Juan Manuel Uría es un poeta que pinta y un pintor que escribe poesía. Aunque en estos Apuntes sobre pintura nos descubra que empezó siendo pintor —en el papel pintado recién colocado de su casa, cuando tenía dos años, como sus padres podrán recordar; entonces, inconscientemente, quería copiar a Kanagawa— y que, tras muchos años de ejercicio de ambas artes, prefiere la pintura, porque en ella no hay mediación alguna —ningún lenguaje articulado ejerce de filtro, de estadio intermedio, entre la conciencia y la obra—, tanto da: poesía y pintura se funden en su sensibilidad, y en su trabajo, con una naturalidad admirable. En ambas empieza por lo mismo: mirar. Mirar no solo para deslindar un fragmento de la realidad, sino también, y aun sobre todo, para deslindar un fragmento del ser: ese que se proyecta, o quiere proyectarse, desde el magma de la psique, en un objeto o un instante, y constituirse en trazo o verso. Esa revelación del espíritu es también la revelación de algo que ya existía, pero que aún no se había visto, que aún no se sabía que estaba ahí, aunque estuviera delante de los ojos. La mirada de Juan Manuel Uría crea realidad: la suya, la nuestra. Es un error muy común creer que el poeta es alguien que escribe. No: en primer lugar, el poeta es alguien que mira, que sabe mirar, y que luego, si acaso, vierte esa mirada en la horma del lenguaje, para que sea también la de todos. La tarea del poeta, y la del pintor, es mirar y construir, construirse, con esa mirada.
En Apuntes sobre pintura, Juan Manuel Uría repasa y analiza el proceso de creación que sigue como pintor. Y lo hace fragmentariamente, una manera caleidoscópica —lo caleidoscópico le seduce— de afrontar la reflexión sobre su propia labor, una forma clásica de la contemporaneidad: el apunte, el fragmento, el aforismo. El uróboros del pensamiento se constituye así a ráfagas, saltando de tesela en tesela hasta configurar el mosaico de un círculo infinito, interrumpiendo a cada paso la continuidad del discurso para alcanzar, paradójicamente, una continuidad más firme, que trasciende la línea y se asienta en una multitud dispersa, en una nube de asedios y fulguraciones. En estas notas, que, pese a su brevedad, no son a vuelapluma, sino que están gravemente pensadas, se reúnen la inteligencia y la incertidumbre, la ironía y la subjetividad. Con una prosa en la que se transparenta su condición de poeta —tan precisa como depurada, y hospitalaria con algunos procedimientos singularmente líricos, como la paradoja o la repetición—, Juan Manuel Uría labra un diario personal, un cuaderno de trabajo y un tratado de estética. La suma de estos elementos le permite expresar tanto sus preocupaciones existenciales como su concepción del arte; tanto el trato que debería darle la sociedad a la pintura como el servicio que esta puede prestar a la sociedad; tanto sus mecanismos creativos —incluso sus trucos de taller— como las dificultades que ha de vencer; tantos los artistas que estima como las escuelas que aborrece; tanto sus filias como sus fobias, y ambas muy razonadas, con lo difícil que es razonar los gustos y los disgustos.
Juan Manuel Uría se asienta en la tradición estética de la vanguardia y, con mayor precisión, en el afán surreal, que razona con tino y convencimiento. Para él, la pintura no es, no puede ser, la simple traslación de algo exterior al lienzo o al papel. Porque, si lo es, no significa nada: no aporta nada. Para él, la correspondencia no se establece entre el ojo y lo que está fuera del ojo, con el fin de confeccionar una reproducción reconocible, sino entre la conciencia y lo que está fuera de la conciencia (o dentro, pero aún no lo hemos aprehendido): es esta la que retrata al mundo, la que se vuelca en el mundo, la que es el mundo. La pintura no plasma los paisajes que están ahí afuera, sino los que están aquí adentro; no el mundo que vemos, sino lo que vemos en el mundo. “La pintura”, escribe Juan Manuel Uría, hegeliana (y marxistamente), “es un intento de levantar puentes entre el adentro (tesis) y el afuera (antítesis) para lograr la síntesis de la superrealidad, rozando con un dedo la belleza”. Por eso su rechazo del realismo es absoluto; y del hiperrealismo, hiperabsoluto. Juan Manuel Uría huye en la pintura, como de la peste, de la normalidad, de la sensatez, de lo previsible y contemporizador. No atiende a límites ni a comodidades. Solo lo difícil es estimulante, decía Lezama Lima. Y lo difícil es el objetivo de Juan Manuel Uría, como él mismo declara en una de sus anotaciones; y su tendencia, lo imposible. La pintura es para él un rapto y un combate, que nunca sabe cómo empieza y menos aún cómo puede acabar; normalmente, dice, con la tela o el papel rasgados, y los lápices rotos, y las pinturas derramadas, y el cuerpo exhausto, pero el ánimo feliz, aunque el cuadro no haya salido. La pintura es una aventura por lo imprevisible, por lo no pensado —aunque en estos apuntes piense muy bien lo que dice, y él pinte para pensar—, en busca de lo que siempre han buscado los artistas verdaderos: el otro lado, la otra realidad, la sustancia oculta de lo que ocurre, de lo que nos ocurre. Su manipulación de lo visible aspira a lo invisible. Y en esta aventura, que es una lid muy fiera, parte del vacío, de un vacío creador, de un vacío a la escucha, atento a cualquier vibración de la conciencia, y se adentra, armado de intuición y con toda la libertad de la que es capaz de revestirse —en interminable pugna con los prejuicios y las arbitrariedades que imponen el orden social y las escuelas de Bellas Artes—, en el territorio de lo desconocido, de lo que nos revela a la vez que se revela. Juan Manual Uría no teme, en esa pelea constante, la imperfección ni la contradicción. Ambas encarnan lo humano, y él abraza lo humano; ambas son claraboyas —a veces, puertas— a lo no sido pero que ahora es, a lo ininteligible pero cristalino, a lo áereo y no obstante grávido. Se trata de que la pintura —como la poesía— transmita calor: que sea aliento y sudor, como una vaharada en invierno, como un derramamiento de esperma; que sea sombra y día, bondad y perfidia, inconsciencia y razón; que lo sea todo, en realidad, y que esa síntesis se traduzca, como dice Uría en uno de estos fragmentos, “en un desvelamiento que se [acerque] al silencio metafísico, sublime, de un mar en calma”. Como tampoco teme a a lo monstruoso. De hecho, lo busca, lo ensalza: gracias a lo monstruoso —a la pintura, verbigracia, de Francis Bacon, de Toulouse-Lautrec, de El Bosco, de William Blake, que fue también conspicuo poeta— se han conseguido visiones nuevas de lo humano. Lo monstruoso forma parte, para Juan Manuel Uría, de un conjunto de características que definen el mundo otro, radicalmente individual, quebrantador de lo canonizado, espurio y por eso mismo iluminador, en el que también se encuentran la deformidad, la desproporción, la ausencia: todas las formas de la asimetría, que garantizan la realidad verdadera, la realidad que está más allá de lo pactado, de lo común. Coherentemente con su teoría, la contradicción está presente en estos Apuntes sobre pintura. “¿Me contradigo?”, se preguntaba Walt Whitman en un poema; y se respondía: “Pues bien: me contradigo”. Uría demuestra el sentido profundamente humano que tiene este reconocimiento. En un apunte, afirma: “La belleza no es codificable ni se puede someter a reglas. Además, a la verdadera belleza le importamos un comino. Le da igual si la contemplamos o no. No nos necesita”. No importa que no se esté de acuerdo con el aserto —la belleza solo existe si es contemplada; y también es codificable, como todo en el mundo atómico (y en el subatómico), aunque los códigos sean siempre falibles y estén sujetos al azaroso curso de la historia—; lo importante es su pertinencia discursiva y su adecuación al cosmos estético del autor, y, por lo tanto, su íntima veracidad. Como también es veraz este otro apunte, formulado muchas páginas más tarde, que acaso desmienta la invocada indiferencia de la belleza por su contemplador: “¿Seguirá ahí el cuadro cuando el observador desaparece?”.
La pintura es, para Juan Manuel Uría, una actividad sagrada, esto es, partícipe de una condición trascendente. Pero es una sacralidad laica: no pretende el vínculo con ninguna divinidad exterior, sino con la muy interior del propio ser humano: con sus entrañas sintientes y su razón creadora. Esa actividad tiene muchos objetivos, de varios de los cuales ya se ha dado cuenta en este prólogo —innecesario, como todos—. Pero otro, esencial, y cuya mención no quiero omitir aquí, es la captura del instante, como también persigue el haiku, del que Uría se demuestra conocedor y, como poeta, es practicante. El pintor, como el poeta, quiere detener el tiempo en el papel. “Todo arte”, leemos en uno de estos Apuntes sobre pintura, es “un esfuerzo (…) por aprehender, fijar, retratar el instante”.
Apuntes sobre pintura es un vasto, modélico fresco de las tribulaciones y pensamientos de un espíritu creador, que busca entender su arte para entenderse a sí mismo y al mundo. La prosa de este libro es excelente. No lo es menos el arsenal de intuiciones y dudas que despliega, que nos interpelan como una pincelada incisiva o un brochazo mordiente. Todo en él es vívido y vivido; todo, hasta lo incomprensible, tiene sentido.
[Prólogo de Apuntes sobre pintura, de Juan Manuel Uría, Madrid, Polibea, 2022, pp. 7-14]
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