domingo, 1 de mayo de 2022

Mi Leópolis

Leópolis tenía un «Castillo Alto», como todos los castillos, pero ya no lo tiene. Los leopolitanos, no obstante, siguen llamando «la colina del Castillo» al promotorio donde se levantaba. Tampoco tiene una leyenda asociada a su nacimiento: la fundó, a principios del siglo XIII, un rey ruteno, Danilo, que le puso el nombre de su hijo León, sin más mitologías. Sí tiene un río, aunque no se ve: es el Peltev, y es subterráneo. Fluye por debajo del edificio de la Ópera, y es el responsable de que el arquitecto que lo construyó, y a quien se impuso una importante condecoración austrohúngara por ello, Zygmunt Gorgolewski, se suicidara cuando se empezó a rumorear que su gran obra, que se había hundido ya casi un metro y en la que habían comenzado a aparecer grietas, no resistiría la acción del Peltev. (Luego se descubrió que el hundimiento y las fisuras se debían al asentamiento normal de la construcción, pero Gorgolewski, condecorado y todo, ya estaba muerto). Leópolis tiene muchas cosas que ya no están, o que no se ven. Ha sido siempre ciudad de frontera —entre Occidente y Oriente, entre Europa y Asia— y ya se sabe que por las ciudades de frontera no solo pasan los viajeros, sino también las guerras. Por Leópolis han pasado muchas, con su negro legado de destrucción, y una más, desatada por un tirano llamado Vladímir Putin, llama hoy, cuando ya las creíamos olvidadas, a sus puertas. 

Pero en Leópolis también subsisten (todavía) muchas cosas: iglesias fastuosas de múltiples confesiones —la de la Dormición de la Santa Virgen, la de la Asunción de la Virgen, la de la Transfiguración, la de San Andrés, la sinagoga—, edificios irreprochablemente austrohúngaros —Leópolis fascinaría a Luis García Berlanga—, parques extensísimos, avenidas de geometría vienesa, destartalados enjambres soviéticos de pisos y oficinas, estatuas de poetas (muchas), un museo del boxeo, el hotel George —donde se han alojado desde Tolstói o el sha de Persia hasta la nomenclatura soviética, pasando por los nazis que ocuparon la ciudad, y que utilizaron sus aristocráticas habitaciones, ¡ay!, como calabozos y salas de tortura— y el cementerio Lychakiv —que alberga 2000 panteones y más de 500 esculturas fúnebres: un verdadero museo de la muerte—. Todos estos lugares asoman en uno de los libros de memorias —o ensayo autobiográfico, como también ha sido llamado— más deliciosos que podemos leer: Mi Leópolis, del polaco Józef Wittlin, publicado en 1946. (Leópolis es una de las ciudades con mayor flexibilidad nominal que conozco: Lvov, Lwów, Lviv, Lemberg, nombres acordes con sus diferentes pertenencias: rutena, polaca, austríaca, soviética y ucraniana; y, en buen castellano, Leópolis).

Wittlin no había nacido en la ciudad, sino en Dmytrów, aunque pasó en ella dieciocho años: los escolares —entre 1906 y el estallido de la Primera Guerra Mundial— y luego como maestro de escuela. A lo largo de su vida no dejó de volver a ella y sentirla como propia: como el lugar del que formaba parte. Max Aub tenía razón cuando decía que uno es de donde ha hecho el bachillerato. La juventud de Wittlin en Leópolis la convirtió para siempre en su patria. Por eso Mi Leópolis no es solo un recorrido por los lugares evocados, un álbum de postales, una guía arquitectónica y urbanística. Lo es, y de gran viveza descriptiva, pero va mucho más allá: es, sobre todo, un libro sobre personas. Sobre las que conoció en sus muchos años en la ciudad, que han ido madurando —fermentando, quizá— en su memoria, y de los que traza un retrato lúcido, irónico y misericordioso. Wittlin nos previene de que en Leópolis tenían «una friolera de condes, un sinfín de héroes y más de una decena de poetas». A estos, no obstante, es a los que recuerda con más cariño, por su cercanía existencial, supongo: el anciano Wladyslaw Beklza; el ciego Stanislaw Baracz («colaborador de Chimera», un insólito antecedente de nuestra actual revista literaria); el «eterno adolescente» Stanislaw Maykowski; el «gran lírico» Józef Jedlicz, que tradujo a Aristófanes; Henry Zbierzchowski (del que Wittlin publicó una necrológica en un periódico local cuando aún no había muerto; no sabemos si Zbierzchowski contestó lo mismo que Faulker cuando también de él se publicó que había fallecido: «Es una noticia exagerada», pero sí que respondió con un poema satírico contra su necrólogo); el «florentino» Leopold Staff; y «el divo de su adolescencia», Jan Kasprowicz. Todos ellos —que para la mayoría de nosotros no son sino una sucesión de nombres apenas pronunciables— forman un conglomerado de sombras —«oigo las voces de un millar de sombras», dice Wittlin al principio de su relato— que desfilan por su mente, y que él recrea, actualizando el tópico medieval del ubi sunt. Pero en esas tumbas  inmateriales también descansan muchos otros personajes de Leópolis, caracterizados siempre por el humor delicado de Józef Wittlin, como el comisario superior Trauer, «experto en dispersar manifestaciones preelectorales»; el inspector Ginzberg, que prefería «cachear al servicio doméstico femenino»; o el concejal y químico Walery Wlodzimirski, «flanqueado de grandes y negras patillas imperiales», que, en un laboratorio inverosímil, frente al Pabellón del Champán —al que suponemos que acudía para sus refrigerios entre experimento y experimento—, «despertaba las ponzoñas adormecidas en los frascos» y fascinaba al joven Wittlin, que lo veía todo, por las ventanas bajas, camino del colegio. Entre muchos otros, claro: consejeros superiores eméritos del gobierno imperial y real, consejeros de la voivodía, oficinistas municipales, limpiachimeneas, abogados, carteros, zapateros, tenderos, taberneros y taberneras, confidentes de la policía y mendigos. Y, aunque no llegó a conocerlo, Wittlin no se olvida de mencionar, entre los ciudadanos ilustres de Leópolis, a Leopold von Sacher-Masoch, que dio nombre, «masoquismo», a ciertas prácticas sexuales recogidas y descritas en algunas de sus obras, como La Venus de las pieles (pero no a la tarta sacher, cuya feliz invención se debe al hotelero Franz Sacher, en 1832, o, según otros, a su hijo Eduardo). Sacher-Masoch sabía de lo que hablaba, porque él mismo se regocijaba con ellas: le gustaba, en particular, ser cazado por la mujer, como un conejo o un ratón. La estatua de cuerpo entero y tamaño natural erigida en su honor contiene curiosos simbolismos: en el pecho se abre un agujero por el que se ve, en un disco interior de cristal, a una mujer desnuda; sendas manos surgidas de la nada le sujetan los faldones de la levita; también unos dedos conforman la hebilla de un zapato; y uno de los bolsillos presenta un agujero por el que se puede meter la mano, aunque dentro no hay nada. Sacher-Masoch, por su parte, sostiene delante de sí dos guantes. Todo es muy prensil en esta figura; también sobrio y equilibrado, un tratamiento muy adecuado para alguien a quien normalmente se presenta como un depravado, y que no hizo más que explorar, sin otro perjuicio que el propio, si acaso, los límites de la sexualidad. Explorar los límites de las cosas, y sobre todo de cosas tan importantes como la sexualidad, es una de las grandes tareas de los artistas, y Leopold von Sacher-Masoch la cumplió sin indignidad.

Cuando Wittlin conoció a todos estos seres, Leópolis se encontraba bajo el dominio austríaco. Oficialmente, era nada menos que la capital del Reino de Galitzia y Lodomeria, con el Gran Ducado de Cracovia y los Ducados de Zator y Oswiecim (Oswiecim, por cierto, es Auschwitz). En Mi Leópolis, la ciudad es, como tantas otras del centro de Europa, un engranaje más del imperio austrohúngaro, de aquella comunidad burocrática y decadente, pero que alumbró a algunos de los artistas y pensadores más brillantes de la contemporaneidad, desde Wittgenstein hasta Strindberg. Los ambientes que describe Wittlin son siempre penumbrosos, contradictorios. Con la marcialidad de los funcionarios uniformados convive la picaresca de los menesterosos; con los relumbres de la ópera, los salones y los teatros, las oscuridades de la pobreza, el despotismo y la crueldad; con las calles polvorientas y a menudo arduas, el sosiego de los cafés, donde los hombres leían el periódico, bebían, charlaban y hasta vivían. Uno lee a Wittlin y piensa en Karl Krauss, en El buen soldado Schweik, de Jaroslav Hašek, y también un poco en Kafka. Pero en Mi Leópolis prevalece la antisolemnidad, una ligereza en la descripción de los lugares y los seres (y del propio yo que escribe, que padeció la guerra, la enfermedad y el exilio) que, lejos de volverlos irrelevantes, los dota de una gravedad sutil. Todos acuden a estas páginas conmovedoras con una sustanciosa levedad, como espectros felices, arraigados en la mirada de Wittling, que obra como un suelo fértil, como un bullente camposanto. El lirismo y el humor del autor de La sal de la tierra —otra epopeya sobre un soldado paciente, como Schewik—, siempre cosquilleando las palabras, compensa el cansancio y el desengaño inevitable en quien, como él, ha sobrevivido al nazismo y constatado los estragos, en el planeta y en el espíritu humano, de dos guerras mundiales. Wittlin conjura el peligro de la idealización, una tentación siempre presente en las obras memorialísticas, con un acusado sentido de la realidad, que actúa a modo de lastre, pero lastre compasivo. Esta coexistencia nos permite ver una Leópolis híbrida, brillante, decadente, acogedora, fronteriza, romántica, pueblerina, culta, exótica, europea y, sobre todo, radicalmente humana. Józef Wittlin obra el prodigio, en apenas setenta páginas, de que su Leópolis sea nuestra Leópolis, de que la ciudad humilde y magnífica que conoció de niño y adolescente, y que siempre permaneció en su corazón, se acurruque ahora también en el nuestro.

[Prólogo de Józef Wittlin, Mi Leópolis, traducción de Elzbieta Bortkiewicz, Sevilla, Hojas de Hierba, 2022, 140 pág.]


1 comentario:

  1. Estimado Eduardo: enhorabuena por el prólogo del libro, toda recomendación viniendo de ti es positiva. Se aprende mucho en tu blog. Un saludo. Diego

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