jueves, 11 de septiembre de 2025

La vuelta al mundo en 80 museos

Acaba de publicarse La vuelta al mundo en 80 museos, una recopilación de las crónicas de las visitas que hemos hecho el poeta y escritor Agustín Calvo Galán y yo mismo a una serie de museos de todo el mundo (excluida Oceanía), y que ambos hemos publicado en nuestros respectivos blogs en los últimos años: él, en uno específicamente dedicado a esta labor, Mis museos favoritos (mismuseosfavoritos.blogspot.com), y yo, en los dos que tengo abiertos desde 2013, aunque hoy solo el segundo —este en el que ahora escribo— sigue activo: Corónicas de Ingalaterra (eduardomoga.blogspot.com) y Corónicas de Españia (eduardomoga1.blogspot.com). Se trata, pues, de un libro a cuatro manos, el primero en el que participo, y que estoy muy satisfecho de haber concluido con un excelente escritor y amigo como es Agustín Calvo Galán. También estoy contento de que La vuelta al mundo en 80 museos haya visto la luz en Trea, la editorial en la que felizmente publiqué el poemario Mi padre en 2019, y la única en España, que yo sepa, que presta una atención especial a la museología en su colección “Ciencias y técnicas de la cultura”. Trea ha hecho un magnífico trabajo de edición, incorporando al texto imágenes de los museos descritos que han enriquecido el libro.

Esto decimos en el prólogo:

Con los museos, hoy, la mayoría de la gente observa una de estas dos actitudes: de respeto reverencial o de completa indiferencia. Muchos ven los museos como instituciones venerables, inmunes al paso del tiempo, que albergan muchas cosas importantes para la cultura, así, en general, y que queda muy bien conocer cuando uno está de viaje y se encuentra con alguno, cuanto más importante, mejor. Como el Partenón o El Corte Inglés. Luego podrá decir que los ha visitado, y eso contribuirá a su prestigio mundano. Muchos otros, por su parte, sienten tanto interés por los museos como por la física cuántica: los museos forman parte, para ellos, de un abstruso conglomerado de entidades con las que no han tenido, ni piensan tener nunca, contacto alguno; sitios que no divierten, silenciosos, en penumbra, donde hay que leer (cartelas, rótulos, pósteres, informaciones, documentos), donde apenas se puede hablar, donde no se puede tocar. Como iglesias, vamos: un tostón. 

Nosotros, en cambio, vemos los museos como lugares de placer. Sorprendentemente, nos atraen. Y no solo por su reputación, su valor simbólico o su peso cultural, sino, sobre todo, por sus características físicas. Los museos suelen ser islas de paz en el tráfago de las ciudades —con la excepción de los más monstruosos: el Louvre, el Museo Británico, los Museos Vaticanos…—, por las que se puede caminar y charlar con sosiego; ofrecen constante estímulos visuales, que pueden resultar tan euforizantes como un partido de voleibol de playa femenino (o masculino); acostumbran a tener bares tranquilos, jardines coquetos y librerías interesantes, llenas de objetos curiosos, donde tomarse un café, tomar el sol, tumbados en la hierba, o comprar algún hermoso volumen de arte o un imán para la nevera; y, en suma, ofrecen a la inteligencia y a la sensibilidad, ordenados y explicados, amplios aspectos del arte y la cultura humanos. Tampoco hay que desdeñar su función de refugio: el aire acondicionado de cualquier museo madrileño (y no digamos de Nuakchot) puede suponer la diferencia entre la vida y la muerte en una tarde de agosto. Los museos —y esto es lo más sorprendente— procuran espacio para la aventura: en sus salas hemos hecho amigos, conocido a amantes, vivido momentos risibles o trágicos; hemos demostrado nuestra ignorancia o nuestra erudición; nos hemos carcajeado de los demás y de nosotros mismos; hemos pasado tardes de soledad y melancolía, y renovado nuestra fe en la capacidad del ser humano para sobreponerse, gracias al arte, a sus calamidades y su mezquindad. Los museos son campos de felices batallas; circos de muchísimas pistas que, a diferencia de los circos de payaso y domador, huelen bien; campos de carreras en las que nadie corre, salvo nuestra sensibilidad y nuestro pensamiento. Los visitamos, pues, antes que otros sitios, fascinados por los placeres que vayan a procurarnos, que sabemos numerosos. Y, como somos gente de letras, nos gusta, además, recoger nuestras impresiones —el recuerdo de esos placeres— en crónicas que disfrutamos poniendo a disposición de los demás. (...)

Las crónicas no obedecen a ningún plan preestablecido ni a voluntad sistemática alguna, sino al mero gusto del viajero y al azar. Los dos sabemos que los descubrimientos más sabrosos —y más memorables— son los que no estaban previstos, más aún, los que ni siquiera se sospechaban. El carácter caprichoso de nuestra aproximación a los museos explica que este libro no incluya muchos de los principales del mundo, y sí, en cambio, otros pequeños —incluso minúsculos—, laterales —y hasta esquinados— y desconocidos que nos han seducido o, por lo menos, intrigado. Estos suelen ser, también, los más amables: lugares donde uno no ha de hacer colas de varias horas, ni ver a la carrera las piezas más codiciadas, porque hay varios millones más de turistas que también quieren verlas, ni cargar con la chaqueta y la mochila porque las taquillas están llenas (aunque a veces haya de hacerlo igualmente porque no hay taquillas). Pese a la omisión de tantos grandes museos —el Prado, sin ir más lejos, no es reseñado aquí, pese a valer más que la república y la monarquía juntas, como dijo Manuel Azaña; tampoco lo es el museo del Real Madrid, el más visitado, ay, de España—, creemos que estos tienen ya muchos medios para darse a conocer y muchos escritores que los defiendan. Nuestros humilde atención se ha dirigido, preferentemente, a esos lugares menos célebres, a veces arrinconados, pero con frecuencia depositarios de tesoros no menos asombrosos que los albergados por los grandes, que nos ha parecido de justicia divulgar. En total, son ochenta museos de cuatro continentes —solo Oceanía ha quedado fuera de nuestro radar, pero todo se andará—, con una especial atención a los españoles y británicos. Lo consideramos un número significativo, aunque sea pequeño en comparación con los miles de museos existentes en el mundo. Solo en dos casos, el de las Termas Romanas de Bath y el del Parque Arqueológico de las Minas Prehistóricas de Gavà, la crónica se duplica. Pero es lógico: los visitamos juntos. (...)

Y este es el índice del libro, con la indicación al lado de la autoría de cada entrada:
 
MUSEOS EN ESPAÑA
Museo Arqueológico Provincial de Badajoz (EM)
Museo de Arte Abstracto Español (Cuenca) (ACG)
Museo Europeo de Arte Moderno (Barcelona) (EM)
Museo Nacional de Arte Romano (Mérida, Badajoz) (EM)
Museo de Bellas Artes (Badajoz) (EM)
Casa Museo Benlliure (Valencia) (ACG)
El Born Centro de Cultura y Memoria (Barcelona) (EM)
Casa Museo Cal Gerrer (Sant Cugat del Vallès, Barcelona) (EM)
Casa Museo César Manrique (Haría, Lanzarote) (EM)
Museo Etnográfico González Santana (Olivenza, Badajoz) (EM)
Museo del Ferrocarril de Madrid (EM)
Hash, Marihuana & Hemp Museum (Barcelona) (EM)
Museo de Historia de Barcelona (ACG)
Casa Museo de los Ingleses (Punta Umbría, Huelva) (ACG)
Centro José Guerrero (Granada) (ACG)
Museo de Maricel (Sitges, Barcelona) (ACG)
Parque Arqueológico de las Minas Prehistóricas de Gavà (Gavà, Barcelona) (EM y ACG)
Museo del Pueblo Gallego (Santiago de Compostela, A Coruña) (ACG)
Museo del Romanticismo (Madrid) (EM)
Casa Museo Rosalía de Castro (Padrón, A Coruña) (ACG)
Museo Sefardí (Toledo) (ACG)
Museo Sorolla (Madrid) (ACG)
Thermalia, Museo de Caldes de Montbui (Barcelona) (ACG)
Colección Visigoda del Museo Nacional de Arte Romano (Mérida, Badajoz) (EM)

MUSEOS EN EUROPA
Museo Alvar Aalto (Jyväskylä, Finlandia) (ACG)
Fundación Arpad Szenes-Vieira da Silva (Lisboa) (ACG)
Museo Nacional de Arte Antiguo (Lisboa) (ACG)
Museo Británico (Londres) (EM)
Museo Nacional Marc Chagall (Niza, Francia) (EM)
Museo de Charles Dickens (Londres) (EM)
Museo Nacional de Chipre (Nicosia) (EM)
Museo Nacional Etrusco de Villa Giulia (Roma) (ACG)
Museo Foundling (Londres) (EM)
Galería de Arte Guildhall (Londres) (EM)
Museo Imperial de la Guerra (Mánchester, Reino Unido) (EM)
Museo de Hallstatt (Hallstatt, Austria) (ACG)
Museo y Jardines Horniman (Londres) (EM)
Museo Hunterian (Londres) (EM)
Museo del Jardín (Londres) (EM)
Casa Museo de John Keats (Londres) (EM)
Museo Lenbachhaus (Múnich, Alemania) (ACG)
Museo Louisiana de Arte Moderno (Humlebæk, Dinamarca) (EM)
Fundación Maeght (Saint Paul de Vence, Francia) (ACG)
Museo Municipal (Subotica, Serbia) (EM)
Museo del Palazzo Poggi (Bolonia, Italia) (ACG)
Museo Palladio (Vicenza, Italia) (ACG)
Museo de la Fundación Pierides (Lárnaca, Chipre) (EM)
Museo Polar (Cambridge, Reino Unido) (EM)
Museo de la Policía del Gran Mánchester (Mánchester, Reino Unido) (EM)
Galería Nacional de Retratos (Londres) (EM)
Pabellón de la Secession (Viena) (ACG)
Casa Natal de Shakespeare (Stratford-upon-Avon, Reino Unido) (EM)
Museo de Sherlock Holmes (Londres) (EM)
Museo John Soane (Londres) (EM)
Termas Romanas (Bath, Reino Unido) (ACG y EM)
Casa Museo de Thomas Carlyle (Londres) (EM)
Museo Toulouse-Lautrec (Albi, Francia) (ACG)
Tumbas Reales (Vergina, Grecia) (ACG)
Museo Victor Horta (Bruselas) (ACG)
Colección Wallace (Londres) (EM)

MUSEOS EN ÁFRICA
Museo Nacional del Bardo (Túnez) (EM)
Museo Egipcio (El Cairo) (ACG)
Big Hole (Kimberley, Sudáfrica) (ACG)
Museo del Distrito Sexto (Ciudad del Cabo, Sudáfrica) (ACG)

MUSEOS EN AMÉRICA
Museo Nacional de Antropología (Ciudad de México) (ACG)
Museo Benito Quinquela Martín (Buenos Aires) (ACG)
Museo Mural Diego Rivera (Ciudad de México) (ACG)
Casa Taller de Frank Lloyd Wright (Oak Park, EE.UU.) (ACG)
Museo Legión de Honor (San Francisco, EE.UU) (ACG)
Casa Loma (Toronto, Canadá) (ACG)
Museo Memorial de la Resistencia Dominicana (Santo Domingo) (EMB)
Museo Naval de México (Veracruz, México) (ACG)
Museo Yámana (Ushuaia, Argentina) (ACG)

MUSEOS EN ASIA
Museo de Arte Islámico de Kuala Lumpur (ACG)
Museo Nacional de Arte Moderno de Tokio (ACG)
Museo Baba Nyonya (Malaca, Malasia) (ACG)
Museo de las Civilizaciones Anatolias (Ankara) (ACG)
Museo de Dubái (ACG)
Museo Peranakan (Singapur) (ACG)
Museo Nacional de Tokio (ACG)




Editorial: TREA
Precio: 30 euros
Formato: 17 x 24 cm.
Páginas: 388
Año: 2025
ISBN: 979–13-87790–02‑8

jueves, 4 de septiembre de 2025

Qué pereza

Qué pereza que se acaben las vacaciones y vuelvan los políticos con su rictus avinagrado y su lengua de madera, con la que asestan duros golpes a la cultura, el humanismo y la inteligencia.

(Qué pereza Tellado [Miguel, no Corín], con esa pinta de lactante satisfecho y un cerebro lleno solo de consignas mamporreras. Qué pereza Abascal, el visir Iznogud del neofascismo patrio. Qué pereza María Jesús Montero, a la que solo le faltan dos pompones para ser la jefa de las animadoras de un Pedro Sánchez estragado por el poder, o por la falta de él).

Qué pereza que vuelva la prensa ultra a su plena y viscosa actividad, bullente de bulos, iniquidad y estupidez.

Qué pereza que vuelva el fútbol, tiznando a todas horas el televisor de verde y los oídos del lenguaje putrefacto de los periodistas deportivos y la nada balbuceante de los futbolistas, la mayoría de los cuales son retrasados mentales.

Qué pereza que vuelva la rutina laboral, anestesiante, deprimente, en la que chapoteamos como autómatas, a la espera de que nuestros amos vuelvan a concedernos la libertad provisional, 22 días de 365, de la cárcel del trabajo.

Qué pereza que se abra ya en el horizonte el horror de la Navidad, con su perspectiva de turrones hiperglucémicos, felicidad de serie, un aluvión de ceremonias religiosas, comidas (y cenas) con parientes insufribles, regalos espantosos, cotillones carísimos, disparatadas iluminaciones en Vigo, colas para comprar una lotería que nunca toca, despliegues absurdos para ver quién tiene el abeto más grande, discursos monárquicos (de humo), anuncios de colonias y juguetes, y atragantamientos con uvas.

Qué pereza que se acorten los días y llegue el frío.

Qué pereza que los lugares medio vacíos por las vacaciones de los parroquianos vuelvan a estar como siempre: abarrotados de gente y perros.

Qué pereza que las editoriales te comuniquen que se retrasa, una vez más, la publicación de tus libros.

Qué pereza tener que saludar otra vez a los vecinos, y hablar del tiempo en el ascensor, y preguntar a los compañeros de trabajo, estúpidamente, cómo han ido las vacaciones.

Qué pereza que los trenes vuelvan a parecer un producto de la industria conservera.

Qué pereza escribir entradas como esta, que revelan al gruñón en que, contra mi voluntad, me estoy convirtiendo.

(Qué bien, no obstante, que por fin venga el carpintero a arreglarte esa puerta del armario que se estropeó el 1 de agosto, y que desaparezcan del mundo [al menos hasta la próxima temporada] los vomitivos programas del verano, como el "El Grand Prix", y con ellos sus nauseabundos presentadores).

sábado, 30 de agosto de 2025

Rubens y un montón de flamencos

Eso es lo que nos encontramos mi amiga Sol y yo en el concurrido, como siempre, Caixafórum: una amplia muestra, traída del museo del Prado, de la obra de Pedro Pablo Rubens (y siento decir esto en una entrada supuestamente seria, pero el nombre del pintor siempre me ha parecido picapiédrico), de sus muchos discípulos y seguidores, y de una larga lista de otros pintores de su tiempo. El hecho de que las piezas provengan del Prado supone que las haya visto ya, pero no estoy seguro de haberlas examinado con el suficiente detenimiento. El Prado es una monstruosidad con tantas obras maestras que, a menudo, no prestamos a otros cuadros, también muy interesantes, la atención que merecen, o solo una muy superficial. De hecho, la muestra no incluye demasiadas obras de Rubens, sino que se centra en su amplísimo cortejo de alumnos, imitadores y coetáneos. Ciertamente, Flandes bullía de pintores en los siglos XVI y XVII. De Rubens encontramos, al poco de entrar, tres cuadros destacados: El rapto de Europa, una copia (pero qué copia) del óleo de Tiziano del mismo título, en el que Europa, en el lomo del toro (de musculatura y expresión humanas, aunque extrañamente impávido), parece querer huir de los amorcillos revoloteantes que la amenazan con sus flechas; El juicio de Paris, en el que aparecen dos pastores rosados y tres ninfas blancas, con los sexos convenientemente tapados (aunque eso no librara al cuadro de ser considerado impúdico por el rey Carlos III, que ordenó que se quemara; por suerte, el monarca murió antes de que se cumpliera su orden y, una vez cadáver, sus criados tuvieron el buen gusto de desobedecerle), más dos angelotes (asexuados), un perro y varias ovejas; y Diana y sus ninfas sorprendidas por sátiros, que describe una confusión de cuerpos: los de los sátiros que han dado con las ninfas en el bosque, y los de estas, que tratan de eludir su abrazo, a excepción de la diosa, Diana, que se enfrenta a ellos con una lanza. De nuevo, la piel de los agresores es más oscura que la de las agredidas, radiantemente blanca, pese a lo mucho que debía de correrles la sangre por las venas a causa de la emboscada, y, de nuevo también, en el cuadro hay perros, como uno que le muerde un talón a una de las infortunadas ninfas, mientras que un sátiro intenta agarrarla por el pecho. La pintura de Rubens, vista una vez más, me parece lo que siempre me ha parecido: un derroche de sensualidad, color y movimiento, y un festival de la carne. Las ninfas, pródigas en lorzas, exhiben una desnudez abundante, que no solo obedecía a los cánones estéticos de la época, sino también a sus preceptos sociosanitarios: una mujer con grasa era una mujer bien alimentada (hoy no diríamos lo mismo, pero los tiempos han cambiado), y por lo tanto sana, y por lo tanto apta para dar placer y ser madre. Aunque es imposible eludir la dimensión erótica de la cosa: el despliegue de mujeres en estado natural en los lienzos rubensianos, aunque disimuladas por su condición mitológica y vueltas así tolerables para las autoridades religiosas, era una incitación franca al desenfreno. A esta llamada a la lujuria no solo contribuían los cuerpos rubicundos de diosas y féminas, sino también todos los demás elementos presentes en los cuadros de Rubens, que exaltaban la pujanza de la naturaleza y el placer de los sentidos: frutos apetitosos, arboledas exuberantes, ríos muy húmedos, flores luminosas, ojos ávidos, animales que brincan, movimientos apasionados. Así debió de verlo (y sentirlo) Carlos III, como tanta otra gente de aquellos siglos escasamente desenfrenados: era imposible contemplar a Rubens y no sentirse alterado, corporalmente arrebatado; y sigue siéndolo, me parece. La mitología, como se ha dicho ya, suavizaba la exposición de las pasiones humanas: era una suerte de bromuro ideológico. Y la misma función cumplía la pintura de motivos bíblicos o inspiración religiosa. Así, nos encontramos con Aquiles entre las hijas de Licomedes (que son seis, ahora todas vestidas), del propio Rubens; Mercurio y Argos, pintado por Rubens y por artistas de su taller (un interesante documental explica, basándose en esta obra, el proceso de creación de los cuadros y la participación del maestro y de sus aprendices en la composición final); La Inmaculada Concepción, también de Rubens, en el que la Virgen aparece envuelta por un halo deslumbrante y escoltada por dos ángeles, mientras pisa una serpiente enorme, símbolo del pecado; La piedad, de Jacques Jordaens; o El nacimiento de la Virgen, de Erasmus Quellinus II. Debo admitir que el arte sacro, quitando a El Greco, Ribera y algún otro, nunca ha sido mi preferido. Me motivan poco los crucificados, con todos mis respetos por Velázquez y Dalí, las vírgenes llorosas o extáticas, o los santos martirizados. Yo prefiero el arte terrenal, mundano, histórico. Por eso celebro ver en esta muestra La muerte de Séneca, del taller de Rubens, en el que sus aprendices hicieron un gran trabajo con la musculatura del filósofo, que parece más bien un halterófilo, y donde Séneca está de pie en un barreño para que la sangre que le están sacando del brazo no se derrame por el suelo y lo ponga todo perdido. También me llama la atención La infanta Isabel Clara Eugenia, que tiene cara de mala leche (y se entiende: fue gobernadora de los Países Bajos cuando en los Países Bajos de libraban todas las batallas de Europa), pero luce, gracias al virtuosismo de Rubens, unos negros y unos rojos estupendos. Esta infanta vuelve a aparecer en otro cuadro que lleva su nombre, Isabel Clara Eugenia en el sitio de Breda, de Peter Snayers, una rara mezcla de mapa y cuadro. Parece evidente que la toma de Breda, en 1625, fue fructífera para el arte: además de la célebre rendición velazqueña, encontramos esta descomunal y muy topográfica pieza de Snayers. Hecho poco después, en 1626, encontramos un grabado relacionado con otro de los protagonistas políticos de aquellos años belicosos: Retrato alegórico del conde-duque de Olivares, de Paulus Pontius, en el que no puedo evitar que el conde-duque me parezca Javier Gurruchaga, que lo representó con ascético acierto en la maravillosa El rey pasmado. Los retratos históricos no acaban aquí: en otra sala, encontramos dos versiones del mismo personaje, Maria de Medici, que fue reina de Francia —primero consorte y luego regente— de 1600 a 1617. Un retrato es de Frans Pourbus el Joven y otro, de Rubens. En ambos aparece enterrada en un traje negro, grande como un castillo, del que solo emerge la cabeza (en caso de rellenarlo con sus carnes, sería prodigioso), con una gorguera fabulosa y un collar de perlas gordísimas que, en el cuadro de Pourbus, me recuerda a los que gustaba de gastar la inolvidable Carmen Polo de Franco, alias la collares: le llega hasta el bajo vientre. Muchos otros pintores están representados en la exposición: Jacques Jordaens, por ejemplo, a quien ya hemos mencionado, aporta el autobiográfico La familia del pintor, representación paradigmática de una familia flamenca burguesa de principios del siglo XVII, llena de muebles buenos, ropa cara y muchas sonrisas; y con un loro y un perro al fondo, ambos símbolos de la fidelidad que debían guardarse los cónyuges y todos los miembros del clan entre sí. David Teniers, por su parte, entrega El mono pintor, un óleo sobre tabla, de 1660, que anticipa a los surrealistas. En él, un mono con atributos de pintor bosqueja algo en un lienzo de caballete, en un gabinete de pinturas; el cliente, otro simio —un langur común, como el que pinta— con tocado de plumas, cadena de oro y faltriquera grande, observa atentamente las evoluciones del artista. Jan Brueghel el Viejo no podía faltar en la muestra: suyas son varias estampas florales y el óleo sobre lienzo Mercado y lavadero en Flandes, pintado al alimón con Joost de Momper II: Brueghel se encargó de los grupos de figuras humanas, como las lavanderas que ponen a secar delicadamente la ropa en la hierba, y Momper, de los paisajes. De Paul de Vos es un interesante Ciervo acosado por una jauría de perros —los perros parecen galgos—, y, en fin, Jan Fyt firma un Concierto de aves, en el que, en la experta opinión de Sol, salvo el rojo del guacamayo que ocupa el centro del cuadro, todo está mal: no hay perspectiva ni punto de fuga, los tamaños son equivocados y la composición, un desastre. A mí no me parece tan errado, pero acepto con humildad el juicio de mi amiga. Después de lo cual, nos vamos al bar del Caixafórum a tomarnos un aperitivo. Los cuerpos del Botero avant la lettre que fue Rubens y los muchos bodegones de la exposición nos han abierto el apetito.

domingo, 24 de agosto de 2025

Elogio del paseo por la playa

¿Por qué me trajiste, padre,
a la ciudad?
¿Por qué me desenterraste
del mar?
RAFAEL ALBERTI, Marinero en tierra

El paseo por la playa es un cordón umbilical. Quizá ignorásemos que aún estaba ahí, pero ahí sigue. Pasear por la playa nos devuelve a la placenta de la Tierra: a lo esencial. Pisamos la arena y percibimos el cosquilleo de lo que ha existido y ahora alfombra nuestros pasos. La destrucción acumulada suscita una caricia que se monta en los pies y se encarama a la piel. La arena no es sino el residuo de la acción ilimitada del tiempo, la saliva de sus lengüetazos escultóricos, el desmenuzamiento de lo que se opone al tiempo, y se desperdiga, y se pulveriza, bajos las flechas restañadoras del sol. Y ese es otro deber que nos concierne: la sumisión a la luz. Nos bañamos verticalmente. El sol derrama la claridad como si nos ungiera. Y quedamos atrapados en esa miel aun caminando: nos embrea el calor hasta desembarazarnos de toda incertidumbre. El calor es la única certeza, y nos electriza. Pero el viento también vive. Lo hace a golpes, cayendo como una pared o desapareciendo como quien debe dinero, para luego reaparecer, más árido, más benigno, transportando ecos de barcos inalcanzables o fragancias hirientes. El viento es el mensajero del mundo, y en su zurrón inalcanzable burbujean los ayes de los náufragos y la arquitectura del crepúsculo. Y el mar. El agua. La sed. El impacto azul de su transparencia. La fosforescencia verde de sus aguas someras. La resistencia de la espuma en la fugacidad de las olas, que se repiten como un espasmo muscular, como una sacudida del epitelio submarino. Paseando por la playa, los colores se colman de sal; las formas se diluyen sin perder su fijeza; y el aire, el fuego, el agua y la tierra trepan por nuestros miembros como una hiedra primordial, y se enredan en el sexo, se hacen un nudo en los ojos, se agarran a las piernas y a las axilas con igual determinación, anidando en lo saliente, hacinándose en lo abierto. La vida vuelve a nosotros. Recuperamos a las gaviotas y los charranes, extraviados en la aciaga metalurgia de los días; también a los peces siempre huidizos, como el espíritu. Y a las libélulas, que nos escoltan como una brigada de helicópteros anaranjados. Hasta cuanto nos saluda, muerto, desde la arena —jureles agujereados, mojarras petrificadas, estrellas resecas— parece vivo. Está vivo: un ejército de insectos sin identificar otorga a esas otras víctimas del tiempo la benemérita condición de cobijo y alimento. Las algas vomitadas por las olas arraigan en las dunas como penachos que se resistieran a decaer y se entregan a la desecación con la tenacidad de un eremita. Y ahí quedan, bengalas huecas, testigos acalambrados del ajetreo del mar, eructos apergaminados de las honduras arenosas, puntos suspensivos de las praderas de posidonia. En la playa, además, hay otros cuerpos, humanos. Recibimos la andanada de su materia, que nos recuerda a la nuestra, y nos repele. Pero es una repulsión amable: la de quien comulga con otros adoradores del sol y la nada, con otros siervos de la sequedad y el agua. Miramos, desbordados por tanto mundo, y nuestra mirada hace que el cielo descienda hasta posarse en el mar y, ya acostado en sus ondas, se embebe de su azul y lo transporta de nuevo a lo alto. Resolvemos el horizonte en cercanía, y las montañas en dunas, y la desnudez en armonía. Y nos abandonamos al sabor plural, pero extrañamente único, de un mundo lujuriosamente reducido a rectitudes y oscilaciones, hecho de pigmentos que no se conciertan, pero que no se contradicen, construido con desorden, con atropello, pero con una sola e interminable envoltura, sede de una plenitud por la que caminamos y que se adentra en los poros hasta alcanzar la raíz del pensamiento, el envés de la piel. 

lunes, 18 de agosto de 2025

Juan Ramón Jiménez y las drogas

Juan Ramón Jiménez ha sido, probablemente, el poeta más importante del siglo XX español, y uno de los más importantes del idioma. No digo el mejor —ese quizá haya sido Lorca—, pero sí el más sustancioso, el más trascendente, el que más peso ha tenido, por acción o por reacción, en la poesía de nuestro país. Mi vinculación con él es antigua e íntima. Recuerdo las inevitables lecturas que hacíamos en el colegio de su delicado pero embozadamente crítico Platero y yo, y las no menos inevitables (porque no había más poetas que él en la sección de literatura española de la biblioteca de mi high school) que le dediqué en Atlanta, cuando fui estudiante de intercambio allí, hace 45 años, y combatía la soledad y el extrañamiento con los poemas de su burro inmarcesible. Luego, a lo largo de los años, he leído el resto de su obra, desde aquellos primeros libros modernistas de los que abominaba, Ninfeas y Almas de violeta (y que iba por las librerías comprando —o robando— para retirarlos de una circulación que lo avergonzaba), hasta sus últimas recopilaciones, como Baladas y odas, publicado en 2023. Su dilatadísima producción —Juan Ramón Jiménez se sentía poeta, era poeta, y obró siempre en consecuencia: nunca dejó de escribir poesía, de vivir en la poesía, hasta levantar una Obra (así, en mayúscula) que honrase aquel sentimiento, aquella realidad ineludible— ha generado una bibliografía igual de vasta, que ahora acrece un libro singular, Juan Ramón Jiménez y las drogas. La influencia de los fármacos en la vida y obra del poeta de Moguer (Córdoba, El Desvelo Ediciones, 2025), del madrileño, y desde hace muchos años bibliotecario en Baños de Montemayor (Cáceres), Jonás Sánchez Pedrero (Rivas-Vaciamadrid, 1979). Es bien conocida la hipocondria e hipersensibilidad del poeta moguereño, que le llevaron a residir en sanatorios desde muy joven y a buscar después, ya adulto, la compañía de sanitarios y médicos, en varias de cuyas casas llegó también a domiciliarse. Lo que no había sido nunca estudiado en concreto, es hasta qué punto los medicamentos que le recetaron, en los múltiples tratamientos que siguió para curar sus diversas dolencias, generaron en él adicciones e innumerables malestares físicos, y de qué modo estas indeseables consecuencias condicionaron la poesía que escribía. La historia de la literatura ofrece no pocos casos de escritores alcohólicos o adictos a fármacos o drogas, cuya literatura debe mucho a esa adicción, a menudo buscada, incluso, para potenciar la creatividad. Algunos, como Thomas de Quincey, con su Confesiones de un consumidor de opio inglés, le deben su fama. Otros, como Baudelaire, han teorizado sobre el «ideal artificial» que le permitían crear el opio y el hachís. Aldous Huxley era un amante del LSD y la mescalina, de la que también era devoto Jean Paul Sartre. William Burroughs fue heroinómano muchos años. Philip K. Dick confesó que había escrito todas sus novelas bajo los efectos del speed. La lista sería interminable. Juan Ramón Jiménez se cuenta entre los opiómanos, aunque él no hacía como De Quincey y se pasaba los días en algún sórdido fumadero chino, sino que había desarrollado su adicción a resultas del tratamiento de sus muchas afecciones, reales o inventadas, como el insomnio, la diarrea o simplemente el dolor, con láudano, una sustancia que ya su madre consumía: “Mi madre despertó de su sopor de láudano, alzó los ojos a la puerta y nos llamó”, escribe Juan Ramón en Por el cristal amarillo. Jonás Sánchez Pedrero ha realizado en Juan Ramón Jiménez y las drogas un exhaustivo y minucioso análisis no solo de la poesía del autor de Platero y yo, sino también de su correspondencia, de la de Zenobia Camprubí, su abnegada esposa, de las crónicas personales de Juan Guerrero Ruiz, amigo y confidente de Juan Ramón, y de cuantos otros epistolarios o noticias arrojasen luz sobre la presencia o influencia de las drogas en su vida y en su escritura. El resultado es un muy bien documentado fresco de esa influencia, desde los primeros escarceos de Juan Ramón con las drogas gracias al botiquín familiar y a sus enamoramientos de adolescencia, necesitados de urgentes consuelos farmacológicos, hasta su fallecimiento, tras ganar el Nóbel, ver morir a Zenobia y abandonarse a un estado de total dejación, mezcla de soledad, depresión, enfermedad e intoxicación farmacopeica. Entre las páginas 40 y 50 del libro, Sánchez Pedrero enumera, primero, los médicos a los que el poeta trató personalmente o que lo tuvieron a su cuidado (74, entre los que se cuentan algunos tan insignes como Santiago Ramón y Cajal y Gregorio Marañón) y, después, los medicamentos que recibió (64, incluyendo opio, bromuro, estricnina, arsénico y hasta electrochoques): la lista acojona. También son muchas las enfermedades o dolencias de todo tipo que padeció Juan Ramón, según refiere Sánchez Pedrero, algunas rarísimas, como neuralgias faciales, anemias cerebrales, colon permeable o intoxicaciones de leche. Pero, principalmente, el poeta sufría de cuadros nerviosos (lo que antes se llamaba neurastenia o melancolía, y hoy, depresión, con brotes delirantes y episodios paranoicos al final de su vida), insomnio, trastornos gastrointestinales (colitis, cólicos, diarreas) y ataques de gota, estaba casi permanentemente resfriado y con frecuencia griposo (las gripes le hacían ver “arcoíris fúnebres”), y hasta contrajo paludismo. Era, asimismo, víctima de alergias y fobias, sobre todo a los olores y a los ruidos, y ambas han dado pie a algunos de los sucesos más estrafalarios de la vida de Juan Ramón, como que le pidiese por carta a un vecino que se llevase a otra habitación al grillo enjaulado cuyo chirrido le molestaba. El opio, como ya se ha dicho, fue la principal sustancia rectora de su vida y de su salud (o de la falta de ella), y Sánchez Pedrero no pierde ocasión de identificar los efectos de su consumo constante (y sus ocasionales interrupciones, que lo condenaban a terribles síndromes de abstinencia) en sus cartas y su poesía. A él le atribuye, por ejemplo, la “embriaguez rapsódica” y la “fuga incontenible” que embargan al poeta (y que este le confiesa así en una carta a Enrique Díez-Canedo) a la hora de escribir sus grandes libros, Tiempo y Espacio (la misma influencia opiácea y subsigüente exaltación cabe advertir, más adelante, en Animal de fondo y Dios deseado y deseante), tras una estancia obligada en un hospital de la Florida, en 1941. El opio también puede haber contribuido al alejamiento de Juan Ramón de la Generación del 27: “Dentro de los efectos secundarios de los alcaloides opiáceos está la irritabilidad del carácter, dato a considerar para vislumbrar el alejamiento paulatino de Juan Ramón con la generación lírica a la que apadrinó en sus publicaciones. Dicho distanciamiento se produce mientras el poeta está sometido a sucesivos tratamientos medicamentosos”, escribe Sánchez Pedrero. Zenobia era consciente del impacto que el opio tenía en la salud de su marido, y en una carta a Norah Borges y Guillermo de Torre lo incluye en la trinidad del poeta —colitis, opio y depresión— cuando escribe: “J. R. está pasando una racha verdaderamente mala de colitis, láudano y decaimiento”. En otra, del Año Nuevo de 1954, Zenobia recupera pero matiza esa trinidad, ahora compuesta por colitis, opio y salicilatos: “J. R. se dio ayer tarde (...) [al] consumo de las dos únicas papeletas de Vivas Pérez que no estaban estropeadas por la humedad del trópico (...). La colitis ayer hizo crisis” (las papeletas de Vivas Pérez, a las que el poeta era adicto, eran salicilatos de bismuto y cerio recetados para los desórdenes gastrointestinales). Juan Ramón Jiménez y las drogas aborda el análisis de la vida y la literatura de Juan Ramón Jiménez bien pertrechado de documentación, con claridad expositiva y un nuevo ángulo de visión. Que esta nueva perspectiva, nunca adoptada hasta ahora por los estudiosos juanramonianos, se fundamente en el proceloso mundo de la farmacopea, no mengua su valor, ni desmerece las conclusiones a las que llega, ni mucho menos reduce al poeta a la condición de mero toxicómano, porque, como dijo Rubén Darío, otro opiómano, “el opio no hace soñar a cualquiera, sino al que es capaz de soñar”. Por el contrario, los resultados de este estudio iluminan con sorprendente transparencia algunos de los impulsos y rasgos de la obra inmortal de Juan Ramón, que ahora se entienden mejor, no como fruto de una inspiración inefable, sino como consecuencia de la interacción entre un talento incontestable y una estimulación artificial.

martes, 12 de agosto de 2025

Me han robado

A veces me da por hacer estadísticas de mi propia vida: ¿Cuántas veces me he roto un hueso? ¿Cuántas veces he visto un partido de fútbol en directo? ¿Cuántas veces me han multado por exceso de velocidad? ¿Cuántas veces he hecho el amor? ¿Cuántas veces me he enamorado? Las lista de preguntas podría ser tan larga como la propia vida. Últimamente, se me ha ocurrido preguntarme: ¿cuántas veces me han robado? Y me he respondido con esta lista:

La primera fue en la adolescencia. Debía de tener yo quince o dieciséis años. Era sábado o domingo y salía de casa de un amigo, Xavier, en el barrio de Les Corts. No recuerdo qué habíamos estado haciendo. Probablemente, jugar al pimpón (entonces decíamos ping pong) en la azotea del edificio, donde había una mesa para disfrute de los vecinos e invitados, como hacíamos tantas tardes sudorosas, o quizá escuchar discos de Simón y Garfunkel en su habitación, o puede que simplemente charlar de las cosas que se nos ocurrían, que entonces eran muchas y muy tontas, pero que nos resultaban siempre apasionantes. La cuestión es que, justo al salir de su casa, me abordaron dos rateros, uno alto y fornido, y otro más bajo y rechoncho, pero ambos cetrinos y con pinta de gitanillos de La Mina. El más chaparro, con el casquete de una repulsiva melenita con la raya en medio, me puso una navaja en la tripa y me pidió el dinero. A nuestro alrededor no pasaba nadie (debía de ser domingo). Y se lo di: doscientas pesetas, que en 1977 o 78 no eran moco de pavo. Recuerdo que no me asusté. Aquellos chavales eran unos navajeros (una figura legendaria de nuestra adolescencia: el navajero, que aterrorizaba a los alumnos de colegios de pago en barrios acomodados, como yo), pero no tenían aspecto de monstruos (pese a la melenita y la raya en medio). Me pareció que dejarme atracar y entregarles aquellas pesetas constituía una experiencia interesante (y novedosa: era la primera vez que me pasaba), otro mito de aquellos años (acumular experiencias, buenas o malas, era lo que queríamos todos los jóvenes que nos preciábamos de inquietos). Cuando digo dejarme atracar y entregarles aquellas pesetas”, no quiero implicar que podría haberme resistido, fajándome heroicamente con el quinqui, su sirla y el gorila. No tenía, nunca he tenido el coraje suficiente para hacerlo. Solo digo que, para salvar el orgullo y justificar el miedo, metabolicé aquella desagradable situación como una experiencia provechosa, como un hito más en la aventura de la vida. De hecho, ni siquiera denuncié el robo. Volví a mi casa (andando, porque ya no tenía dinero para el autobús) y seguí escuchando a Simón y Garfunkel en mi habitación.

Sufrí el segundo robo de mi vida en Rotterdam, unos años más tarde. Andaba yo de Interrail por Europa (una suerte de Erasmus ferroviario avant la lettre) y había hecho una parada en los Países Bajos para pasar unos días con una novia holandesa que tenía por entonces. Estábamos visitando la ciudad, donde ella vivía, y nos habíamos sentado a descansar en uno de los muchos parques que la jalonan. Y entonces cometí una de las mayores estupideces de mi vida: me saqué la cartera del bolsillo trasero del pantalón —sentado en la hierba, se me clavaba en el glúteo— y, en lugar de guardarla en otro lugar o simplemente tenerla en la mano, la dejé a mi lado, en el pasto, a la vista de todos. Pensé que quedaba lo suficientemente cerca de mí como para nadie se atreviera a echarle mano. Pero no conté con la habilidad de los cacos holandeses. Uno, de piel oscura —probablemente surinamés—, se me acercó para ofrecerme droga. Se agachó hasta donde yo estaba, me metió una bolsita de un polvillo blanco en la cara y con la mano libre, oculta bajo una enorme gabardina, aunque era verano, me birló la cartera. Lo más duro de aquel robo, además de lo idiota que me sentí, fue que con el surinamés desapareció una buena parte de mi dinero, mi carné de identidad y, lo peor de todo, mi tarjeta del Interrail (por suerte, había dejado el pasaporte en la casa de mi novia). Hube de pedir urgentemente a mis padres que me enviaran dinero para reponer la pérdida y comprar otra tarjeta de tren con la que proseguir viaje. Pero esta vez sí denuncié el latrocinio, lo que, a la postre, me sirvió para sumar otra experiencia a la que acababa de tener: acudir a una comisaría de la policía de Rotterdam para hacer una ronda de identificación. Sí: habían detenido a alguien que sospechaban era el chorizo, pero debíamos identificarlo. Tras el cristal había cinco tipos, todos hombres jóvenes de piel oscura. Yo no estaba seguro de nada, pero mi novia sí: con mucha firmeza, dijo que el ladrón no era ninguno de aquellos. Y así acabó la historia de mi segundo espolio (y mi relación con la holandesa).

(Los robos que sufrí en la mili no cuentan. Allí formaban parte de las normas de la casa, y nadie se alteraba por ello: si alguien perdía la gorra, se la robaba a un compañero [y este la recuperaba mangándosela a otro]; si a alguien le trincaban el chocolate que su madre le había enviado por Navidad, él chorizaba el jamón que había recibido otro colega; si te desaparecía el gel de baño, tú se lo desaparecías al vecino; y así sucesivamente).

La tercera fue una combinación de idiotez y mala suerte. Ya era mayorcito. Había acudido a un juzgado laboral de Barcelona para hacer una gestión, ya no recuerdo si relacionada con mi trabajo o por razones personales (aunque yo, que he sido funcionario toda la vida, ¿qué razones personales podía tener para ir a un juzgado donde se dirimen los conflictos laborales?). Recuerdo que estuve esperando un buen rato, sentado en un pasillo, a que me atendieran. Y otra vez —porque no hay refrán más certero en el pánico refranero español que ese que dice que el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra— dejé la cartera, que volvía a molestarme en el bolsillo trasero, en el breve tablero de la silla donde estaba. Esta vez no me la quitó nadie. Me la olvidé cuando me levanté para entrar en la oficina que me correspondía y, resuelto el trámite, me fui del juzgado tan campante. Después, en la calle, me di cuenta de que me la había olvidado y volví corriendo al lugar. Se me abrió el cielo cuando el mismo funcionario que me había atendido, y en cuyo despacho había irrumpido yo con la esperanza de que alguien hubiera encontrado la cartera y se la hubiese entregado, me dijo que sí, que alguien la había encontrado y se la había entregado. Abrió entonces el primer cajón de su mesa y... no la encontró. “¿Pero cómo? Si la he dejado aquí hace un momento...”. La habían robado. Así, en una misma mañana, y en una secuencia estadísticamente insólita, la cartera había sido perdida, encontrada y vuelta a perder. Me fui de aquel juzgado de nuevo sin denunciar la sustracción, aunque tenía, quizá, más motivos que nunca para hacerlo, por haberse cometido en una dependencia pública. Supongo que quería castigarme por habérmela olvidado. Y lo hice a conciencia.

El cuarto robo fue en el coche. Mi entonces mujer y yo habíamos ido a Villanueva de los Infantes, en Ciudad Real, donde me habían invitado a unas jornadas poéticas (en la casa de Cultura, que antes había sido la casa de la Inquisición: un progreso encomiable). No se nos ocurrió meter el coche en un aparcamiento vigilado: estábamos en un pueblo; dudo incluso de que hubiera aparcamientos vigilados. Y tampoco era un gran vehículo: se trataba de un Nissan Almera muy común y bastante asendereado ya. Pero cumplía uno de los requisitos fundamentales para ser objetivo de los ladrones: era foráneo; no pertenecía a nadie del pueblo. Así que, tras una lectura de poemas, volvimos a nuestro hotel, cerca del cual estaba aparcado, y descubrimos uno de los cristales delanteros roto y el interior saqueado, aunque había muy poco que saquear: ni siquiera teníamos un aparato de música que pudieran llevarse. El daño principal era la propia luna hecha añicos. Cuando acudimos a la policía local para denunciarlo, nos estaban esperando: ya habían visto el coche con la ventanilla pulverizada y sabían que no tardaríamos en aparecer. Con la denuncia, el seguro cubrió los daños. Lo que no cubrió fue el frío que pasamos —era entrado el otoño y en la Meseta hace mucho frío en otoño— de regreso a Madrid, sin ventanilla que nos protegiera.

El peor pillaje que he sufrido fue el quinto: nos entraron en casa. Yo hacía poco que me había instalado en Londres con mi familia (era, pues, principios de 2014), pero mi hijo mayor seguía viviendo en la casa familiar, en Sant Cugat. Una mañana infausta recibimos una llamada suya: se había ido a trabajar y, aprovechando su ausencia, alguien (algunos, sin duda) había reventado la puerta y se había llevado cierta cantidad de dinero y un puñado de joyas. La puerta era blindada, pero daba igual: los desvalijadores eran capaces de echar abajo cualquier cosa, desde una puerta como la mía hasta un cerramiento industrial; utilizaban, si hacía falta, arietes hidráulicos, y nada se les resistía. Yo regresé de urgencia de Londres aquel mismo día, pero solo pude constatar los daños. No se habían llevado ni electrodomésticos ni ordenadores ni cuadros ni mucho menos libros, de los que había en abundancia, sino solo lo líquido y lo que podía licuarse inmediatamente: dinero y oro. Ni siquiera habían afanado la plata. Y por suerte, tampoco habían dejado su firma cagando en el sofá o meando en la cama de matrimonio, como hacen otros desvalijadores que son dos veces hijos de puta. Mi mujer lamentó sobremanera que se hubieran llevado unas monedas de oro que le había regalado su madre y unas joyas legadas por su abuela, y yo lloré la pérdida de las dos únicas piezas que había heredado de mi padre: su alianza de matrimonio y una aguja de corbata (corta, no era muy cómoda, pero no me importaba) que se ponía cuando quería parecer elegante. A mi hijo le robaron 400 euros que guardaba en un cajón. De nuevo, el seguro cubrió la reparación de la puerta y la devolución del dinero, pero no el valor de las joyas, porque, como no teníamos factura, dado que casi todas habían sido regaladas o heredadas, no pudimos demostrar que fuésemos sus propietarios, ni su precio. Recuerdo que lo que nos resultó más difícil de digerir fue, más que las pérdidas y destrozos materiales —que también—, la sensación de que nos habían violado: de que habían pisoteado nuestra intimidad; de que unos facinerosos habían revuelto nuestros cajones, habían tocado las mesas y manteles en los que comíamos, se habían paseado por nuestros dormitorios. Mi preocupación al volver de Londres fue acompañar a mi hijo, presentar la denuncia y comunicar el robo al seguro, pero, sobre todo, quería volver a tener la sensación de que controlaba mi espacio, de que volvía a ser dueño de mi intimidad: limpié a fondo la casa, coloqué una puerta de seguridad mejor (aun sabiendo que también esta podrían abrirla cuando quisieran) e instalé una alarma, que todavía mantengo. Luego me enteré de que, en aquellos años, varias bandas de delincuentes extranjeros, especializadas en robos domiciliarios, estaban asolando Sant Cugat y otras poblaciones de la comarca. De hecho, los Mossos de Esquadra me llamaron unos meses después para comunicarme que habían desarticulado una de estas bandas, que sospechaban era la que había allanado mi casa. Mi mujer y yo acudimos a la comisaría de Manresa para comprobar si alguna de las joyas que les habían decomisado eran las nuestras. Pero no: no lo eran. Las que había allí no tenían demasiado valor. Las buenas, como las nuestras, ya las habían vendido, o fundido, o regalado a sus putas.

El último robo de la lista, de momento, lo padecí la pasada noche de San Juan. Quizá sea el más inverosímil de todos. Había ido yo a cenar con una amiga estadounidense a un buen restaurante de la Barceloneta. Al llegar, nos ofrecieron dejar los bultos que llevábamos (yo, una mochila) en la consigna del local, y lo hicimos confiadamente. Se cena mucho mejor sin estar preocupado por que los vecinos te roben el bolso. Cenamos —opíparamente, por cierto— y, a la salida, fuimos a recoger nuestras cosas. La bolsa que había dejado mi acompañante salió enseguida, pero mi mochila no. De hecho, mi mochila no salió en absoluto: la habían robado de la consigna. ¿Cómo pudo ser? Se conoce que delante de la consigna había un aseo, que los empleados del restaurante dejaban utilizar tanto a los clientes que llegaban o que ya se iban, como, por cortesía, a la gente de la calle que lo solicitaba. Y resulta que en aquel aseo se había metido una mujer —así se veía en la grabación de las cámaras de seguridad— que, a la salida, había echado mano al bulto de la consigna que le quedaba más cerca, que la mala suerte quiso que fuera mi mochila. Hecho lo cual, salió rápida y disimuladamente del local, con mi mochila (naranja: qué raro que los recepcionistas, que eran los mismos que la habían depositado en la consigna, no advirtieran nada) en las manos. Técnicamente, pues, no fue a mí a quien robaron, sino al restaurante. El problema es que lo que robaron era mío. Entre lo que se llevaron, figuraba una crucecita de oro que me había regalado mi madre, y que tenía para mí un gran valor sentimental, y, lo peor en la práctica, las llaves de mi casa. A resultas del hurto, pues, lo que iba a ser una agradable velada de San Juan, con paseo por la playa y contemplación de las hogueras y el cielo estrellado incluidos, se convirtió en una noche de espanto, en la que nos paseamos, sí, pero no por la playa, sino hasta la comisaría de los Mossos para interponer la imprescindible denuncia, luego de hacer un trayecto en taxi que nos tuvo más de media hora en un pavoroso embotellamiento sanjuanero, y antes de hacer varios viajes más en taxi hasta la casa de mi hijo menor, para que me prestara sus llaves de mi casa y así pudiera dormir yo en mi cama en lugar de en el sofá de la suya; después, hasta el hotel de mi acompañante, que hizo honor a su condición y me acompañó estoica y generosamente toda la noche (incluyendo la hora que pasamos en las dependencias de los Mossos, que tan alegres resultan siempre); y, por fin, hasta mi casa en Sant Cugat, a donde llegué, agotado, a las dos y pico de la madrugada. El restaurante se ha quejado amargamente, por boca de su director general, de que Barcelona estigui plena de lladres ('esté llena de ladrones'), pero ha asumido su responsabilidad y, a medias con su seguro, me ha pagado por todo lo que me robaron, además de la ristra de taxis que hube de tomar. Y no solo eso: también me ha regalado una cena gratis para dos personas, cuando yo quiera, para quitarme el mal sabor de boca que me dejó la noche de marras. Pienso aprovecharla y disfrutar de un buen marisco. Y, cuando lo haga, me reiré sardónicamente de la caca que me robó, porque me imaginaré su cara al abrir aquella mochila en la que, por lo mucho que pesaba, debió de pensar que contenía muchas cosas valiosas, y comprobar que solo había unas llaves inútiles, una toalla barata, un bañador viejo, un cargador de móvil y dos libros, uno de los cuales era la poesía completa de Julio Cortázar, de más de ochocientas páginas y dos kilos de peso.

Así pues, me han robado seis veces. Tengo casi 63 años: sale a un robo por década. Espero que me dejen tranquilo hasta 2032. 

miércoles, 6 de agosto de 2025

El Vinseum de Vilafranca del Penedès

No recuerdo haber estado nunca en Vilafranca del Penedès, a donde he venido hoy con mi amigo Juan Carlos para conocer la ciudad y, en particular, el Vinseum o Museo de las Culturas del Vino de Cataluña, como reza su título oficial. Todo me resulta, pues, nuevo, aunque, al mismo tiempo, todo me resulta conocido. Como Vilafranca hay muchas ciudades pequeñas o pueblos grandes en Cataluña: interiores, con un marcado pasado agrícola, y en los que se mezcla la herencia medieval y la arquitectura modernista. Aunque aquí, hoy, me sorprende encontrar una Escola Esotèrica en pleno centro de la ciudad, junto a la iglesia de Santa María y al monumento a los castellers, un pilar de cinco pisos, a los que aquí hay mucha afición. También hay un mercadillo de ropa. Antes de adentrarnos en el Museo, queremos visitar la iglesia, que tiene la condición de basílica y que no fue fácil de construir: las obras se prolongaron dos siglos, desde 1285 hasta 1484. Paseamos por la única nave del templo, gótico, arrullados por música de órgano, aunque no sé si el verbo “arrullar” es el más conveniente para describir lo que hace este instrumento. Yo reparo en dos jóvenes que parecen rezar con mucha devoción, pero que, en realidad, están encorvados mirando el móvil. También advierto que la cripta está abierta, y esa es una feliz casualidad, porque solo abre un par de horas los sábados por la mañana. Bajo, pues, para descubrir el altar de San Félix y el grupo escultórico de El entierro de Cristo, que el gran Josep Llimona, adalid de la escultura modernista, ejecutó, con mármol de Carrara, en 1916. El olor a humedad rancia de la cripta no nos impide apreciar la belleza de la obra de Llimona, configurada por seis personajes: Cristo amortajado; José de Arimatea, que cubre, con gesto delicado, el cuerpo del Nazareno; Nicodemo, que sostiene el tarro de las esencias con las que se ungía entonces a los difuntos; y las tres Marías: Salomé, en primer término; la Virgen, sostenida por San Juan; y Magdalena, llorando a los pies del crucificado, todas en comprensiblemente doloroso trance. Una de las paredes de la cripta está enteramente cubierta por los goigs a llaor del gloriós Sant Fèlix Màrtir [gozos en loor del glorioso San Félix Mártir], esas canciones populares que alaban a la Virgen, a Cristo o a los santos, entonadas en las misas, las procesiones o las fiestas de guardar, y que a mí siempre me han dado mucho sueño. Salimos otra vez a la luz del día y nos dirigimos al Vinseum, que ocupa un palacio del siglo XIII, de los reyes de la Casa de Barcelona, justo delante de la basílica. El Museo nos saluda con un sirenio colgado del techo. Al verlo, me parece una marsopa, pero leo en el rótulo informativo que se trata de un sirenio: un mamífero marino hervíboro, también llamado, con poca imaginación pero bastante acierto, a la vista de sus hechuras, “vaca marina”. Reproduce el fósil del bicho de una tonelada de peso que triscaba hace dieciséis millones de años en el paisaje tropical, cubierto por el mar, que era entonces la comarca del Penedès, y que descubrieron unos campesinos en Olèrdola, un pueblo vecino de Vilafranca, en 1869. Y aquí luce ahora, paradójicamente ingrávido, su rechoncha figura. En la planta -1 encontramos un despliegue de vitrinas en las que se encapsulan distintos capítulos de la historia de Vilafranca: desde el mioceno, cuando el simpático sirenio del techo pacía por estas tierras, entonces submarinas (y también muchos otros animales, de los que el Vinseum exhibe restos: dientes de tiburón y de cocodrilo, conchas marinas, gasterópodos, corales de mar, cangrejos, vértebras de delfín), hasta la actualidad —un tanto anacrónicamente ilustrada por una máquina de escribir Olivetti Lexicon 80, casi tan monstruosa como el sirenio, y con la que yo empecé a trabajar en la Generalitat, hace casi cuarenta años—, pasando por un hermoso mosaico romano del siglo I d. C.; un no menos sugerente retablo de la Virgen, atribuido a Pasqual Ortoneda, de 1459; un saco de patatas, que evoca la figura del doctor patata, Manel Barba i Roca, un abogado y agrarista villafranquino del siglo XVIII que desarrolló el cultivo del tubérculo, hasta entonces considerado comida para cerdos o propia del diablo, según la Iglesia, porque crecía bajo tierra; y ejemplares de varias revistas curiosas, publicadas en la ciudad, como la decimonónica El Labriego. Revista Quincenal de Agricultura, Ciencias, Artes y Literatura, en cuya cabecera aparece el labriego en cuestión, con barretina y leyendo, o la vanguardista Hèlix [hélice], dirigida por el mítico, aunque un poco fascista, Juan Ramón Masoliver, y de la que solo aparecieron diez números, entre 1929 y 1930, una de las pocas revistas que se entregaron en Cataluña, con los brazos abiertos, a los ismos y la experimentación. En la planta 0 del Vinseum, donde se informa audiovisualmente de las características de los vinos catalanes y de todas las denominaciones de origen de la comunidad, dos objetos destacan sobre los demás: el espléndido y colorista mural La vinya i el vi [la viña y el vino], realizado por Pau Boada en 1960, que celebra la secular dedicación de su localidad natal a la viticultura; y una no menos impresionante prensa de viga, construida en 1832, de ocho toneladas: la más grande de Cataluña y probablemente de España. Con ella se aplastaba la uva recogida y se obtenía el mosto, que luego, gracias a la fermentación, se convertía en vino. Seguimos subiendo y en la planta primera encontramos un verdadero arsenal de artefactos relacionados con el cultivo de la vid y la obtención del vino, muchos de los cuales resultan perfectamente exóticos para un urbanita como yo, que se deleita con un buen caldo, pero que lo ignora todo de las máquinas necesarias para producirlo: sulfatadoras de arrastre, cañones granífugos, inyectores de sulfuro de carbono, entre muchas otras con nombres no menos estupefacientes. Y este despliegue no se limita a las invenciones modernas: el Vinseum alberga también varias ánforas en las que los pueblos antiguos transportaban el morapio y varios arados romanos, que se han seguido utilizando en España hasta la primera mitad del siglo XX. Y es que, cuando los romanos construían algo, lo construían bien. En esta planta, nos enteramos también de algunos datos sorprendentes: por ejemplo, que de la vitis vinifera hay más de 10.000 variedades en el mundo, y que fueron los fenicios los que la introdujeron en la península ibérica en el siglo VII a. C. (junto con la higuera, el olivo, el almendro, el alfabeto, el torno de alfarero y la cremación de los muertos: gente muy inventiva también, y africana, por cierto, como la mayoría de los que sus ingratos descendientes neofascistas quieren expulsar de España). En esta planta nos ilustramos asimismo sobre los grandes enemigos de la vid (y, consecuentemente, del vino, junto con todas las puritanas sociedades defensoras de la templanza que en el mundo han sido): el oidio, un hongo que mató innumerables vides en 1853; el mildiu, otro hongo, responsable de una nueva catástrofe en 1883; y el peor de todos, la terrible filoxera, un hemíptero homóptero voracísimo, proveniente de los Estados Unidos, que arrasó con la totalidad de las cepas en el fatídico 1879 y cuya expansión se prolongó hasta principios del siglo XX. El agro y la industria vitivinícola necesitaron décadas para reponerse del desastre. En esta planta se exponen también diferentes tipos de prensas, el principio general de cuyo funcionamiento es sencillo (se aplica una presión en un punto, que se traslada a la uva amontonada, la cual libera entonces el precioso líquido), pero cuya materialización concreta ha diferido mucho a lo largo de la historia. Me llama la atención, por ejemplo, la prensa, expuesta en maqueta, que utilizaban los egipcios, que no empleaban pesos ni contrapesos para chafar la uva, como se ha hecho en Occidente, sino que la metían en un gran saco y, retorciéndolo por los extremos, extraían el mosto. Los diferentes mecanismos de las prensas —que no siempre son fáciles de entender, sobre todo para gente como yo, que no destaca por su inteligencia espacial; es más, en los tests psicotécnicos que nos hacían en el colegio, siempre daba “subnormal” en este apartado— se comprenden muy bien gracias a unos vídeos muy didácticos que se muestran en unas pantallas al pie de cada una. El Vinseum destaca en el apartado audiovisual. En todas las plantas se proyectan sucintos pero acertados documentales sobre los fondos expuestos. En la tercera hay incluso un rincón, con la abreviada disposición de un cine, en el que echan fragmentos de películas en los que aparece significativamente el vino, desde El gran dictador, de Chaplin, hasta Otra ronda, con el gran Mads Mikkelsen. Pese a la importancia de las imágenes, el Vinseum no se olvida del lenguaje, y ofrece juegos con los que averiguar el significado de las palabras (en catalán) utilizadas para designar los diferentes aspectos del cultivo de la vid y de la producción del vino, y también una cuidadosa traducción de todos los objetos expuestos al español, inglés y francés. Me imagino que de muchos de ellos, singularísimos y locales, habrá sido difícil encontrar la traducción. En la última planta, seguimos admirando extraños adminículos propios de la viticultura: pasteurizadoras (a las que acompaña un ejemplar de Études sur le vin [Estudios sobre el vino], de Louis Pasteur, publicado en París en 1873), bombas de trasiego, sulfitómetros, alambiques y toneles de todo tipo y tamaño, muchos de los cuales son enzunchados, lo que me sume primero en el estupor, pero me obliga después a averiguar que “enzunchar”, una palabra desconocida para mí hasta este momento, significa, según el DRAE, “asegurar y reforzar cajones, fardos, etc., con zunchos o flejes”, esto es, con cintas metálicas o plásticas. La mayoría de estos aparatos y barricas, antiguos, se me antojan muy hermosos, aunque muchos tengan cierto aspecto arácnido. Este nivel del Vinseum revela el impacto social y estético del vino. Expone objetos de diferentes profesiones tradicionalmente relacionadas con él, como toneleros, odreros, vidrieros y taponeros, y la constancia del enriquecimiento de numerosas familias catalanas gracias al vino (y a los espumosos), como la de Magí Pladellorens, descendiente de varias generaciones de vinateros rurales, que consiguió que se exportara desde las costas catalanas hasta los últimos rincones del globo, y que amasó así una fortuna de más de cinco millones de pesetas a mediados del siglo XIX, amén de un patrimonio inmobiliario espectacular, lo cual constituía una fortuna colosal para la época. Nuestra visita al Vinseum, grande, enorme, constituido por una laberinto de salas, salitas y salones, concluye con la contemplación de algunas obras de los mejores artistas catalanes contemporáneos, como Plensa, Guinovart o Ràfols-Casamada, cuyo protagonista es, cómo no, el vino, y con la compra, también cómo no, de un buen caldo en la tienda del museo. Yo me quedo con un priorato del 23. Juan Carlos opta por una botella de aceite de oliva.

jueves, 31 de julio de 2025

Una cornucopia sin fin: la poesía reunida de Eduardo Moga

La editorial Dilema, en su colección Poesía Reunida, ha publicado la obra poética (hasta el año 2023) del poeta, crítico literario y traductor Eduardo Moga, uno de los autores más significativos e innovadores de la lirica española actual, bajo el título Ser de incertidumbre. Esta impresionante summa poetica está dividida en tres gruesos tomos: el primero, La respiración del mundo, recoge los libros publicados entre 1994 y 2007; el segundo, La voz de la herida, abarca del 2008 al 2017; y el tercero, La soledad, del 2018 al 2023. Además de los libros incluidos en cada tomo, esta magnífica y necesaria edición incluye también un clarividente prólogo de José Antonio Llera y, en la última parte, tres apartados que serán muy apreciados por los lectores de Moga: su poesía dispersa e inédita, los prólogos y epílogos del autor, los prólogos de otros autores y una amplia bibliografía de sus obras (libros de poemas, plaquettes de poesía, antologías, traducciones) y de los numerosos estudios y reseñas que sobre estas se han escrito a lo largo de las últimas tres décadas.

Una vasta, poliédrica, jugosa cornucopia de libros –más de una veintena– que nos asombra, en primer lugar, por su amplísima y polimorfa extensión: veintiún títulos publicados, a los que habría que sumar, en otras de sus facetas, sus numerosas traducciones (entre las que destacan su versión de Hojas de hierba de Walt Whitman y obras de Llull, Rimbaud, Faulkner o Bukowski), sus libros de viaje, sus libros de crítica literaria (recogidos en otras ediciones) y las miles páginas de escritura también literaria, viva y actual, de sus prolíferos blogs. Una inmensa copa, pues, de la abundancia. Como dice Andreu Navarra, Eduardo Moga es «un escritor de la desmesura».

Mas su caso es singular sobre todo por otra razón: no hay, en este abigarrado festín literario, en esta cantidad ingente de poesía, ninguna concesión a posibles desfallecimientos de su calidad ni de sus múltiples, difícilmente comparables, cualidades: en todas sus obras se mantiene la misma tensión lingüística, el mismo voltaje verbal, la misma necesidad de buscar y hallar nuevas sendas poéticas (también recreando formas tradicionales). Me parece crucial destacar esta característica como esencia del élan creador de Moga: todos y cada uno de los frutos, viandas y licores poéticos que nos ofrece con indómita regularidad –esa es la gran generosidad del escritor, a pesar de lo que algunos piensen sobre este oficio solitario– destella y sabe de un modo distinto, nuevo, y todos ellos mantienen una misma fuerza y valor intrínseco; la de una voz poética única, multípara e insumisa.

En una reseña que publiqué hace unos años a propósito de una compilación poética del mismo autor (1994–2014), escribí que toda antología personal es el palimpsesto de sus distintas etapas, de sus distintas voces y que en ella vemos, sobreimpresos, los acentos de cada estación vital. Con qué mayor precisión y oportunidad se ajustan estas palabras a la edición ahora publicada. Por su carácter de obras reunidas (sin el cercén, pues, propio de las antologías), por la mayor amplitud temporal (una década más) y por la inclusión de poemas inéditos, prólogos y epílogos, esta ciclópea edición nos brinda no solo, como dije entonces, «una vista aérea que permite discernir los varios afluentes y saltos de agua que con el paso del tiempo ha ido generando el río de su escritura; los mimbres de toda su obra como las facetas de un diamante –cada una con su propia irisación–, como islas de un archipiélago poético único», sino, con mucho más detalle, las fuentes intactas, enteras, de esos ríos (primeros libros publicados, Ángel mortal, de 1994, y el big bang cosmogónico de La luz oída, de 1996); los meandros y cascadas que cada libro nuevo inauguraba; los remansos y afluentes de sus cambios de estilo o de tono; el aluvión de perlas policromadas que, en las crecidas de su caudal incesante, se ha ido congregando a su paso en la sensibilidad de los lectores, año tras año.

Citando una imagen de Insumisión (2013), podemos decir que Ser de incertidumbre recorre «la cordillera de los años, como un gigante que extendiera los brazos a través de las décadas y sostuviese la monstruosa parábola del tiempo». Una vista panorámica que, a la vez que nos sirve de panóptico, nos permite también adentrarnos en lo microscópico: es decir, en la totalidad iridiscente de sus versos, de todos y cada uno de ellos. Así, cuando salimos del asombro inicial que produce la rica proliferación y el amplísimo arco temporal de esta cornucopia es cuando podemos adentrarnos en la mirada molecular al interior de sus libros, por fin agavillados, y constatar su relumbre distintivo.

En cuanto a la forma, sus primeros libros son poemarios en verso, de métrica libre o siguiendo metros clásicos (aunque construidos de un modo muy personal, con encabalgamientos y síncopas que expanden sus molduras), como los alejandrinos de La luz oída (1996), los hexadecasílabos monorrimos de La ordenación del miedo (1997), el soneto en Diez sonetos (1998) y los endecasílabos de El barro en la mirada (1998). Pero a partir de 1999, con Unánime fuego y El corazón, la nada (quizá uno de los más acerados de sus libros), la prosa poética irrumpe, como la grama tras la lluvia, en varias de sus obras posteriores: La montaña hendida (2002), Las horas y los labios (2003), Bajo la piel, los días (2010), El desierto verde (2012) y Dices (2013).

Y aunque entre estos últimos títulos se entreveran también experiencias con metros tradicionales –el haikú en Los haikús del tren (2007), la sextina en Seis sextinas soeces (2008), la décima en Décimas de fiebre (2014)–, la aparición de la prosa poética dibuja una curva que va desde la figuración abstracta, extática, de sus primeras obras, hacia una preocupación por la realidad más próxima e incandescente, que no teme incluir titulares de periódico, escenas cotidianas, crónicas, paréntesis metapoéticos, lenguaje vulgar o textos ajenos. Como bien apuntó Jordi Doce, la prosa se convierte a menudo en el instrumento para mirar hacia el exterior, mientras que el verso se concentra más en su función introspectiva. Este verso libre, más interior y requebrado, desarrolla un ritmo único, indisociable del contenido, que aparece con mucha fuerza en Soliloquio para dos (2005), Cuerpo sin mí (2007), Insumisión (2013), Muerte y amapolas en Alexandra Avenue (2017), y en el resto de sus últimas obras hasta el presente.

Mención aparte merecen, a mi parecer, los libros Mi padre (2019), Tú no morirás (2021) y Hombre solo (2022), pues se percibe en su forma una mayor concentración y expresión emotiva personal (aunque todos sus libros son, en cierto modo, autorretratos o antiretratos), por cuanto se refieren a la muerte o el distanciamiento de personas muy queridas. El primero es una colección de recuerdos, sin grandes experimentaciones lingüísticas (inédito, pues, en su obra), a través de cuyos versos sentimos vivamente la tristeza –y la sincera nostalgia– del autor en nuestra propia piel. El segundo es una obra votiva a la mujer que se aleja de su vida, y puede considerarse una maravillosa obra de kintsugi japonés hecha poesía: el poeta, aún sumido en el dolor, minia con doradas palabras la grieta exacta de la herida y la fractura y transforma el sufrimiento en belleza. Y el tercero, además de ahondar en esta misma ruptura, se ve atravesado –y nos atraviesa– por el sentimiento de pérdida tras la muerte de su madre. Hombre solo es quizá su libro más intenso en cuanto a la expresión y radiografía del dolor, e incluye uno de los poemas más conmovedores y originales, deliberadamente desestructurantes, de toda su obra: «Para romper hay que romperse».

Finalmente, el lector podrá sorprenderse por primera vez leyendo textos dispersos o inéditos, reunidos en el último tomo, como los titulados «Poemédulas», «Septiembre» o «Voz azul desde lo callado», los cuales vienen a subrayar y a confirmar los rasgos polimórficos e intensivos que aquí estoy apuntando. Acercándonos más a su escritura –y en un intento de compendiar muy resumidamente sus principales valores– citaré los que me parecen técnicas y temas transversales a toda su obra.

La atención microscópica a cada término, que se inserta en la página con el máximo de carga de sentido que Ezra Pound atribuía a la buena literatura; el uso de léxicos ajenos a la lírica, como los de la anatomía, la medicina o las ciencias naturales (en sus versos habitan los aerolitos y el hidrógeno, el ozono y los ácaros, los leucocitos y el sílex); un animismo paradójico (el autor es apóstata de todos los demiurgos) en el que todo palpita y habla –la roca, la mesa, el zapato, el calendario, las sombras–, en el que todo es verbo, tránsito, fluido; la adjetivación inesperada, sugestiva («sangre floral», «claveles impetuosos»); la incesante palpitación verbal («descifré flores muertas, mastiqué el polvo del mar, uní fragmentos de agua, fabriqué el silencio»); la elaborada métrica que canaliza el alto potencial de las frases («rizoma eléctrico»); o la hibridación metafórica que enciende la llama de su poesía.

Esa aproximación de lo distante puede darse, por ejemplo, entre lo material y lo inmaterial, «átomos de sombra», «helio en el pensamiento»; entre objetos de reinos alejados, «alud de ojos»; o entre verbos y predicados insólitamente unidos, «comer tus sombras (…) nadar en tu vientre». Y alcanza su máxima expresión en el uso de dos figuras retóricas: la sinestesia, que siembra sus libros de imágenes sensoriales, simultáneamente carnales, sonoras, luminosas, líquidas, aromadas, sabrosas: «Te oigo con los ojos /que te huelen», «clamor negro»; y el oxímoron, esas brillantes «contradicciones en flor» que zarandean el lenguaje y lo vivifican, reordenando las palabras en sorprendentes formaciones: «calma frenética», «turbulento silencio», «serena tempestad».

Ameritan una especial atención, pues, sus imágenes, que, por su fuerza y su impulso sostenido, trascienden los hallazgos visuales creados por los ismos que le preceden: barroquismo, simbolismo, expresionismo, surrealismo. Mar adentro, lejos ya de las tierras de sus predecesores (Perse, Paz, Whitman, Pessoa, Aleixandre, Gamoneda y otros), el imaginismo de Eduardo Moga se profunda en las aguas de la poesía visionaria, siguiendo el mandato rimbaldiano de que el poeta debe ser vidente, hacerse vidente: «Un protón contiene el horizonte», «la melancolía muerde como una voluminosa flor», «el cielo se esconde en mi estómago». Imágenes sinapsis, compuestos en los que reaccionan, como elementos en el matraz, sustancias dispares.

Y en cuanto a su fondo, su poesía es siempre interrogativa –incluso cuando no pregunta–, porque sus frases nunca ocluyen el sentido, sino que abren ventanas a realidades nuevas o producen fisuras en el lenguaje por las que se cuela la existencia. Sus preguntas atraviesan el amor y la soledad, las luces y las cavernas del sexo, el porqué o el sin porqué de la vida, la confusión y multiplicación del yo, el ruido de la lima sorda del tiempo, el vacío interior, la muerte sin adjetivos: emociones y experiencias todas ellas que cabría resumir en los dos polos de la expresión: «El corazón, la nada», que da titulo a uno de sus libros.

Ser de incertidumbre, pues, muestra al fin, con la exhaustividad y la edición cuidada que merecía, cómo a lo largo de su trayectoria creativa el autor ha buscado, en sus propias palabras, «una forma poética que ahincara lo lírico a lo inmediato (…) perseguir lo poético en lo no-poético (…) que todo lo dicho fuera poesía (…) que nada fuese ajeno a su eclosión y a su esperanza». Y su publicación invita a subrayar de nuevo que su poesía constituye una de las creaciones literarias más poderosas e innovadoras de la poesía actual, fruto de su labor de orfebrería y su tensión lingüística, la originalidad e imprevisibilidad de sus imágenes, la radicalidad de sus motivos y el impulso transgresivo de sus propuestas poéticas, de las que seguimos disfrutando, con cada nuevo libro, sus lectores.

Christian T. Arjona

Ser de incertidumbre
Eduardo Moga
Editorial Dilema (Madrid, 2024)

[Esta reseña de Ser de incertidumbre, de Christian T. Arjona, se publicó en la edición digital de la revista Qué leer el 27 de julio de 2025: https://www.que-leer.com/2025/07/27/una-cornucopia-sin-fin-la-poesia-reunida-de-eduardo-moga/]

sábado, 26 de julio de 2025

Cosas que veo (y oigo) por la mañana al ir a trabajar

Uno que no se despierta cuando llegamos a la última estación, y al que otros viajeros sacuden inútilmente: quizá esté muerto. Una reata de personas cariacontecidas que enfilan los túneles de salida del metro para ir a trabajar. Los plátanos querenciosos de la Rambla, cuyas copas se besan. Un cielo de ceniza. Una limpiadora dentro de un escaparate, que se mueve como un maniquí que hubiese cobrado vida. Un joven manco que pasa con prisa. Un indigente que duerme en la plaza y que se parece a Verlaine. El gigantesco termómetro rojo de la avenida que desemboca en la plaza, y que ya marca veinticinco grados. Una gaviota que desgarra a picotazos el cadáver de una paloma al lado de unos grandes almacenes. La fachada del edificio donde enterré seis años de trabajo miserable, en la que aún reconozco el balcón por el que se me iban la mirada y el alma (y me habría gustado tirarme). Una cafetería, y otra, y otra, atendidas todas por hispanoamericanas, que están abriendo o acaban de abrir. Una empleada de una de esas franquicias, que limpia con un trapo húmedo el marco de falso mármol de la entrada. La Casa de la Estilográfica. Un sex shop que se anuncia con colores celestes y formas redondeadas, como una tienda de ropa para bebés. Una mujer muy delgada que sale del metro con mascarilla. Una zanja por obras, que desnuda el entramado de cables y cañerías que nos sostiene, y que recorre toda una acera, delante del lugar donde antes había un cine porno. Una escultura metálica de un nadador que entra en el agua, rodeada por una cola de inmigrantes. Un rutilante supermercado de 24 horas. Un anciano que saca una pila de sillas encajadas de un bar a la terraza. Un indigente que duerme, tendido en la acera, junto a una papelera rebosante de basura, de la que resulta difícil distinguirlo. Una fachada noble en cuyos balcones historiados crecen monsteras deliciosas. Un chino que enciende una colilla sentado en un banco. Un hombre que riega generosamente las plantas de su establecimiento. Un abuelo, con una gorra de una caja de ahorros, que cruza muy despacio un paso de peatones con un vasito de plástico en la mano y el bastón en la otra. Una rata que se pierde tras una esquina. Una chica que pasa tatuada hasta las cejas. Dos guiris que vuelven, bulliciosos, de una noche de fiesta. Un indigente que duerme con los brazos extrañamente entrelazados y suspendidos en el aire. Un patinador que me pasa rozando. Uno que pasa con la cabeza ladeada para morderse mejor los ángulos difíciles de las uñas. Los vasos de plástico, las latas vacías y las botellas rotas que puntean el camino que hago. Un hombre con un maletín. Otro que se recoloca el paquete mientras anda. El olor a agua sucia de bares y puestos de kebabs. Un cartel, junto al que duerme un indigente, en el que se lee: “Si respetas el descanso de los vecinos, cuidas Barcelona”. Una mujer que pasa en sujetador. Las casas calladas. Las calles nacientes. Alguien que mira el móvil en un banco. Dos indigentes que duermen, siempre en la misma esquina, uno al lado del otro: el más joven está sentado en su colchoneta mugrienta, rascándose la cabeza; al pasar junto a él, me da los buenos días y sonríe. Una nube rota, que parece que vaya a desplomarse sobre la ciudad. Una pintada en una pared: tamos artos de to. Una chica que me mira mal cuando cruzo una calle con el semáforo en rojo y casi he de correr para evitar que me atropellen. Un gato negro con el que me cruzo. Un súbito remolino de hojas secas. Una mujer que pasa con un chihuahua en brazos. Un mendigo, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, que pordiosea con un recipiente de plástico apoyado en un libro cuyo título no alcanzo a leer. Dos currantes que descargan cajas de cerveza de una camioneta. Un coche que pasa con la ventanilla del conductor bajada y la música al volumen al que se interpreta Lucía de Lammermoor. El graznido furioso de una gaviota. Una mancha de orina en una pared, que se extiende por la acera, ignoro si humana o animal. Un empleado que friega con un mocho la parcela de calle que da a su local. Alguien salido de la noche, laxo, oscuro, tambaleante. Una que enciende un cigarrillo sin dejar de andar muy deprisa. Un indigente, todavía dormido, rodeado por los restos de su última comida: un bocadillo inacabado, un botellín vacío de bífidus, una caja de patatas fritas de hamburguesería, pañuelos arrugados. Un negro que me dice algo en un lenguaje que no entiendo. Una que pasa con un escote tan escandaloso que, si estornudara, se le saldrían las tetas. Otra con una mini que no es una falda, sino un cinturón ancho. La insensata policromía de un grafiti en la persiana de un negocio. Un perro muy viejo que sigue con dificultad a su ama, también muy vieja. Un coche que entra en su garaje como un bólido en el box durante una carrera. Un indigente enterrado en un ataúd de cartones. Otro que se ha hecho una pequeña chabola con ellos y un carrito de supermercado, apoyada en la persiana de un negocio que ha cerrado. Un corredor con los músculos enfundados en licra, como una segunda piel. El irritante ruido que hace el carrito del que tira un turista. Tres monjas con el pelo muy corto y la ropa gris, dos de las cuales van cogidas del brazo y la otra es filipina. Un vigilante de seguridad calvo y con un balón medicinal por barriga, que fuma un pitillo a la entrada del banco que ha de vigilar. Un portero de finca urbana, de camisa blanca y pantalón negro, que fuma también delante de su portal. Una gran red verde dispuesta debajo de una fachada modernista para evitar que los cascotes que se desprendan de ella caigan sobre la gente. Una bandada de cotorras argentinas, amadrigadas en un plátano y excitadas por el petardeo de una moto. El H12 que pasa, con origen y final en el Polígono Gornal. Un indigente con los pies indeciblemente sucios. Un grupo de turistas que organiza tumultuosamente las maletas a la entrada de un hotel. Uno que pasea al perro y que tironea, irritado, del chucho que olisquea. Una ráfaga de viento que sacude los setos de la avenida, que suenan como maracas. Dos cariátides que sostienen un balcón. Una mujer que se abanica enérgicamente en la parada del autobús, donde espera mucha gente. Un gran azulejo multicolor en una fachada, con figuras de dragones y perfiles florales. El alboroto, a lo lejos, del grupo escultórico dedicado al doctor Robert. Un indigente que duerme en el portal de una sucursal bancaria. Una placa que recuerda que el famoso pianista Joaquim Malats dejó de existir en esa finca el 22 de octubre de 1912, y otra, un poco más arriba, que celebra algo de Francesc Ferrer i Guàrdia, pero que no llego a descifrar: la impresión en altorrelieve, en un metal oscuro, la vuelve ilegible. Un centro de periodismo LGTBI. La entrada de un colegio religioso, desierta de estudiantes. Una paloma blanca que picotea unas migas. La fachada del edificio donde ahora trabajo.

domingo, 20 de julio de 2025

Tan sumamente ligero

El poeta Juan López-Carrillo protagoniza Tan sumamente ligero, un documental biográfico —un biopic— dirigido por Santi Suárez-Baldrís y producido por Un Capricho de Ediciones en 2024. Juan ingresa así en la escueta nómina de poetas del mundo (Neruda, Lorca, Rimbaud, Wilde, Emily Dickinson, Sylvia Plath) sobre los que se ha rodado una película. El hecho de que el filme de Suárez-Baldrís solo dure doce minutos (y quince segundos) no empece para que Juan —y sus lectores y admiradores, entre los que me cuento— pueda considerarse un privilegiado. Su imponente figura aparece en pantalla recorriendo las calles de Reus, donde vive (o quizá sean las de Tarragona, no estoy seguro), mientras la voz en off del poeta Ramón García Mateos, otro de sus grandes amigos y valedores, recita los versos del poema “Suma levedad”, de Los muertos no van al cine (2006), uno de los cuales da título a la obra: “Paradojas de mi vida./ Yo que estoy tan gordo/ que me hice plural/ al llegar a cien kilos/ sufro la triste evidencia/ de pasar por tu vida/ como alguien/ que no ocupa espacio,/ vacío, volátil,/ tan sumamente ligero”. La película empieza, en realidad, en la escena siguiente, en la que Carme Riera y García Mateos departen animadamente sobre la poesía de Juan López-Carrillo en el jardín romántico del Ateneo de Barcelona, mientras este se zampa unos mejillones y unas patatas fritas, regadas con una generosa copa de cerveza, sin abrir la boca más que para introducir en ella los sabrosos mitílidos y el resto de avíos del aperitivo. Es, sin duda, un acierto de la película, porque así es la vida de Juan: come, bebe, vive y escribe, y qué sea eso que escribe, que lo decidan los demás. Tan sumamente ligero relata después, en fotogramas austeros, sintéticos, y siempre con el fondo de los poemas de Juan recitados por la voz radiofónica de García Mateos, un día en la vida del poeta. Pierde por la calle un billete de cincuenta euros (y con eso, dice el poema, hace un amigo que nunca conocerá); llega a casa, donde lo primero que hace, como casi todos, es quitarse los zapatos y los pantalones; se pone a continuación a pelar judías en la mesa de la cocina; luego las cocina y se las come (“la frontera de mi patria/ es el borde de mi plato”, dice el poema “Nacionalismo” que da voz a la escena), y remata el sucinto ágape con un café de cafetera italiana de las de toda la vida, nada de cartuchos ni nespressos; recibe una llamada del banco, que le reclama el pago de las cuotas atrasadas de un préstamo, el único momento en el que oímos la voz del protagonista: dice dos veces “sí”, mientras escuchamos los versos del poema “Consuelo”: “La máquina implacable de la banca/ procede a su tarea/ y una voz anónima me salva/ de la soledad y el abandono/ por el precio/ de unos intereses de demora”; se sienta a la mesa de trabajo y se limpia las gafas para leer; oye un ruido sospechoso en el piso de al lado y, al acercarse a la pared medianera, oye follar a los vecinos, lo que lo sume en un estado de comprensible postración (“soy un poeta deprimido/, un poeta melancólico y seriamente enfermo,/  un poeta que está más que harto y cansado / de escribir amargos poemas de amor”, dice en un poema, “Amistad auténtica”, anafórico y gildebiedmiano); luego, quizá para quemar la energía que no ha podido dedicar a la misma —y añorada— actividad que sus afortunados vecinos, se enfunda en un chándal y echa un rato en la bicicleta estática (y este es el momento en el que me siento más personalmente implicado en la película, porque en los versos que la ilustran, del poema “Placidez”, yo soy uno de los “dos íntimos amigos míos [que], dentro de muy poco, marcharán al extranjero: uno [Ramón García Mateos] se irá con la familia a Lisboa a dar clases de literatura y a escribir futuros libros; el otro [un servidor], con plaza en Manchester, ya prepara las maletas para reunirse con su familia y para escribir futuros libros”; Juan López-Carrillo emula a sus amigos viajeros y se compra una bicicleta estática; y valga precisar que en Mánchester ni tuve plaza, ni escribí ningún libro, ni presente ni futuro, sino que culminé un desatino y coprotagonicé un divorcio); tras la sesión de bici, que no imaginamos demasiado intensa, aunque Suárez-Baldrís se empeña en demostrarnos que suda, Juan se ducha, y, en la única escena (dudosamente) erótica de la película, columbramos su garridas hechuras tras la mampara del baño y vemos el brazo reluciente (solo el brazo) que asoma para coger el albornoz que cuelga de la pared; después, lee un rato y manifiesta sus ardientes deseos de no ir a trabajar y mandar a paseo a su jefa (un anhelo que compartimos casi todos y que Bartleby, el escribiente, inmortalizó con su definitivo I would prefer not to [preferiría no hacerlo’], aunque Juan no sea tan sutil como el personaje de Melville: “Hoy no me da la gana de ir a trabajar/, y no me apetece lo más mínimo/ tener que verte un día más la cara/. Hoy me quedo en la cama, porque sí”, dice en el poema “Porteña”, de Los años vencidos [1997]); y por fin, el poeta fríe unos huevos (que aliña golosamente con especias), añora una vez más a una mujer y se acuesta, tras enmascararse con el artilugio que le permite dormir sin apneas. El gran tema de Tan sumamente ligero es la soledad: doce minutos de exposición de una vida solitaria, cuya gran ausencia es el amor, y cuyos consuelos son la amistad, la literatura y los placeres cotidianos. La burla de sí mismo, siempre bienhumorada, canaliza el malestar existencial sin que resulte opresivo, libre de una acritud que podría mudar en corrosión. Como he escrito en otro lugar —el prólogo de Los muertos no van al cine—, la poesía de López-Carrillo “suscita la inmediata simpatía del lector. Su recurso al humor es constante (...). Todos sus versos, aun los más amargos, (...) aparecen impregnados de una comicidad honda, que a veces se resuelve en carcajada y otras se estiliza en ironía. (...) Pero no debemos equivocarnos: el humor es otra forma de la tristeza. (...) Un torrente de desesperanza atraviesa su poesía, a veces de forma explícita y otras embozada de sarcasmo o elegía”. Y este juicio, todavía válido para su poesía, me parece, lo es también para esta película, porque sus versos la recorren desde el primer hasta el último fotograma, erigiéndose, así, en la columna vertebral que los sostiene a todos —limpios, directos, magnéticos— en el espléndido edificio de Tan sumamente ligero