La masa verde de las copas de los plataneros del parque. Los ladridos de un perro. Pedazos de cielo entre las ramas espesas. El petardeo de una moto adolescente. Una mujer que le grita a un niño que haga el favor de dejarle la pelota un rato a su hermano. Las palmeras de los fuegos artificiales que se dibujan en la cúpula negra del cielo cuando llegan las verbenas y los festejos (y cuando gana el Barça; ahora hace tiempo que no se ven). Las inflorescencias globulares y vellosas que cuelgan de los plataneros. El rumor asordinado de algunos coches. El explosivo de otros. Un abejorro que se detiene en el aire, husmea en el cristal y desaparece como un minúsculo helicóptero atigrado. Una tórtola que acarrea ramas en el pico para construir el nido en la horquilla de un platanero. Un termómetro metálico de pared que me traje de la terraza de mi madre y colgué en la mía. El monstruo paralelepipédico del motor del aire acondicionado. El estruendo salsero de los ecuatorianos que pasan las tardes de domingo, en familia, en el parque. Las hojas polilobuladas de los plataneros, que parecen manos, y que me saludan incansablemente, movidas por el viento. Una urraca que saquea el nido construido por las tórtolas. Los ladridos de otro perro. Un árbol de jade, que también rescaté de la terraza agonizante de mi madre y que ha crecido tanto que amenaza con ensombrecer a las demás plantas de la mía. Los ladridos de otro perro. Un áloe al que le he cortado una hoja para curarme alguna quemadura, y que ahora me enseña, en el muñón, su adentro pulposo y oscuramente verde. La cara de Á. reflejada en el cristal. Un murciélago que cose de negrura veloz el espacio transparente de la terraza. Los troncos moteados de los plataneros, que parecen llevar uniforme de camuflaje. Una ambulancia que chilla como Macarena Olona. Unos geranios que no dejan de florecer, pero cuyas flores no dejan de marchitarse. El fantasma de un carillón metálico que compramos en el barrio chino de San Francisco, y que ya no está, y uno de hojas de cerámica, que sí pende del techo, y cuyo aburrido y hasta sombrío clac-clac no puede compararse con el armonioso tintineo de aquel. Los ladridos de otro perro. Un lagarto de cabeza plana y cuerpo breve que escala la pared de la terraza hasta el piso de arriba (nel mezzo del camin se para y parece mirarme con desconfianza; luego, acelerando a golpes de cola, culmina su andadura). La esquina desmochada del suelo de la terraza del piso de arriba (que es el techo de la mía), en la que se descubren los hierros que arman el hormigón. Otro lagarto que corretea por los ladrillos. El escándalo hediondo del camión de la basura. Una paloma que se posa en la baranda del balcón. Un autobús urbano eléctrico inaudible. La mesa de cristal de la terraza, con una cazoleta metálica en el centro que contiene un puñado de nidos fósiles de abejas, de 10.000 años de antigüedad, que nos trajimos de una playa de Fuerteventura. Los ladridos de otro perro. Unos desalmados que tocan los bongos en el parque. Una cotorra argentina que se confunde con el verde glabrescente de las hojas de los plataneros, pero que se distingue por su inconfundible e insoportable chirrido. Más y más coches que pasan. Uno de los dos sillones granates del comedor. Los ladridos de otro perro. Las campanadas lejanas del monasterio. El ruido distante de los trenes que pasan. Hojas secas entre las hojas nuevas de los plataneros. Un gorrión que se posa en la baranda del balcón. Los cerramientos de aluminio del comedor, que me costó 600 euros reparar (dejaban pasar el agua porque no había limpiado en años las guías por las que se desplazan, y eso había acabado con su impermeabilidad). La conversación sosegada de unos vecinos en el portal. El hijo de los vecinos de arriba, muy dado a saltar. El viento, que se enreda en la vegetación. Jirones de nubes. Los ladridos de otro perro. Una avispa despistada. Una oruga que recorre, ceremoniosa, el suelo de terrazo. Las marañas traslúcidas que deja la lluvia en los cristales. Las carcajadas de un grupo de quinceañeros. Un mirlo que pasea su sotana de plumas y su pico anaranjado por entre la fronda. El polvo que se posa en todas partes. El piar constante de unos polluelos que no alcanzo a ver. Los humildes aperos de jardinería que descansan debajo del apabullante corpachón del motor del aire acondicionado. El soniquete de un afilador (¡todavía!). Las peladuras de la pintura de la baranda, que dibujan una delicada escena dadaísta. Mi cara reflejada en el cristal.
Muy divertido lo de Macarena Olona. Un saludo
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