Muchos críticos y reseñistas dicen, ante un libro traducido: “Como dice [el autor]...”. Pero el autor no dice eso, sino otra cosa. Quien ha escrito las palabras que se leen, es el traductor.
Aquel que, ante diferentes traducciones de un autor, pedía con desesperación: “¿Pero qué dice? ¿Qué dice de verdad?”. Esa es la esencia –y el drama– del traductor. “Qué dice de verdad” solo se puede saber leyendo el texto original.
Todo es traducción: de los actos de los demás, del sentido de las cosas, de nosotros mismos. Pugnamos siempre por convertirnos en algo comprensible, porque nos resultamos extraños, porque no entendemos nada.
Y todo es traducible, bien sea con la correspondencia léxica pertinente, con una traducción circunlóquica que explique el original o con una nota a pie de página, aunque esta última implique un cierto reconocimiento de derrota. Porque se traduce el sentido, no las palabras, como se advierte con claridad en las frases hechas. Si queremos decir “de perdidos al río” y solo traducimos las palabras, obtendremos from lost to the river. Si traducimos el sentido, recurriremos a términos que no tienen nada que ver con “perder” y “río”, pero que comunicarán correctamente la idea: in for a penny, in for a pound.
Hay muchas formas de decir bien las cosas.
Traducir supone comprender que cada idioma tiene una lógica particular (y solo cuando se aprende esa lógica, se aprende en realidad el idioma): relativiza la concepción del mundo, subraya la arbitrariedad de las ideas y las descripciones que manejamos, porque las ideas y las descripciones solo puede formularse con palabras, solo pueden revestirse de la carne de las palabras.
Hay que ser modesto: por una parte, las cosas siempre se pueden decir mejor de lo que las ha dicho uno; por otra, la traducción está fatalmente destinada a diluirse con el tiempo en el flujo del idioma, salvo que se convierta en una obra de arte en sí misma, como el Cantar de los cantares de Fray Luis de León.
La traducción es la lectura más radical posible, que permite un abismamiento asimismo radical en la vida/psique del autor. Ese “ser otro” y ese “vivir más”, en la piel del autor, es uno de los grandes objetivos de la literatura: incrementar la vida, existir con más intensidad.
A quien traducimos, nos traduce.
Al traductor, una figura flexible por naturaleza, se le puede considerar muchas cosas: además de un traidor y un impostor, también un camaleón. Pero un camaleón que deja su impronta –su estilo– en lo que traduce: Borges, por ejemplo, simplifica al torrencial Whitman. Y un actor: los traductores son los actores de la literatura, los que interpretan el papel de otro, los que dan vida en un idioma a lo escrito en otro.
Los traductores y los actores suelen ser gente de izquierdas. Como los mineros. Los tres se sumergen en otros mundos y devienen conscientes de la relatividad de todo, o de su discrecionalidad: la realidad, tal como la entendemos –es decir, tal como la construimos–, no es más que una disposición arbitraria de los elementos del mundo; y nada está más allá de su representación.
Traducir siempre es un campo de minas, y el error puede estallar en cualquier momento. La traducción es tan importante que ese error puede generar una diferencia civilizatoria. Nuria Barrios, en su reciente ensayo La impostora, recoge la tesis de Delphine Horvilleur, en En tenue d’Eve, según la cual, si en el cristianismo hubiera prevalecido la primera versión del Génesis sobre la creación de Adán y Eva [“Y creó Dios al hombre a su imagen: varón y hembra los creó”] sobre la segunda [“No es bueno que el hombre esté solo; (...) mientras dormía, le sacó una costilla y llenó el hueco de carne. Después, de la costilla que había sacado al hombre, el Señor Dios formó una mujer y se la presentó al hombre”], la mujer no habría estado condenada a la subordinación al hombre, como ha ocurrido en los últimos dos mil años. El error proviene de traducir la palabra hebrea del Génesis tzela como “costilla” –es decir, como parte de un cuerpo, como elemento supeditado de un ser– en lugar de como “lado”/“costado”, tal como se traduce casi siempre en los Evangelios. En el Éxodo, por ejemplo, tzela se refiere a los lados del tabernáculo.
En el traductor hay siempre un poso de insatisfacción, pero también puede quedar deslumbrado por un fogonazo de perfección (le mot juste que perseguía Flaubert; o, ya puestos, la phrase juste, le paragraphe juste y hasta le livre juste). Se percibe entonces una naturalidad exacta. Esos momentos en los que uno no se siente atrapado por la sintaxis del original –nos liberamos, sin violencia, de sus redes léxicas y rítmicas, y alcanzamos la desenvoltura y la llaneza ansiadas– y la traducción fluye con plenitud, son la mejor retribución del traductor (además de la paga, claro).
Traducir consiste en tomar decisiones constantemente, en cada palabra, en cada signo de puntuación. Y tener que decidir agota. Por eso me siento siempre exhausto después de una sesión de traducción.
Uno de los principios de la traducción dice que no ha de notarse que es una traducción, es decir, que el texto debe parecer escrito originalmente en el idioma de llegada. ¿Sí? ¿Siempre? ¿O debería ser como la restauración de monumentos históricos, en las que se deja ver que es un monumento antiguo, que no se reconstruye, sino que se rehabilita? En todo caso, que se note por deliberación, no por ignorancia.
Hay dos tipos de traductores: los onanistas (que solo traducen lo que se parece a lo que escriben ellos, o lo que les gusta) y los masoquistas (los que también traducen, y casi prefieren traducir, a los autores que difieren de sus preferencias, o incluso a los autores que detestan, porque eso les obliga a enfrentarse a otras estrategias comunicativas a las que, de otro modo, no se acercarían). Yo, que soy onanista, como todos, he practicado el masoquismo, entre otros autores, con Bukowski, que estaba en los antípodas de mi sensibilidad como poeta (y casi como persona). Pero no me arrepiento de haberlo hecho. Aprendí mucho.
Como traductor, me dan mucho más trabajo, y me dejan mucho más insatisfecho, los pasajes descriptivos. En los que predomina la acción son mucho más gratificantes (y más fáciles).
Traducir es como conducir (bien): no basta con mover el volante y pisar los pedales. Hay que estar atento a todo, con el radar permanentemente puesto, con las orejas siempre levantadas, para captar todo lo que suceda en el texto, o lo que pueda suceder.
Úrsula le Guin recomienda traducir con “rigor imaginativo”, como pedía también el surrealista: “ser riguroso en la alucinación”. A menudo, yo diría que casi siempre, para ser fiel al original –a lo que dice y a cómo lo dice: ritmo, musicalidad, color, que nacen de la estructura profunda del texto, de su lógica subyacente, que es tanto la del autor como la del idioma que emplea–, hay que apartarse del original.
La busca de la literalidad conduce a productos monstruosos (de un rigor aplastante, no imaginativo, como propugnaba Le Guin): Nabokov tradujo al inglés, palabra por palabra, Eugenio Oneguin, la novela en verso de Pushkin, en una edición que requirió cuatro volúmenes: uno con el texto de la traducción, dos dedicados a las notas del traductor, y el último, con el original del cirílico en facsímil.
¿Es la traducción colectiva la mejor traducción posible?
La labor del traductor debería estar más reconocida,en última instancia es un intermediario entre la lengua original y la de llegada. En todas las traducciones debería ocupar un lugar destacado junto al autor del libro traducido. Quisiera desearle a Eduardo éxito en las traducciones que está llevando a cabo,aunque no va a necesitarlo es un avezado traductor. No es que yo sepa de traducción, pero tiene una fama que le precede.lo sé por la gente que lo avala. Un saludo. Diego
ResponderEliminarTraducir un libro en colectividad con otros autores te puede sacar del apuro de un bloqueo, creo.
ResponderEliminarNo obstante, abogo por la traducción individual. Es muy divertido ver las diferentes traducciones sobre un mismo texto o poema y elegir al que mejor se ajuste a nuestro gusto. Traducir debe ser tan agotador como fascinante.
Un abrazo fuerte lleno de cariño.