Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
jueves, 11 de septiembre de 2025
La vuelta al mundo en 80 museos
jueves, 4 de septiembre de 2025
Qué pereza
Qué pereza que se acaben las vacaciones y vuelvan los políticos con su rictus avinagrado y su lengua de madera, con la que asestan duros golpes a la cultura, el humanismo y la inteligencia.
(Qué pereza Tellado [Miguel, no Corín], con esa pinta de lactante satisfecho y un cerebro lleno solo de consignas mamporreras. Qué pereza Abascal, el visir Iznogud del neofascismo patrio. Qué pereza María Jesús Montero, a la que solo le faltan dos pompones para ser la jefa de las animadoras de un Pedro Sánchez estragado por el poder, o por la falta de él).
Qué pereza que vuelva la prensa ultra a su plena y viscosa actividad, bullente de bulos, iniquidad y estupidez.
Qué pereza que vuelva el fútbol, tiznando a todas horas el televisor de verde y los oídos del lenguaje putrefacto de los periodistas deportivos y la nada balbuceante de los futbolistas, la mayoría de los cuales son retrasados mentales.
Qué pereza que vuelva la rutina laboral, anestesiante, deprimente, en la que chapoteamos como autómatas, a la espera de que nuestros amos vuelvan a concedernos la libertad provisional, 22 días de 365, de la cárcel del trabajo.
Qué pereza que se abra ya en el horizonte el horror de la Navidad, con su perspectiva de turrones hiperglucémicos, felicidad de serie, un aluvión de ceremonias religiosas, comidas (y cenas) con parientes insufribles, regalos espantosos, cotillones carísimos, disparatadas iluminaciones en Vigo, colas para comprar una lotería que nunca toca, despliegues absurdos para ver quién tiene el abeto más grande, discursos monárquicos (de humo), anuncios de colonias y juguetes, y atragantamientos con uvas.
Qué pereza que se acorten los días y llegue el frío.
Qué pereza que los lugares medio vacíos por las vacaciones de los parroquianos vuelvan a estar como siempre: abarrotados de gente y perros.
Qué pereza que las editoriales te comuniquen que se retrasa, una vez más, la publicación de tus libros.
Qué pereza tener que saludar otra vez a los vecinos, y hablar del tiempo en el ascensor, y preguntar a los compañeros de trabajo, estúpidamente, cómo han ido las vacaciones.
Qué pereza que los trenes vuelvan a parecer un producto de la industria conservera.
Qué pereza escribir entradas como esta, que revelan al gruñón en que, contra mi voluntad, me estoy convirtiendo.
(Qué bien, no obstante, que por fin venga el carpintero a arreglarte esa puerta del armario que se estropeó el 1 de agosto, y que desaparezcan del mundo [al menos hasta la próxima temporada] los vomitivos programas del verano, como el "El Grand Prix", y con ellos sus nauseabundos presentadores).
sábado, 30 de agosto de 2025
Rubens y un montón de flamencos
Eso es lo que nos encontramos mi amiga Sol y yo en el concurrido, como siempre, Caixafórum: una amplia muestra, traída del museo del Prado, de la obra de Pedro Pablo Rubens (y siento decir esto en una entrada supuestamente seria, pero el nombre del pintor siempre me ha parecido picapiédrico), de sus muchos discípulos y seguidores, y de una larga lista de otros pintores de su tiempo. El hecho de que las piezas provengan del Prado supone que las haya visto ya, pero no estoy seguro de haberlas examinado con el suficiente detenimiento. El Prado es una monstruosidad con tantas obras maestras que, a menudo, no prestamos a otros cuadros, también muy interesantes, la atención que merecen, o solo una muy superficial. De hecho, la muestra no incluye demasiadas obras de Rubens, sino que se centra en su amplísimo cortejo de alumnos, imitadores y coetáneos. Ciertamente, Flandes bullía de pintores en los siglos XVI y XVII. De Rubens encontramos, al poco de entrar, tres cuadros destacados: El rapto de Europa, una copia (pero qué copia) del óleo de Tiziano del mismo título, en el que Europa, en el lomo del toro (de musculatura y expresión humanas, aunque extrañamente impávido), parece querer huir de los amorcillos revoloteantes que la amenazan con sus flechas; El juicio de Paris, en el que aparecen dos pastores rosados y tres ninfas blancas, con los sexos convenientemente tapados (aunque eso no librara al cuadro de ser considerado impúdico por el rey Carlos III, que ordenó que se quemara; por suerte, el monarca murió antes de que se cumpliera su orden y, una vez cadáver, sus criados tuvieron el buen gusto de desobedecerle), más dos angelotes (asexuados), un perro y varias ovejas; y Diana y sus ninfas sorprendidas por sátiros, que describe una confusión de cuerpos: los de los sátiros que han dado con las ninfas en el bosque, y los de estas, que tratan de eludir su abrazo, a excepción de la diosa, Diana, que se enfrenta a ellos con una lanza. De nuevo, la piel de los agresores es más oscura que la de las agredidas, radiantemente blanca, pese a lo mucho que debía de correrles la sangre por las venas a causa de la emboscada, y, de nuevo también, en el cuadro hay perros, como uno que le muerde un talón a una de las infortunadas ninfas, mientras que un sátiro intenta agarrarla por el pecho. La pintura de Rubens, vista una vez más, me parece lo que siempre me ha parecido: un derroche de sensualidad, color y movimiento, y un festival de la carne. Las ninfas, pródigas en lorzas, exhiben una desnudez abundante, que no solo obedecía a los cánones estéticos de la época, sino también a sus preceptos sociosanitarios: una mujer con grasa era una mujer bien alimentada (hoy no diríamos lo mismo, pero los tiempos han cambiado), y por lo tanto sana, y por lo tanto apta para dar placer y ser madre. Aunque es imposible eludir la dimensión erótica de la cosa: el despliegue de mujeres en estado natural en los lienzos rubensianos, aunque disimuladas por su condición mitológica y vueltas así tolerables para las autoridades religiosas, era una incitación franca al desenfreno. A esta llamada a la lujuria no solo contribuían los cuerpos rubicundos de diosas y féminas, sino también todos los demás elementos presentes en los cuadros de Rubens, que exaltaban la pujanza de la naturaleza y el placer de los sentidos: frutos apetitosos, arboledas exuberantes, ríos muy húmedos, flores luminosas, ojos ávidos, animales que brincan, movimientos apasionados. Así debió de verlo (y sentirlo) Carlos III, como tanta otra gente de aquellos siglos escasamente desenfrenados: era imposible contemplar a Rubens y no sentirse alterado, corporalmente arrebatado; y sigue siéndolo, me parece. La mitología, como se ha dicho ya, suavizaba la exposición de las pasiones humanas: era una suerte de bromuro ideológico. Y la misma función cumplía la pintura de motivos bíblicos o inspiración religiosa. Así, nos encontramos con Aquiles entre las hijas de Licomedes (que son seis, ahora todas vestidas), del propio Rubens; Mercurio y Argos, pintado por Rubens y por artistas de su taller (un interesante documental explica, basándose en esta obra, el proceso de creación de los cuadros y la participación del maestro y de sus aprendices en la composición final); La Inmaculada Concepción, también de Rubens, en el que la Virgen aparece envuelta por un halo deslumbrante y escoltada por dos ángeles, mientras pisa una serpiente enorme, símbolo del pecado; La piedad, de Jacques Jordaens; o El nacimiento de la Virgen, de Erasmus Quellinus II. Debo admitir que el arte sacro, quitando a El Greco, Ribera y algún otro, nunca ha sido mi preferido. Me motivan poco los crucificados, con todos mis respetos por Velázquez y Dalí, las vírgenes llorosas o extáticas, o los santos martirizados. Yo prefiero el arte terrenal, mundano, histórico. Por eso celebro ver en esta muestra La muerte de Séneca, del taller de Rubens, en el que sus aprendices hicieron un gran trabajo con la musculatura del filósofo, que parece más bien un halterófilo, y donde Séneca está de pie en un barreño para que la sangre que le están sacando del brazo no se derrame por el suelo y lo ponga todo perdido. También me llama la atención La infanta Isabel Clara Eugenia, que tiene cara de mala leche (y se entiende: fue gobernadora de los Países Bajos cuando en los Países Bajos de libraban todas las batallas de Europa), pero luce, gracias al virtuosismo de Rubens, unos negros y unos rojos estupendos. Esta infanta vuelve a aparecer en otro cuadro que lleva su nombre, Isabel Clara Eugenia en el sitio de Breda, de Peter Snayers, una rara mezcla de mapa y cuadro. Parece evidente que la toma de Breda, en 1625, fue fructífera para el arte: además de la célebre rendición velazqueña, encontramos esta descomunal y muy topográfica pieza de Snayers. Hecho poco después, en 1626, encontramos un grabado relacionado con otro de los protagonistas políticos de aquellos años belicosos: Retrato alegórico del conde-duque de Olivares, de Paulus Pontius, en el que no puedo evitar que el conde-duque me parezca Javier Gurruchaga, que lo representó con ascético acierto en la maravillosa El rey pasmado. Los retratos históricos no acaban aquí: en otra sala, encontramos dos versiones del mismo personaje, Maria de Medici, que fue reina de Francia —primero consorte y luego regente— de 1600 a 1617. Un retrato es de Frans Pourbus el Joven y otro, de Rubens. En ambos aparece enterrada en un traje negro, grande como un castillo, del que solo emerge la cabeza (en caso de rellenarlo con sus carnes, sería prodigioso), con una gorguera fabulosa y un collar de perlas gordísimas que, en el cuadro de Pourbus, me recuerda a los que gustaba de gastar la inolvidable Carmen Polo de Franco, alias la collares: le llega hasta el bajo vientre. Muchos otros pintores están representados en la exposición: Jacques Jordaens, por ejemplo, a quien ya hemos mencionado, aporta el autobiográfico La familia del pintor, representación paradigmática de una familia flamenca burguesa de principios del siglo XVII, llena de muebles buenos, ropa cara y muchas sonrisas; y con un loro y un perro al fondo, ambos símbolos de la fidelidad que debían guardarse los cónyuges y todos los miembros del clan entre sí. David Teniers, por su parte, entrega El mono pintor, un óleo sobre tabla, de 1660, que anticipa a los surrealistas. En él, un mono con atributos de pintor bosqueja algo en un lienzo de caballete, en un gabinete de pinturas; el cliente, otro simio —un langur común, como el que pinta— con tocado de plumas, cadena de oro y faltriquera grande, observa atentamente las evoluciones del artista. Jan Brueghel el Viejo no podía faltar en la muestra: suyas son varias estampas florales y el óleo sobre lienzo Mercado y lavadero en Flandes, pintado al alimón con Joost de Momper II: Brueghel se encargó de los grupos de figuras humanas, como las lavanderas que ponen a secar delicadamente la ropa en la hierba, y Momper, de los paisajes. De Paul de Vos es un interesante Ciervo acosado por una jauría de perros —los perros parecen galgos—, y, en fin, Jan Fyt firma un Concierto de aves, en el que, en la experta opinión de Sol, salvo el rojo del guacamayo que ocupa el centro del cuadro, todo está mal: no hay perspectiva ni punto de fuga, los tamaños son equivocados y la composición, un desastre. A mí no me parece tan errado, pero acepto con humildad el juicio de mi amiga. Después de lo cual, nos vamos al bar del Caixafórum a tomarnos un aperitivo. Los cuerpos del Botero avant la lettre que fue Rubens y los muchos bodegones de la exposición nos han abierto el apetito.
domingo, 24 de agosto de 2025
Elogio del paseo por la playa
El paseo por la playa es un cordón umbilical. Quizá ignorásemos que aún estaba ahí, pero ahí sigue. Pasear por la playa nos devuelve a la placenta de la Tierra: a lo esencial. Pisamos la arena y percibimos el cosquilleo de lo que ha existido y ahora alfombra nuestros pasos. La destrucción acumulada suscita una caricia que se monta en los pies y se encarama a la piel. La arena no es sino el residuo de la acción ilimitada del tiempo, la saliva de sus lengüetazos escultóricos, el desmenuzamiento de lo que se opone al tiempo, y se desperdiga, y se pulveriza, bajos las flechas restañadoras del sol. Y ese es otro deber que nos concierne: la sumisión a la luz. Nos bañamos verticalmente. El sol derrama la claridad como si nos ungiera. Y quedamos atrapados en esa miel aun caminando: nos embrea el calor hasta desembarazarnos de toda incertidumbre. El calor es la única certeza, y nos electriza. Pero el viento también vive. Lo hace a golpes, cayendo como una pared o desapareciendo como quien debe dinero, para luego reaparecer, más árido, más benigno, transportando ecos de barcos inalcanzables o fragancias hirientes. El viento es el mensajero del mundo, y en su zurrón inalcanzable burbujean los ayes de los náufragos y la arquitectura del crepúsculo. Y el mar. El agua. La sed. El impacto azul de su transparencia. La fosforescencia verde de sus aguas someras. La resistencia de la espuma en la fugacidad de las olas, que se repiten como un espasmo muscular, como una sacudida del epitelio submarino. Paseando por la playa, los colores se colman de sal; las formas se diluyen sin perder su fijeza; y el aire, el fuego, el agua y la tierra trepan por nuestros miembros como una hiedra primordial, y se enredan en el sexo, se hacen un nudo en los ojos, se agarran a las piernas y a las axilas con igual determinación, anidando en lo saliente, hacinándose en lo abierto. La vida vuelve a nosotros. Recuperamos a las gaviotas y los charranes, extraviados en la aciaga metalurgia de los días; también a los peces siempre huidizos, como el espíritu. Y a las libélulas, que nos escoltan como una brigada de helicópteros anaranjados. Hasta cuanto nos saluda, muerto, desde la arena —jureles agujereados, mojarras petrificadas, estrellas resecas— parece vivo. Está vivo: un ejército de insectos sin identificar otorga a esas otras víctimas del tiempo la benemérita condición de cobijo y alimento. Las algas vomitadas por las olas arraigan en las dunas como penachos que se resistieran a decaer y se entregan a la desecación con la tenacidad de un eremita. Y ahí quedan, bengalas huecas, testigos acalambrados del ajetreo del mar, eructos apergaminados de las honduras arenosas, puntos suspensivos de las praderas de posidonia. En la playa, además, hay otros cuerpos, humanos. Recibimos la andanada de su materia, que nos recuerda a la nuestra, y nos repele. Pero es una repulsión amable: la de quien comulga con otros adoradores del sol y la nada, con otros siervos de la sequedad y el agua. Miramos, desbordados por tanto mundo, y nuestra mirada hace que el cielo descienda hasta posarse en el mar y, ya acostado en sus ondas, se embebe de su azul y lo transporta de nuevo a lo alto. Resolvemos el horizonte en cercanía, y las montañas en dunas, y la desnudez en armonía. Y nos abandonamos al sabor plural, pero extrañamente único, de un mundo lujuriosamente reducido a rectitudes y oscilaciones, hecho de pigmentos que no se conciertan, pero que no se contradicen, construido con desorden, con atropello, pero con una sola e interminable envoltura, sede de una plenitud por la que caminamos y que se adentra en los poros hasta alcanzar la raíz del pensamiento, el envés de la piel.
lunes, 18 de agosto de 2025
Juan Ramón Jiménez y las drogas
martes, 12 de agosto de 2025
Me han robado
miércoles, 6 de agosto de 2025
El Vinseum de Vilafranca del Penedès
jueves, 31 de julio de 2025
Una cornucopia sin fin: la poesía reunida de Eduardo Moga
sábado, 26 de julio de 2025
Cosas que veo (y oigo) por la mañana al ir a trabajar
domingo, 20 de julio de 2025
Tan sumamente ligero
El poeta Juan López-Carrillo protagoniza Tan sumamente ligero, un documental biográfico —un biopic— dirigido por Santi Suárez-Baldrís y producido por Un Capricho de Ediciones en 2024. Juan ingresa así en la escueta nómina de poetas del mundo (Neruda, Lorca, Rimbaud, Wilde, Emily Dickinson, Sylvia Plath) sobre los que se ha rodado una película. El hecho de que el filme de Suárez-Baldrís solo dure doce minutos (y quince segundos) no empece para que Juan —y sus lectores y admiradores, entre los que me cuento— pueda considerarse un privilegiado. Su imponente figura aparece en pantalla recorriendo las calles de Reus, donde vive (o quizá sean las de Tarragona, no estoy seguro), mientras la voz en off del poeta Ramón García Mateos, otro de sus grandes amigos y valedores, recita los versos del poema “Suma levedad”, de Los muertos no van al cine (2006), uno de los cuales da título a la obra: “Paradojas de mi vida./ Yo que estoy tan gordo/ que me hice plural/ al llegar a cien kilos/ sufro la triste evidencia/ de pasar por tu vida/ como alguien/ que no ocupa espacio,/ vacío, volátil,/ tan sumamente ligero”. La película empieza, en realidad, en la escena siguiente, en la que Carme Riera y García Mateos departen animadamente sobre la poesía de Juan López-Carrillo en el jardín romántico del Ateneo de Barcelona, mientras este se zampa unos mejillones y unas patatas fritas, regadas con una generosa copa de cerveza, sin abrir la boca más que para introducir en ella los sabrosos mitílidos y el resto de avíos del aperitivo. Es, sin duda, un acierto de la película, porque así es la vida de Juan: come, bebe, vive y escribe, y qué sea eso que escribe, que lo decidan los demás. Tan sumamente ligero relata después, en fotogramas austeros, sintéticos, y siempre con el fondo de los poemas de Juan recitados por la voz radiofónica de García Mateos, un día en la vida del poeta. Pierde por la calle un billete de cincuenta euros (y con eso, dice el poema, hace un amigo que nunca conocerá); llega a casa, donde lo primero que hace, como casi todos, es quitarse los zapatos y los pantalones; se pone a continuación a pelar judías en la mesa de la cocina; luego las cocina y se las come (“la frontera de mi patria/ es el borde de mi plato”, dice el poema “Nacionalismo” que da voz a la escena), y remata el sucinto ágape con un café de cafetera italiana de las de toda la vida, nada de cartuchos ni nespressos; recibe una llamada del banco, que le reclama el pago de las cuotas atrasadas de un préstamo, el único momento en el que oímos la voz del protagonista: dice dos veces “sí”, mientras escuchamos los versos del poema “Consuelo”: “La máquina implacable de la banca/ procede a su tarea/ y una voz anónima me salva/ de la soledad y el abandono/ por el precio/ de unos intereses de demora”; se sienta a la mesa de trabajo y se limpia las gafas para leer; oye un ruido sospechoso en el piso de al lado y, al acercarse a la pared medianera, oye follar a los vecinos, lo que lo sume en un estado de comprensible postración (“soy un poeta deprimido/, un poeta melancólico y seriamente enfermo,/ un poeta que está más que harto y cansado / de escribir amargos poemas de amor”, dice en un poema, “Amistad auténtica”, anafórico y gildebiedmiano); luego, quizá para quemar la energía que no ha podido dedicar a la misma —y añorada— actividad que sus afortunados vecinos, se enfunda en un chándal y echa un rato en la bicicleta estática (y este es el momento en el que me siento más personalmente implicado en la película, porque en los versos que la ilustran, del poema “Placidez”, yo soy uno de los “dos íntimos amigos míos [que], dentro de muy poco, marcharán al extranjero: uno [Ramón García Mateos] se irá con la familia a Lisboa a dar clases de literatura y a escribir futuros libros; el otro [un servidor], con plaza en Manchester, ya prepara las maletas para reunirse con su familia y para escribir futuros libros”; Juan López-Carrillo emula a sus amigos viajeros y se compra una bicicleta estática; y valga precisar que en Mánchester ni tuve plaza, ni escribí ningún libro, ni presente ni futuro, sino que culminé un desatino y coprotagonicé un divorcio); tras la sesión de bici, que no imaginamos demasiado intensa, aunque Suárez-Baldrís se empeña en demostrarnos que suda, Juan se ducha, y, en la única escena (dudosamente) erótica de la película, columbramos su garridas hechuras tras la mampara del baño y vemos el brazo reluciente (solo el brazo) que asoma para coger el albornoz que cuelga de la pared; después, lee un rato y manifiesta sus ardientes deseos de no ir a trabajar y mandar a paseo a su jefa (un anhelo que compartimos casi todos y que Bartleby, el escribiente, inmortalizó con su definitivo I would prefer not to [‘preferiría no hacerlo’], aunque Juan no sea tan sutil como el personaje de Melville: “Hoy no me da la gana de ir a trabajar/, y no me apetece lo más mínimo/ tener que verte un día más la cara/. Hoy me quedo en la cama, porque sí”, dice en el poema “Porteña”, de Los años vencidos [1997]); y por fin, el poeta fríe unos huevos (que aliña golosamente con especias), añora una vez más a una mujer y se acuesta, tras enmascararse con el artilugio que le permite dormir sin apneas. El gran tema de Tan sumamente ligero es la soledad: doce minutos de exposición de una vida solitaria, cuya gran ausencia es el amor, y cuyos consuelos son la amistad, la literatura y los placeres cotidianos. La burla de sí mismo, siempre bienhumorada, canaliza el malestar existencial sin que resulte opresivo, libre de una acritud que podría mudar en corrosión. Como he escrito en otro lugar —el prólogo de Los muertos no van al cine—, la poesía de López-Carrillo “suscita la inmediata simpatía del lector. Su recurso al humor es constante (...). Todos sus versos, aun los más amargos, (...) aparecen impregnados de una comicidad honda, que a veces se resuelve en carcajada y otras se estiliza en ironía. (...) Pero no debemos equivocarnos: el humor es otra forma de la tristeza. (...) Un torrente de desesperanza atraviesa su poesía, a veces de forma explícita y otras embozada de sarcasmo o elegía”. Y este juicio, todavía válido para su poesía, me parece, lo es también para esta película, porque sus versos la recorren desde el primer hasta el último fotograma, erigiéndose, así, en la columna vertebral que los sostiene a todos —limpios, directos, magnéticos— en el espléndido edificio de Tan sumamente ligero.