miércoles, 13 de abril de 2022

En Bilbao: la Fundación Blas de Otero (y 2)

Hoy he quedado para tomar un café con el poeta y escritor José Fernández de la Sota, al que conozco, intercambio de libros mediante, desde hace muchos años, pero al que nunca había tenido la ocasión de saludar en persona. Nos hemos de encontrar en la cafetería del Museo de Bellas Artes de Bilbao, junto al parque de Doña Casilda de Iturrízar, de aires tan británicos, y tan hermoso como su nombre. Para llegar al lugar de la cita, he de atravesar el barrio africano de Bilbao; quizá haya otros, pero este sin duda es un barrio negro. La mucha inmigración magrebí y subsahariana parece concentrarse en estas calles —como la de San Francisco— en las que abundan las tascas étnicas y los locutorios desde los que se puede mandar dinero al infinito y más allá. Aunque también, en este cogollo foráneo, encuentro un misterioso Museo de las Reproducciones, que no sé si es un museo erótico. A continuación, hay una tienda que, según reza el cartel manuscrito colgado en la puerta del establecimiento, no permite entrar en patinete. Y, más allá, una casa de lenocinio. (Me encanta esta expresión: casa de lenocinio, que se usaba mucho en las novelas sicalípticas [otra palabra fantástica: sicalíptico] que leían nuestros bisabuelos, pero que hoy ha caído en desuso [la expresión, no la casa]). Un joven africano, con una cerveza en la mano, canta y bailotea por la calle. Tres marroquíes discuten en un puente. Los autóctonos que transitan por el barrio también dejan su impronta. Una treintañera le cuenta a otra lo que le dijo a un hombre: “¡Qué antiguo eres, con tanto pelo!”; y yo, que no sabía que el pelo se asocia entre los jóvenes con la ranciedad, me siento fatalmente provecto. Un hombre que pasea con su pareja se aparta de golpe de ella y le grita: “¡Cari, coño, que no me hagas eso!”. No sé a qué se refiere, pero debe de ser tremendo. Pasa también un coche patrulla de la policía local, cuya sirena suena como unas maracas: para reducir el impacto acústico, la gendarmería ha elegido a Antonio Machín; no es una mala opción. A José me lo encuentro antes de llegar al Museo de Bellas Artes, por la calle. Yo, que llego con alguna antelación, me dirijo a un Re-Read cercano y, de pronto, José aparece por una esquina. Nos reconocemos y nos abrazamos, y decidimos hacer juntos la visita al Re-Read. Compro varios libros y le regalo uno a él: Libro de las enumeraciones, un excepcional poemario de Bruno Marcos Carcedo, publicado en 1996 en la benemérita colección Provincia, de León, que durante mucho tiempo dirigió Antonio Gamoneda (“No tiene fin la ansiedad y muerde la piel como una solución carbónica y recorre el interior del tiempo y se enquista en los labios como una cifra mientras el corazón se sacude como un pez...”, escribe Bruno). Pero el dueño de la librería se queja de que le vaciamos los estantes. Es el primer vendedor que conozco que lamenta vender. Le digo —y me siento estúpido al decirlo— que vender es bueno para el negocio, y el hombre me contesta, que sí, que vale, que no está mal, pero que a él lo que le gustaría es vender y que los estantes siguieran llenos. “Es que tú lo quieres todo”, añado. “Claro, como todo el mundo”, zanja el insólito mercader. José me lleva, después de la razzia en el Re-read, a ver el nuevo estadio de San Mamés, de aires catedralicios, pero no por su elevación, sino por su majestuosidad, por su espesura anillada y escamosa. El campo, un dónut gigantesco, se alza en un promontorio desde el que se divisa, al otro lado de la ría, el barrio de Zorrotzaurre, unas vistas de las que disfrutaríamos más, no obstante, si no hubiese empezado a llover, y hasta granizar, con rachas de viento que tratan a mi exiguo paraguas como si fuese de papel. Al lado mismo del estadio hay varias facultades de la Universidad del País Vasco: esa cohabitación del espectáculo popular que es el fútbol y la educación superior que es —o debería ser— la universidad, es una certera metáfora de la hibridación social de esta tierra y de la mezcla de pasiones —o pulsiones— que anima a sus gentes. Como el tiempo no mejora, José y yo nos apresuramos a refugiarnos en la cafetería del Museo, un lugar pequeño, pero, acristalado como está, lleno de luz, hoy gris, y de verdor. Allí hablamos de lo que siempre hablan los letraheridos: de letras y de heridas. Yo le cuento que otra participante en el Festival de las Letras al que me han invitado, una treinteañera profesional de la cultura, que habla con la jerga de los profesionales de la cultura y solo expone las ideas amasadas por los profesionales de la cultura —el coordinador del Festival la ha presentado, en una entrevista que hemos hecho ambos para la agencia Efe, como “pensadora”, entre muchas otras cosas, y yo me echo a temblar de que lo que expele esta mujer sea considerado  “pensamiento”, y, además, pensamiento contemporáneo, progresista: el pensamiento que hay que compartir—, no sabía quién era Ramón J. Sender (igual que otra joven novelista a la que conocí en Inglaterra, que nunca había oído hablar de Ignacio Aldecoa). José me habla, por su parte, de los muchos escritores —varios de ellos, vascos— que fueron referentes intelectuales y hasta éticos en su momento, pero que, por ofuscación o senilidad, han abrazado la reacción. Sánchez Dragó es el ejemplo más evidente: desde los fabulosos pero bien documentados y escritos delirios de Gárgoris y Habidis hasta VOX. Aunque este hombre siempre se ha movido por el pasado: hoy ha culminado su andadura y vuelto al paleolítico. José y yo coincidimos casi totalmente en la valoración de muchos poetas de nuestro tiempo (coincidencias que se dan asimismo en lo personal: por ejemplo, ambos fuimos gastadores en la mili, y haber compartido una condición castrense que te obliga a llevar un CETME al pecho y un serrucho o un hacha a la espalda, une mucho). Ninguno de los dos nos explicamos el prestigio abrumador de Gil de Biedma, que nos parece un poeta insuficiente, por decirlo con suavidad; en cambio, los dos celebramos la poesía y la obra en prosa de Gimferrer y Gamoneda, y la crítica literaria de Miguel Casado. Tras la distendida charla y varios tés, José quiere enseñarme la Fundación Blas de Otero, que dirige, y me acompaña a su sede. Me emociona visitarla, porque Blas de Otero fue un poeta esencial en el despertar de mi vocación poética. De hecho, fue, con Pablo Neruda, el autor que determinó que me dedicara a esta tarea humilde y solitaria, pero salvadora, de la poesía. Hace mucho años, leí Ancia con pasmo y fervor (como el Canto general de Neruda), y supe que aquello era lo que yo también quería hacer; o lo más parecido que pudiese. José me enseña los objetos personales que se conservan de Blas —en primer lugar, su boina, que cuelga de un perchero a la entrada, como si el poeta fuese a salir de casa en cualquier momento, pero también plumas, gafas y papeles— y luego, con delectación, su biblioteca, también personal, de la que extrae, con cuidado, algunos ejemplares especialmente valiosos, como la primera edición española de Trilce, de 1930 —que fue la que realmente propulsó a César Vallejo en el mundo hispanohablante—, o las ediciones princeps de Hijos de la ira (otro libro decisivo en mi formación como poeta), Poemas humanos —de nuevo, Vallejo— o La casa encendida, el enorme poemario de Luis Rosales, entre muchos otros. En una edición de poemas de Unamuno, Blas anotó en una página de respeto: “Si este hombre es poeta, yo soy arzobispo”. Es lo mismo que he garabateado yo en no pocos libros de poesía (comparándome con astronautas, pilotos de cabotaje o el descubridor del Amazonas). No obstante, espero no equivocarme como él, porque Unamuno sí fue poeta, y esencial en la poesía española del siglo XX, aunque no destacara por algo fundamental en Blas de Otero: el sentido musical del verbo. Unamuno, es sabido, tenía poco oído. Cuando salimos de la Fundación, caen el sirimiri y la tarde, y yo me recojo con prisa, pero con buen sabor de boca: ha sido un día espléndido de conversación, literatura y amistad, y celebro haberlo vivido, aunque algo mojado.

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