Epéntesis (Del lat. epenthĕsis, y este del gr. ἐπένθεσις, intercalación): 1. f. Fon. Figura de dicción que consiste en añadir algún sonido dentro de un vocablo; p. ej., en corónica por crónica y en tendré por tenré.
jueves, 31 de julio de 2025
Una cornucopia sin fin: la poesía reunida de Eduardo Moga
sábado, 26 de julio de 2025
Cosas que veo (y oigo) por la mañana al ir a trabajar
domingo, 20 de julio de 2025
Tan sumamente ligero
El poeta Juan López-Carrillo protagoniza Tan sumamente ligero, un documental biográfico —un biopic— dirigido por Santi Suárez-Baldrís y producido por Un Capricho de Ediciones en 2024. Juan ingresa así en la escueta nómina de poetas del mundo (Neruda, Lorca, Rimbaud, Wilde, Emily Dickinson, Sylvia Plath) sobre los que se ha rodado una película. El hecho de que el filme de Suárez-Baldrís solo dure doce minutos (y quince segundos) no empece para que Juan —y sus lectores y admiradores, entre los que me cuento— pueda considerarse un privilegiado. Su imponente figura aparece en pantalla recorriendo las calles de Reus, donde vive (o quizá sean las de Tarragona, no estoy seguro), mientras la voz en off del poeta Ramón García Mateos, otro de sus grandes amigos y valedores, recita los versos del poema “Suma levedad”, de Los muertos no van al cine (2006), uno de los cuales da título a la obra: “Paradojas de mi vida./ Yo que estoy tan gordo/ que me hice plural/ al llegar a cien kilos/ sufro la triste evidencia/ de pasar por tu vida/ como alguien/ que no ocupa espacio,/ vacío, volátil,/ tan sumamente ligero”. La película empieza, en realidad, en la escena siguiente, en la que Carme Riera y García Mateos departen animadamente sobre la poesía de Juan López-Carrillo en el jardín romántico del Ateneo de Barcelona, mientras este se zampa unos mejillones y unas patatas fritas, regadas con una generosa copa de cerveza, sin abrir la boca más que para introducir en ella los sabrosos mitílidos y el resto de avíos del aperitivo. Es, sin duda, un acierto de la película, porque así es la vida de Juan: come, bebe, vive y escribe, y qué sea eso que escribe, que lo decidan los demás. Tan sumamente ligero relata después, en fotogramas austeros, sintéticos, y siempre con el fondo de los poemas de Juan recitados por la voz radiofónica de García Mateos, un día en la vida del poeta. Pierde por la calle un billete de cincuenta euros (y con eso, dice el poema, hace un amigo que nunca conocerá); llega a casa, donde lo primero que hace, como casi todos, es quitarse los zapatos y los pantalones; se pone a continuación a pelar judías en la mesa de la cocina; luego las cocina y se las come (“la frontera de mi patria/ es el borde de mi plato”, dice el poema “Nacionalismo” que da voz a la escena), y remata el sucinto ágape con un café de cafetera italiana de las de toda la vida, nada de cartuchos ni nespressos; recibe una llamada del banco, que le reclama el pago de las cuotas atrasadas de un préstamo, el único momento en el que oímos la voz del protagonista: dice dos veces “sí”, mientras escuchamos los versos del poema “Consuelo”: “La máquina implacable de la banca/ procede a su tarea/ y una voz anónima me salva/ de la soledad y el abandono/ por el precio/ de unos intereses de demora”; se sienta a la mesa de trabajo y se limpia las gafas para leer; oye un ruido sospechoso en el piso de al lado y, al acercarse a la pared medianera, oye follar a los vecinos, lo que lo sume en un estado de comprensible postración (“soy un poeta deprimido/, un poeta melancólico y seriamente enfermo,/ un poeta que está más que harto y cansado / de escribir amargos poemas de amor”, dice en un poema, “Amistad auténtica”, anafórico y gildebiedmiano); luego, quizá para quemar la energía que no ha podido dedicar a la misma —y añorada— actividad que sus afortunados vecinos, se enfunda en un chándal y echa un rato en la bicicleta estática (y este es el momento en el que me siento más personalmente implicado en la película, porque en los versos que la ilustran, del poema “Placidez”, yo soy uno de los “dos íntimos amigos míos [que], dentro de muy poco, marcharán al extranjero: uno [Ramón García Mateos] se irá con la familia a Lisboa a dar clases de literatura y a escribir futuros libros; el otro [un servidor], con plaza en Manchester, ya prepara las maletas para reunirse con su familia y para escribir futuros libros”; Juan López-Carrillo emula a sus amigos viajeros y se compra una bicicleta estática; y valga precisar que en Mánchester ni tuve plaza, ni escribí ningún libro, ni presente ni futuro, sino que culminé un desatino y coprotagonicé un divorcio); tras la sesión de bici, que no imaginamos demasiado intensa, aunque Suárez-Baldrís se empeña en demostrarnos que suda, Juan se ducha, y, en la única escena (dudosamente) erótica de la película, columbramos su garridas hechuras tras la mampara del baño y vemos el brazo reluciente (solo el brazo) que asoma para coger el albornoz que cuelga de la pared; después, lee un rato y manifiesta sus ardientes deseos de no ir a trabajar y mandar a paseo a su jefa (un anhelo que compartimos casi todos y que Bartleby, el escribiente, inmortalizó con su definitivo I would prefer not to [‘preferiría no hacerlo’], aunque Juan no sea tan sutil como el personaje de Melville: “Hoy no me da la gana de ir a trabajar/, y no me apetece lo más mínimo/ tener que verte un día más la cara/. Hoy me quedo en la cama, porque sí”, dice en el poema “Porteña”, de Los años vencidos [1997]); y por fin, el poeta fríe unos huevos (que aliña golosamente con especias), añora una vez más a una mujer y se acuesta, tras enmascararse con el artilugio que le permite dormir sin apneas. El gran tema de Tan sumamente ligero es la soledad: doce minutos de exposición de una vida solitaria, cuya gran ausencia es el amor, y cuyos consuelos son la amistad, la literatura y los placeres cotidianos. La burla de sí mismo, siempre bienhumorada, canaliza el malestar existencial sin que resulte opresivo, libre de una acritud que podría mudar en corrosión. Como he escrito en otro lugar —el prólogo de Los muertos no van al cine—, la poesía de López-Carrillo “suscita la inmediata simpatía del lector. Su recurso al humor es constante (...). Todos sus versos, aun los más amargos, (...) aparecen impregnados de una comicidad honda, que a veces se resuelve en carcajada y otras se estiliza en ironía. (...) Pero no debemos equivocarnos: el humor es otra forma de la tristeza. (...) Un torrente de desesperanza atraviesa su poesía, a veces de forma explícita y otras embozada de sarcasmo o elegía”. Y este juicio, todavía válido para su poesía, me parece, lo es también para esta película, porque sus versos la recorren desde el primer hasta el último fotograma, erigiéndose, así, en la columna vertebral que los sostiene a todos —limpios, directos, magnéticos— en el espléndido edificio de Tan sumamente ligero.
domingo, 13 de julio de 2025
Jade helado tigre blanco
los que desnudan y besan
los que convierten en tatamis las camas
la impúdica plusvalía de caricias
en un sudario que es resurrección y muerte
y vuelta a empezar
porque no hay sepulcro ni lacre que extinga
las llamas que la ventolera aviva
desnudez hecha pantagruélica barra libre
que ni así sacia la insaciable sed de las manos
de los miembros famélicos el hambre dolorida
el agónico vacío cósmico que los muslos cabalgan
amantes los que ponen erecta el alma
en el paroxismo apátrida
de ese empotre despiadado que nos funde en uno
borra difumina condena a karma
sofá cama pared pasillo
pasillo pared cama sofá
amantes los que como polillas
devoran calendarios y rutinas
prenden incienso agasajan con lascivia
I missed you so much
el kamasutra la ley que abrazan
honey so hot
rompen no contemplan lencería desgarran
my dear so high
my dear so sweet
go on baby go
gracias por el funambulismo
en alambres incandescentes
sobre riadas de lava y vahídos
sábanas perfumadas de almizcle
licores añejos a tragos
paroxismos que de impostados
cobraron realidad
tantas veces y así olvidar
a quien mucho se le ama
pero poco se le folla
gracias por enseñar a mi piel
cuántas primaveras
en sus escalofríos caben
por las clandestinas adormideras para el alma
por el deseo profesado
por el deseo ejecutado
por las mentiras por las verdades
muerdo la almohada y siento el rugir de los océanos
me aparto el pelo
me muerdo los dedos
no sé si finjo o apostato
hibernado el corazón sobrevivo
encarnada encendida en el filo
estado líquido forense de mi carne
qué me haces no pares
auroras boreales diviso
no recuerdo vuestros nombres pero extasiados
entre mis pechos
rugiendo por el aire que falta
me hacéis inmortal
olvido y vivo
martes, 8 de julio de 2025
Siempre hay ruinas a menos de dos horas
La poesía de Jordi Virallonga (Barcelona, 1955), construida a lo largo de casi medio siglo —su primera entrega fue la plaquette A la voz que me acompaña, publicada en 1980—, se reúne ahora en Siempre hay ruinas a menos de dos horas (Madrid, Dilema, 2025), con el excelente estudio preliminar de José Antonio Jiménez. De esta obra compuesta por diez poemarios, los ocho primeros en castellano y los dos últimos en catalán, solo se excluye un par de títulos: Animalons, un libro de versos para niños en catalán, y, precisamente, A la voz que me acompaña; Virallonga honra así la tradición de tantos poetas que han descartado incluir su primer libro, acaso demasiado juvenil o tentativo, en su obra reunida. La poesía del autor barcelonés obedece a un espíritu realista, de inspiración entre goliárdica y machadiana, pero siempre punteado por encrespamientos neovanguardistas y suavemente teñido de sensatas irracionalidades. Donde mejor se advierte esta infrecuente fusión de figurativismo y ruptura es en el retorcimiento de la sintaxis, que ya se manifiesta en sus primeros libros y que atraviesa toda su obra: «Si le hablara a ella de estas cosas:/ de una madre verde un parque grande/ le diría que te raptó la cabra loca/ que de la luna baja por unos grandes barandales/ y va en busca de las niñas todas/ para dormirse buena en la poca luz de sus desvanes», escribe Virallonga en «La cabra loca», de Perímetro de un día (1986). A la distorsión sintáctica, y hasta ortográfica, conduce a veces la desarticulación perceptiva, en un eco sosegado pero reconocible de aquel desarreglo de los sentidos rimbaldiano que contenía el germen de la verdadera poesía. Aun con las grandes inflexiones que inevitablemente se alojan en una obra tan dilatada —reunida en los dos volúmenes de Siempre hay ruinas a menos de dos horas—, el tono de Jordi Virallonga tiende a lo coloquial, incluso a lo oral, que permea no pocas veces el verso. Su lenguaje parece normal, y lo es, pero no lo es: vehicula un conflicto interior, una guerra con los sentimientos, un descreimiento o burla del mundo, o una rebelión íntima contra él. Expresión evidente de esta revuelta son los muy conversacionales exabruptos que a veces salpican los poemas —y los textos que los acompañan—, los más aventurados de los cuales no eluden lo soez. Así, en el magnífico «Una explicación según de varia misérrima», el prólogo autoral de Los poemas de Turín (2001), uno de sus libros más sobresalientes, Virallonga habla de «los piadosos y propicios compañeros de armas en esta puta vida», se presenta «cagado de respeto» y expresa su necesidad «de proyectar ser alguien, ¡hostia ya!, de una puñetera vez por todas». En la poesía de Jordi Virallonga, la cotidianidad, y la realidad toda, se revelan transformadas, y a menudo fracturadas, por el lenguaje. «Totum revolutum (final desbocado)», la composición que cierra El perfil de los pacíficos (1992) —un poema del ir viviendo, entre recuerdos y estupores domésticos, intentando entender y entenderse, transparentemente confuso y turbiamente iluminado—, es una buena muestra de ello: «En el día de hoy/ y aparte de otras muchas cosas/ debieran estar prohibidas algunas cuestiones/ domésticas como estas:// buscar dinero para cubrir descubiertos/ que no aparezca ningún periódico/ que aunque no aparezcan estuvieran al menos abiertos los quioscos/ cortar el agua/ pensar solo en cómo dejar de fumar…». En el fluir lírico asoma lo simbólico y, en ocasiones, felizmente, lo disparatado. Uno de los mayores méritos de la poesía de Jordi Virallonga es que siempre resulta imprevisible: maneja los elementos comunes del lenguaje —las frases hechas, los mensajes publicitarios, el léxico familiar—, pero ese empleo, tan natural, nunca conduce a lo esperable: siempre se formula extrañamente. Y también le sirve para alcanzar un objetivo inamovible: reflejar lo absurdo de los discursos establecidos, de las parlas institucionales, de esa langue de bois que infecta todos los ámbitos lingüísticos y destruye la esperanza de que lo que se diga sea verdad o simplemente digno. Por ejemplo, el poema «Asunto concreto», de Todo parece indicar (2003) —cuyo título es una de esas locuciones fosilizadas a las que me acabo de referir—, no es sino una sucesión de frases vacías, pero repetidas ad nauseam (iba a escribir «hasta la saciedad», pero me he dado cuenta de que eso también, a fuerza de repetirse, se ha convertido en una expresión vacía): «Es un dato a tener presente,/ fiable de tres a cuatro puntos/ que, aun no siendo definitivo,/ parece bastante favorable,/ estamos en ello./ Todo depende del punto de vista,/ siempre respetable,/ cada cosa en su lugar/ y entender las causas objetivas». Paradójicamente, pero muy virallonguianamente, esta sarta de vaciedades concluye en un final sorprendente, que las rescata, de pronto, de su nulidad: «Qué vamos a hacer si a todo esto/ al final resulta que Dios no existe». El libro donde más se desmanda el lenguaje, de toda la obra de Jordi Virallonga, es Los poemas de Turín. Abundan aquí, en versos atravesados por una soledad que muerde y una luminosa negrura, las oraciones yuxtapuestas, acumulativas, quebrantadas. En cualquier caso, y como he escrito en otro lugar —la reseña que publiqué sobre Incluso la muerte tarda en mi blog Corónicas de Ingalaterra el 10 de febrero de 2016—, «de Jordi Virallonga me ha interesado siempre (…) la naturalidad del verso, la fluidez con que la palabra más anodina, y hasta la más vulgar, se llena de sentido poético. El discurso hablado aparece en los poemas de Virallonga con una entereza y una incisividad de las que carecía antes de volcarse en ellos, gracias a sutiles transformaciones lingüísticas y a un arsenal retórico tan extenso como discreto. Me gustan, en particular, cierto sentido del humor del que el poeta, sabiamente, no se desprende jamás, así hable de las coyunturas más penosas del individuo o la sociedad actuales, y la ira impasible a la que no pocas veces se entrega: “Soy un tipo vulgar que trabaja por un sueldo,/ pero ellos sí saben quiénes son,/ y que a los hijos de los perros,/ si son hombres,/ se les llama hijos de puta”, escribe en “Analogía entre hombres y perros”».
Algunos asuntos —me resisto a hablar de «temas» cuando hablo de poesía: la poesía no tiene temas— son fundamentales en la obra de Virallonga. Y el primero y más importante acaso sea el amor y su corolario inseparable —pero siempre matizado, indirecto—, el sexo. «Si escribo de amor es porque no se me ocurre/ otra forma posible de comprender la vida», escribe el poeta en «La amplitud de la miseria», perteneciente a Crónicas de usura (1997). El amor se erige, así, en el sostén principal de su edificio poético y adopta todas las formas posibles de expresión, correspondientes a todos los encendimientos, meandros, estallidos y clausuras de un sentimiento fundacional, entre los que también se encuentra, y de una forma especialmente destacada, el fracaso, esto es, el adulterio —si es que el adulterio no es otra forma de amar—, la pérdida, el olvido: el desamor, en definitiva.
Pero el amor no solo sirve, en la poesía de Jordi Virallonga, a su propia causa. También nos introduce en otros intrincados laberintos: el de la identidad, por ejemplo, y el de la soledad. Ambos se funden en algunos trechos de su obra. Así sucede en la sección «El doble eco de un contorno», de El perfil de los pacíficos, donde la voz del poeta se desdobla —se multiplica—, como si perteneciese a varios personajes, para interrogarse a sí mismo y comunicar su aislamiento y su desolación. El tipo de letra utilizado —la cursiva o la redonda, que se alternan— señala que las voces y los personajes son distintos. En el segundo poema de la sección, responde a una pregunta formulada en el primero: «¿Y tú? Dime qué haces tú/ aquí escribiendo/ creando de nuevo las naciones,/ fijando la afonía de la tinta en ley de sangre,// como si no fuera cierto/ que ahí fuera existe ya la vida». El cuarto ya no pregunta, sino que afirma, atormentadamente: «Sabes cuánto tiempo hace que vivo solo,/ que reconozco en este continuo halar el único paso,/ que me sirvo para que nunca te falta nada,/ que visito por ti los burdeles,/ que por ti asisto a los consejos de familia;// no te confundas:/ yo soy los hombres requeridos por tu miedo». El encadenamiento de los poemas es otra técnica utilizada por Jordi Virallonga en diversos trechos de su obra. Un encadenamiento que reproduce la fragmentada continuidad vital: del hallazgo y del abandono, del canto y el silencio, de la realidad y el deseo.
Estos diálogos —consigo mismo, con un tú que identificamos con la amada (o desamada) y con sus hijos, entre muchos otros interlocutores— revelan otra de las características más descollantes de la poesía de Jordi Virallonga: su construcción de personajes. Su obra parece trasudar biografía. Pero quienes aparecen en ella, y cuanto sucede en sus páginas, no son necesariamente personajes o episodios de la vida del poeta, sino creaciones suyas, animadas por sus visiones y sus juicios, pero independientes de su existencia. Virallonga insufla vida a los seres con los que narra lo que le pasa, y deja luego que actúen, acertada o equivocadamente, en unos poemas siempre populosos, siempre conflictivos, repletos de giros de guion, generosos de acontecimientos. Quizá por eso sus versos resulten celebratorios (como él mismo afirma en «Sobre la celebración», de Crónicas de usura, «de nada sirve la vida/ si tan solo hay películas, teléfonos,/ manos, piernas, cartas, buzones,/ sonrisas, camas y frascos/ y yo y los niños y amigos y hostias benditas,/ pero no celebración»): porque están llenos de sudor, de hambre, de tumulto, de humanidad. Aunque el poema sea crítico o pesimista, o incluso desprenda tristeza, y pese a la rabia subyacente que se percibe en toda su literatura, lo que escribe Virallonga transmite pasión por la vida, y esa pasión, tensa y verdadera, se comunica eléctricamente al lector.
Para la creación de los personajes que pueblan Siempre hay ruinas a menos de dos horas, y para su interacción narrativa o dramática, se reconoce una influencia fundamental: la de Antología de Spoon River, el libro del estadounidense Edgar Lee Masters, publicado en 1916, en el que se reúnen más de trescientos epitafios de otros tantos personajes de un pueblo ficticio, Spoon River. En esos epitafios se cuentan las peripecias y azares, mayormente infaustos, de una población del Medio Oeste americano, muchos de los cuales involucran a varios personajes, esto es, se despliegan en varios poemas, levantando una malla de cruzamientos, amores y muertes. Se trata, escribe Jordi Virallonga en un artículo, «Antología de Spoon River», que publicó en la revista Poiesis (nº 8, Barcelona, primavera-verano de 1999), de «poesía moderna, de seres que viven en una macroestructura social incuestionable que se convierte en rectora de sus vidas y les obliga, juzga, justifica o condena (…), seres en busca de explicaciones, no de verdades, que se interrelacionan basándose en sus propias experiencias y, en consecuencia, desde sus propios puntos de vista y planteamientos morales». Virallonga ha interiorizado esta construcción en mosaico, que se extiende a toda su obra —no a un solo libro, como en el caso de Lee Masters, que no consiguió sobreponerse al éxito de la Antología— y la practica con deliberación, pero también con su propio estilo: más lingüísticamente crítico, más detallista y sinuoso en la construcción del relato, más airado incluso, pero también más melancólico, más declaradamente vulnerable. No obstante, la multitudinaria población de Siempre hay ruinas a menos de dos horas no solo constituye un acre diorama social, sino asimismo un vibrante testimonio personal, con el que Virallonga da cuenta del inacabable debate sobre el hacer y el hacerse de la conciencia y los días, y de la certidumbre de lo caedizo de todo, aunque esta fragilidad —esta quebradura— no se exprese mediante abstracciones, sino que aparezca fuertemente ligada a la realidad de la vida, a sus accidentes, espejismos y adversidades. El yo de Jordi Virallonga se edifica con el yo de sus personajes. Su conciencia adopta las formas sutiles y cambiantes de las voces que convoca: se encarna en ellas, y dice heridas, y sombras, y contradicciones, pero también placeres y alegrías. Y todo ello se integra en un paisaje vital henchido de energía, que obra en todos los rincones de su literatura y de nuestra lectura. Esta fuerza existencial y el impulso arrebatado de la dicción, como también sucede en la Antología de Spoon River, encuentran una encarnadura propicia en la crítica social, a la que Virallonga se da siempre que tiene ocasión, que es casi siempre. Aun hablando del tú y del yo, del amor y de la muerte del amor, de la soledad y de los recuerdos de la infancia, no siempre felices, el poeta nunca se olvida de la comunidad en la que vive, de sus padecimientos y miserias, y desliza sus preocupaciones por ella. En «Los prácticos. Romance histórico», de Los poemas de Turín, recorre, con ferocidad e ironía, una sociedad plagada de hipócritas e impresentables, y dibuja un fresco satírico, cuya destemplanza se plasma, entre otros recursos, en las paradojas y los neologismos, una manifestación más de la inquietud sintáctica que caracteriza la poesía de Jordi Virallonga: «curas comunistas, demócratas tribales,/ soldados pacifistas, personas reciclables,/ fascistas abortistas, tiranos liberales,/ café sin cafeína, agentes muy amables,/ saciables muy promiscuas, ninfómanas vestales,/ artistas de revista, amantes deplorables,/ católicos budistas, pero no practicantes,/ geniales futbolistas, azar justificable/ y pías que repían y bombas que no maten/ y nacen muchas niñas a morirse de hambre».
Como tantos otros poetas vitalistas y cantores del amor (e, insisto, del desamor), Jordi Virallonga es también un espectador avezado de la muerte. En la constitución de su poesía ha desempeñado un papel fundamental, como ya hemos visto, la Antología de Spoon River, un coro de voces muertas. Y en sus últimos títulos en castellano, Todo parece indicar (2003), Hace triste (2010) e Incluso la muerte tarda (2015), el asunto de la muerte cobra una dimensión singular, como demuestra el título del tercero. Una conmovedora elegía a la madre, «La última lección», el segundo poema de Todo parece indicar, escrito ante la evidencia de un piso de pronto deshabitado que hay que vaciar, refleja esta luctuosa preocupación: «Hoy empiezas la última lección y espero/ saber morir, mirarte donde estés,/ cerrar los ojos». En Hace triste se encuentra uno de los poemas mortuorios más penetrantes de la obra de Virallonga, «La muerte no es la muerte, es un muerto», en el que vuelve a aflorar el vitalismo del poeta, que se manifiesta indiferente ante el fin, a condición de que el camino que manriqueñamente conduce a él conserve siempre su dignidad y su alegría: «No te preocupa ser quien pasa,/ que el agua llegue al mar,/ sino que deje de ser dulce y de ser río./ (…) la muerte no es la muerte, es un muerto,/ y habita en el recuerdo de algo vivo,/ como un ojo en el salitre de la puerta». En Incluso la muerte tarda, el poema que da título al libro —precedido por un epígrafe de Edgar Lee Masters: «Se debería estar muerto/ cuando se está medio muerto», del poema «Pauline Barrett»— concluye con un descoyuntado cúmulo de negruras: «Pero incluso la muerte tarda,/ mientras tanto concilia, porque sí, un pensamiento,/ se desarticula en el sofá con una copa de vino negro, negro,/ y las múltiples arañas del National Geographic». Incluso la muerte tarda incorpora, además de la importante faceta crítica que ya sabemos característica de Virallonga —con una activa preocupación por los pobres y los desfavorecidos—, una caudalosa veta reflexiva, que atiende, una vez más, al amor y a la pérdida, al yo resquebrajado, a los rincones en penumbra —o en oscuridad total— de la conciencia, y se dispone como un viaje homérico, igual que el viaje de la vida, que concluye sin remedio en la muerte. También convocan a la muerte los muchos poetas mexicanos citados por Virallonga —que escribió el libro en México—, para los que la santa muerte constituye un referente cultural ineludible. En «La medida imposible del mar», en fin, encontramos una nueva elegía a la madre muerta (y una nueva afirmación de la inexistencia de Dios): «Hola, mamá, no te enfurezcas,/ sé que estás muerta y que Dios no existe,/ que debo ser feliz, y que hago mal preocupándome por cosas/ que te harían desgraciada,/ (…) y te echo de menos por el azúcar y los cubiertos,/ por las ganas de que existas,/ que ya ves, ya sé que no me ves,/ y que no voy a preguntarte por mis hijos».
El segundo volumen de Siempre hay ruinas a menos de dos horas recoge los dos libros que Jordi Virallonga ha publicado en catalán: Amor de fet / Amor de hecho (2016) y A favor de l’enemic / A favor del enemigo (2021), que han sido sus últimas entregas, traducidos, respectivamente, por Pedro Casas y por José Antonio Arcediano, así como un amplio conjunto de textos parapoéticos y críticos: dedicatorias y agradecimientos, los prólogos de los libros incluidos en esta poesía reunida, una extensa bibliografía y la entrevista que le hizo en 2018 el escritor mexicano José Ángel Leyva, y que apareció en el tercer y último volumen de Voz que madura. La poesía iberoamericana a través de sus poetas, editado por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México.
[Este artículo se publicó en Caravansari. Poesía Contemporánea en Lenguas Peninsulares, junio de 2025, bajo el título de “Y también edificios magníficos”: https://caravansari.com/siempre-hay-ruinas-a-menos-de-dos-horas/]
miércoles, 2 de julio de 2025
Trato carnal
jueves, 26 de junio de 2025
La masonería y Sherlock Holmes: la biblioteca Arús
viernes, 20 de junio de 2025
La construcción de lo que se destruye
domingo, 15 de junio de 2025
La lectura y los libros
Nunca doblo la esquina de la página para marcar hasta dónde he leído. A veces, me dejo engatusar por los colores llamativos o el diseño innovador de las cubiertas. Soy incapaz de leer si no lo hago con un lápiz en la mano. Siempre miro cuántas páginas tiene un libro antes de empezar a leer. Conforme leo, calculo cuántas me faltan todavía para acabar. Detesto las erratas, que los puntos se pongan dentro de las comillas, que las palabras se separen mal al final de la línea, que se sangre siempre el principio de párrafo, que no haya coma antes de pero, sino y aunque. Subrayo lo que me gusta utilizando el punto de libro como regla. Cuando lo que me gusta es un párrafo, o un pasaje muy extenso, trazo una línea vertical con el lápiz y el punto de libro en el margen de la página. Huelo los libros al abrirlos. También al reabrirlos. Detesto que huelan a periódico. Metería en la cárcel a los que los rayan con bolígrafo, fusilaría a los que lo hacen con rotulador, y fusilaría y luego demolería su casa y sembraría las ruinas de sal a los que lo hacen con rotulador fosforescente. Señalo lo que me disgusta trazando una línea sinuosa debajo o, si es muy largo, al lado. Celebro el papel verjurado, la tipografía inglesa, el gramaje generoso. Suelo olvidarme de retirar las tiras adhesivas de colores con las que he marcado alguna página, y luego me encuentro los libros con un penacho amarillo, o verde, o naranja, como un indio con una pluma. A veces, insulto al autor. Rodeo las erratas con un círculo. Añado los signos de puntuación que faltan, sobre todo los puntos y coma y las comas vocativas, que ya casi nadie utiliza. Si desconozco un término, lo señalo con un signo de interrogación. Si se menciona a alguien repulsivo, como Abelardo Linares, Cayetana Álvarez de Toledo o Raphael, escribo en el margen alguna expresión de disgusto o dibujo un montoncito de mierda. Leo en un sillón, con los pies en un escabel y una lámpara de lectura a la altura de la cabeza. Vuelvo a mirar cuántas páginas me faltan para acabar. Prefiero la letra tirando a grande que la más bien pequeña. Aplaudo los colofones ingeniosos. Me gustan los márgenes amplios, pero no los interlineados excesivos. Las letras han de ser negras, muy negras. Nunca reparo los desgarrones con pegamento ni mucho menos con el horror del celo. No me decido a estampar el exlibris que me regaló uno de mis primeros editores en todos los libros que tengo. Empiezo a fatigarme tras una hora u hora y media de lectura, pero me duele el cuerpo antes que la mente. Siento un extraño alivio cuando el texto llega a un cambio de capítulo o de parte y encuentro una o varias páginas en blanco. Nunca dejo los libros abiertos boca abajo, ni los utilizo para calzar nada. Me molestan las fajas, aunque no me atrevo a tirarlas y las guardo entre las primeras páginas del libro (pero siempre se acaban cayendo). La georgia es la más legible, pero la garamond es la más elegante. Sobriedad, siempre sobriedad, incluso cuando el libro contiene disparates o excesos. El papel satinado solo es bueno para las fotografías. El papel biblia solo es bueno para la Biblia. Releo muy poco: queda tanto por leer. No obstante, cuando releo, borro anotaciones que hice (y me sorprende haberlas hecho) y añado otras nuevas (que me sorprenderán si vuelvo a leerlo). El libro, siempre cosido: qué horror el crujido de las páginas al despegarse y qué tristeza que se desprendan del volumen como las hojas de los árboles. Ya me queda menos para terminarlo. A veces, descubro libros muy anotados de los que no guardo ningún recuerdo, ninguna impresión; de hecho, ni siquiera me acuerdo de haberlos leído. Disfruto con los epígrafes, las dedicatorias, las notas a pie de página; raramente con las fotos de los autores. A veces, escribo el día en que he acabado de leer el libro y un brevísimo juicio crítico en una página de respeto. Leo en los autobuses y los coches —no me mareo al hacerlo—, en los trenes y el metro, en las salas de espera y los aviones, en los bancos de las calles y los parques, en la playa y los cafés, cuando como y cuando cago; leo hasta andando. El único sitio en el que no puedo leer es la cama: siempre me quedo dormido. Pocas veces me salto partes del libro; antes abandono la lectura. Cuando leo en el sillón, me apoyo el libro en la tripa. El índice, al final. Nunca me deshago de lo que encuentro en los libros de segunda mano: flores secas, billetes de autobús (o de tranvía), fotografías, cartas, listas de la compra; se me ocurre que también son el libro. En ocasiones, tacho palabras que leo y que sustituyo por otras que me parecen más pertinentes. También corrijo los errores de traducción. Antes leía los libros hasta el final, aunque no me gustaran; ahora ya no lo hago, pero todavía me resisto a dar por terminada la lectura: dejo los libros que me aburren o disgustan en una pila de “empezados y pendientes”, donde pueden pasar mucho tiempo, con la esperanza de retomarlos en algún momento, hasta que los arrumbo definitivamente en la estantería. Aborrezco el papel reciclado, aunque sea muy necesario. Qué bien: ya estoy cerca del final.
domingo, 8 de junio de 2025
Ninguna idea es sagrada
Los tres textos que contienen estos libros son alegatos jurídicos: se emitieron en los procesos judiciales seguidos en Francia contra la revista satírica francesa Charlie Hebdo por reproducir en 2007 las caricaturas de Mahoma que había publicado tres años antes el periódico danés Jyllands-Posten, y contra los yihadistas que asesinaron en 2015 a doce trabajadores de la propia Charlie Hebdo. Y quienes los pronunciaron son abogados: Richard Malka, que participó en ambos procesos, y George Kiejman, que lo hizo solo en el primero, ambos prestigiosos letrados, y el segundo, además, ministro de Justicia, Cultura y Relaciones Exteriores con el socialista François Mitterrand. Los dos discursos, no obstante, exceden el ámbito estrictamente judicial y se erigen en proclamas universales a favor del laicismo, la crítica a la religión y la libertad de expresión. Se inscriben también en una larga y desventurada tradición: la de quienes han de defender a escritores —o, como en este caso, a dibujantes— de las acusaciones de los biempensantes que, parapetados en su fe, aspiran a impedir que nadie arañe la coraza de sus creencias, o a que, si lo han hecho, paguen por ello. Por suerte, en los países democráticos esto ha de dirimirse en los tribunales, lo que, pese a algunos inconvenientes —los jueces, en España al menos, son mayoritariamente católicos, y algunas organizaciones, como la nefanda Abogados Cristianos, acogiéndose a lo que dispone el medieval artículo 525 del Código Penal, que castiga la ofensa a los sentimientos religiosos, han hecho de la querella una espada flamígera con la que aspiran a rebanar todas las cabezas que, a diferencia de las suyas, piensan por sí mismas—, ofrece garantías suficientes de imparcialidad. Antes, sin esta salvaguardia, se despachaba a los críticos al exilio o a la hoguera sin que al responsable del terrible castigo se le moviese un pelo del bigote. Pero, aun con las supuestas garantías de los tribunales, los escritores y artistas llevan siglos lidiando con los defensores más celosos de la moral pública y los creyentes furibundos en el más allá: a Whitman lo denunció en 1882 la Sociedad de Nueva Inglaterra por la Supresión del Vicio, que logró evitar la distribución de una nueva edición de Hojas de hierba, donde se describían actos repugnantes, y, apenas unos años antes, tanto Charles Baudelaire, por Las flores del mal, como Gustave Flaubert, por Madame Bovary, habían sufrido las embestidas forenses de los perturbados por los versos lujuriosos de uno y las escenas impropias de cualquier persona respetable del otro.
Hoy, por suerte, ya no se considera denunciable, en los países occidentales, el retrato del sexo, pero la burla de la religión sigue manteniendo un estatus incomprensiblemente privilegiado. Richard Malka —autor de un admirable El derecho a cagarse en Dios, publicado en 2022— pone el dedo en la llaga cuando desvela, en Tratado sobre la intolerancia —el mismo título que dio Voltaire en 1763 a su denuncia de la religión, que la Iglesia se apresuró a incluir en su Index Librorum Prohibitorum: la cosa, como se ve, viene de lejos—, cuál es la causa que mató a los doce trabajadores de Charlie Hebdo (y a las 2973 personas de las Torres Gemelas de Nueva York, las 193 de la estación de Atocha de Madrid, las 52 de Londres en 2005, las 86 de Niza en 2016 y un largo y sangrante etcétera): «Tiene nombre: es el acusado que jamás comparecerá ante el tribunal, a pesar de que es el que transforma a seres humanos ordinarios en autores de crímenes, cada uno más monstruoso que el anterior (…). Este acusado mata indiscriminadamente a cristianos, judíos, musulmanes, ateos y, sin embargo, se supone que su nombre no debería pronunciarse nunca. (…) En esta sala, tenemos que nombrarlo y mirarlo a la cara: se llama Religión. Es mi acusado». En efecto, pese a que los terroristas de Charlie Hebdo entraron en la redacción al grito de «¡Hemos venido a vengar al Profeta!» y salieron de ella con el no menos escalofriante de «¡Allahu akbar! ¡Hemos vengado al Profeta», mucha gente se negaba a admitir que la razón de la salvajada fuese, simplemente, la fe, la creencia en un Ser superior al que hay que proteger —como si no tuviera suficiente con ser Dios para protegerse él solo— de las chanzas de sus criaturas, y la atribuía al fanatismo de unos pocos, al racismo de la sociedad, a las desigualdades sociales y las diferencias culturales, a la difícil integración de los inmigrantes y hasta a una libertad de expresión mal entendida, que se había propasado dibujando a Mahoma con una bomba en el turbante, entre otras lindezas. Bien, los hermanos Kouachi no llevaban bombas ni turbantes, pero sí sendos y muy eficaces kalashnikovs. Pese a este prometedor toque de rebato, que anuncia una ofensiva general contra los peligros y las necedades de la religión, de todas las religiones, Malka —y también Kiejman— se ciñen a las circunstancias de los casos en los que intervienen. Y la pequeña decepción que esta particularización pueda causar, se ve pronto superada por la brillantez de su argumentos. Malka se remonta a un debate teológico entre mutazilitas y hanbalitas, en el siglo VIII, para situar el origen del fanatismo islámico: los primeros consideraban que la razón era el fundamento primordial del islam y otorgaban un papel crucial al libre albedrío; los segundos, rigoristas, creían en un Corán increado, es decir, procedente directamente de Dios, y sostenían, en consecuencia, que el creyente no debía interpretarlo ni cambiarlo: solo debía obedecer. No en vano, islam significa «sumisión». Y vencieron los hanbalitas: el actual wahabismo saudí y el salafismo, patrocinadores de la yihad, son la emanación actual de esta corriente literalista. El islam se halla instalado, pues, en un absolutismo radical y una inmovilidad ponzoñosa, cimentados en los versículos del Corán que predican la violencia, como este, tan desgraciadamente célebre: «Matad a los infieles dondequiera que los encontréis, capturadlos, asediadlos, emboscadlos». Malka analiza la evolución histórica de esta trágica fosilización hermenéutica —y de sus cruentas consecuencias—, que se ha dotado, hasta nuestros días, de un arma poderosa: el delito de blasfemia, que es el que se esgrimió, en primer término, contra Jyllands-Posten y Charlie Hebdo (hasta que algunos la juzgaron insuficiente y decidieron emplear métodos más resolutivos), y propone que luchemos contra él como un modo de «denunciar los sortilegios de la pureza religiosa» y de devolver al islam una «espiritualidad, una libertad, una poesía, como la del transgresor Abu Nouwas en el siglo VIII, o la del refinado poeta palestino Mahmoud Darwich, una filosofía brillante, abierta y tolerante».
Georges Kiejman, por su parte, en un refinado alegato, no exento de humor, repasa la jurisprudencia francesa e internacional —«correosas», las califica— sobre las ofensas a la religión y la libertad de expresión, analiza las caricaturas que originaron el primer proceso y culminaron en la matanza del Charlie Hebdo (sostiene que «hay que ser estúpido para ver en esa cubierta otra cosa que no sea un homenaje a Mahoma»), define a los integristas como «gente que se adueña de determinadas partes del Corán, de los versículos belicosos, ignorando otros que preconizan la comprensión y el amor», pide a los jueces que han de fallar que no pongan «fin a una época bendita en la que podíamos decirnos unos a otros lo que pensábamos unos de otros», y concluye que «la humanidad debe ser puesta por encima de las religiones».
Tanto Tratado sobre la intolerancia como Elogio de la irreverencia incluyen sendas cronologías de los hechos que condujeron a los procesos judiciales en los que participaron Malka y Kiejman, y el segundo incorpora también la sentencia del Tribunal de Primera Instancia de París, de 22 de marzo de 2007, por la que se absuelve a Charlie Hebdo de los delitos de que la acusaban los denunciantes —la Sociedad de los Habús y los Lugares Santos del Islam, y la Unión de Organizaciones Islámicas de Francia—, ratificada después por el Tribunal de Apelación de París y por el Tribunal Supremo. Por sentencia del 16 de diciembre de 2020, las catorce personas acusadas por los asesinatos de Charlie Hebdo fueron condenadas a penas que van de los cuatro años de prisión a cadena perpetua.
[Este artículo se publicó en Letras Libres, nº 284, mayo de 2025, pp. 49-51]
martes, 3 de junio de 2025
Historias de la oficina (y V)
En cuanto a mí, me encargaba de auditar los contratos de las empresas y entidades públicas sometidas al control de la administración, es decir, de comprobar que se hubieran instruido y suscrito de acuerdo con la ley. Era un trabajo mortalmente aburrido. Consistía en apilar expedientes de contratación —que, en algunas empresas grandes, podían alcanzar varios metros de altura: crecían a mi alrededor como columnas dóricas— y verificar que contuviesen los papeles necesarios. Porque eso era lo terrible: que faltase un papel. Los papeles habían de cuadrarse en los expedientes como los reclutas en el cuartel. Aquellos papeles eran siempre los mismos: resoluciones de incoación, pliegos de cláusulas administrativas y prescripciones técnicas, ofertas económicas, ofertas técnicas, actas de la mesa de contratación, informes de adjudicación, propuestas de adjudicación, resoluciones de adjudicación, entre muchos otros documentos encumbrados y fieros. El lenguaje administrativo se imponía como una plaga de caracoles manzana. Y yo había de navegar, cada día, cada hora, cada minuto, por aquellos sargazos inextricables, que sumaban la reiteración a la prolijidad: la de las mismas fórmulas, tan huecas como el cerebro de quien las había ideado. Mi condena, mi fatalidad, consistía en ser un ser lingüístico enfrentado a un mundo sin conciencia lingüística. Si se daba la circunstancia de que uno fuese contable o economista, las necedades escritas en los expedientes le eran irrelevantes, es más, ni siquiera las advertía. El contable o el economista se limitan a cuadrar cifras y a disfrutar con ese malabarismo numérico. Para ellos, el lenguaje es solo un vehículo —molesto casi siempre, por impreciso— de esa abstracta manipulación de relojería a la que se entregan y que no admite inexactitudes ni ambigüedades —aunque sí interpretaciones—. Los ojos del contable o del economista se deslizaban por la superficie del lenguaje sin reparar en el oleaje o los accidentes del agua, ni en las espumas o las irisaciones del mar, urgidos solamente por la necesidad de remontar las corrientes y alcanzar el puerto del resultado. Los míos, en cambio, se hundían fatalmente en aquellos caldos tenebrosos, donde no hallaban ni una pizca de verdad ni una chispa de aliento. Y allí, en aquel piélago sin luz ni redención, quedaba atrapado, pegajoso de palabras descarriadas, abatido por tanto dislate de leguleyo. Había intentado distraer el cerebro con música clásica: me ponía los auriculares y escuchaba For unto us a Child is Born de Händel, o el concierto para mandolina en do mayor de Vivaldi, o el Ave María de Caccini, pero aquellas piezas obraban el efecto contrario al deseado: no me distraían de la negrura que me atenazaba, sino que la acrecentaban: me hacían más consciente de la distancia que mediaba entre los acordes y las frases, entre las lágrimas de placer que me arrancaban aquellos y las de aburrimiento que me producían estas. Los expedientes de contratación acababan siendo una espesura vacía, un magma helado. Yo penaba interminables mañanas entre párrafos hoscos, sobreviviendo a duras penas a facturas aberrantes, albaranes taimados y un amplio surtido de horripilantes documentos mercantiles. Necesariamente había de sacar la cabeza del barro y respirar. Cerraba entonces las carpetas, cogía el libro que me hubiera llevado aquel día conmigo y me iba a algún bar de los alrededores. Era el mejor momento de la jornada: si hacía bueno, me acomodaba en la terraza, pedía un café con leché y empezaba a leer. El lenguaje por fin consentido y con sentido —aunque me gustase poco lo que leyera: todo lenguaje, comparado con el de las auditorías, era una celebración, y todo mi yo bailaba con él como un apache alrededor de una hoguera propiciatoria— me rescataba de aquella tortura sin consuelo y me devolvía al mundo de los vivos. El hecho de que hubiese de desplazarme a donde la empresa auditada tuviera su sede, era una de las pocas cosas buenas de aquel trabajo: me permitía conocer barrios de la ciudad que apenas había visitado y descubrir rincones ignorados. Recuerdo una placita de Sarriá, junto a una iglesia, en la que todo sosiego tenía asiento. Yo me sumergía en la lectura de La bicicleta del panadero, de Juan Carlos Mestre, pero también levantaba la vista, de vez en cuando, y veía a una madre joven empujar el cochecito de su hijo, o a un viejo sentarse en uno de los bancos de la plaza para leer el periódico, o a unos niños peloteando con la misma pasión con la que unos soldados habrían asaltado una trinchera enemiga. Las palomas se posaban en las farolas despintadas y en los saledizos de la fachada de la iglesia, y echaban otra vez a volar, sin otro motivo que porque eran palomas. El sol caía sobre la plaza como una sábana recién lavada, y de una pastelería vecina llegaban fragancias dominicales, aunque fuera lunes: olores a crema y pan, vaharadas de yema, exhalaciones de chocolate. Luego, bajaba la vista, daba un sorbo al café con leche y seguía leyendo.
martes, 27 de mayo de 2025
Historias de la oficina (IV)
Otros funcionarios acudían a la oficina siniestra. Entre la clase de tropa —los auxiliares administrativos—, estaba Lola, una señora de mucho porte y seriedad, pese a la modestia de su rango laboral, y, a diferencia de la Carpintero, trabajadora infatigable. Llegaba siempre la primera al despacho y muchos días era la última en marcharse. Hacía muchas más horas de las que le correspondían: allí estaba, mañana y tarde, atornillada a la mesa, tecleando sin parar en el ordenador o punteando interminables hileras de números. Uno pensaba que era imposible que se pasara tantas horas ante la pantalla solo trabajando, y que era muy probable que dedicase parte de ese tiempo a chatear por internet o a jugar al buscaminas, como hacíamos todos. Pero no era así: cuando uno pasaba por detrás de ella y lanzaba una mirada a su pantalla, solo veía números, ristras y ristras de números; o documentos de excel con infinidad de celdillas, llenas igualmente de números; o pedeefes de facturas, de hirsutas y tenebrosas facturas. Lola trabajaba y nunca dejaba de trabajar; trabajaba con furiosa concentración, con tenacidad sisífica; trabajaba como si la salvación de la humanidad dependiese de su trabajo. Pero nadie sabía en qué. Lola nunca había entregado ningún informe que recogiese el fruto de tanto quehacer, ni rendido a nadie los grandes totales de aquellas sumas que remataba con inexorable escrupulosidad. González le asignaba la verificación de unas cuentas —averigüé que era él el que depositaba los papeles en la mesa de Lola— y luego desaparecía, enfrascado como estaba en la comprobación de las cuentas de alguna entidad y en la recuperación o reconstrucción de esas mismas cuentas, inevitablemente extraviadas en el ordenador. Y durante las muchas semanas o meses en que su jefe no estaba presente, Lola se entregaba a la tarea asignada con el ahínco de un toro semental. Pero Lola era ya mayor, y le llegó la hora de la jubilación, que para ella era como la hora de la muerte. Su expresión se contrajo hasta adoptar un rictus agónico. Siguió sumando desesperadamente, hasta el último momento, columnas de números, pero ya no había aquella entereza, aquella majestuosidad, en lo que hacía, sino un sufrimiento apenas disimulado: pronto habría de enfrentarse a la realidad de una vida sin números que sumar, ni facturas que revisar, ni archivadores que ordenar, ni oficinas a las que acudir. Cuando llegó el día fatídico, vació los cajones, limpió los armarios, reunió sus pertenencias, cerró el ordenador y, en medio de un silencio estremecedor, con el abatimiento de un condenado a muerte, salió por la puerta como si, pese a todos sus esfuerzos, no hubiera podido salvar a la humanidad y el fin del mundo hubiese llegado. Sin embargo, y para nuestra sorpresa, por la tarde reapareció. Y también la tarde siguiente. Y las otras. Se sentaba en su antigua mesa y volvía a revolver facturas y papeles. Pero esta vez eran los suyos: le había pedido al jefe que le permitiese acabar en la oficina la declaración de la Renta, que tenía a medio hacer. Así cumplía con sus deberes fiscales y mitigaba, al mismo tiempo, el vacío que la ahogaba. El jefe, misericordioso, le permitió hacerlo.