domingo, 6 de noviembre de 2022

El discreto encanto del castillo de Castelldefels

El castillo de Castelldefels fue una compañía constante en mi adolescencia, pero una compañía desconocida y casi intangible, porque nunca pude visitarlo: estaba cerrado a cal y canto, y era inaccesible. Su presencia, magnificada por su monumentalidad, me entristecía un poco, porque los muros estaban muy ajados y llenos de pintadas, el portón de madera de la entrada andaba no menos castigado, y todo él desprendía un aire de fatiga y mugre. Mis padres habían comprado un pequeño apartamento en Castelldefels, al principio de la calle en cuyo otro extremo se alzaba el castillo, muy cerca del cementerio, y desde la terraza del piso, un ático, se divisaba la fortaleza, rojiza y sombría, aunque envuelta siempre por el manto azul del cielo. Hoy, completamente restaurado, he decidido visitarlo con mi amiga Blanca. En realidad, la restauración más importante de su larga historia se produjo en 1897, cuando el banquero catalán y senador del Reino Manuel Girona —que financió asimismo la conclusión de la fachada neogótica de la catedral de Barcelona contrató a un arquitecto de campanillas de la época, Enric Sagnier, para que lo devolviera a su ser, tras muchos años, o más bien siglos, de desidia y abandono. El castillo, como suele suceder, se levanta en un emplazamiento en el que lo precedieron otras construcciones, militares y religiosas. En la colina donde se encuentra, hubo asentamientos íberos y luego edificaciones romanas, y en el siglo X consta documentada la primera fortaleza, que fue creciendo para dar respuesta, primero, a las incursiones árabes Castelldefels estaba en la frontera con el amenazador califato de Córdoba y, después, a las sangrientas correrías de los piratas berberiscos, que durante siglos saquearon las costas mediterráneas y, con especial insistencia, las catalanas, desde el Ampurdán hasta el delta del Ebro. En 1550 se erigía ya un poderoso alcázar, que los documentos de la época identifican como "el castillo rojo del barón de Eramprunyà", dado el color bermejo de la piedra con la que estaba construido. Antes de entrar en el recinto, vemos la torre de guaita —la atalaya que formaba parte del complejo defensivo del castillo y que servía para avistar a los piratas argelinos o los corsarios encargados por otras naciones de incordiar a España, en cuyo momento las campanas daban la alarma y todo el mundo se aprestaba a la defensa (o ponía pies en polvorosa). Está desmochada y es levemente troncocónica. A las dependencias del castillo se accede por el patio de Armas, y la primera que visitamos es la más espectacular del conjunto: la sala noble, donde nos recibe una leyenda edificante: Labor prima virtus: "El trabajo es la primera virtud". Aunque aquí, desde luego, nunca se ha trabajado demasiado. El servicio, sí, claro: los innumerables cocineros y criados se dejaban la piel. Pero Manuel Girona, su familia y sus muchos invitados solo disfrutaban de los patricios placeres de su posición. Una vez restaurado el castillo, el banquero gustaba de organizar en él fiestas y tiberios, a los que acudía la crème de la crème de Barcelona, que él, pleno de humildad, introducía en el morrocotudo edificio con la consabida frase: "Passi, passi, que veurà el piset". Las paredes de esta sala institucional están pintadas de águilas y señeras la ferocidad y el seny, la elegancia y el patriotismo, y en varios puntos encontramos las siglas MG, correspondientes al nombre de su feliz propietario. A la derecha, hay una enorme chimenea decorada con motivos vegetales. Al frente, varias vidrieras con figuras. A la izquierda, una losa negra con letras doradas que recuerda los hitos del castillo: los barones de Eramprunyà lo edificaron en el siglo XIII, lo engrandecieron en el XVI y lo renovaron en el XVII; y Manuel Girona y Arafel lo compró y restauró en 1897, como ya sabemos. Y, en la puerta que da paso a la siguiente sala, la de esgrima, un friso renacentista con hojas de acanto y amorcillos y escenas de caza completa la decoración de un espacio despejado y luminoso, desde cuyas ventanas se contempla el macizo del Garraf, con sus cumbres modestas, pero llenas de verdor, y un mar turgente como una plancha de estaño. La sala de esgrima es una habitación pequeña (no sé cómo podían asestarse sablazos aquí, la verdad), cuyas paredes están decoradas con pinturas del siglo XVIII: bustos de emperadores romanos (Constantino, Claudio, Tiberio [este me parece muy adecuado, dado lo pantagruélico de los banquetes que se celebraban aquí], Trajano y un desconocido Fulberto), medallones con imágenes grecorromanas, frescos bastante deteriorados en la mitad inferior y frases edificantes en latín y castellano. Quizá las pusieron aquí para moralizar a los esgrimistas. "La paciencia vence a los males", dice una ("la paciencia es la madre de la ciencia", decía, con rima y todo, un profesor de mi colegio). "Del vino saca el sabio su virtud", reza otra, traducción libre del clásico in vino veritas, que llenaría de indignación a los neopuritanos de hoy, empeñados en castrar de placeres al hombre, pero que se ve contrarrestada por otra que critica los excesos etílicos: "La embriaguez entorpece el ingenio". "Nada más provechoso que el silencio", leemos más allá, algo que suscribo con entusiasmo y que me recuerda a Manuel Azaña, según el cual, si todos habláramos solamente de lo que sabemos (en el caso de que supiéramos algo, claro), se produciría un gran silencio que nos permitiría pensar. En el comedor, al que pasamos a continuación, vemos más vidrieras, o fragmentos de vidrieras, pertinentemente decoradas con uvas, aves y frutas exóticas, como la piña, y una parte de la lujosa vajilla de la familia Girona, aunque la pieza más atractiva de la habitación es la escultura El beso perdido, de Lambert Escaler i Milà (que fue comediógrafo además de escultor, y que acabó sus días haciendo gigantes y cabezudos para las fiestas de los pueblos), fechada en 1902: se trata de un busto de mujer, en terracota policromada, con la melena desordenada, los ojos entrecerrados y los labios juntos y salientes, en busca de un beso que nunca llega, aunque tanto Blanca como yo estamos tentados de estampárselo para satisfacer ese deseo eternamente insatisfecho. En la atmósfera austera del comedor (y de la cocina, aneja, en la que destaca un horno colosal de hierro forjado), El beso perdido constituye un relámpago de sensualidad, un sinuoso recordatorio de las delicadezas que, a veces, ofrece el mundo. Al subir al mirador, percibo el fuerte olor a madera de las puertas del castillo: es materia viva, que todavía respira. ("Materia" y "madera" provienen del mismo étimo). También reparo en algunas inscripciones modernas en las paredes de las escaleras: por ejemplo, "secretaría", "oficina" o "servicio", la última de las cuales especifica, todavía, un horario concreto: de 9 a 13 horas. La casa de Manuel Girona contaba con sus mayordomos y sus funcionarios, y de su labor dan testimonio estos estucos parlantes. Desde el mirador, restaurado a la moderna, se ve todo el parque del Garraf y el pueblo de Castelldefels, y, a nuestra espalda, el torreón del castillo, envuelto en una redecilla que impide que algún cascote que se desprenda mate a alguien, y coronado por la bandera municipal, que es como la de Ucrania, pero al revés: la franja amarilla está arriba y la azul, debajo; parece más bien la de la Unión Deportiva Las Palmas. También advertimos el campanario del castillo, del siglo XII, pero con remate modernista: un trencadís, la técnica ceramista tradicional catalana, tan cara a los modernistas, a base de cerámica vidriada verde. De lo más alto pasamos a lo más bajo: la iglesia, consagrada a Santa María, y adosada al torreón. El templo, documentado en el 967, perteneció durante siglos al monasterio de Sant Cugat, lo que me hace sentir hoy como en casa. Pero la visita es audiovisual y está automatizada, es decir, solo entraremos cuando las puertas se abran y empiece el espectáculo. Un reloj digital señala, muy cerca de un friso con tres figuras (la Virgen, el arcángel Miguel matando a un dragón y otro ángel anónimo) en la fachada, cuánto falta para ello. Lo muy antiguo se alía, gracias a la inteligencia de los munícipes locales (el castillo pertenece al ayuntamiento de Castelldefels desde 1988) y a una tecnología rabiosamente cinematográfica, con lo muy actual, aunque yo preferiría que las cosas fueran un poquito más antiguas y se pudiera entrar y pasear libremente por la iglesia, y curiosear sin restricciones, y sentarse, si a uno le apetece, en las piedras o los bancos para respirar el silencio y la melancolía del lugar, en lugar de ser conducido por todas partes con la urgencia cronometrada del documental pregrabado y una voz en off tan acaramelada como imperiosa, que no permite ni la conversación ni la pregunta, ni practicar el noble y muy olvidado arte de mirar las musarañas. Esperamos, pues, en el patio, oyendo las campanas, que dan discretamente la hora —tan discretamente que parece que no quieran darla—, y, cuando llega el momento, las puertas se abren, como las de una vieja gruta mágica, y entramos. Dentro nos esperan muestras de la dilatadísima historia del castillo y de su iglesia, desde una inscripción funeraria del siglo I d. C. en la que una mujer llamada Valeria se despide de su esposo, que ha sido un "óptimo marido" (¿en cuántas lápidas de hoy se hace un elogio como ese? Ahora más bien predominan los epitafios de recochineo: "Aquí yaces y haces bien; tú descansas y yo también"), hasta restos del cuartel y la cárcel que fue durante la Guerra Civil, en la que las Brigadas Internacionales recluían a los brigadistas desertores o indisciplinados: en las paredes abundan las estrellas (que suponemos rojas) y los grafitis artísticos, dibujados por prisioneros muy ideologizados y muy aburridos, pero muy buenos dibujantes, que representan paisajes, trenes que parten a otros escenarios de la guerra o rostros de personajes de aquella época terrible, como Gorki, el escritor revolucionario, o Maurice Thorez, secretario general entonces del Partido Comunista francés. En un par de vitrinas, iluminadas durante escasos segundos, se conservan armas, cascos y objetos personales de los soldados, así como una gran bandera republicana, perteneciente a la Brigada Móvil de la Tercera División. Hemos de salir deprisa de la capilla en la que se concentran los grafitis, porque una cortina semirrígida la cierra enseguida y amenaza con caernos en la cabeza o dejarnos allí dentro hasta que llegue la próxima hornada de visitantes. La última parte de la visita es la zona dedicada a recrear la importancia de la piratería en la historia del castillo. Es la que menos me gusta: aún no he conocido ninguna dedicada a este asunto —y he visto unas cuantas en diversos países— que no resulte disneyana, llena de imágenes de tebeo, o de película de Hollywood, con mapas del tesoro, banderas negras con la calavera y las tibias, arcones llenos de monedas de oro y loros en el hombro de bucaneros indefectiblemente tuertos. Esta incorpora efectos tan propios de un parque de atracciones como que el suelo se mueva, sugiriendo el balanceo de las embarcaciones. Yo habría preferido que la exposición se dedicara a ilustrar la información que se ofrece, brevemente, a la entrada, y que habla de los corsarios célebres que asolaron estas costas, como los otomanos Barbarroja (que era, en realidad, un cristiano renegado), Dragut, Uchalí o la aguerrida Sayyida al-Hurra, cuyo nombre significa "mujer soberana, que es libre e independiente", granadina, hija de moros expulsados por los muy católicos Reyes Católicos, y que se hartó, alfanje en mano, de abordar naves, saquear pueblos y rebanar gaznates. Curiosamente, también hubo corsarios españoles, como el catalán Bernat I de Vilamarí, que, al servicio de la corona de Aragón, les amargó la vida a los genoveses; el mallorquín Antonio Barceló, que se desempeñó contra los berberiscos; o Antoni Riquer Arabí, un ibicenco que dispensó a los ingleses la misma medicina que ellos, por medio de Francis Drake, el mayor filibustero de la historia, entre otros, habían dado a probar a los españoles.

4 comentarios:

  1. Eduardo, has hecho una crónica impresionante.
    Fue un verdadero placer poder compartir conmigo esta visita al Castillo. Verte coger apuntes a lápiz, por supuesto, en tu libretita me llevó a mis tiempos de estudiante.
    Yo, con mis fotografías, tú, en tu mundo lleno de letras.
    Reímos y, volaron las horas.
    Una mañana para el recuerdo, maravilloso recuerdo.
    Eres una magnífica compañía.
    Un beso.

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    1. Fue una mañana muy agradable, sí, querida Blanca. Pero tus palabras, dictadas por la amistad, son excesivas. Pese a ello, te las agradezco. Un beso.

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  2. Se aprende mucho de diferentes cosas. Un saludo.

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