miércoles, 3 de agosto de 2022

Elogio de la corbata

La corbata demuestra la ley de la gravedad, y lo hace con una elegancia rara entre las cosas caedizas: derrama linealmente la tela, atraída por la masa terrestre, como si persiguiera la raíz de lo que es, la razón de cuanto pesa. Pero esa caída, como todas las caídas, es también un ascenso: de la ligereza, de la rectitud, del color. La corbata apunta a lo alto con el mismo ímpetu con el que se dirige a lo bajo, aunque se encuentre con el gendarme del nudo, que le impone una linde infranqueable, porque más allá del nudo no hay nada: solo hombre. Pero ese freno es también un sello: de su vigencia, de su existir. La corbata, no obstante, no solo anhela el suelo, como todas las cosas materiales, y emprende el vuelo, como todas las espirituales, sino que ocupa un lugar central: el que va del cuello, por donde transitan el aire y la palabra, al estómago, el horno íntimo, pasando por el corazón. La corbata es el eje que emerge, la columna de la superficie, la frontera de lo exterior y lo interior, la compañera mediata de la piel, la vanguardia del pecho y la retaguardia de la espalda, el dedo grande que nos falta en el cuerpo, el horizonte vertical de los sueños. Quién les iba a decir a los jinetes croatas que llegaron a París —después de combatir a los turcos, que seguían deseando conquistar Viena— en el siglo XVII, para ponerse al servicio del Rey Sol, que aquella prenda que portaban al cuello, y que simbolizaba el país por el que luchaban —hrvatska, ‘Croacia’ en croata—, iba a seducir a los dandis, a los cortesanos y, sobre todo, a las damas, y consagrarse como el símbolo de la elegancia masculina en Europa. Símbolo de la elegancia, pero también del falo, cuyas dimensiones, que algunos exageran, incumpliendo así uno de los mandatos del buen vestir —que la corbata nunca sobrepase la cintura del pantalón—, trasluce acaso un secreto y un deseo.

La corbata es locuaz: dice que la pulcritud importa, y que el tiempo dedicado a la composición propia no es tiempo malgastado, sino señal de respeto, y que el lucimiento de los artificios exquisitos inventados por el hombre implica un valor moral. La corbata es más que locuaz: tiene un lenguaje propio, como antaño los abanicos de las mujeres. Que las rayas suban supone optimismo; que bajen, desánimo. Que los colores chillen es euforia; que se apenumbren, desmayo. En cambio, que asome el extremo delgado por debajo del grueso, o por los lados, solo significa que quien la lleva no ha sabido ponérsela.

La corbata estiliza, y acaricia, y acompaña. Pero la corbata está en libertad condicional. A veces la apuñala una aguja inmisericorde, cuya factura en oro o plata no disimula su maldad, y entonces se queda quieta, inerte, sin la cadencia sinuosa con la que acompasa los movimientos de su dueño: las agujas son inflexibles. Y siempre está encadenada al nudo. Pese a ello, esta sumisión la estimula. Sin límites no hay camino; sin resistencia no se escala.  

La corbata es desafiante y corajuda. Arrostra numerosos peligros: el tajo despiadado (la castración en efigie) de los mozos en la boda; el hundimiento en el plato o en el charco; el ahogamiento accidental, porque la corbata y la faringe son vecinas, y no siempre bien avenidas. Pero, si bien la corbata amenaza a la nuez, también la protege. La corbata es contradictoria: acalora y abriga, expande y deslinda, se dispone con patricia dignidad y se tumba a la bartola en un hombro.

La corbata admite, en su horma inalterable (aunque se ensanche o adelgace, aunque tenga el extremo apuntado o recto, aunque sea de lazo —un lacito, decía mi padre— o de bolo, o incluso corbatón), toda la paleta de géneros y de colores. Encarna en lino o en lana; parece tartán o gasa; consiente el poliéster y festeja el cachemir. Aunque nunca es más luminosa que si es de seda. Las corbatas lisas transmiten sobriedad: su dueño no cree en la extravagancia. Pero también hay quien confía en la imprevisibilidad del universo: las corbatas son entonces multicolores como un cuadro de Chagall. A veces se geometrizan y la tela despide los entrecruzamientos y curvaturas de las celosías árabes o las inscripciones rúnicas. Nuestro mundo cinematográfico les ha regalado también, como si fueran catalejos que nos acercaran a paisajes remotos, animales y figuras. Las jirafas habitan las corbatas, las bicicletas las recorren, los caballos pastan entre sus hebras y hasta Mickey Mouse o Popeye el marino se asoman a sus escuetas praderas. Hay corbatas de rayas, de lunares, de punto, de granadina. Hay corbatas con banderas, las más indigestas, más todavía que las corbatas torpes: las estampadas con camisas a cuadros o las amarillas con camisas naranjas. Y hay corbatas negras, que nos recuerdan que hay muerte y que también nosotros hemos de morir. Ellas están siempre dispuestas a acompañarnos, y a menudo las vemos en el ataúd, con el mismo rigor mortis que su dueño, un acicalado cadáver.

La infinita variedad de la corbata se modera, aunque no cesa, en su parte más delicada: el nudo. Los nudos son importantes en algunos aspectos olvidados pero capitales de la vida: la navegación, el ahorcamiento, los zapatos. Y la corbata. Balzac describió veintidós maneras de hacer el nudo en L’art de se mettre la cravatte. Ninguno es tan señorial como el Windsor, que homenajea el empuje que dieron los ingleses a la prenda: Beau Brumell necesitaba dos mozos para anudársela (aunque se entiende: la atiborraba de almidón). Frente al Windsor, el nudo español solo ofrece una alternativa demediada y mocha, aunque más común. No en vano se le llama «el medio Windsor». Hacerse el nudo de la corbata es creer en el rigor de los actos y acentuar la participación en el mundo. Hacerse un nudo minuciosamente triangular, sin gorduras, pero tampoco escuchimizado, de cuyo extremo inferior surja recto el tallo de la prenda, sin frunces ni estrías (incomprensiblemente, se estima el hoyuelo, que yo considero una pifia), es una afirmación de amor a las cosas y, por extensión, a la existencia. La corbata no solo ennoblece a quien la viste, sino también a quien la ve. La corbata nos afirma en lo que somos: hacedores, estetas, ciudadanos. Pasará, como pasa todo. Pero, de momento, resiste, como resisten las hojas de los árboles y la sonrisa de los desventurados. Debe enfrentarse a una oposición creciente, en la que militan sentimientos indignos, libertades gelatinosas y acracias de cuchufleta (y algunas buenas pero equivocadas intenciones), cuyo leitmotiv no es otro que la desidia. Contra la descompostura, la corbata. Contra la zanganería, la corbata. Contra el desamor, la corbata.

2 comentarios:

  1. Estimado Eduardo: lo de los jinetes croatas, otra cosa que aprendo en tú blog. Ya podré presumir antes mis amigos del origen de la corbata. También me gusta lo de Balzac, y sus 23 nudos de corbata. Ahora en la editorial Hermida están publicando su " Comedia Humana", en 17 volúmenes. Me gustaría leerla pero debe ser una labor titánica. Tengo un librito suyo que se titula, " Cómo saldar tus deudas sin pagar un centavo". No te molesto más. Un saludo. Una prosa con mucha magia.

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  2. No hay que perder de vista dos ejemplos de andar por casa y que quizás ameriten glosa. 1. La forma casi obscena de puro exagerada con que vestía esta prenda el cantante Luis Aguilé, y (2) el muestrario más que variopinto pluriestrambótico de corbatas que puso de relieve el periodista José María Carrascal en sus tiempos de presentador del noticiero nocturno. Ahí lo “quedo” (que dicen por Badajoz).

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