La evidencia de la soledad es una de las más palmarias que he experimentado. La primera redacción de esta frase inicial (más importante, en un texto, que la última, contra lo que suele creerse) decía: «que experimentamos». Pero no quería generalizar, que es otra forma, más grosera, de imponer el propio pensamiento —el propio yo— a los demás, precisamente porque estoy hablando de la soledad, un asunto irreductiblemente individual (aunque, sumado a tantos otros asuntos irreductiblemente individuales como personas existen, constituye un problema radicalmente colectivo). «La vida es soledad. / Nadie conoce a nadie. / Cada uno está solo», decía Herman Hesse, aquel alemán al que tanto leíamos cuando éramos adolescentes, en «Entre la niebla». Es una formulación estricta y exacta de un hecho que no puede sino imponerse, si mantenemos abiertos los ojos de la conciencia y despejada la capacidad para reconocer la verdad: para construirla en cada circunstancia de la vida. Manoteamos, a lo largo de los años, por vulnerar ese hecho, o por inadmitirlo: la familia nos estabula en un reducto no elegido, que tanto puede mitigar las arideces de los días como acrecentarlas hasta convertirlas en una condena o una tortura; la amistad procura un alivio cálido pero inevitablemente transitorio, susceptible, además, de numerosos palideceres y enflaquecimientos; y el amor, ¡ah, el amor!, se presenta como el gran redentor de la soledad humana, como la fusión de un ser con otro ser, como la compaginación casi mística de sendos devenires naturalmente separados. Pero, como los anteriores bálsamos, es solo una quimera: un sucedáneo epidérmico de la consonancia, transido de intereses e inflado de mitos consoladores. Algunos, más desengañados o más incapaces o más ilusos, encontramos algún refugio en el arte; yo, en la literatura. Con un libro nunca estás solo, han dicho muchos por ahí y he pensado yo también, voluntariosamente, mucho tiempo; hasta cierto punto, lo sigo pensando, pero con mayor escepticismo que antes. Porque mi creencia ha pasado a ser: no importa lo que hagas, siempre estarás solo, aunque algunas tareas puedan aturdirte y apartarte, siquiera fugazmente, de esa realidad inexorable. Batallamos por que no haya fronteras entre el ser y el mundo: por no hallarnos a la deriva en una unidad incomunicada e incomunicable, que surca la oscuridad esencial de la existencia; por no flotar en una nada en la que solo estamos nosotros, o que somos nosotros. Salir del yo para encontrar al otro significa abandonar el agridulce refugio que, pese a todo, nos proporciona nuestra intemperie —la que edificamos con nuestras debilidades, nuestras imperfecciones y nuestros miedos— y empezar un baile de golpes con las aristas de las intemperies ajenas, que son mudas, o que apenas balbucean, pero que hieren; una zarabanda de rozaduras con las asperezas de los demás, tan callosas como las nuestras. A veces creemos que podremos tender puentes, o que seremos capaces de vencer la incomprensión, o que gobernaremos las diferencias y la distancia. Pero el centro está lejos. Y, ay, la periferia también. Ese núcleo en el que ciframos la disolución de nuestra soledad es inalcanzable. Y el territorio que debemos atravesar para comprobar que lo es, no solo se prolonga sin horizonte durante la vida, sino que está plagado de secretos, y rincones inconfesables, y convenciones (que, además, no hemos establecido nosotros, sino seres desconocidos y casi siempre malignos), y cobardías, y olvidos, y un mar de estratos y superposiciones que anulan cuanto somos: que lo minan, aunque pretendan acorazarlo. El otro es, en realidad, inaccesible. Y nosotros mismos, también. He dicho «cuanto somos», pero ni siquiera sé si somos algo —si el ser puede fijarse, si cabe delimitarlo como un continente de fenómenos incontrovertibles—, y acaso eso constituya la soledad más cierta (y más horrenda): la de quien ni siquiera es capaz de afirmarse. Borges escribió memorablemente en «Un sábado»: «Está solo y no hay nadie en el espejo». Churchill, que practicaba sin descanso la mordacidad inteligente, dijo algo parecido, pero exento de implicaciones existenciales: «Llega un taxi vacío y se baja Clement Atlee», refiriéndose al líder laborista, durante muchos años su principal rival político, un hombre, por cierto, delgado y pequeño (pero enorme en la defensa de los valores públicos: él creó, por ejemplo, el Servicio Nacional de Salud, la atención médica universal en su país). La carcajada que suscita la boutade del viejo Winston no dinamita el pasmo profundo: por la invisibilidad que nos procura la soledad; por la certidumbre de la soledad que te hace desaparecer. Quizá vivamos muchos años con una persona y descubramos al final que nunca hemos sabido nada de ella. O quizá descubramos que, tras muchos años de convivencia con nosotros mismos, también nosotros éramos unos desconocidos. Que nuestro estar aquí es solo una ficción, o un búnker en el que es imposible entrar, y más aún salir, o un campo de batalla en el que nunca derrotamos a nuestra incapacidad para expresarnos, o en el que siempre nos derrota nuestra incapacidad para entender: para salvar la lejanía de otros cuerpos que se nos resisten, aun entregándose carnalmente; de otras conciencias que se niegan a volverse porosas, a ser penetradas; de otros espíritus —si es que tal cosa existe— en los que podamos poner las manos, como las ponemos en la arena o en la nieve. En esa conexión material depositamos nuestras esperanzas, que no pueden verse sino frustradas. La soledad es la antesala de la muerte, que visitamos a cada instante. La soledad es el camino que recorremos cada día, minuciosa, interminablemente. La soledad es la respiración. Y es irremediable, por más que gritemos, o sonriamos, o hagamos el amor con alguien a quien queramos. Somos soledad, y no podemos redimirla con nadie. No podemos diluirnos en nadie.
Una reflexión de gran lucidez y certera. Un abrazo
ResponderEliminarLa biografía de Churchill de Andre Roberts es recomendable? Es un personaje que no me inspira simpatía, pero si la recomiendas por algo será. Un saludo
ResponderEliminarGracias, Diego, una vez más, por tus palabras. Sí, la biografía de Churchill de Andrew Roberts es un gran trabajo de investigación, riguroso, documentadísimo y ecuánime. No oculta los lados oscuros de Churchill, que fueron bastantes. Por otra parte, está escrita con buen pulso narrativo, aunque a veces el escrutinio de los muchos e intrincados entresijos de la política británica, a lo largo de la extensa vida del biografiado, resultan un tanto morosos (y quizá prescindibles) para un lector español. Pero es un texto del que he disfrutado, y que ciertamente recomiendo. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias por tener la amabilidad de responder. Un abrazo
EliminarNo estoy de acuerdo contigo, Eduardo.
ResponderEliminarCreo que saberse amado es la certeza más poderosa que existe, la que mejor nos protege de la soledad y el miedo.
Los hijos se sobreponen a muchos fracasos y dificultades porque saben que el amor de sus padres los sostiene. Los padres se despiden del mundo con menos miedo cuando sus hijos les dan amor. Quien ama despierta y cierra los ojos, cada día, alentado para resistir en el camino de su propia intemperie porque a toda costa quiere que alguien se sienta amado.
Suscribo con un fuerte abrazo desde mi "d", como una "C" panza arriba, plena de Kafka.
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