Se acaba de inaugurar, en el Museu Nacional d'Art de Catalunya, en Barcelona, la exposición «Turner: la llum és color» ['Turner: la luz es color'], que durará hasta el próximo 11 de septiembre. Es una ocasión excepcional para conocer la obra de quien probablemente sea el mejor pintor inglés de todos los tiempos, y, a título personal, mi favorito entre los artistas de las islas Británicas. En Londres, tuve ocasión de admirar, en numerosas ocasiones, la pintura de Turner, expuesta en la Tate Britain, el Museo Británico y otras pinacotecas y salas de exposiciones, y el 13 de octubre de 2013 —cuando hacía apenas unos meses que me había instalado en la capital británica, lo cual revela la rapidez con la que me sedujo— colgué una entrada en mi blog Corónicas de Ingalaterra en la que recogía mis impresiones sobre figura y su obra. Como homenaje a Turner y celebración de su presencia en Barcelona, la reproduzco hoy aquí:
Inglaterra es un país difuso. Abundan la lluvia, el viento, la nieve y la niebla: todo diluye sus perfiles. A veces, cielo y tierra presentan la misma pátina metálica, como si fueran una sola piel: la grisura lo engulle todo. En invierno, los días son muy cortos, y a primera hora de la tarde se instala ya una oscuridad invencible, que desbarata los volúmenes y extingue los colores. Durante muchos siglos, además, la gente quemaba madera y carbón para combatir el frío, y el humo que desprendían las hogueras ennegrecía el cielo. También las fábricas han tendido, desde finales del s. XVIII, un manto de hollín sobre las ciudades inglesas. Niebla y contaminación, aunadas durante mucho tiempo, crearon el famoso smog, aquella insalubre cortina de negrura que se cernía sobre los habitantes de Londres. No es extraño, pues, que un pintor como Turner sea inglés. Nacido en 1775, en plena revolución industrial, ingresó a los catorce años en la Royal Academy of Art, y mereció, desde muy pronto, la consideración del «pintor de la luz». Es cierto: Turner es un virtuoso de la luz y el color, porque, cuando el ambiente está despejado, cuando luce el sol —este sol diamantino que a veces asoma—, no hay paisaje más nítido, ni formas más limpias, ni colores más intensos, que los de la campiña inglesa. Sin embargo, lo glorioso de Turner no es su claridad, sino, precisamente, su difuminación. Claro es Joshua Reynolds; claro es el magnífico John Constable; claros son tantos otros retratistas o paisajistas ingleses, que han atinado con las formas minuciosas, fugazmente ígneas, de su país. La parte de la obra de Turner que me fascina es, sobre todo, la final, aquella cuyas imágenes se contagian de esa imprecisión que cobran las cosas en Inglaterra cuando están impregnadas de bruma o de agua, cuando sus perfiles están ateridos de frío, o los bate un viento pertinaz. La luz sigue ahí, pero diluida en un espacio inconcreto: deviene espectral, sin dejar de ser fulgurante. Los paisajes se dilatan en un encadenamiento de manchas sin entramado, en un tumulto de claridades inexactas. Los crepúsculos se enzarzan en rosas y amarillos deshilachados, en esplendores oleosos. En las marinas, abundantes, el agua y el cielo se abrazan en explosiones laxas, mientras, en sus laberintos, advertimos siluetas que podrían ser de barcos veloces o de barcos naufragados. Hasta la noche pierde su rotundidad tenebrosa: su extensión se matiza de fulgores y transparencias, de objetos en movimiento, de oquedades irradiantes. Y esto es lo que refleja la polícroma difuminación de Turner: el movimiento, el hacerse de los seres, de los hechos, en el flujo indetenible de la realidad. Su inconcreción tiene, pues, un sentido moral: el de la relativización de lo evidente, el de la captación de lo que cambia, el de la comprensión de la incomprensiblidad de todo. Sus latigazos de luz, dispersos, y las heridas que infligen a los óleos, prefiguran a los impresionistas y, con ellos, a la pintura contemporánea. Turner se percibe como irremediablemente moderno, como el Greco, El Bosco o Goya, contemporáneo suyo: como todos aquellos que desdeñaron las exigencias estéticas de su tiempo, para incorporar a su obra una percepción singular, una psicología propia. Turner transforma la realidad en la realidad vista, o, mejor, sentida, por Turner. Lo que vemos en sus cuadros no es la naturaleza, sino su alma cabalgando a la naturaleza, o penetrándola. Como vemos también, en sus muchos cuadros y esbozos eróticos —que no se exhiben en la Tate Britain, donde radica la mayor parte de su producción—, sus pasiones en penumbra: vaginas, cópulas, felaciones. Esta carnal oscuridad —que los ingleses mantienen a oscuras— aparece también empapada de luz: una luz titubeante, de aposentos arrinconados, de rayos vespertinos. Turner es, probablemente, el mejor pintor de siempre de un país del que se ha dicho que no es país de pintores. No sé si esto es cierto. Lo que sé es que su pintura refleja mejor que ninguna otra la esencia huidiza, casi incorpórea, de este país sin límites.
No quisiera perdérmela. El tiempo dirá.
ResponderEliminarVerla a través de tus ojos ya es todo un lujo.
Gracias, Eduardo.
Besos.