Cuando nos compadecemos, volvemos a formar parte del mundo. La indiferencia aísla. Sentir con el otro, sentir al otro, es vivir otra vez. La compasión es una maroma que nos sujeta al muelle de la existencia, que nos impide que nos abandonemos a la derrota de la insensibilidad y la indignidad de la apatía. La compasión nos embute en las tripas del dolor: no es el nuestro, pero reconocemos sus punzadas aciagas; no nos aqueja, pero advertimos la entraña común, el nexo supurante con la angustia que nos taracea. Y la angustia hermana, más todavía, aúna. La compasión derriba las paredes que levantamos cada día, aun contra nuestra voluntad, y, en el paisaje de pronto abierto, funda un nuevo idioma. Con esa lengua podemos hablarle a la oscuridad, o arrumbar una cárcel, o resucitar al que ha muerto. Compadecerse es abrir una puerta que no sabíamos que existía y descubrir que, en efecto, no existía, pero que nos ha dado paso a otra claridad. Nos compadecemos porque nos acordamos de que hemos estado solos, de que hemos sido débiles, de que ya no recordábamos a quienes habíamos amado. Alrededor solo había silencio. Sin embargo, la compasión suena: a luz, a piel mojada, a misericordia. Aquellos parajes abisales, erizados de desamparo, se poblaban, de repente, de ferocidades. Alguien sonreía, con el gesto tibio de una enfermera o la bondad ácida de una puta. La compasión estaba en la renuncia: un instante floral, una acción cuya turbulencia sosegaba. No requiere más: solo la conciencia de que nos atan los mismos nudos, y de que el sufrimiento es el sufrimiento de todos, y de que mis manos, hoy, pueden ser las manos de otro, de todos, mañana. Por eso ha de embastarse en las horas y beberse como aguardiente. Por eso restalla como la orquídea y desconcierta a la crueldad. La compasión es accesible: solo hay que escuchar las miradas férreas que revolotean a nuestro alrededor y desclavar sus llamadas de socorro. Solo hay que revocar el yeso con que hemos encalado la casa de la humillación. La compasión entiende al mudo y al analfabeto, al extranjero y al exhausto, al que no puede olvidar y al que ha sido olvidado. La compasión nos entiende a nosotros. Entra como una flecha sin dardo, como un alud inaudible, como un eclipse que deslumbra, desgarra el velo y la desnudez, y se siente cuando todo se ha hundido —hasta nosotros—, cuando el hundimiento se ha convertido en la única realidad comprensible. La compasión sostiene: a quien se emborracha con ella y a quien la da a beber. La compasión restaura el mundo enlodado por el hachazo del poderoso, por la perseverancia de la sordidez, por el hambre y el infundio, por la negrura de los pájaros que anidan en los huesos, por el descarrío del latrocinio, por la estupidez. La compasión es una gran polea o un gran cartabón que devuelve lo extraviado a su lugar áureo, a su cielo exacto. La compasión es necesaria como el agua y, cuando la sentimos venir, cuando percibimos que se yergue como una ola o una hoja, hemos de aflojar los cabos y abrir las compuertas para que no muera, desangrada, donde ha nacido. Nos sujeta, sí, pero también nos libera: hacia dentro, donde los caminos son tiempo. La compasión, fuerte como una condena, nos redime del castigo. Cuando nos compadecemos de alguien, de nosotros mismos nos compadecemos. Pero esa no es su razón. La compasión dialoga con la maldad y la derrota. Sin saña. Como si apagara una llama que nunca debería haberse encendido. Como si lamiera la herida. Como si no hubiese un aquí y un allá, un yo y un lo otro, un algo y una nada. Algo distante se cose con ella. Al pronunciarla, se reduce una fractura. Lo inexplicable encuentra razones. Ya no hay desierto: solo arena que nos cimienta. Y muérdago coronándonos. Y fraternidad, al fin.
Hermoso texto, Eduardo, para este tiempo de Navidad y para estos tiempos de insolidaridad, locura de ensalzamiento del ego y deshumanización de los recursos sociales.
ResponderEliminarQue pases unas felices fiestas. Un gran abrazo
Gracias, Gregorio, por tus palabras. Mis mejores deseos también para ti. Un fuerte abrazo.
EliminarMaravilloso texto; siendo bueno todo lo que escribe usted, Eduardo, esto es excelso.
ResponderEliminarMis respetos y agradecimiento.
Por cierto, terminó el año Byron y no se animó usted a trabajar en algo de su obra, según creo. ¿Quizá este año? Un gran abrazo.
Muchas gracias, amigo Asúa, por su comentario. Celebro que le haya gustado mi entrada. En cuanto a Byron, no, no me he dedicado a el y no está entre mis planes hacerlo. Aunque nunca se sabe a dónde pueden llevarnos las relecturas de los clásicos. Le mando un saludo muy cordial.
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