos a empezar», susurra la gastroenteróloga. A continuación (o eso creo: la noción del tiempo se diluye en estas tesituras), fundido en negro. Desaparece todo. Recupero la conciencia, poco a poco, a las doce. Tampoco esta vez he sentido nada. Y el apagón me hace reconciliarme con la muerte: morirse, pienso, debe de ser algo así. U ojalá lo sea. Algo sencillo y dulce: un blackout, como dormirse, pero radical: sin sueños ni despertar. La conciencia se esfuma y eso, lejos de ser la tragedia que hoy me parece, se convierte en un descanso absoluto y un consuelo definitivo. Me han puesto, otra vez, detrás de un biombo, y un enfermero me urge suavemente a levantarme y vestirme. Esto no deja de ser una cadena de producción: muchos otros esperan para hacerse la prueba. De hecho, veo camillas entrar y salir sin parar de la sala. El placentero mareo que siento, como la sensación de bienestar que nos invade después de una noche bien dormida, se disipa por momentos, aunque todavía estoy un poco flojo cuando me reencuentro con Pablo a la salida. El león de la colonoscopia no ha sido tan fiero como lo pintaban. Al contrario: me ha dado un placer y una conformidad inesperados. Ahora solo falta corroborar a Woody Allen.

4 comentarios:

  1. Estimado Eduardo, espero que todo salga bien. Un saludo

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  2. Gracias, Diego, por tus buenos deseos. Yo también espero que todo vaya bien. Un fuerte abrazo.

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  3. Genial la narración, Eduardo, como siempre. He vivido varias veces la atención en los hospitales y es tal como lo cuentas.
    Espero que todo vaya bien. Seguro que sí. Un abrazote

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  4. Todo va a ir bien, confía en mi intuición.
    Besos a montones.

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