Hoy es mi primer día en Miami, una ciudad en la que he estado varias veces, pero en la que nunca he residido. Me alojo en una casita del barrio de Allapattah —una palabra semínola que significa “aligátor”—, cuyos moradores son, en su mayoría, dominicanos. En las ciudades medievales, los gremios determinaban la fisionomía y costumbres de los barrios. Hoy, en Miami —y en muchas otras ciudades estadounidenses de aluvión—, son las nacionalidades las que definen los vecindarios. En la Pequeña Habana viven los cubanos —los primeros en llegar y los más numerosos—; en la Pequeña Haití, los haitianos —los más pobres de todos, aunque lleven mucho tiempo establecidos aquí; tanto que hasta los letreros del transporte público están escritos en criollo haitiano—; en Doral, los venezolanos —que han renombrado el barrio como Doralzuela—; en Kendall encontramos una Pequeña Colombia; en Wynwood, un Pequeño Puerto Rico; en Sweetwater, una Pequeña Managua; y hasta una Pequeña Buenos Aires en la avenida Collins de Miami Beach (pero esta es una zona de lujo). Allapattah, como casi todos los barrios donde se refugian los inmigrantes del Caribe y Centroamérica, es hispano y pobre: abundan las casas escuetas, con patios llenos de trastos y muebles viejos, y construidas en madera u otros materiales moderadamente sólidos, algunas de las cuales parecen la morada de un afectado por el síndrome de Diógenes y otras están más cerca de la chabola que de algo que merezca una cédula de habitabilidad. (En todas, sin embargo, hay uno o varios coches a la entrada; en los Estados Unidos se puede vivir miserablemente, pero nunca sin coche). Entre las casas y por las calles pasean orgullosamente los gallos, seguidos por el harén que cada fasiánido haya logrado reunir; y también cantan, a todas horas, como en cualquier pueblo de Quisqueya. Todo esto veo (y también muchos halcones que sobrevuelan el barrio, como si esperaran a desayunarse con los roedores o los pequeños reptiles que abundan en sus rincones; con el planear de las rapaces se teje el de los aviones que despegan o aterrizan en el cercano aeropuerto de Miami, y cuyo estruendo amenizará ineluctablemente mis días y noches en la casa) mientras camino a mi primera actividad del día, que no es turística, sino un deber familiar: he de retirar dinero de la cuenta corriente de un pariente todavía abierta en los Estados Unidos. Busco el cajero automático más cercano de la red bancaria oportuna y lo encuentro en una gasolinera a media milla de distancia. Son las ocho de la mañana de una caluroso domingo de noviembre. Apenas me cruzo con nadie, salvo algún hobo desparramado bajo la marquesina de alguna parada de autobús o sentado en la acera, sin más cobijo que el cielo del que no se ha ausentado todavía la luna. Y, como siempre, todos estos vagabundos, barrocos, excesivos, son negros. Sorprende que Trump y sus abominables acólitos nieguen —y prohíban a las universidades y los medios de comunicación argumentar la existencia de— el racismo estructural en los Estados Unidos, cuando no hace falta leer ningún libro para conocerlo, sino solo mirar las calles: la gran mayoría de indigentes son de raza negra y la gran mayoría de empleos de baja cualificación los ejercen los negros (junto con muchos hispanos). También veo algunos de los macabros anuncios, del tamaño de una cancha de baloncesto, que jalonan las carreteras y calles del país. Uno da cuenta de un festejo celebrado a principios de mes: el fabuloso Miami Gun Show, que no sé si ha sido una exhibición de tiro o el despliegue de los últimos gritos del sector para estimular el tiroteo público: fusiles de asalto que desparraman los sesos del asaltado con más exuberancia y precisión; carabinas plegables y transportables en cualquier rincón, listas para usarse cuando la ocasión lo requiera; escopetas de postas que riegan de metralla el cuerpo de quien reciba el disparo; o bien fusiles con mira telescópica capaces de agujerear un corazón (o reventar un testículo) a una milla de distancia. Un poco más allá de este recordatorio de la pasión constitucional de los estadounidenses por las armas, hay otro que predica otra de sus pasiones: Dios, aunque nunca he tenido claro cómo ambas se reconcilian. En el cartel se anuncia, bilingüe, el Centro Católico Luz en las Tinieblas, Lux in Tenebris. Y, entre uno y otro anuncio, veo varios más en los que abogados abrumadoramente trajeados y sonrientes como escualos se ofrecen para resarcir a los accidentados de tráfico con una jugosa indemnización. Doy por fin con la gasolinera a la que me ha conducido el GPS, pero el cajero está out of service (que los iletrados en España suelen traducir como “fuera de servicio” y no con el muy castellano y natural “no funciona”). Otro que encuentro cerca no me exime de pagar un congo de comisiones, y así se lo comunico por guasap a mi pariente, que desiste de una operación que imaginaba, con alguna ingenuidad, más barata in situ que en España. Cumplido, aunque infructuosamente, el deber familiar, regreso a la casa para esperar a Orlando, el amigo poeta cubano que vive en Miami y con el que, acogiéndome a su infalible hospitalidad, planeo pasar buena parte del día. Orlando, que siempre me sumerge, con su buen humor característico (pero también con una melancolía irrestañable desde que salió de la isla en 1965, con doce años, desarbolada su familia por el huracán castrista), en la Cuba de Miami, en sus lugares y gentes, me lleva en primer lugar al Ball and Chain, en la calle Ocho, el corazón de la Pequeña Habana, un bar fundado en 1935 con música cubana en directo, donde camareras cubanas nos sirven bebidas cubanas y aperitivos cubanos: yo opto por un mojito con, por sugerencia de Orlando, yuca frita —que sustituye con ventaja a las aceitunas y los imperdonables quicos—. El local está atiborrado. La clientela despliega un pantone de colores de piel en el que imperan los tonos oscuros, desde el negro más africano hasta el levísimo pero embriagador tostado de algunas isleñas. De hecho, Orlando y yo, que tampoco parecemos suecos, somos de lo más claro de la concurrencia A la salida del Ball and Chain (cuyo nombre es lo único que no es cubano del establecimiento), frente al que alguien está marcándose los pasos de la vigorosa pero a la vez sedosa música que suena (Orlando me informa de que, por la noche, quienes lo hacen llenan la acera), nos acercamos al Domino Park, para lo que solo tenemos que cruzar la calle Ocho. Se trata de un parque muy pequeño, apenas una esquina de la manzana —mejor dicho, de la cuadra—, en el que se juntan los viejos cubanos para jugar al dominó, como hacían en las plazas de la isla antes de la Revolución. Y así lo hacen también hoy, pero ya no en antiguas mesas de velador, o de tijera traídas por ellos mismos, como sucedía antaño, sino en unas de plástico blancas ad hoc —suministradas por un ayuntamiento loablemente deseoso de mantener el espíritu del lugar, pero con escaso gusto— con resaltes en cada lado del cuadrángulo para poner las fichas. Veo entre los jugadores a una octogenaria, o quizá nonagenaria, despachando fichazos con una bandana de colores y varios collares enredados al cuello; a muchos mayores, con camisas de cuadros y expresión grave, como de filósofo meditando sobre el sentido de la existencia (o la vaciedad de la vida), que se propinan unos puros monstruosos mientras juegan; y hasta a un joven —es decir, un cincuentón—, vestido de rojo de la boina a los zapatos (un color que, comprensiblemente, a los cubanos de Miami les resulta poco seductor) y aderezado con cadenas de oro, insignias indescifrables y otros adminículos tropicales difícilmente discernibles, que saluda a Orlando al salir. Tras el aperitivo en el Ball and Chain y el vistazo al Domino Park, Orlando me invita a comer a un restaurante cubano, La Carreta, cuya entrada preside, con toda lógica, una enorme rueda de carreta, y donde doy cuenta de un picadillo con arroz y frijoles que resucitaría a un muerto, y, mano a mano con Orlando, de un pastel de queso con dulce de guayaba que resucitaría a todo un cementerio (y me llevará a mí, diabético, a él). Cumplida la colación, nos espera la Feria del Libro, que cierra hoy. Orlando ha tenido la feliz idea —una más— de visitarla conmigo, aunque me avisa de que es poco probable que encuentre algo que me guste, y menos aún que compre nada. La Feria del Libro de Miami se celebra en pleno downtown: en el centro de la ciudad, entre edificios disparados al cielo. Los puestecitos de libros parecen insectos a los pies de paquidermos. Poco después de entrar —para lo que hay que pagar: siete dólares por cabeza; mi anfitrión me invita de nuevo—, Orlando y yo nos detenemos a consultar la guía de la Feria, una revista en papel de periódico en la que se identifica, en amplias parrillas de actuaciones, a los conferenciantes y autores que actúan en el evento. Orlando me señala a varios escritores que conoce. Yo solo reconozco a un español, Agustín Fernández Mallo: veo una foto suya entre las de los muchos participantes. Y en el preciso instante en el que le digo a Orlando: “Mira, está Agustín, un gran amigo mío”, ante mí aparece Agustín Fernández Mallo. El destino, de azares insondables, lo ha materializado de pronto, como si, al reconocer su cara en la página, hubiera obrado el prodigio de traerlo, en carne y hueso, a mi estupefacta presencia. De hecho, este ha sido solo el último de una inverosímil sucesión de azares que ha hecho posible que nos reuniéramos hoy. El inmediatamente anterior ha sido que él me haya reconocido entre la multitud y, además, de espaldas. “¡Coño, ese parece ser Eduardo!”, me ha dicho que ha pensado al verme el lomo y el parietal encanecido. Nos abrazamos ante la mirada incrédula de Orlando y charlamos breve y pasmadamente antes de que quedemos para comer mañana y él se vuelva con la gente con la que ha venido a la Feria. Aún aturdido y feliz por un encuentro tan improbable que casi podría catalogarse de fenómeno paranormal, Orlando y yo nos paseamos por la cruz que forman las dos calles en que se han dispuesto las paradas de la Feria. Entre los puestos de libros, abundan los puestos de otras cosas: artesanía, cerámica, flores, ropa, juguetes, comida. Y en los primeros encontramos, sobre todo, editoriales alternativas, secundarias, tanto en inglés como en español. Veo una reciente edición del cubano José Kozer, a quien conozco y he leído, y con quien me he carteado (cuando, hace un millón de años, aún se escribían cartas), pero no me animo a comprarla, porque la edición me parece fea (tipografía sin serifa, tinta escasa, papel escuálido, cartoné), aunque sé que a Kozer eso le importa poco: él privilegia publicar, sea donde sea; ha de hacerlo así para dar salida a una obra que crece imparablemente: escribe, como mínimo, un poema al día desde hace años. También distingo, en la única librería de viejo que veo en toda la Feria, un libro singular, que será, a la postre, el único que compre: Hunk of Skin, la traducción de Trozo de piel, de Pablo Picasso, hecha por Paul Blackburn, corregida por Julio Cortázar y publicada por City Light Books, la legendaria editorial de Lawrence Ferlinghetti, en 1968. (Los poemas originales se tomaron de Papeles de Son Armadans, donde habían visto la luz en 1961; por eso Hunk of Skin lleva un pequeño prólogo de Camilo José Cela, que rememora los pedos atroces de Bob Schiller, uno de los amigos que lo acompañaban, según cuenta, cuando el pintor le dio a conocer Trozo de piel). Picasso fue, además de un genio de la pintura, un poeta surrealista sobresaliente, al igual que Dalí, aunque escasamente difundido hoy. El volumen es caro (25 dólares) y en la edición creo que no hay ni un solo acento bien puesto (“un incauto mancebo dormia casi desnudo y vestido / de pieles de oso ò de borrego junto á los dos ò tres puntos...”), pero no me resisto a hacerme con él. Y, mientras yo miro el magro y en general decepcionante contenido de los puestos, con la excepción de este inesperado Picasso, Orlando no deja de recibir efusivos besos y parabienes de la mucha gente que lo reconoce y admira como poeta, hombre de la radio y músico. Ante una novela del escritor boliviano Antonio Orlando Sánchez, me cuenta que, en cierta ocasión, hace años, recibió una felicitación por escrito del poeta, también boliviano, Eduardo Mitre, por su última novela publicada, cuando Orlando no había —ni ha— escrito nunca ninguna novela. Así se lo puntualizó a Mitre, y este se remitió a un artículo de un importante periódico de La Paz en el que se ensalzaba la obra novelística del gran escritor boliviano Orlando González Esteva, que acababa de acrecer con un nuevo libro. Por la tarde, Orlando me devuelve en coche a mi casita de Allapattah. De camino, nos cruzamos con una fila de coches que ondean banderas hondureñas y otras que parecen austríacas. Ni él ni yo sabemos qué puedan simbolizar estas otras enseñas rojiblancas, de modo que, mientras circulamos, Orlando baja la ventanilla y se lo pregunta a los ocupantes de uno de los vehículos: “¡Es la del partido!”, aúlla una señora. “¿Partido? ¿Qué partido? ¿Uno de fútbol, de béisbol?”, pregunto yo. No: es un partido político, el Partido Liberal de Honduras, cuyo candidato a la presidencia es Salvador Nasralla, que ha sido presentador televisivo, como Donald Trump, durante 40 años (tuvo mucho éxito con los programas 5 Deportivo y X-0 da Dinero) y presentador y director del concurso de belleza Miss Honduras.
Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
martes, 2 de diciembre de 2025
martes, 18 de noviembre de 2025
Manolo Hugué y Caldes de Montbui
jueves, 13 de noviembre de 2025
Máscara y compás, de Maruja Mallo
A mi llegada al Museo Reina Sofía para ver la exposición Máscara y compás, de Maruja Mallo, me extraña la cola de gente que encuentro a la entrada, pero no le doy importancia. (“¿Qué estará esperando tanta gente aquí?”, me pregunto para mis adentros). Como siempre había hecho hasta hoy, me dirijo a buen paso al vestíbulo donde se compran las entradas, hasta que caigo en la cuenta, con horror, de que la cola soviética que se ha formado ante el Museo es de gente que, como yo, va a ver la exposición y quiere comprar las entradas. Retrocedo, pasmado, hasta el inicio de la fila, preguntándome qué ha pasado para que nunca, en mis anteriores visitas al Reina Sofía, haya tenido que esperar ni un minuto y hoy, en cambio, se haya concentrado aquí medio Madrid, o media España. Lo que ha pasado es la masificación turística, una de las facetas más visibles de la masificación humana. En la cola, que avanza a paso de quelonio (los franceses que están detrás de mí no paran de quejarse), paso casi una hora, justo detrás de una pareja de gais —uno gordito y el otro muy parlanchín— que me llenan los oídos de noticias y exclamaciones. Cuando por fin entramos en el vestíbulo, comprendo por qué se tarda tanto: solo hay una empleada para vender las entradas a los que no las han comprado ya por internet. Una empleada para centenares de personas, quizá miles, en esta soleada mañana sabatina: he aquí un ejemplo de buena gestión de un museo público. Junto con los inverecundos chascarrillos de los jóvenes que me preceden, me entretiene también la performance de “solidaridad feminista” con El Salvador que tiene lugar en la plaza delante del Museo, y en la que un grupo de mujeres, con tambores y ropas talares, se mueve por la plaza, mientras una de ellas lee los nombres de las mujeres que han sufrido algún tipo de violencia en El Salvador, aunque no me queda claro si es una violencia machista, o gubernamental, o por haber sufrido abortos clandestinos, o todo junto. Accedo por fin, alabado sea el Hacedor, a la exposición, cuya primera sala, dedicada a las “Verbenas”, recoge la parte de la obra de la Mallo que pinta la diversión del pueblo: escenas abigarradas, coloristas, populosas, en las que se reconocen tiovivos, norias, atracciones de feria, matasuegras. Uno de los cuadros más significativos de esta sección, titulada justamente La verbena, de 1927, es el que, reproducido en un enorme cartel, da la bienvenida a los visitantes en la fachada del Museo. Lo habitan, entre muchas otras figuras de la cultura popular española, un guardia civil (solo uno: aquí no hay pareja de la Benemérita), varios marineros, algunos capirotes y hasta un camarero que lleva en la bandeja, airosamente sostenida, una sandía mordisqueada. La turbulencia del cuadro es vanguardista —vagamente surreal— y popular a la vez. En otro cuadro, El mago, de 1926, aparece eso, un mago, que tiene todo el aspecto de Valle-Inclán, con su mesopotámica barba. Kermesse, de 1928 —este, decididamente surreal—, hace un despliegue de disfraces, y en Verbena de la Pascua, de 1927, los protagonistas son los Reyes Magos y un árbol de Navidad. Las verbenas de Maruja Mallo son la parte más explosiva de su producción. El resto de su obra, plural y dilatada, persigue otros efectos, menos vívidos quizá, pero igualmente hondos. En la serie “Estampas” —que la pintora prefería llamar “simbologramas”—, predominan las figuras femeninas —una constante, por otra parte, en su obra, donde aparecen muy pocos hombres—, siempre dinámicas, vitales, y muchas de ellas de gran busto. En la siguiente, “Cloacas y campanarios”, Maruja Mallo pasa a explorar aspectos sórdidos o residuales de la sociedad. Sus cuadros, habitados ahora por figuras difusas e inhumanas, participan de un cierto tenebrismo, de una oscuridad impregnada de inquietud. La mayoría de estas piezas corresponden a la década siguiente a la festiva que vio la eclosión de las verbenas. Grajo y excremento, por ejemplo, fue ejecutado en 1931 (lo excremental está muy presente en estas piezas). Hay un Espantapájaros, de 1930, y un insólito Espantapeces, de 1931, que André Breton adquirió para su colección de rarezas subconscientes. En Antro de fósiles, encuentro esqueletos, lagartijas y herraduras: realidades rastreras o muertas que transmiten la pesadumbre de lo oscuro, encarnado en grises y negros. En muchos de los cuadros de esta sección, veo raspas de pescado: más materia consumida, inútil, pero quizá abono o esperanza de un improbable despertar. Las “Cerámicas”, con figuras animales y vegetales, sobrias y templadas, y las “Arquitecturas” no me interesan demasiado: acreditan el polifacetismo de la artista lucense, pero no consiguen entusiasmarme (pocas cerámicas lo logran: es, sin duda, una carencia mía). En “La religión del trabajo” abundan, otra vez, los rostros y figuras de mujer, pintados ahora con colores suaves (azules claros, ocres), algo naífs, pero perturbadores. En el hermoso Canto de las espigas, tres caras femeninas aparecen entrelazadas por unas espigas de color teja. Los rostros son inexpresivos, como en casi toda la obra de Maruja Mallo, cuyos personajes tiene mucho de hieráticos: la expresividad se la da la pureza de las líneas, la limpidez cromática, la composición arquitectónica y, en ocasiones, el tumulto y la mezcolanza. Las obras que integran esta “Religión del trabajo” cantan a pescadoras y agricultoras: contienen redes, espigas, mar. Maruja Mallo también trabajó para el teatro. La sección así titulada, “Teatro”, recoge su plástica escenográfica, en la que hay títeres y muñecos, y un divertido El arzobispo de Constantinopla. Cuando me acerco a observar con más detalle algunas de estas piezas dramáticas, piso sin darme cuenta unos centímetros de la línea pintada en el suelo que constituye el muro invisible que no puedo atravesar, y recibo la consabida admonición del vigilante de la sala, que se sacude así el aburrimiento, feliz de justificar su presencia en el lugar. En las diferentes salas de Máscara y compás, presto una atención especial a los libros que acompañan, en vitrinas, a las obras expuestas. Reparo en sendas primeras ediciones de La deshumanización del arte, de Ortega y Gasset; de Hércules jugando a los dados, de aquella rara avis fascista y fieramente experimental, Ernesto Giménez Caballero, a quien hasta Franco tuvo que quitarse de encima (por el singular procedimiento de nombrarlo embajador de España en Paraguay); y de Transparencias fugadas, del surrealista canario Pedro García Cabrera, todas cuyas cubiertas cuentan con una ilustración de Maruja Mallo (que también hermoseaban las de Revista de Occidente, cuando la dirigía Ortega, de las que hay muchos números en las vitrinas que veo). Sigo andando. Las “Naturalezas vivas” conforman una serie cabalmente surreal, valga el oxímoron: cada cuadro de esta sección pinta una simbiosis de plantas y animales, que alumbra criaturas imposibles: medusas y orquídeas, caracolas y rosas, estrellas de mar y uvas. Estos extraños seres, polícromos, vivísimos, revelan una imaginación incansable, que atiende tanto a la realidad natural como a las fabulaciones de la mente. Las “Cabezas bidimensionales”, por su parte, incluyen retratos (planos, como el título de la serie indica) de mujeres negras u oscuras, muchas de ellas musculosas y alguna con el pecho desnudo. Unas acróbatas protagonizan Homenaje a los Juegos del 36, pintado veinte años más tarde: el interés por las mujeres activas, deportistas, como metáfora de un espíritu libre y autosuficiente, no decae en ningún momento. El único retrato de hombre está inacabado. Otra serie de rostros, con el título de “Máscaras”, sigue en la exposición: son femeninos, desde luego, y muy hermosos; resultan más expresivos, aún llamándose “máscaras”, que los anteriores de “cabezas bidimensionales”. Las retratadas son mujeres blancas, de piel rosada y ojos azules, que conjugan tenuidad y fortaleza. Muchas son, de nuevo, atletas; otras pasean o corren por la playa. Y de los retratos pasamos a los “Autorretratos”, donde Maruja Mallo aparece fotografiada, en blanco y negro, con Pablo Neruda en las playas de Chile o, cubierta de algas, en la Isla de Pascua. La exposición llega a su fin con una sección de título múltiple: “Moradores del vacío. Viajeros del éter. Protoesquemas”, en la que la obra de la Mallo se esencializa, pierde sus atributos más figurativos y se refugia en lo abstracto, después de su largo viaje por los rincones ocultos o fabulosos de la realidad. Y como no hay concepto sin palabra, como nos recuerda una de las muchas leyendas inscritas en las paredes de la exposición, a los conceptos pintados en los cuadros corresponde una palabra, un neologismo que, una vez más, designa a seres fantásticos: almotrón, geonauta, airagu, glaucopión, protozoario, selvatro. Máscara y compás concluye con la proyección de una interesante entrevista que le hizo Pilar Chamorro a Maruja Mallo en el programa de televisión Imágenes, en 1979. Es interesante, pero también sorprendente por la cantidad de tonterías que puede llegar a decir un artista de la altura de Mallo, la gran pintora de la generación del 27. Me quedo semihipnotizado escuchando sus recuerdos y sus delirios, de pie, entre mucha gente que parece beber de sus palabras como del oráculo de Delfos.
viernes, 7 de noviembre de 2025
El Premio de Traducción Ángel Crespo por "Transfiguraciones"
domingo, 2 de noviembre de 2025
El número 10 de la revista Surco
Surco. Cuadernos de Poesía, la revista creada y dirigida en Sevilla por Antonio López Cañestro, ese poeta y editor con aspecto de príncipe asirio, ha alcanzado este otoño su número 10, que es el 11, en realidad, porque el inaugural recibió el número 0. Tres años, pues, de vida intensa y de exquisita labor entregada a la poesía, porque Surco es, que yo sepa, la única publicación periódica (trimestral) en España, hecha solo en papel, dedicada exclusivamente a la poesía y distribuida en todo el país. En este número, Surco mantiene el nivel de calidad que ha acreditado en los anteriores, cohonestando modernidad y clasicismo, y vuelve a impactar con una portada vigorosa y una entereza de materiales insólita. Continúa asimismo su espíritu cosmopolita, con una atención singular a los poetas de Hispanoamérica —los chilenos Jorge Teillier y Enrique Lihn, la mexicana Elsa Cross, el argentino José Ignacio Hernández y la venezolana Cristina Gutiérrez Leal—, sin descuidar a los autores españoles, como Emilia Conejo o el poeta al que homenajea este número, el malagueño Francisco Cumpián, amén de la que presta a la poeta lituana Judita Vaiciunaité, con traducción de Pietro U. Dini, y, en la sección “Entrada de Carruajes”, al estadounidense Cecil Taylor, entrevistado por Chris Funkhouser, con traducción de Javier Romero. A una significativa antología de la obra de Francisco Cumpián, fallecido hace pocos meses, “Nunca se puede ser definitivo”, preparada por Antonio López Cañestro, acompañan una semblanza del poeta, escrita por Chantal Maillard, y una hermosa “Elegía al poeta Francisco Cumpián”, del también malagueño Juan Miguel González. El cuaderno in memoriam de Cumpián constituye el eje de un número que gira en torno a la muerte. El epígrafe que precede las 234 páginas de este Surco es un verso de Odyseas Elytis: “La poesía comienza allí donde la muerte no tiene la última palabra”. El poema de Teillier, que puede considerarse el prólogo del número, es una honda elegía al poeta francés René-Guy Cadou, fallecido a los 31 años, en el que se lee: “Pocos saben aquí (...) cómo debe morir un poeta. / Tú moriste en un cuarto en donde se congregaba toda la primavera / mirando un cesto con manzanas. / ‘He visto morir a un príncipe’, / dijo uno de sus amigos. // Y este primero de Noviembre / cuando me rodean los muertos que siempre están conmigo / pienso en tu serena y ruda fe...”. Entre los poemas de Francisco Cumpián, encontramos el titulado “Querida muerte”, en el que leemos: “Querida muerte / tengo un lunar en mi hendida penumbra / hay un rascacielos en mi boca / Estas son las señales / pero ya me conoces / Un cáliz derramado / una estrella fugaz que me abandona / (...) Querida muerte / yo te resucito”. Y, en fin, mi contribución al número ha sido un largo artículo, “Memento mori, sí, pero non omnis moriar”, una ojeada panorámica al tratamiento de la muerte en la literatura universal. Reproduzco a continuación el principio de este trabajo:
Escribimos porque sabemos que hemos de morir. Si la muerte no nos estuviera esperando al final del camino con una sonrisa en los labios que no tiene, la escritura no nos reclamaría: no sentiríamos la necesidad de atestiguar lo que hemos sido, lo que hemos aleado en el tambaleante alambique del yo, ante la pavorosa presencia de la nada. Ese testimonio implica un ejercicio de memoria y, como ha escrito Antonio Gamoneda en El cuerpo de los símbolos, «la memoria es siempre conciencia de la pérdida (…), conciencia, por tanto, de consunción del tiempo correspondiente a mi vida y, por esto mismo, conciencia de ir hacia la muerte». La poesía supone, pues, como también ha escrito el autor leonés en Descripción de la mentira, contemplar los propios actos en el espejo de la muerte: sentirlos ciertos, pero ya reflejados —diluidos— en esa luna cruel.
La muerte nos constituye como humanos, porque nos distingue de cuanto no lo es: de los dioses y su inmortalidad insoportable. La Epopeya de Gilgamesh refiere, entre muchas otras aventuras, el duelo del protagonista, Gilgamesh, por su amigo Enkidu, al que los dioses han condenado a morir en plena juventud por sus actos impíos, como matar al Toro del Cielo. Pero esta terrible desaparición subraya la singularidad y a la vez la paradójica grandeza de los hombres, cuyo mundo es otro que el de las abstracciones empíreas, cuya realidad es inseparable de su provisionalidad. La muerte nos humaniza, porque nos obliga a apurar la vida. Aunque el fragmento no aparezca en La Ilíada, sino que sea fruto del fecundo magín de los guionistas de Hollywood, el breve monólogo del musculoso Aquiles sobre la envidia que sienten los dioses por los hombres —«Te contaré un secreto, algo que no se enseña en tu templo: los dioses nos envidian. Nos envidian porque somos mortales, porque cada instante nuestro podría ser el último. Todo es más hermoso porque hay un final. Nunca serás más hermosa de lo que eres ahora, nunca volveremos a estar aquí…»— resulta certero: lo que da valor a la vida es que se acaba, aunque eso también nos dé responsabilidad: la de vivirla plenamente, la de vivirla con la grave responsabilidad de que sea única e irrecuperable. La muerte nos hace ser, a diferencia de los dioses, que no la necesitan para existir y que, por eso, no se juegan nada en ningún embate: ni en la gloria eterna, como el Dios de los cristianos o de los musulmanes (más entretenidos con las setenta y dos huríes que los esperan en el paraíso de Alá, vírgenes, jóvenes e infinitamente afectuosas, que los primeros, que solo aspiran a participar de una inconcreta y uno sospecha que más bien insípida beatitud eterna), ni en los amoríos, zafarranchos y tejemanejes de la mitología grecolatina.
Pero la muerte —las palabras son ahora de otro poeta, Miguel de Unamuno, aquel dudante, pese a proclamarse creyente, que gritó en uno de sus libros que no le daba la gana morirse; Calderón ya había dicho en La vida es sueño: «¡Dos higas para la muerte!»— es el gran escándalo de la existencia. Puede que le dé sentido, pero también la desquicia: la vuelve preciosa, pero exasperante e incomprensible. Todas las culturas han buscado refutar su presencia irrefutable. El mecanismo más común para hacerla tolerable ha sido considerarla puerta o frontera de otra vida. La muerte no es, según este ejemplo milenario de pensamiento desiderativo, el final de nada, sino el principio de todo; y la vida no es sino un prólogo que resultaría prescindible si no fuera porque da paso al gran viaje del ser: la continuación de la vida en otro mundo no sometido al peso ominoso de la desaparición. Este es el fundamento de todas las religiones: la negación del poder debelador de la muerte y el esclarecimiento de la oscuridad en que nos sume. Para que la muerte sea la consunción definitiva, sin nada después que la redima, tendrá que llegar el racionalismo ateo, cuyo materialismo desmiente el dualismo platónico y reduce el ser a una expresión de la naturaleza, que esta reclama para sí cuando se ha cumplido su ciclo vital: el polvo eres y en polvo te convertirás que Dios le espeta en el Génesis a un pecaminoso Adán es una frase perfectamente descreída, que el barón de Holbach o Richard Dawkins suscribirían con entusiasmo. (...)
miércoles, 22 de octubre de 2025
Polémicas literarias
En las estancadas aguas de la literatura española actual viene a caer, de vez en cuando, alguna piedra, en forma de polémica, que las agita y atribula. Aunque es una tribulación fugaz, de ondas concéntricas que apenas alcanzan la orilla. Hace algunas semanas, las redes sociales, que tienen atrapado a casi todo el mundo con más fuerza que las almadrabas de los pescadores gaditanos a los atunes del Estrecho, ardieron —como suele decirse— con las manifestaciones de alguien llamada, si no recuerdo mal, María Pombo, que al parecer es una influyente —traduzco del inglés—, es decir, alguien cuya principal ocupación conocida consiste en influir en los demás. Siempre que sé de algún influyente, me pregunto: ¿influir? ¿En qué? ¿Para qué? Y, sobre todo, ¿en virtud de qué? Porque la influencia, como la fama, se ha desvinculado del mérito. Antes, uno influía porque era un científico reputado, o un filósofo iluminador, o un escritor estimable, o un artista revolucionario, o un intelectual crítico, o un político sinceramente comprometido con el bien común, y había trabajado —estudiado, leído, reflexionado— largamente para serlo. Ahora, uno influye porque es influyente. Como María Pombo, a la que no le ha hecho falta nada más, para alcanzar esa privilegiada condición, que ser rica, mona y pija. Antes, también, la influencia derivaba de un saber, de una ciencia, de una autoridad intelectual. El médico no influía por influir, sino porque había descubierto nuevos tratamientos para las enfermedades o innovadores procedimientos quirúrgicos; el jurista tampoco, sino por haber contribuido a mejorar las leyes que regulan la vida de la comunidad; ni el escritor, que bastante hacía con escribir lo mejor que pudiera para preocuparse por influir en los demás. Ahora, el conocimiento no es necesario; basta con saber influir, aunque no haya nada que transmitir, nada que acrezca el patrimonio cultural ni intelectual de los influidos. Pero he divagado. Estaba diciendo que la influyente Pombo había encendido las redes afirmando que a ella no le gustaba leer y que “leer no os hace mejores personas” (se dirigía, al parecer, a los que le habían preguntado, o más bien reprochado, que no tuviera libros en su casa de lujo, decorada con el gusto exquisito de quien no tiene otra cosa que hacer que decorar la casa de lujo). Lo que me sorprendió no fue la soplapollez de la Pombo, experta en soplapolleces, como ha de ser cualquier influyente que se precie, sino la reacción indignada de tantos, que convertía aquella fruslería en una afirmación merecedora de análisis. Muchos, para rebatirla, utilizaron el viejo recurso retórico de darle la razón prima facie —“claro que leer no nos hace mejor personas...”— para, a continuación, subvertir el fondo —si es que lo había— con las verdaderas aportaciones de la lectura (o con los perjuicios de la no lectura, como la que trágicamente aqueja a la Pombo): “...pero sí nos hace menos ignorantes, o más humanos, o nos enriquece mucho, o nos permite vivir más, o nos divierte...” (elíjase aquí la categoría que cada cual prefiera). En realidad, leer sí nos hace mejores personas, aunque se pueda ser una gran persona sin leer, y también aunque los mayores monstruos de la historia (Hitler, Mao, Stalin sobre todo) hayan sido grandes lectores (y hasta escritores: Hitler pergeñó un libro muy influyente, y Stalin y Mao ¡eran poetas!): a ellos leer no los benefició nada, porque ya eran Hitler, Stalin y Mao. La quimioterapia mejora —y hasta cura— a los enfermos de cáncer, aunque a todos no: hay quien no responde al tratamiento. Las escuelas mejoran —construyen— la educación de todos, aunque algunos alumnos suspendan, o sufran acoso escolar, o los profesores se depriman. Los trenes mejoran las condiciones de vida de la gente —y hasta le son imprescindibles—, aunque a veces se produzca un descarrilamiento o un atropello (o un atentado). La lista de analogías es interminable. Leer no solo reporta placer —que ya es, por sí solo, un mérito muy relevante—: es también una herramienta ética para nuestro crecimiento, para ser más —y mejor— lo que somos: expande la mente, flexibiliza las ideas, relativiza las certidumbres, dilata el lenguaje —la sustancia de nuestro pensamiento—, acrece la compasión y la solidaridad, nos hace más conscientes de nosotros mismos y de quienes constituyen con nosotros el mundo. En suma, nos perfecciona, aunque, naturalmente, no sea el único factor que determine nuestro desempeño ni nuestro destino como seres humanos. Seguramente, a un asesino en serie no le haga ningún bien, o ninguno apreciable en el océano de maldad en el que vive. Aunque quizá, también, la lectura haya rescatado a alguno de la cárcel, o de la delincuencia, o de la sociopatía (y del suicidio). En todo caso, lo más preocupante de este debate chusco no son las sandeces de una millonaria cabezahueca, sino el hecho de que miles de personas —entre las que, ay, ahora me cuento— les presten atención. Lo criticable no es que alguien como María Pombo influya en la sociedad; lo criticable es que miles de miembros de la sociedad le reconozcan ese papel aventajado y se dejen influir por ella. Lo lamentable, en fin, no es que existan las opiniones de la Pombo (ni siquiera la propia Pombo), sino que tantos las ensalcen y las suscriban.
Una segunda polémica deleznable, pero recurrente —sucede todos los años desde hace una década, más o menos—, ha surgido con la concesión del Premio Planeta a alguien que atiende por Juan del Val. Que el premio literario mejor dotado económicamente del mundo (un millón de euros, más que el Nobel, que este año le reportará 934.000 euros al húngaro de apellido impronunciable que lo ha ganado) vaya a parar a un escritor o escritora desorejados, pero bien situados en el mundo digital y los medios de comunicación, por una novela abominable, se ha convertido en una costumbre española, como lo era sueca no conceder el premio Nobel a Jorge Luis Borges. En cuanto se supo la noticia, brotaron como champiñones las opiniones, no menos indignadas que las de tantos con la Pombo, según las cuales el Premio Planeta se había convertido en un fiasco que desatendía cualquier mérito literario y solo primaba el éxito comercial, que se buscaba con su concesión a una figura atractiva y, sobre todo, mediática. Pero estas opiniones furiosas yerran, no porque no sea cierto lo que dicen —que el Planeta no tiene ya nada que ver con la (buena) literatura y solo responde a un propósito económico—, sino porque sigan considerándolo un premio literario. El Premio Planeta dejó hace mucho tiempo de serlo. Hoy solo es una operación comercial, en la que podemos creer como los niños creen en los Reyes Magos, porque todo el mundo se ha concertado para sostener la fábula, pero que no obedece a nada más que a los intereses mercantiles de una empresa privada. La satisfacción de estos intereses es un objetivo legítimo, mientras todos aceptemos vivir en una economía de mercado: el Grupo Atresmedia, del que es accionista preferente la editorial Planeta, tiene derecho a perseguir los mayores beneficios en su actividad, y para ello acuerda la concesión del premio con una figura ampliamente conocida que crea le va a garantizar mejor la venta de muchos, muchísimos ejemplares. Lo único que cabe reprocharle es que siga llamando premio a esta operación. Eso sí es publicidad engañosa. Para mantener la ficción, este premio fake desde hace tantos años continúa teniendo un jurado —entre cuyos miembros se cuentan literatos del fuste de Pere Gimferrer y hayan figurado en el pasado otros admirables, como Juan Marsé, Carlos Pujol o mi querido José María Valverde; verdaderamente, no alcanzo a imaginarme de qué debaten cuando se reúnen para la concesión del premio— y, lo que es aún más pasmoso, a miles de ilusos que concurren a cada convocatoria. En 2025, han sido 1320, un récord histórico. ¡1320 personas con la ofuscación y la vanidad suficientes como para creer que podían ganar, o ser finalistas, o al menos ser invitados al cóctel que festeja el premio! Este es, de nuevo, el meollo del asunto: lo deplorable no es que una empresa actúe en el mercado para aumentar sus ganancias, aunque sea con la pantomima de un premio que no lo es, sino que los clientes de ese mercado avalen su actuación y compren sus productos. Al cabo de todo este truculento proceso, lo que habrá serán varios cientos de miles de ejemplares de una obra vomitiva publicados, comprados y quizá leídos por otras tantas personas (a las que difícilmente hará mejores). Y estas son las que le hacen realmente el juego a la editorial, los que legitiman la farsa. Para quienes creemos en la literatura, para quienes vivimos en la literatura, hace mucho tiempo que el premio Planeta no significa nada. O sí: lo que no es, lo que no debe ser la literatura. Nuestros intereses están en otra parte.
Una tercera polémica, y última por hoy, no menos irrelevante que las anteriores, aunque de una mayor perfil institucional, ha sido la que han protagonizado hace muy poco el Instituto Cervantes y la RAE, en las personas de sus respectivos directores: el poeta Luis García Montero y el ensayista —y catedrático de Derecho Administrativo— Santiago Muñoz Machado. La polémica, iniciada por García Montero, refleja bien el espíritu cainita español. Las dos principales instituciones que deben velar por la unidad, limpieza, difusión y progreso de la lengua española, se enzarzan públicamente en una discusión ad personam, perfectamente prescindible, en lugar de trabajar juntas por un objetivo común, cada una ejerciendo las competencias que tiene legalmente asignadas. Es seguro que las diferencias personales ocultan diferencias ideológicas, pero ninguna diferencia ideológica tiene por qué enturbiar el esfuerzo conjunto de ambas entidades por una causa superior. El soplamocos de García Montero a Muñoz Machado y, por extensión, a la RAE fue injusto e improcedente. También lo fueron las respuestas destempladas de Álvaro Pombo, en un artículo caótico y visceral publicado en el ABC, en el que cubría de insultos al director del Cervantes, casi todos de corte ideológico (comunista, burócrata, subvencionado, tiñoso y faltón), menos los referidos a su condición de poeta, en los que acierta (“poeta menor, agradablemente menor”, dice) —Pombo no es un mal escritor, pero lo que sin duda es, es un mal analista político: no por casualidad militó en la desastrosa y fachísima UPyD—; y del inefable Arturo Pérez Reverte, a quien le gusta más una pelea que a un tonto un lápiz, quizá porque necesita afirmar siempre su hombría, al que le faltó tiempo para sumarse a los detractores de García Montero con un mensaje en la red X en el que despachaba sus cogitaciones. Según él, García Montero es una “criatura de Albares” —el ministro de Asuntos Exteriores, del que depende el Instituto Cervantes— y un “mediocre y paniaguado”. El pergeñador de Alatriste remata su dicterio con la pintoresca teoría de que también es el testaferro que el pérfido Gobierno sanchista utiliza “para controlar la Academia” (como si el Gobierno, del que depende financieramente en gran medida la RAE, no pudiera, cuando quisiese, controlar a la Docta Casa por el expeditivo procedimiento de eliminar, reducir o condicionar las generosas ayudas que le presta). Toda esta bronca no ha sido más que una pelea de gallos, impertinentes, bocazas, muy patrios y, lo peor de todos, faltos completamente de sentido y lealtad institucionales.
miércoles, 15 de octubre de 2025
Cartografía del fuego
En Ediciones la Discreta, uno de esos sellos literarios independientes que obran con tanta prudencia como finura, dirigida por el poeta y profesor Santiago López Navia, acaba de ver la luz Cartografía del fuego, un conjunto de tres poemarios —El fuego y la frontera, El vuelco de las batallas y Cualidades de la madera— del poeta barcelonés Miquel-Lluís Muntané, un acreditado autor, de larga trayectoria, en lengua catalana, con la excelente traducción de Antonio García Lorente y Silvia Rins. Estos tres títulos dan una visión sintética pero panorámica de la obra de Muntané, uno de los pocos poetas catalanes actuales que ha cultivado —con la traducción de sus libros al castellano, su presencia en el mundo cultural español y su amistad tanto con los escritores catalanes que escriben en castellano como con el resto de escritores españoles— el nexo entre la literatura hecha en Cataluña y la que se hace en el resto del Estado, un nexo que mantuvieron vivo grandes autores del siglo XX, como Antonio Machado, Miguel de Unamuno, Joan Maragall y Salvador Espriu, así como la escuela de Barcelona al completo, con Gil de Biedma y Carlos Barral a la cabeza, pero que, en estos últimos y atribulados tiempos, las convulsiones políticas han resquebrajado, si no destruido.
Este es el segundo poema de Cualidades de la madera:
PIEDRA, PAPEL, TIJERA
Los tres poemarios reunidos en Cartografía del fuego reflejan una evolución que puede identificarse tanto con una parábola como con una recta. Espigados de una obra extensa y poliédrica, en la que Miquel-Lluís Muntané ha cultivado casi todos los géneros posibles, y escritos en décadas diferentes (1997, 2009 y 2016), cada uno plasma un asedio distinto a la palabra, una mirada discrepante, pero no enemiga, de su mirada anterior, un matiz esencial. El primero, El fuego y la frontera ―que es el quinto de su producción, iniciada con L’esperança del jonc (‘La esperanza del junco’), en 1980―, cuyo título recuerda al cántico de Juan de Yepes («Buscando mis amores, / yré por esos montes y riberas; / […] y passaré los fuertes y fronteras»), despliega una poesía esmerada, preciosista, de léxico suntuoso, efervescencia cromática y trepidación sensual, en la que las figuraciones oníricas se abrazan a los ecos novecentistas y el virtuosismo técnico no empaña, sino que corrobora, el significado que vehicula.
En El fuego y la frontera, el poeta atiende a los hechos de la cotidianidad, que son, a menudo, minucias, pero que él transustancia en realidad imperiosa ―en epopeya humilde― por medio de la alquimia musical: pormenores elevados a motetes. Miquel-Lluís Muntané recurre con frecuencia a la escansión para cimentar la eufonía de sus versos y, de la mano de sus diligentes traductores, no descuida aquellos mecanismos retóricos que ensanchan la sonoridad de lo escrito, como la aliteración, con la que gusta de subrayar las metálicas sibilancias de algunos fonemas fricativos: «Cuanto más huye de él, / más le azuza Luzbel»; «contornos que surcar / ―con cenefa azulada / y una pátina de paz delicada». (...). Miquel-Lluís Muntané es siempre un poeta musical, y lo es, en particular, en El fuego y la frontera. No solo habla de «compases binarios», «madrigales», «cantos» o «cantatas», sino que transforma la propia voz en madrigal o cantata: explora recurrencias melódicas, se deja acariciar por la azarosa deriva de las consonancias –y nos acaricia a nosotros con ellas– y siembra una fluidez arrulladora y arrolladora en poemas que, por otra parte, son a veces lluviosos y hasta ásperos. No hay contradicción en ello, sino simbiosis. A esta musicalidad radical contribuye también la querencia del poeta por los finales contundentes, que dibujan una suerte de fortissimo con el que cesa, y a la vez culmina, el discurrir lírico. Estas codas o remates acendran lo sugerido o murmurado y, aunque no son moralejas, participan de un cierto propósito moral.
Porque El fuego y la frontera no oculta una dimensión ética. El poema «Carta de navegar», por ejemplo, es un decálogo moral, de inspiración horaciana. Cada verso enuncia un deber, y todos esos deberes concluyen en el amor, un asunto capital en la poesía de Miquel-Lluís Muntané. (...) Es muy significativo, también, que este poema se titule «Carta de navegar», que el poemario al que pertenece incluya la palabra «frontera» en su título, y que el libro que los abarca a ambos cartografíe el fuego. (...) Todos aluden a la planimetría, a los accidentes o irregularidades encerrados en un papel, a la geografía amansada por latitudes y longitudes, a los paisajes recorridos o pendientes de recorrer. Y todos metaforizan la vida como un lugar por el que peregrinar, en una versión contemporánea del homo viator barroco, y que medir, para no extraviarnos o para recobrar el aliento y la esperanza después de habernos extraviado. Los poemas de Miquel-Lluís Muntané son breves mapas existenciales: rutas inscritas en su conciencia que despliega ante nuestros ojos como los capitanes de barco desplegaban antes los legajos que revelaban los escollos en los que se podía naufragar o desentrañaban las traicioneras corrientes marinas. (...) Uno de los sostenes de su confianza en el valor y el significado de lo vivido son sus convicciones religiosas: el poeta se define como «cristiano y de izquierdas», aunque su fe nunca se coagule en tesis, nunca, por fortuna, oscurezca doctrinalmente los poemas. (...)
El vuelco de las batallas, publicado doce años después de El fuego y la frontera, se adentra por las trochas del figurativismo, sin abandonar todavía los parajes, a la vez corpóreos e inmateriales, de su estilo pulimentado. O quizá sería mejor decir que sale de las delicadas espesuras de ese lenguaje anterior para caminar por unas llanuras indóciles, en las que se alternan roquedales y sembradíos. En El vuelco de las batallas prevalecen los recuerdos (...). El poeta evoca escenas antiguas en el pueblo y en el campo, pero también en las ciudades –en Muntané conviven el locus amoenus de la naturaleza y el tráfago de la urbe–, impregnadas de una pureza infantil ―«el paso evanescente de un espectro fugaz: / la infancia remota»― y una recia añoranza. Sus relatos –porque sus poemas también son narraciones– siguen refiriéndose, en su mayoría, a hechos cercanos, a recodos menudos de la existencia, en los que se vuelca una actitud trascendente, o de los que se extrae un aprendizaje moral: hay que soportar el disgusto y el escepticismo que suscitan los fracasos y las injurias de los días para acceder al paraíso de la ilusión, o del amor que no declina, o del humor que diluye lo amargo. (...) No obstante, y pese al amparo que ofrece el amor, la tristeza y la melancolía parecen ganar la batalla en este libro. El tiempo no deja de fluir, y ese fluir llena las riberas de cadáveres. La desembocadura de todo es la muerte, que comparece en varios poemas. (...) Pero el poeta se guarda un as en la manga: el distanciamiento irónico, un donaire elegante, muy británico ―«leve, casi piadoso», dice Eduard Sanahuja en el prólogo de la edición original―, que pretende rebajar las aristas de la muerte. (...)
En Cualidades de la madera, se completa el arco que describe la poesía de Miquel-Luís Muntané, cuya clave de bóveda ―así se titula uno de los poemas de El fuego y la frontera― es una evolución esencializadora del lenguaje. Este tercer libro de Cartografía del fuego enfrenta los poemas a una desnudez doliente. Los sucesos de la realidad y las aflicciones de la intimidad se enroscan en sí mismos y se despojan de toda galanura, para devenir ensueños tangibles, artefactos fibrosos y susurrantes. Desde cierta perspectiva, los poemas de Cualidades de la madera se acercan a lo que, en la poesía española de los últimos cuarenta años, se ha llamado «la poesía de la experiencia», por su inmersión en lo cotidiano, su afán de transparencia y su empeño transitivo. La poesía de Miquel-Lluís Muntané trasciende, sin embargo, los resbaladizos —y a veces viscosos— límites de esta aurea mediocritas para internarse en una incisiva exploración de lo sencillo y abismal. No hay mutación en los asuntos; si acaso, ahondamiento. (...) El pesimismo que ha pespunteado Cartografía del fuego desde el principio, ese reverso oscuro de una moneda cuyo anverso es la esperanza, fermenta ahora en misantropía (...). La dimensión existencial de Cualidades de la madera es ancha y poderosa, aunque los poemas sean concisos y, en apariencia, livianos. Ha crecido desde la semilla inicial de El fuego y la frontera, donde la encubría el trasiego verbal, los relumbres de la música. El paso del tiempo es ahora un paso marcial, que no deja huellas sino depresiones en el camino, y la nostalgia se recrudece hasta morder (...). [Pero] el amor sigue siendo nuestra última causa, el objetivo final de nuestro ser. Y, en efecto, en «Nieve en la luna», el poeta, pese a todas las negruras con las que ha de convivir, o precisamente por ellas, quiere, sutilmente ardiente, «recorrer con los labios / [los] puntos cardinales» de la amada; o en «Pendiente de derribo» sabe, recordando las tardes pasadas en las salas de cine, que «la lágrima clandestina, / el pulso acelerado y el temblor / de poner una mano blanca entre las tuyas, / celebrando la penumbra, / se volverán ceniza junto a ti». (...) Por fin (...) llegamos al último poema del libro, «Principio de acuerdo», en el que se cifra, tras tanto padecimiento o tanto esfuerzo por sobrellevarlo sin perder la sonrisa, el núcleo significativo de esta poesía mesurada pero inquisitiva. El poeta alcanza aquí un compromiso con la vida y consigo mismo: luego de sentir las «lenguas de fuego [que] transitan / por el vientre de la tierra», desaprender «el sutil resplandor de las palabras» y malgastar la vida «en timbas de vacío», algo sucede —un gesto, un recuerdo, un placer, una sorpresa— que nos descubre la grandeza de respirar, que nos une a la naturaleza y a nuestro propio yo; y es entonces, en uno de los finales, sobre rotundos, más conmovedores del libro —el último dístico de Cartografía del fuego—, cuando «podemos sentarnos en el pórtico de los días / ungidos de una paz que no prescribe». Así, Miquel-Lluís Muntané subvierte las premisas, pero suscribe el sentido de lo que dijo Robert Browning y después recordó Borges: «Cuando nos sentimos más seguros, ocurre algo, una puesta de sol, el final de un coro de Eurípides, y otra vez estamos perdidos».