Visito hoy Málaga, invitado por el Centro Cultural Generación del 27 a participar en el ciclo «Las Islas Invitadas», en el que dos poetas mantienen una conversación, entre sí y con el público, sobre poesía y literatura; en realidad, sobre lo que les dé la gana. El otro poeta es Jordi Virallonga, y es de celebrar que se reúna en una ciudad andaluza a dos autores catalanes que escriben en castellano (aunque Jordi lo hace también en catalán). Los autores catalanes que escriben en castellano están habitualmente excluidos de los círculos poéticos nacionales, las antologías y los premios oficiales. Son —somos— una isla en otro mar. En cualquier caso, volver a Málaga es un placer. La visité hace un lustro, de la mano de Jesús Aguado, coordinador de otro ciclo de lecturas en la Fundación Rafael Pérez Estrada; leí entonces junto a Juan José Millás. Y también hace un cuarto de siglo, en el mismo Centro Cultural Generación del 27, invitado por el anterior director del Centro, Ignacio Caparrós, desgraciadamente fallecido en 2015. Nos viene a recoger al aeropuerto Francisco Javier Torres, poeta y editor de E. D. A., una de esas pequeñas editoriales independientes que lleva funcionando, es decir, resistiendo, dieciocho años ya, y que tanto hacen por la salud del ecosistema cultural español, en la que Jordi ha publicado su último libro, Palabras para la resistencia (Sobre poesía y otras trincheras). Paco nos lleva a comer a un restaurante adyacente al Centro de Arte Contemporáneo, donde el yantar es soberbio, pero la dolorosa también: 60 eurazos por barba. Lo primero que hago después de instalarme en el hotel es, como siempre, callejear morosamente por la ciudad. Málaga vuelve a estar atiborrada de turistas. La pandemia no ha remitido —al contrario, crece; esta última semana todavía han muerto cincuenta personas por COVID en España—, pero ahora que estamos vacunados y nos sentimos inmunes todos preferimos creer que sí y obrar en consecuencia, es decir, como siempre: buscando el placer, la juerga, el aturdimiento. Las terrazas, pues, están llenas, los restaurantes también, y cientos de visitantes de pelo rubio y piel clara inundan las calles. Al margen de esta primaveral invasión de guiris, Málaga siempre me ha parecido una ciudad poderosa, muy urbana, valga la redundancia; nulamente provincial. Haberse convertido en un polo de atracción de los museos del mundo (Picasso, Thyssen, Pompidou; el Museo Ruso San Petersburgo ha sido temporalmente clausurado, a la espera de tiempos mejores) ha reforzado ese perfil de lugar universal, del que otras ciudades, como la mía, Barcelona, trabajan con ahínco por alejarse, como ha demostrado rechazando el establecimiento del Hermitage en el Puerto Olímpico. Las calles malagueñas siguen ofreciendo un espectáculo sin fin de minucias maravillosas. Veo, en un portal, el anuncio medio borrado de un «cirujano callista» que hace «destatuajes». Eso de un cirujano callista debe de ser como los cirujanos barberos del Siglo de Oro, pero para los pies. Y no entiendo por qué ha cerrado el negocio, como el letrero despintado parece sugerir, con la de tatuajes que podría destatuar. Hoy los tatuajes están por todas partes: y no solo ensucian los cuerpos, sino también los ojos de quienes los contemplan. Con lo bonita que es la piel humana, dejaba a su libre albedrío, limpia y natural. Más allá del curioso negocio quirúrgico, veo una de las numerosísimas cofradías de la ciudad, la de la Columna, dicho abreviadamente. Porque el nombre oficial de la entidad es Venerable y Muy Ilustre Hermandad de Cofradía de Nazarenos de Nuestro Padre Jesús de la Columna y María Santísima de la O, un análisis del cual —una vez recuperados del esfuerzo respiratorio que exige decirlo— nos conduciría a perturbadoras honduras sociológicas y, sobre todo, psicológicas. El portalón de la Cofradía es impresionante. Está diseñado para que salgan por él las imágenes santas, a lomos de los esforzados costaleros, entre las ovaciones y saetas de los creyentes. Pero igual podría salir un dinosaurio o un carro de combate. Cerca de la sede del Centro Cultural, donde va a tener lugar el encuentro, admiro una plaza en la que se ha instalado un hermoso jardín vertical y un homenaje a la imprenta Sur, aquella que, de la mano de Emilio Prados y Manuel Altolaguirre, fabricó, con exquisito gusto, tantos libros de los poetas de su generación, la del 27, y otros de feliz recuerdo. El texto grabado en una sobria plancha de metal, debajo del muro cubierto por la vegetación y flanqueado por sendos bustos de Prados y Altolaguirre, fue escrito por este, y dice: «Nuestra imprenta tenía forma de barco, con sus barandas, salvavidas, faroles, vigas de azul y blanco, cartas marinas, cajas de galletas y vinos para los naufragios. Era una imprenta llena de aprendices, uno manco, aprendices como grumetes, que llenaban de alegría el pequeño taller, que tenía flores, cuadros de Picasso, música de don Manuel de Falla, libros de Juan Ramón Jiménez en los estantes...». Con la belleza de rincones como este, y tantos otros de la urbe, se entreveran lugares moderadamente sórdidos, como un pasaje, cercano también al Centro, cerrado por una verja oxidada —que ahora está abierta—, tras la cual una gitana habla a gritos por el móvil, con un par de churumbeles rondándola, entre flores y bolsas de basura. No dejo de visitar el único Re-Read de la ciudad. En los establecimientos de la franquicia suelen recalar ejemplares de colecciones locales y provinciales que es imposible conseguir fuera de la ciudad o del ámbito en el que han visto la luz. Por eso vale mucho la pena husmear en ellos. Aquí me hago con tres títulos de la colección «Poesía Circulante», que dirigió e imprimió muchos años Rafael Inglada, exquisito editor, el más divertido de los cuales es, sin duda, el de Jesús Aguado, que vivió también mucho tiempo en Málaga: Veintidós más veintidós más dos haikus (o eso creo) con muchos bichitos y varios mensajes ocultos, publicado en 2004 (aunque no entiendo por qué no se acentúan los dos veintidoses que aparecen en él). Mientras revuelvo en los estantes, entra un cubano y envuelve a la librera en un discurso sabrosón sobre cierto proyecto literario, imprescindible, según él, para el que necesita saber a qué buenas editoriales puede dirigirse para publicarlo. Y por eso le pregunta a la librera, que, según él, tiene conocimiento de la materia (y que le responde con otro discurso sabrosón, pero este malagueño, hecho de acordes dulces y delicados seseos, fruto de una amabilidad ubicua). Pago y me voy justo cuando el cubano le pasa una tarjeta con sus datos para que pueda proporcionarle la información necesaria. Al acto para el que hemos sido invitados acude poca gente. José Antonio Mesa Toré, el director del Centro Cultural, nos ha contado que la Diputación Provincial de Málaga, de la que depende, ha sufrido un grave problema informático, que les ha afectado mucho, hasta el punto de no poder publicitar el acto como siempre habían hecho. Esta falta de difusión se traduce en una alarmante falta de público. No obstante, Jordi y yo, que hemos toreado en todo tipo de plazas, salimos airosos del trance, me parece. De hecho, la conversación se prolonga casi hora y media, y solo acaba porque Mesa Toré anuncia que, si eso, ellos se van a cenar y luego ya volverán. Los dos somos parlanchines, y las tribunas nos excitan hasta el punto de hacernos inacallables. En una de sus últimas intervenciones, Jordi expone lo que para mí constituye uno de los tópicos habituales sobre la literatura española: que no hay erotismo en ella hasta el siglo XX. Como estamos al final de la charla, apenas hay tiempo para refutar esa falsa carencia, pero la anoto mentalmente para discutirla por escrito en el futuro. A la mañana siguiente, Jordi y yo decidimos visitar el Museo Picasso, en el que, además de la obra estable del pintor malagueño, hay dos exposiciones temporales: una, Face to Face, sobre la presencia de la pintura de los maestros antiguos en la de Picasso, y otra de la portuguesa Paula Rego, que también nos gustaría ver. La visita se ve permanentemente entorpecida por varios grupos muy populosos de escolares, que, capitaneados por explicativos profesores, dificultan, y hasta imposibilitan, disfrutar de los cuadros (y del silencio). En un caso, estando yo contemplando Sueño y mentira de Franco, acompañado de varios poemas del propio Picasso (que era un excelente poeta), el grupo de colegiales me envuelve y se me traga como una ameba. Ya no puedo ver nada: he sido engullido por la masa de chavales y la recia pero coleguil voz del maestro. En la exposición, una Pequeña figura, de fecha tan temprana como 1907, recuerda ya al arte africano en el que Picasso cifró la esencia del arte, al menos del que le gustaría practicar a él. Un tapiz de 1958 reproduce Les demoiselles d'Avignon, que, en realidad, es el retrato de un grupo de prostitutas de la calle Avinyó de Barcelona. En Las tres Gracias, gris y plata, como un traje de torero, se funden lo helénico y lo cubista, el clasicismo y la modernidad, que Picasso supo hermanar celularmente, sin chirridos ni contradicciones. En otro ejemplo de este mestizaje atemporal, un dibujo preparatorio de Lisístrata, de 1933, me recuerda el perfil asimismo cubista de Rossy de Palma (que, inverosímilmente, también escribe poesía); y un Retrato de Paulo, hijo del artista, de 1922, tiene aires de Botero. Los genios siempre encuentran predecesores y continuadores. O más bien los encuentra quien los contempla: su obra se enraíza, como si tendiera tentáculos, en el arte universal. Piezas de un sosiego esencial, como La siesta, de 1932, azul y verde, conviven con otras eróticos o violentas, o ambas cosas, como muchas con los acostumbrados minotauros. Ante una de ellas, titulada La violación, de 1932, que describe eso, la violación de una mujer por parte de un minotauro (que es lo que hacían los minotauros en la mitología griega), nos preguntamos si algún puritano (o puritana), escandalizado por que un acto tan reprobable sea expuesto en un lugar público, no le podría buscar las vueltas al museo y exigir la retirada de la pieza, además de lapidar al pintor, una tradición reciente, por machista, rijoso y maltratador. Una de sus mujeres, supuestamente maltratadas, Dora Maar, aparece retratada en varios cuadros, entre muchos otros bustos de hombres y mujeres anónimos, perfectamente surrealistas, como sus títulos: por ejemplo, Hombre con sombrero de paja y cucurucho de helado, de 1938. El erotismo de Picasso, permanente y revitalizador, prosigue en otras obras y series, como en Paisajes carnales y la magnífica Susana y los ancianos, de 1955, donde Picasso revela lo que ha sucedido siempre y sigue sucediendo, aunque más agriamente, hoy: la mujer se exhibe y los viejos miran. Y digo agriamente porque a esa exhibición no puede seguir una respuesta masculina: la menor reacción al aireamiento del capital erótico hecho por la hembra provoca el descrédito y el castigo del varón. Y mientras pienso todo esto, pasa un crío que aúlla en un carrito empujado por su madre. Para asordinarlo, la mujer cierra la cremallera del toldo que cubre a la criatura, pero los alaridos infantiles siguen haciendo temblar a todo el museo. La exposición Face to Face, que visitamos a continuación, apenas aporta nada a la comprensión de la pintura de Picasso, porque ni Jordi ni yo somos capaces de ver la relación entre las obras acopiadas, más allá de algún tenue, genérico y casi inevitable punto en común. Por ejemplo, en una pared están emparejados un cuadro de Zurbarán en el que un monje contempla un pajarillo, de 1645, y otro de Picasso titulado Hombre desnudo contemplando a su compañera desnuda, de 1922, a los que nada relaciona salvo el hecho de contemplar. Nos parece poco nexo para deducir una influencia. En cambio, la exposición de Paula Rego nos fascina a los dos. Su obra describe un gran arco evolutivo, desde algo parecido al vanguardismo del principio hasta el matizado figurativismo posterior, pasado por etapas cercanas al prerrafaelismo. Sin embargo, sus cuadros, sea cual sea su estilo, son siempre concurridos, atmosféricos, minuciosos, ambiguos, pánicos. Un sobrecogedor Salazar vomitando la patria, de 1960, revela su constante preocupación social, y viaja en el tiempo hasta hoy mismo, con los patrióticos vómitos de VOX y tantas fuerzas neofascistas en el mundo. Rego gusta de pintar series: una, que podría llamarse del mono rojo, hace que un simio protagonice varios inquietantes óleos: Mono rojo ofrece a Oso una paloma envenenada; Su mujer le corta la cola a Mono rojo; y Mono rojo pega a su mujer. La violencia, en el contenido y en la forma que adopta, subyace en casi toda su producción, donde abundan los monstruos y los diablos. En otra, de rimas infantiles inglesas, aparecen arañas, murciélagos y machos cabríos: la fealdad y el mal se han adueñado de la inocencia. En una tercera, las figuras representadas son mujeres, tumbadas, agachadas o acostadas, que han abortado clandestinamente y que arrastran en silencio y soledad su dolor. Rego las pintó con ocasión del referéndum sobre el aborto en Portugal, en 2007. En Ángel, en fin, vemos una figura de mujer, vestida como en el siglo XIX, sombría, con una espada corta en una mano y lo que podría ser una esponja o dos testículos en la otra. Jordi comprueba en la audioguía que es una esponja, lo cual me tranquiliza. Los dos nos relajamos al salir por el hermoso atrio, rodeado de columnas, del edificio del museo. Él se va a almorzar con unos amigos. Yo tardo en encontrar un restaurante donde comer, pese a los muchos que hay en la ciudad, porque casi todos son demasiado caros, o agobiantemente pijos, o innecesariamente internacionales. Por fin encuentro una casa de comidas decente, frente a una iglesia, donde me asesto una porra —que no es un churro grande, como en Madrid, sino un salmorejo de Antequera— y unas albóndigas con tomate. De camino al aeropuerto, en taxi, diviso la inacabada catedral de la ciudad. Si está inacabada, nos ha contado Mesa Toré, es porque el dinero destinado a rematarla se dedicó a apoyar a los rebeldes norteamericanos en su guerra de independencia contra los ingleses, cuyos descendientes pululan hoy, sonrientes y rojos como langostinos, alrededor del templo trunco.
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