jueves, 31 de julio de 2025

Una cornucopia sin fin: la poesía reunida de Eduardo Moga

La editorial Dilema, en su colección Poesía Reunida, ha publicado la obra poética (hasta el año 2023) del poeta, crítico literario y traductor Eduardo Moga, uno de los autores más significativos e innovadores de la lirica española actual, bajo el título Ser de incertidumbre. Esta impresionante summa poetica está dividida en tres gruesos tomos: el primero, La respiración del mundo, recoge los libros publicados entre 1994 y 2007; el segundo, La voz de la herida, abarca del 2008 al 2017; y el tercero, La soledad, del 2018 al 2023. Además de los libros incluidos en cada tomo, esta magnífica y necesaria edición incluye también un clarividente prólogo de José Antonio Llera y, en la última parte, tres apartados que serán muy apreciados por los lectores de Moga: su poesía dispersa e inédita, los prólogos y epílogos del autor, los prólogos de otros autores y una amplia bibliografía de sus obras (libros de poemas, plaquettes de poesía, antologías, traducciones) y de los numerosos estudios y reseñas que sobre estas se han escrito a lo largo de las últimas tres décadas.

Una vasta, poliédrica, jugosa cornucopia de libros –más de una veintena– que nos asombra, en primer lugar, por su amplísima y polimorfa extensión: veintiún títulos publicados, a los que habría que sumar, en otras de sus facetas, sus numerosas traducciones (entre las que destacan su versión de Hojas de hierba de Walt Whitman y obras de Llull, Rimbaud, Faulkner o Bukowski), sus libros de viaje, sus libros de crítica literaria (recogidos en otras ediciones) y las miles páginas de escritura también literaria, viva y actual, de sus prolíferos blogs. Una inmensa copa, pues, de la abundancia. Como dice Andreu Navarra, Eduardo Moga es «un escritor de la desmesura».

Mas su caso es singular sobre todo por otra razón: no hay, en este abigarrado festín literario, en esta cantidad ingente de poesía, ninguna concesión a posibles desfallecimientos de su calidad ni de sus múltiples, difícilmente comparables, cualidades: en todas sus obras se mantiene la misma tensión lingüística, el mismo voltaje verbal, la misma necesidad de buscar y hallar nuevas sendas poéticas (también recreando formas tradicionales). Me parece crucial destacar esta característica como esencia del élan creador de Moga: todos y cada uno de los frutos, viandas y licores poéticos que nos ofrece con indómita regularidad –esa es la gran generosidad del escritor, a pesar de lo que algunos piensen sobre este oficio solitario– destella y sabe de un modo distinto, nuevo, y todos ellos mantienen una misma fuerza y valor intrínseco; la de una voz poética única, multípara e insumisa.

En una reseña que publiqué hace unos años a propósito de una compilación poética del mismo autor (1994–2014), escribí que toda antología personal es el palimpsesto de sus distintas etapas, de sus distintas voces y que en ella vemos, sobreimpresos, los acentos de cada estación vital. Con qué mayor precisión y oportunidad se ajustan estas palabras a la edición ahora publicada. Por su carácter de obras reunidas (sin el cercén, pues, propio de las antologías), por la mayor amplitud temporal (una década más) y por la inclusión de poemas inéditos, prólogos y epílogos, esta ciclópea edición nos brinda no solo, como dije entonces, «una vista aérea que permite discernir los varios afluentes y saltos de agua que con el paso del tiempo ha ido generando el río de su escritura; los mimbres de toda su obra como las facetas de un diamante –cada una con su propia irisación–, como islas de un archipiélago poético único», sino, con mucho más detalle, las fuentes intactas, enteras, de esos ríos (primeros libros publicados, Ángel mortal, de 1994, y el big bang cosmogónico de La luz oída, de 1996); los meandros y cascadas que cada libro nuevo inauguraba; los remansos y afluentes de sus cambios de estilo o de tono; el aluvión de perlas policromadas que, en las crecidas de su caudal incesante, se ha ido congregando a su paso en la sensibilidad de los lectores, año tras año.

Citando una imagen de Insumisión (2013), podemos decir que Ser de incertidumbre recorre «la cordillera de los años, como un gigante que extendiera los brazos a través de las décadas y sostuviese la monstruosa parábola del tiempo». Una vista panorámica que, a la vez que nos sirve de panóptico, nos permite también adentrarnos en lo microscópico: es decir, en la totalidad iridiscente de sus versos, de todos y cada uno de ellos. Así, cuando salimos del asombro inicial que produce la rica proliferación y el amplísimo arco temporal de esta cornucopia es cuando podemos adentrarnos en la mirada molecular al interior de sus libros, por fin agavillados, y constatar su relumbre distintivo.

En cuanto a la forma, sus primeros libros son poemarios en verso, de métrica libre o siguiendo metros clásicos (aunque construidos de un modo muy personal, con encabalgamientos y síncopas que expanden sus molduras), como los alejandrinos de La luz oída (1996), los hexadecasílabos monorrimos de La ordenación del miedo (1997), el soneto en Diez sonetos (1998) y los endecasílabos de El barro en la mirada (1998). Pero a partir de 1999, con Unánime fuego y El corazón, la nada (quizá uno de los más acerados de sus libros), la prosa poética irrumpe, como la grama tras la lluvia, en varias de sus obras posteriores: La montaña hendida (2002), Las horas y los labios (2003), Bajo la piel, los días (2010), El desierto verde (2012) y Dices (2013).

Y aunque entre estos últimos títulos se entreveran también experiencias con metros tradicionales –el haikú en Los haikús del tren (2007), la sextina en Seis sextinas soeces (2008), la décima en Décimas de fiebre (2014)–, la aparición de la prosa poética dibuja una curva que va desde la figuración abstracta, extática, de sus primeras obras, hacia una preocupación por la realidad más próxima e incandescente, que no teme incluir titulares de periódico, escenas cotidianas, crónicas, paréntesis metapoéticos, lenguaje vulgar o textos ajenos. Como bien apuntó Jordi Doce, la prosa se convierte a menudo en el instrumento para mirar hacia el exterior, mientras que el verso se concentra más en su función introspectiva. Este verso libre, más interior y requebrado, desarrolla un ritmo único, indisociable del contenido, que aparece con mucha fuerza en Soliloquio para dos (2005), Cuerpo sin mí (2007), Insumisión (2013), Muerte y amapolas en Alexandra Avenue (2017), y en el resto de sus últimas obras hasta el presente.

Mención aparte merecen, a mi parecer, los libros Mi padre (2019), Tú no morirás (2021) y Hombre solo (2022), pues se percibe en su forma una mayor concentración y expresión emotiva personal (aunque todos sus libros son, en cierto modo, autorretratos o antiretratos), por cuanto se refieren a la muerte o el distanciamiento de personas muy queridas. El primero es una colección de recuerdos, sin grandes experimentaciones lingüísticas (inédito, pues, en su obra), a través de cuyos versos sentimos vivamente la tristeza –y la sincera nostalgia– del autor en nuestra propia piel. El segundo es una obra votiva a la mujer que se aleja de su vida, y puede considerarse una maravillosa obra de kintsugi japonés hecha poesía: el poeta, aún sumido en el dolor, minia con doradas palabras la grieta exacta de la herida y la fractura y transforma el sufrimiento en belleza. Y el tercero, además de ahondar en esta misma ruptura, se ve atravesado –y nos atraviesa– por el sentimiento de pérdida tras la muerte de su madre. Hombre solo es quizá su libro más intenso en cuanto a la expresión y radiografía del dolor, e incluye uno de los poemas más conmovedores y originales, deliberadamente desestructurantes, de toda su obra: «Para romper hay que romperse».

Finalmente, el lector podrá sorprenderse por primera vez leyendo textos dispersos o inéditos, reunidos en el último tomo, como los titulados «Poemédulas», «Septiembre» o «Voz azul desde lo callado», los cuales vienen a subrayar y a confirmar los rasgos polimórficos e intensivos que aquí estoy apuntando. Acercándonos más a su escritura –y en un intento de compendiar muy resumidamente sus principales valores– citaré los que me parecen técnicas y temas transversales a toda su obra.

La atención microscópica a cada término, que se inserta en la página con el máximo de carga de sentido que Ezra Pound atribuía a la buena literatura; el uso de léxicos ajenos a la lírica, como los de la anatomía, la medicina o las ciencias naturales (en sus versos habitan los aerolitos y el hidrógeno, el ozono y los ácaros, los leucocitos y el sílex); un animismo paradójico (el autor es apóstata de todos los demiurgos) en el que todo palpita y habla –la roca, la mesa, el zapato, el calendario, las sombras–, en el que todo es verbo, tránsito, fluido; la adjetivación inesperada, sugestiva («sangre floral», «claveles impetuosos»); la incesante palpitación verbal («descifré flores muertas, mastiqué el polvo del mar, uní fragmentos de agua, fabriqué el silencio»); la elaborada métrica que canaliza el alto potencial de las frases («rizoma eléctrico»); o la hibridación metafórica que enciende la llama de su poesía.

Esa aproximación de lo distante puede darse, por ejemplo, entre lo material y lo inmaterial, «átomos de sombra», «helio en el pensamiento»; entre objetos de reinos alejados, «alud de ojos»; o entre verbos y predicados insólitamente unidos, «comer tus sombras (…) nadar en tu vientre». Y alcanza su máxima expresión en el uso de dos figuras retóricas: la sinestesia, que siembra sus libros de imágenes sensoriales, simultáneamente carnales, sonoras, luminosas, líquidas, aromadas, sabrosas: «Te oigo con los ojos /que te huelen», «clamor negro»; y el oxímoron, esas brillantes «contradicciones en flor» que zarandean el lenguaje y lo vivifican, reordenando las palabras en sorprendentes formaciones: «calma frenética», «turbulento silencio», «serena tempestad».

Ameritan una especial atención, pues, sus imágenes, que, por su fuerza y su impulso sostenido, trascienden los hallazgos visuales creados por los ismos que le preceden: barroquismo, simbolismo, expresionismo, surrealismo. Mar adentro, lejos ya de las tierras de sus predecesores (Perse, Paz, Whitman, Pessoa, Aleixandre, Gamoneda y otros), el imaginismo de Eduardo Moga se profunda en las aguas de la poesía visionaria, siguiendo el mandato rimbaldiano de que el poeta debe ser vidente, hacerse vidente: «Un protón contiene el horizonte», «la melancolía muerde como una voluminosa flor», «el cielo se esconde en mi estómago». Imágenes sinapsis, compuestos en los que reaccionan, como elementos en el matraz, sustancias dispares.

Y en cuanto a su fondo, su poesía es siempre interrogativa –incluso cuando no pregunta–, porque sus frases nunca ocluyen el sentido, sino que abren ventanas a realidades nuevas o producen fisuras en el lenguaje por las que se cuela la existencia. Sus preguntas atraviesan el amor y la soledad, las luces y las cavernas del sexo, el porqué o el sin porqué de la vida, la confusión y multiplicación del yo, el ruido de la lima sorda del tiempo, el vacío interior, la muerte sin adjetivos: emociones y experiencias todas ellas que cabría resumir en los dos polos de la expresión: «El corazón, la nada», que da titulo a uno de sus libros.

Ser de incertidumbre, pues, muestra al fin, con la exhaustividad y la edición cuidada que merecía, cómo a lo largo de su trayectoria creativa el autor ha buscado, en sus propias palabras, «una forma poética que ahincara lo lírico a lo inmediato (…) perseguir lo poético en lo no-poético (…) que todo lo dicho fuera poesía (…) que nada fuese ajeno a su eclosión y a su esperanza». Y su publicación invita a subrayar de nuevo que su poesía constituye una de las creaciones literarias más poderosas e innovadoras de la poesía actual, fruto de su labor de orfebrería y su tensión lingüística, la originalidad e imprevisibilidad de sus imágenes, la radicalidad de sus motivos y el impulso transgresivo de sus propuestas poéticas, de las que seguimos disfrutando, con cada nuevo libro, sus lectores.

Christian T. Arjona

Ser de incertidumbre
Eduardo Moga
Editorial Dilema (Madrid, 2024)

[Esta reseña de Ser de incertidumbre, de Christian T. Arjona, se publicó en la edición digital de la revista Qué leer el 27 de julio de 2025: https://www.que-leer.com/2025/07/27/una-cornucopia-sin-fin-la-poesia-reunida-de-eduardo-moga/]

sábado, 26 de julio de 2025

Cosas que veo (y oigo) por la mañana al ir a trabajar

Uno que no se despierta cuando llegamos a la última estación, y al que otros viajeros sacuden inútilmente: quizá esté muerto. Una reata de personas cariacontecidas que enfilan los túneles de salida del metro para ir a trabajar. Los plátanos querenciosos de la Rambla, cuyas copas se besan. Un cielo de ceniza. Una limpiadora dentro de un escaparate, que se mueve como un maniquí que hubiese cobrado vida. Un joven manco que pasa con prisa. Un indigente que duerme en la plaza y que se parece a Verlaine. El gigantesco termómetro rojo de la avenida que desemboca en la plaza, y que ya marca veinticinco grados. Una gaviota que desgarra a picotazos el cadáver de una paloma al lado de unos grandes almacenes. La fachada del edificio donde enterré seis años de trabajo miserable, en la que aún reconozco el balcón por el que se me iban la mirada y el alma (y me habría gustado tirarme). Una cafetería, y otra, y otra, atendidas todas por hispanoamericanas, que están abriendo o acaban de abrir. Una empleada de una de esas franquicias, que limpia con un trapo húmedo el marco de falso mármol de la entrada. La Casa de la Estilográfica. Un sex shop que se anuncia con colores celestes y formas redondeadas, como una tienda de ropa para bebés. Una mujer muy delgada que sale del metro con mascarilla. Una zanja por obras, que desnuda el entramado de cables y cañerías que nos sostiene, y que recorre toda una acera, delante del lugar donde antes había un cine porno. Una escultura metálica de un nadador que entra en el agua, rodeada por una cola de inmigrantes. Un rutilante supermercado de 24 horas. Un anciano que saca una pila de sillas encajadas de un bar a la terraza. Un indigente que duerme, tendido en la acera, junto a una papelera rebosante de basura, de la que resulta difícil distinguirlo. Una fachada noble en cuyos balcones historiados crecen monsteras deliciosas. Un chino que enciende una colilla sentado en un banco. Un hombre que riega generosamente las plantas de su establecimiento. Un abuelo, con una gorra de una caja de ahorros, que cruza muy despacio un paso de peatones con un vasito de plástico en la mano y el bastón en la otra. Una rata que se pierde tras una esquina. Una chica que pasa tatuada hasta las cejas. Dos guiris que vuelven, bulliciosos, de una noche de fiesta. Un indigente que duerme con los brazos extrañamente entrelazados y suspendidos en el aire. Un patinador que me pasa rozando. Los vasos de plástico, las latas vacías y las botellas rotas que puntean el camino que hago. Un hombre con un maletín. Otro que se recoloca el paquete mientras anda. El olor a agua sucia de bares y puestos de kebabs. Un cartel, junto al que duerme un indigente, en el que se lee: “Si respetas el descanso de los vecinos, cuidas Barcelona”. Una mujer que pasa en sujetador. Las casas calladas. Las calles nacientes. Alguien que mira el móvil en un banco. Dos indigentes que duermen, siempre en la misma esquina, uno al lado del otro: el más joven está sentado en su colchoneta mugrienta, rascándose la cabeza; al pasar junto a él, me da los buenos días y sonríe. Una nube rota, que parece que vaya a desplomarse sobre la ciudad. Una chica que me mira mal cuando cruzo una calle con el semáforo en rojo y casi he de correr para evitar que me atropellen. Un gato negro con el que me cruzo. Un súbito remolino de hojas secas. Una mujer que pasa con un chihuahua en brazos. Un mendigo, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, que pordiosea con un recipiente de plástico apoyado en un libro cuyo título no alcanzo a leer. Dos currantes que descargan cajas de cerveza de una camioneta. Un coche que pasa con la ventanilla del conductor bajada y la música al volumen al que se interpreta Lucía de Lammermoor. El graznido furioso de una gaviota. Una mancha de orina en una pared, que se extiende por la acera, ignoro si humana o animal. Un empleado que friega con un mocho la parcela de calle que da a su local. Alguien salido de la noche, laxo, oscuro, tambaleante. Una que enciende un cigarrillo sin dejar de andar muy deprisa. Un indigente, todavía dormido, rodeado por los restos de su última comida: un bocadillo inacabado, un botellín vacío de bífidus, una caja de patatas fritas de hamburguesería, pañuelos arrugados. Un negro que me dice algo en un lenguaje que no entiendo. Una que pasa con un escote tan escandaloso que, si estornudara, se le saldrían las tetas. Otra con una mini que no es una falda, sino un cinturón ancho. La insensata policromía de un grafiti en la persiana de un negocio. Un perro muy viejo que sigue con dificultad a su ama, también muy vieja. Un coche que entra en su garaje como un bólido en el box durante una carrera. Un indigente enterrado en un ataúd de cartones. Otro que se ha hecho una pequeña chabola con ellos y un carrito de supermercado, apoyada en la persiana de un negocio que ha cerrado. Un corredor con los músculos enfundados en licra, como una segunda piel. El irritante ruido que hace el carrito del que tira un turista. Tres monjas con el pelo muy corto y la ropa gris, dos de las cuales van cogidas del brazo y la otra es filipina. Un vigilante de seguridad calvo y con un balón medicinal por barriga, que fuma un pitillo a la entrada del banco que ha de vigilar. Un portero de finca urbana, de camisa blanca y pantalón negro, que fuma también delante de su portal. Una gran red verde dispuesta debajo de una fachada modernista para evitar que los cascotes que se desprendan de ella caigan sobre la gente. Una bandada de cotorras argentinas, amadrigadas en un plátano y excitadas por el petardeo de una moto. El H12 que pasa, con origen y final en el Polígono Gornal. Un indigente con los pies indeciblemente sucios. Un grupo de turistas que organiza tumultuosamente las maletas a la entrada de un hotel. Uno que pasea al perro y que tironea, irritado, del chucho que olisquea. Una ráfaga de viento que sacude los setos de la avenida, que suenan como maracas. Dos cariátides que sostienen un balcón. Una mujer que se abanica enérgicamente en la parada del autobús, donde espera mucha gente. Un gran azulejo multicolor en una fachada, con figuras de dragones y perfiles florales. El alboroto, a lo lejos, del grupo escultórico dedicado al doctor Robert. Un indigente que duerme en el portal de una sucursal bancaria. Una placa que recuerda que el famoso pianista Joaquim Malats dejó de existir en esa finca el 22 de octubre de 1912, y otra, un poco más arriba, que celebra algo de Francesc Ferrer i Guàrdia, pero que no llego a descifrar: la impresión en altorrelieve, en un metal oscuro, la vuelve ilegible. Un centro de periodismo LGTBI. La entrada de un colegio religioso, desierta de estudiantes. Una paloma blanca que picotea unas migas. La fachada del edificio donde ahora trabajo.

domingo, 20 de julio de 2025

Tan sumamente ligero

El poeta Juan López-Carrillo protagoniza Tan sumamente ligero, un documental biográfico —un biopic— dirigido por Santi Suárez-Baldrís y producido por Un Capricho de Ediciones en 2024. Juan ingresa así en la escueta nómina de poetas del mundo (Neruda, Lorca, Rimbaud, Wilde, Emily Dickinson, Sylvia Plath) sobre los que se ha rodado una película. El hecho de que el filme de Suárez-Baldrís solo dure doce minutos (y quince segundos) no empece para que Juan —y sus lectores y admiradores, entre los que me cuento— pueda considerarse un privilegiado. Su imponente figura aparece en pantalla recorriendo las calles de Reus, donde vive (o quizá sean las de Tarragona, no estoy seguro), mientras la voz en off del poeta Ramón García Mateos, otro de sus grandes amigos y valedores, recita los versos del poema “Suma levedad”, de Los muertos no van al cine (2006), uno de los cuales da título a la obra: “Paradojas de mi vida./ Yo que estoy tan gordo/ que me hice plural/ al llegar a cien kilos/ sufro la triste evidencia/ de pasar por tu vida/ como alguien/ que no ocupa espacio,/ vacío, volátil,/ tan sumamente ligero”. La película empieza, en realidad, en la escena siguiente, en la que Carme Riera y García Mateos departen animadamente sobre la poesía de Juan López-Carrillo en el jardín romántico del Ateneo de Barcelona, mientras este se zampa unos mejillones y unas patatas fritas, regadas con una generosa copa de cerveza, sin abrir la boca más que para introducir en ella los sabrosos mitílidos y el resto de avíos del aperitivo. Es, sin duda, un acierto de la película, porque así es la vida de Juan: come, bebe, vive y escribe, y qué sea eso que escribe, que lo decidan los demás. Tan sumamente ligero relata después, en fotogramas austeros, sintéticos, y siempre con el fondo de los poemas de Juan recitados por la voz radiofónica de García Mateos, un día en la vida del poeta. Pierde por la calle un billete de cincuenta euros (y con eso, dice el poema, hace un amigo que nunca conocerá); llega a casa, donde lo primero que hace, como casi todos, es quitarse los zapatos y los pantalones; se pone a continuación a pelar judías en la mesa de la cocina; luego las cocina y se las come (“la frontera de mi patria/ es el borde de mi plato”, dice el poema “Nacionalismo” que da voz a la escena), y remata el sucinto ágape con un café de cafetera italiana de las de toda la vida, nada de cartuchos ni nespressos; recibe una llamada del banco, que le reclama el pago de las cuotas atrasadas de un préstamo, el único momento en el que oímos la voz del protagonista: dice dos veces “sí”, mientras escuchamos los versos del poema “Consuelo”: “La máquina implacable de la banca/ procede a su tarea/ y una voz anónima me salva/ de la soledad y el abandono/ por el precio/ de unos intereses de demora”; se sienta a la mesa de trabajo y se limpia las gafas para leer; oye un ruido sospechoso en el piso de al lado y, al acercarse a la pared medianera, oye follar a los vecinos, lo que lo sume en un estado de comprensible postración (“soy un poeta deprimido/, un poeta melancólico y seriamente enfermo,/  un poeta que está más que harto y cansado / de escribir amargos poemas de amor”, dice en un poema, “Amistad auténtica”, anafórico y gildebiedmiano); luego, quizá para quemar la energía que no ha podido dedicar a la misma —y añorada— actividad que sus afortunados vecinos, se enfunda en un chándal y echa un rato en la bicicleta estática (y este es el momento en el que me siento más personalmente implicado en la película, porque en los versos que la ilustran, del poema “Placidez”, yo soy uno de los “dos íntimos amigos míos [que], dentro de muy poco, marcharán al extranjero: uno [Ramón García Mateos] se irá con la familia a Lisboa a dar clases de literatura y a escribir futuros libros; el otro [un servidor], con plaza en Manchester, ya prepara las maletas para reunirse con su familia y para escribir futuros libros”; Juan López-Carrillo emula a sus amigos viajeros y se compra una bicicleta estática; y valga precisar que en Mánchester ni tuve plaza, ni escribí ningún libro, ni presente ni futuro, sino que culminé un desatino y coprotagonicé un divorcio); tras la sesión de bici, que no imaginamos demasiado intensa, aunque Suárez-Baldrís se empeña en demostrarnos que suda, Juan se ducha, y, en la única escena (dudosamente) erótica de la película, columbramos su garridas hechuras tras la mampara del baño y vemos el brazo reluciente (solo el brazo) que asoma para coger el albornoz que cuelga de la pared; después, lee un rato y manifiesta sus ardientes deseos de no ir a trabajar y mandar a paseo a su jefa (un anhelo que compartimos casi todos y que Bartleby, el escribiente, inmortalizó con su definitivo I would prefer not to [preferiría no hacerlo’], aunque Juan no sea tan sutil como el personaje de Melville: “Hoy no me da la gana de ir a trabajar/, y no me apetece lo más mínimo/ tener que verte un día más la cara/. Hoy me quedo en la cama, porque sí”, dice en el poema “Porteña”, de Los años vencidos [1997]); y por fin, el poeta fríe unos huevos (que aliña golosamente con especias), añora una vez más a una mujer y se acuesta, tras enmascararse con el artilugio que le permite dormir sin apneas. El gran tema de Tan sumamente ligero es la soledad: doce minutos de exposición de una vida solitaria, cuya gran ausencia es el amor, y cuyos consuelos son la amistad, la literatura y los placeres cotidianos. La burla de sí mismo, siempre bienhumorada, canaliza el malestar existencial sin que resulte opresivo, libre de una acritud que podría mudar en corrosión. Como he escrito en otro lugar —el prólogo de Los muertos no van al cine—, la poesía de López-Carrillo “suscita la inmediata simpatía del lector. Su recurso al humor es constante (...). Todos sus versos, aun los más amargos, (...) aparecen impregnados de una comicidad honda, que a veces se resuelve en carcajada y otras se estiliza en ironía. (...) Pero no debemos equivocarnos: el humor es otra forma de la tristeza. (...) Un torrente de desesperanza atraviesa su poesía, a veces de forma explícita y otras embozada de sarcasmo o elegía”. Y este juicio, todavía válido para su poesía, me parece, lo es también para esta película, porque sus versos la recorren desde el primer hasta el último fotograma, erigiéndose, así, en la columna vertebral que los sostiene a todos —limpios, directos, magnéticos— en el espléndido edificio de Tan sumamente ligero


domingo, 13 de julio de 2025

Jade helado tigre blanco

La editorial catalana Libros de Aldarán, capitaneada por su fundador, el poeta y pintor Christian T. Arjona, acaba de publicar el poemario Jade helado tigre blanco, de la escritora gallega Ana María González (Bochum, Alemania, 1975). La poeta vive en Pekín (lo siento: no me acostumbro a llamarla Beijing) desde hace muchos años, y allí profesa en varias universidades: la de Estudios Internacionales y la de Comunicación de China. Con Jade helado tigre blanco culmina un poderoso ejercicio erótico y lírico, y revela un texto fértilmente atravesado por múltiples tradiciones literarias, entre las que destaca, como es natural, la china. Este es el prólogo que he escrito para el volumen:

Jade helado tigre blanco, explosión del deseo: narración del deseo. Del deseo femenino y también del deseo existencial: del deseo angustioso de vivir, que se nos escapa a cada segundo, y que intentamos atrapar —retener— aferrándonos a la carne que amamos o queremos amar, a la pasión por el cuerpo y la palabra, a la eclosión del semen y la saliva, que abrazamos como náufragos arrojados a un islote deshabitado. Jade helado tigre blanco, arrebato sensual, anhelante, solar, donde el yo se viste de desnudez; donde busca y recibe el derramamiento del tú, que lo consuela y engrandece; donde el cuerpo cobra una dimensión íntima y monstruosa a la vez: llena y llaga, pacifica e incendia; donde el amor supura piel y dice nombres que nos crean. Jade helado tigre blanco, garcilasiano aquí, lorquiano allá, quevediano más allá, irónico y superreal, anfitrión de la busca y la entrega: de cuanto alcanzamos hundiéndonos en la carne deseada y abriéndonos sin tregua a que la carne deseada se hunda en nosotros. Jade helado tigre blanco, en el que hasta la gramática se erotiza —«ojos que los sinalefen/ que les metan mano/ y les desabrochen los sujetos/ los empotren los predicados…»— y los tachones no ocultan, sino que desvelan el doble discurso presente en el amor: uno explícito, ideal, y otro silenciado, compuesto de aullidos y labios y llanto y olor y secretos e indecencia. Jade helado tigre blanco, cuya furia amorosa empuja al verbo al frenesí, y allí procrea y se multiplica: el neologismo —la lengua «se deslengua/ (…) cuando a tu lengua entregada se ameba»— inventa lo que no puede decirse, dice lo indecible del tacto, declina el rapto, conjuga el orgasmo; la aliteración —«torbellinos torniquetes tornados torpedos»— tatúa en la piel del lenguaje los sonidos suscitados en la piel del cuerpo: la música que despierta la lengua que recorre los surcos ansiados, como una aguja blanda en una superficie labrada; la paronomasia —«famélica inánime anémona/ ánima»— refiere la gozosa confusión de la lengua, perdida en los pliegues del cuerpo, en sus rincones salobres, en los dedos de los pies y las axilas hospitalarias; la omisión de los signos de puntuación, elocuentemente visible en el título, transcribe la omisión de las jerarquías y los códigos que experimentan los cuerpos empastados, los cuerpos fluyentes, los cuerpos que no conocen pausas ni ordenaciones ni telegrafías; las repeticiones, en fin, bombean el mismo latido de los dos cuerpos unidos, o de un solo cuerpo deseoso. Jade helado tigre blanco desviste las metáforas como se desvisten los amantes, empotra las metáforas como se empotran los seres, proyecta las metáforas como proyectan sus humores los enamorados: en Jade helado tigre blanco, todo es otro decir para decir lo que tenemos entre las manos o entre las piernas; todo cambia para que todo sea lo que es. Jade helado tigre blanco abarca también la ausencia y la indiferencia —la refutación del deseo— y nos asoma el baldío de la nada, donde los cuerpos granan en desesperación. (My dear/ I miss the joy of your flesh, dice Jade helado tigre blanco). Pero esta es una desesperación distinta: no la signa la exaltación ni la cincela la impaciencia, sino que proviene de la raíz de lo humano: la soledad. Jade helado tigre blanco —símbolos en la cultura china de las sexualidades masculina y femenina— oblitera la soledad con el bramido persistente del deseo, con el «vientre abierto en carne viva/ esdrújulo tórrido y frenético vértigo». Ana M. González ha construido en Jade helado tigre blanco una erupción y un refugio, una obra impura y sanguínea, un lugar felizmente violento donde descansar de la violencia de una vida sin alegría.

Y este es el poema “Amantes” del libro:

amantes los que aman
los que desnudan y besan
los que convierten en tatamis las camas
la impúdica plusvalía de caricias
en un sudario que es resurrección y muerte
y vuelta a empezar
porque no hay sepulcro ni lacre que extinga
las llamas que la ventolera aviva
desnudez hecha pantagruélica barra libre
que ni así sacia la insaciable sed de las manos
de los miembros famélicos el hambre dolorida
el agónico vacío cósmico que los muslos cabalgan

amantes los que ponen erecta el alma
en el paroxismo apátrida
de ese empotre despiadado que nos funde en uno
borra difumina condena a karma
sofá cama pared pasillo
pasillo pared cama sofá

amantes los que como polillas
devoran calendarios y rutinas
prenden incienso agasajan con lascivia
    I missed you so much
el kamasutra la ley que abrazan
    honey so hot
rompen no contemplan lencería desgarran
    my dear so high
    my dear so sweet
    go on baby go

gracias por el funambulismo
en alambres incandescentes
sobre riadas de lava y vahídos
sábanas perfumadas de almizcle
licores añejos a tragos
paroxismos que de impostados
cobraron realidad
tantas veces y así olvidar
a quien mucho se le ama
pero poco se le folla

gracias por enseñar a mi piel
cuántas primaveras
en sus escalofríos caben
por las clandestinas adormideras para el alma
por el deseo profesado
por el deseo ejecutado
por las mentiras        por las verdades

muerdo la almohada y siento el rugir de los océanos
me aparto el pelo
me muerdo los dedos
no sé si finjo o apostato
hibernado el corazón sobrevivo
encarnada encendida en el filo
estado líquido forense de mi carne
    qué me haces no pares
auroras boreales diviso

no recuerdo vuestros nombres pero extasiados
entre mis pechos
rugiendo por el aire que falta
me hacéis inmortal
    olvido y vivo

martes, 8 de julio de 2025

Siempre hay ruinas a menos de dos horas

La poesía de Jordi Virallonga (Barcelona, 1955), construida a lo largo de casi medio siglo —su primera entrega fue la plaquette A la voz que me acompaña, publicada en 1980—, se reúne ahora en Siempre hay ruinas a menos de dos horas (Madrid, Dilema, 2025), con el excelente estudio preliminar de José Antonio Jiménez. De esta obra compuesta por diez poemarios, los ocho primeros en castellano y los dos últimos en catalán, solo se excluye un par de títulos: Animalons, un libro de versos para niños en catalán, y, precisamente, A la voz que me acompaña; Virallonga honra así la tradición de tantos poetas que han descartado incluir su primer libro, acaso demasiado juvenil o tentativo, en su obra reunida. La poesía del autor barcelonés obedece a un espíritu realista, de inspiración entre goliárdica y machadiana, pero siempre punteado por encrespamientos neovanguardistas y suavemente teñido de sensatas irracionalidades. Donde mejor se advierte esta infrecuente fusión de figurativismo y ruptura es en el retorcimiento de la sintaxis, que ya se manifiesta en sus primeros libros y que atraviesa toda su obra: «Si le hablara a ella de estas cosas:/ de una madre verde un parque grande/ le diría que te raptó la cabra loca/ que de la luna baja por unos grandes barandales/ y va en busca de las niñas todas/ para dormirse buena en la poca luz de sus desvanes», escribe Virallonga en «La cabra loca», de Perímetro de un día (1986). A la distorsión sintáctica, y hasta ortográfica, conduce a veces la desarticulación perceptiva, en un eco sosegado pero reconocible de aquel desarreglo de los sentidos rimbaldiano que contenía el germen de la verdadera poesía. Aun con las grandes inflexiones que inevitablemente se alojan en una obra tan dilatada —reunida en los dos volúmenes de Siempre hay ruinas a menos de dos horas—, el tono de Jordi Virallonga tiende a lo coloquial, incluso a lo oral, que permea no pocas veces el verso. Su lenguaje parece normal, y lo es, pero no lo es: vehicula un conflicto interior, una guerra con los sentimientos, un descreimiento o burla del mundo, o una rebelión íntima contra él. Expresión evidente de esta revuelta son los muy conversacionales exabruptos que a veces salpican los poemas —y los textos que los acompañan—, los más aventurados de los cuales no eluden lo soez. Así, en el magnífico «Una explicación según de varia misérrima», el prólogo autoral de Los poemas de Turín (2001), uno de sus libros más sobresalientes, Virallonga habla de «los piadosos y propicios compañeros de armas en esta puta vida», se presenta «cagado de respeto» y expresa su necesidad «de proyectar ser alguien, ¡hostia ya!, de una puñetera vez por todas». En la poesía de Jordi Virallonga, la cotidianidad, y la realidad toda, se revelan transformadas, y a menudo fracturadas, por el lenguaje. «Totum revolutum (final desbocado)», la composición que cierra El perfil de los pacíficos (1992) —un poema del ir viviendo, entre recuerdos y estupores domésticos, intentando entender y entenderse, transparentemente confuso y turbiamente iluminado—, es una buena muestra de ello: «En el día de hoy/ y aparte de otras muchas cosas/ debieran estar prohibidas algunas cuestiones/ domésticas como estas:// buscar dinero para cubrir descubiertos/ que no aparezca ningún periódico/ que aunque no aparezcan estuvieran al menos abiertos los quioscos/ cortar el agua/ pensar solo en cómo dejar de fumar…». En el fluir lírico asoma lo simbólico y, en ocasiones, felizmente, lo disparatado. Uno de los mayores méritos de la poesía de Jordi Virallonga es que siempre resulta imprevisible: maneja los elementos comunes del lenguaje —las frases hechas, los mensajes publicitarios, el léxico familiar—, pero ese empleo, tan natural, nunca conduce a lo esperable: siempre se formula extrañamente. Y también le sirve para alcanzar un objetivo inamovible: reflejar lo absurdo de los discursos establecidos, de las parlas institucionales, de esa langue de bois que infecta todos los ámbitos lingüísticos y destruye la esperanza de que lo que se diga sea verdad o simplemente digno. Por ejemplo, el poema «Asunto concreto», de Todo parece indicar (2003) —cuyo título es una de esas locuciones fosilizadas a las que me acabo de referir—, no es sino una sucesión de frases vacías, pero repetidas ad nauseam (iba a escribir «hasta la saciedad», pero me he dado cuenta de que eso también, a fuerza de repetirse, se ha convertido en una expresión vacía): «Es un dato a tener presente,/ fiable de tres a cuatro puntos/ que, aun no siendo definitivo,/ parece bastante favorable,/ estamos en ello./ Todo depende del punto de vista,/ siempre respetable,/ cada cosa en su lugar/ y entender las causas objetivas». Paradójicamente, pero muy virallonguianamente, esta sarta de vaciedades concluye en un final sorprendente, que las rescata, de pronto, de su nulidad: «Qué vamos a hacer si a todo esto/ al final resulta que Dios no existe». El libro donde más se desmanda el lenguaje, de toda la obra de Jordi Virallonga, es Los poemas de Turín. Abundan aquí, en versos atravesados por una soledad que muerde y una luminosa negrura, las oraciones yuxtapuestas, acumulativas, quebrantadas. En cualquier caso, y como he escrito en otro lugar —la reseña que publiqué sobre Incluso la muerte tarda en mi blog Corónicas de Ingalaterra el 10 de febrero de 2016—, «de Jordi Virallonga me ha interesado siempre (…) la naturalidad del verso, la fluidez con que la palabra más anodina, y hasta la más vulgar, se llena de sentido poético. El discurso hablado aparece en los poemas de Virallonga con una entereza y una incisividad de las que carecía antes de volcarse en ellos, gracias a sutiles transformaciones lingüísticas y a un arsenal retórico tan extenso como discreto. Me gustan, en particular, cierto sentido del humor del que el poeta, sabiamente, no se desprende jamás, así hable de las coyunturas más penosas del individuo o la sociedad actuales, y la ira impasible a la que no pocas veces se entrega: “Soy un tipo vulgar que trabaja por un sueldo,/ pero ellos sí saben quiénes son,/ y que a los hijos de los perros,/ si son hombres,/ se les llama hijos de puta”, escribe en “Analogía entre hombres y perros”».

Algunos asuntos —me resisto a hablar de «temas» cuando hablo de poesía: la poesía no tiene temas— son fundamentales en la obra de Virallonga. Y el primero y más importante acaso sea el amor y su corolario inseparable —pero siempre matizado, indirecto—, el sexo. «Si escribo de amor es porque no se me ocurre/ otra forma posible de comprender la vida», escribe el poeta en «La amplitud de la miseria», perteneciente a Crónicas de usura (1997). El amor se erige, así, en el sostén principal de su edificio poético y adopta todas las formas posibles de expresión, correspondientes a todos los encendimientos, meandros, estallidos y clausuras de un sentimiento fundacional, entre los que también se encuentra, y de una forma especialmente destacada, el fracaso, esto es, el adulterio —si es que el adulterio no es otra forma de amar—, la pérdida, el olvido: el desamor, en definitiva. 

Pero el amor no solo sirve, en la poesía de Jordi Virallonga, a su propia causa. También nos introduce en otros intrincados laberintos: el de la identidad, por ejemplo, y el de la soledad. Ambos se funden en algunos trechos de su obra. Así sucede en la sección «El doble eco de un contorno», de El perfil de los pacíficos, donde la voz del poeta se desdobla —se multiplica—, como si perteneciese a varios personajes, para interrogarse a sí mismo y comunicar su aislamiento y su desolación. El tipo de letra utilizado —la cursiva o la redonda, que se alternan— señala que las voces y los personajes son distintos. En el segundo poema de la sección, responde a una pregunta formulada en el primero: «¿Y tú? Dime qué haces tú/ aquí escribiendo/ creando de nuevo las naciones,/ fijando la afonía de la tinta en ley de sangre,// como si no fuera cierto/ que ahí fuera existe ya la vida». El cuarto ya no pregunta, sino que afirma, atormentadamente: «Sabes cuánto tiempo hace que vivo solo,/ que reconozco en este continuo halar el único paso,/ que me sirvo para que nunca te falta nada,/ que visito por ti los burdeles,/ que por ti asisto a los consejos de familia;// no te confundas:/ yo soy los hombres requeridos por tu miedo». El encadenamiento de los poemas es otra técnica utilizada por Jordi Virallonga en diversos trechos de su obra. Un encadenamiento que reproduce la fragmentada continuidad vital: del hallazgo y del abandono, del canto y el silencio, de la realidad y el deseo.

Estos diálogos —consigo mismo, con un tú que identificamos con la amada (o desamada) y con sus hijos, entre muchos otros interlocutores— revelan otra de las características más descollantes de la poesía de Jordi Virallonga: su construcción de personajes. Su obra parece trasudar biografía. Pero quienes aparecen en ella, y cuanto sucede en sus páginas, no son necesariamente personajes o episodios de la vida del poeta, sino creaciones suyas, animadas por sus visiones y sus juicios, pero independientes de su existencia. Virallonga insufla vida a los seres con los que narra lo que le pasa, y deja luego que actúen, acertada o equivocadamente, en unos poemas siempre populosos, siempre conflictivos, repletos de giros de guion, generosos de acontecimientos. Quizá por eso sus versos resulten celebratorios (como él mismo afirma en «Sobre la celebración», de Crónicas de usura, «de nada sirve la vida/ si tan solo hay películas, teléfonos,/ manos,  piernas, cartas, buzones,/ sonrisas, camas y frascos/ y yo y los niños y amigos y hostias benditas,/ pero no celebración»): porque están llenos de sudor, de hambre, de tumulto, de humanidad. Aunque el poema sea crítico o pesimista, o incluso desprenda tristeza, y pese a la rabia subyacente que se percibe en toda su literatura, lo que escribe Virallonga transmite pasión por la vida, y esa pasión, tensa y verdadera, se comunica eléctricamente al lector. 

Para la creación de los personajes que pueblan Siempre hay ruinas a menos de dos horas, y para su interacción narrativa o dramática, se reconoce una influencia fundamental: la de Antología de Spoon River, el libro del estadounidense Edgar Lee Masters, publicado en 1916, en el que se reúnen más de trescientos epitafios de otros tantos personajes de un pueblo ficticio, Spoon River. En esos epitafios se cuentan las peripecias y azares, mayormente infaustos, de una población del Medio Oeste americano, muchos de los cuales involucran a varios personajes, esto es, se despliegan en varios poemas, levantando una malla de cruzamientos, amores y muertes. Se trata, escribe Jordi Virallonga en un artículo, «Antología de Spoon River», que publicó en la revista Poiesis (nº 8, Barcelona, primavera-verano de 1999), de «poesía moderna, de seres que viven en una macroestructura social incuestionable que se convierte en rectora de sus vidas y les obliga, juzga, justifica o condena (…), seres en busca de explicaciones, no de verdades, que se interrelacionan basándose en sus propias experiencias y, en consecuencia, desde sus propios puntos de vista y planteamientos morales». Virallonga ha interiorizado esta construcción en mosaico, que se extiende a toda su obra —no a un solo libro, como en el caso de Lee Masters, que no consiguió sobreponerse al éxito de la Antología— y la practica con deliberación, pero también con su propio estilo: más lingüísticamente crítico, más detallista y sinuoso en la construcción del relato, más airado incluso, pero también más melancólico, más declaradamente vulnerable. No obstante, la multitudinaria población de Siempre hay ruinas a menos de dos horas no solo constituye un acre diorama social, sino asimismo un vibrante testimonio personal, con el que Virallonga da cuenta del inacabable debate sobre el hacer y el hacerse de la conciencia y los días, y de la certidumbre de lo caedizo de todo, aunque esta fragilidad —esta quebradura— no se exprese mediante abstracciones, sino que aparezca fuertemente ligada a la realidad de la vida, a sus accidentes, espejismos y adversidades. El yo de Jordi Virallonga se edifica con el yo de sus personajes. Su conciencia adopta las formas sutiles y cambiantes de las voces que convoca: se encarna en ellas, y dice heridas, y sombras, y contradicciones, pero también placeres y alegrías. Y todo ello se integra en un paisaje vital henchido de energía, que obra en todos los rincones de su literatura y de nuestra lectura. Esta fuerza existencial y el impulso arrebatado de la dicción, como también sucede en la Antología de Spoon River, encuentran una encarnadura propicia en la crítica social, a la que Virallonga se da siempre que tiene ocasión, que es casi siempre. Aun hablando del tú y del yo, del amor y de la muerte del amor, de la soledad y de los recuerdos de la infancia, no siempre felices, el poeta nunca se olvida de la comunidad en la que vive, de sus padecimientos y miserias, y desliza sus preocupaciones por ella. En «Los prácticos. Romance histórico», de Los poemas de Turín, recorre, con ferocidad e ironía, una sociedad plagada de hipócritas e impresentables, y dibuja un fresco satírico, cuya destemplanza se plasma, entre otros recursos, en las paradojas y los neologismos, una manifestación más de la inquietud sintáctica que caracteriza la poesía de Jordi Virallonga: «curas comunistas, demócratas tribales,/ soldados pacifistas, personas reciclables,/ fascistas abortistas, tiranos liberales,/ café sin cafeína, agentes muy amables,/ saciables muy promiscuas, ninfómanas vestales,/ artistas de revista, amantes deplorables,/ católicos budistas, pero no practicantes,/ geniales futbolistas, azar justificable/ y pías que repían y bombas que no maten/ y nacen muchas niñas a morirse de hambre».

Como tantos otros poetas vitalistas y cantores del amor (e, insisto, del desamor), Jordi Virallonga es también un espectador avezado de la muerte. En  la constitución de su poesía ha desempeñado un papel fundamental, como ya hemos visto, la Antología de Spoon River, un coro de voces muertas. Y en sus últimos títulos en castellano, Todo parece indicar (2003), Hace triste (2010) e Incluso la muerte tarda (2015), el asunto de la muerte cobra una dimensión singular, como demuestra el título del tercero. Una conmovedora elegía a la madre, «La última lección», el segundo poema de Todo parece indicar, escrito ante la evidencia de un piso de pronto deshabitado que hay que vaciar, refleja esta luctuosa preocupación: «Hoy empiezas la última lección y espero/ saber morir, mirarte donde estés,/ cerrar los ojos». En Hace triste se encuentra uno de los poemas mortuorios más penetrantes de la obra de Virallonga, «La muerte no es la muerte, es un muerto», en el que vuelve a aflorar el vitalismo del poeta, que se manifiesta indiferente ante el fin, a condición de que el camino que manriqueñamente conduce a él conserve siempre su dignidad y su alegría: «No te preocupa ser quien pasa,/ que el agua llegue al mar,/ sino que deje de ser dulce y de ser río./ (…) la muerte no es la muerte, es un muerto,/ y habita en el recuerdo de algo vivo,/ como un ojo en el salitre de la puerta». En Incluso la muerte tarda, el poema que da título al libro —precedido por un epígrafe de Edgar Lee Masters: «Se debería estar muerto/ cuando se está medio muerto», del poema «Pauline Barrett»— concluye con un descoyuntado cúmulo de negruras: «Pero incluso la muerte tarda,/ mientras tanto concilia, porque sí, un pensamiento,/ se desarticula en el sofá con una copa de vino negro, negro,/ y las múltiples arañas del National Geographic». Incluso la muerte tarda incorpora, además de la importante faceta crítica que ya sabemos característica de Virallonga —con una activa preocupación por los pobres y los desfavorecidos—, una caudalosa veta reflexiva, que atiende, una vez más, al amor y a la pérdida, al yo resquebrajado, a los rincones en penumbra —o en oscuridad total— de la conciencia, y se dispone como un viaje homérico, igual que el viaje de la vida, que concluye sin remedio en la muerte. También convocan a la muerte los muchos poetas mexicanos citados por Virallonga —que escribió el libro en México—, para los que la santa muerte constituye un referente cultural ineludible. En «La medida imposible del mar», en fin, encontramos una nueva elegía a la madre muerta (y una nueva afirmación de la inexistencia de Dios): «Hola, mamá, no te enfurezcas,/ sé que estás muerta y que Dios no existe,/ que debo ser feliz, y que hago mal preocupándome por cosas/ que te harían desgraciada,/ (…) y te echo de menos por el azúcar y los cubiertos,/ por las ganas de que existas,/ que ya ves, ya sé que no me ves,/ y que no voy a preguntarte por mis hijos».

El segundo volumen de Siempre hay ruinas a menos de dos horas recoge los dos libros que Jordi Virallonga ha publicado en catalán: Amor de fet / Amor de hecho (2016) y A favor de l’enemic / A favor del enemigo (2021), que han sido sus últimas entregas, traducidos, respectivamente, por Pedro Casas y por José Antonio Arcediano, así como un amplio conjunto de textos parapoéticos y críticos: dedicatorias y agradecimientos, los prólogos de los libros incluidos en esta poesía reunida, una extensa bibliografía y la entrevista que le hizo en 2018 el escritor mexicano José Ángel Leyva, y que apareció en el tercer y último volumen de Voz que madura. La poesía iberoamericana a través de sus poetas, editado por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México. 

[Este artículo se publicó en Caravansari. Poesía Contemporánea en Lenguas Peninsulares, junio de 2025, bajo el título de “Y también edificios magníficos”: https://caravansari.com/siempre-hay-ruinas-a-menos-de-dos-horas/]

miércoles, 2 de julio de 2025

Trato carnal

Ayer, un grupo de poetas nos dedicamos al trato carnal en el Centre Cívic Can Deu. Por desgracia, ese trato no consistió en un gozoso intercambio de fluidos, sino que se limitó a lo que nos permitía nuestra condición de poetas: leímos poemas. No hubo, pues, orgías ni despelotes, ni siquiera un triste manoseo, pero quiero pensar que nuestra lectura hizo subir la temperatura del local, aunque no estoy seguro de que eso fuera bueno: Barcelona estaba entonces a más de treinta grados. La lectura, titulada así, "Trato carnal", se inscribía en la Setmana de l'Eròtica organizada por el centro cívico que nos acogió, en la hermosa plaza de la Concordia (una plaza, presidida por la iglesia del Remei, construida en 1850, y por el palacete modernista que hoy es el centro cívico, de 1847, que todavía conserva las características de una plaza de barrio, y en la que he pasado muchos ratos agradables con mis amigos: el colegio donde estudiaba, hace cincuenta años, estaba a diez minutos caminando del lugar). El poeta Pedro Alcarria fue el maestro de ceremonias, y se distinguió, como siempre, por su cordialidad, su buen hacer y la diligencia con la que presenta a los poetas: no los despacha con un par de vaguedades desordenadas, como suelen hacer tantos presentadores desorejados, sino que pergeña verdaderos microensayos, en los que resalta las características particulares de cada cual e invita a escucharlos con atención. Participaron en la lectura nueve poetas, además del propio Alcarria, que leyó una pieza prologal: Silvia Rins, Jorge León Gustà, la hispanomexicana Blanca Estela Domínguez, José Ramón Ayllón Guerrero, Dolors Fernández Guerrero, el hispanoestadounidense Craig Martin Goetz, Gloria Bosch, Iris Parra y un servidor. Me felicité especialmente por la participación de Silvia, Jorge y Blanca, buenos amigos, además de buenos poetas. (También entre el público había gente querida, como Sol Mussons, a quien dediqué mi lectura, Lola Irún y Mateo Rello; y hasta público no poeta, como señaló con satisfacción Pedro Alcarria en la inexcusable cerveza postlectura). La pluralidad de sensiblidades estaba garantizada: hombres y mujeres, homosexuales y heterosexuales, leímos en feliz mezcolanza y plena libertad. No hubo demasiadas guarrerías: el tono, en general, fue antes lírico que sicalíptico. Yo sostuve un debate íntimo que no resolví hasta el último momento: no me decidía a leer una de mis sextinas soeces, que quizá habrían aportado una saludable cuota de pornografía al evento, y finalmente no lo hice: opté por un poema serio e institucionalmente erótico, perteneciente a Tú no morirás (Pre-Textos, 2021), con el que, precisamente, concluyó el acto. Quien sí se dejó de zalamerías y cantó a algo tan prosaico, masculino y lamentable como que el badajo haya languidecido en colgajo, fue Jorge León, que cerró su poema con este apóstrofe memorable: "¡Oh, cielos! ¡Oh, cialis!".

Yo leí cinco piezas: dos décimas, dos haikús y este poema en prosa:

El cuerpo es anterior a la posesión, pero no existe sin ella. El cuerpo se insinúa con ferocidad de nube, cunde con la urgencia del granizo y nunca se disipa: persevera en su espesura de torrente, en su fuego cartilaginoso. El cuerpo sucede como si un rayo arañase la oscuridad que lo acoraza, como si un animal indecible derrotara a la opacidad, y desovara monstruosamente, y se me subiera al pecho, inflamándose, sepultándose.

Ese cuerpo, tu cuerpo, se desembaraza de veladuras y es: emerge del tacto con que lo envuelvo —de ese tacto mío que es su membrana—, de las imágenes con que lo invisto para aplacarlo y aplacarme, de la lluvia que deposito, con la punta de la lengua, en el recinto amurallado de su existencia. Se deshoja, con una lentitud que afluye a la lentitud de la tarde, de las adherencias del tiempo, de cuanto el tiempo le ha arrancado con sus espátulas voraces, y comparece, tormentoso, en la menudencia turquesa de un sujetador, o en la ínfima tormenta de un aroma, o en el recuerdo urente de algo que no ha ocurrido. El cuerpo se desprende de sus asideros y me exhorta a claudicar: renuncio, pues, a mis espuelas; abandono el páramo de lo conocido. Luego, da en isla. Se ha agostado la maleza en que se abrigaba lo inclemente. El ahora que abarca todos los minutos, el ahora irreversible, el ahora sin otro presente que lo ya sucedido y lo aún por suceder, fracasa sin ruido, pero con la inevitabilidad de una estrella que nace, y reaparece con fiereza de rosa, rehecho de felpa y explosión, como seda cárstica semejante a algo nunca muerto, a una pupila que todavía no conoce al ojo, a un estruendo quedo que cae como un cuerpo y se ofrece a la opresión de los muslos, a la extirpación de la oscuridad.

El cuerpo, ahora, después, tu cuerpo, me avienta y me enraíza, me excede como una ola sin orilla en que morir, me envisca como si no fuese un cuerpo, sino una lengua, me asimila como los pétalos asimilan el rocío, o como lo conciben. A tu cuerpo voy como si me perdiera, enzarzado en la refriega inmóvil de tus vértebras, en la ablación de lo que pesa, de lo que se sobrepone al desamparo y prodiga el ácido de la mansedumbre. Repudio la soledad cuando me agolpo en tu vientre y ocluyo sus oquedades con el mío. Lamo mucosas: contabilizo meteoros. Irrumpo en la sequedad de tus ríos. Abrazo apéndices: lloro, amo. En el cuenco de tus lomas, donde se embravece la sangre y naufraga en una tierra sin incertidumbre, me ratifico: me sueño. Estás aquí: soy. Acuno rodillas, bebo uñas, ablando dientes, imanto tendones: poseerte me desposee. Cuanto más crece esta savia que acendra mi delirio, más me llago, más se espesa la sinrazón. Mis labios recalan en tu boca: se acuestan en tus encías y, en la pradera escarlata de la lengua, sobreviven a la injuria de los días, a la pesadumbre del latido. Persiguen algo sin mancha, algo que refute la hipocresía, un hálito o desnudez que desenmascare al anochecer, que desbarate los arrequives de la mentira.

El cuerpo es una isla, y yo la circunnavego: colonizo sus arroyos y sus vaguadas; opto por la hiel, si es tuya; me adentro en el légamo de tu tibieza; no me arredro ante la enramada de tus entrañas; oigo lo que desoyes y lo que escupes, como si te formaran estratos desacordes, como si no pudieses decir y tus llamas solo se sometieran a mi caricia.

Entro en ti, isla, aunque tú no estés. Y salgo a las riberas de tu cuerpo desparejado, entre tumultos de médanos y mordeduras; y me ahínco en tu olor y tus caderas; y me abandono a las trochas vírgenes de tu noche, donde ululan seres sin voz, donde me reconstruyo; y me inhumo en tus pechos; y me alío con tu saliva, que escuece como una ofensa —pero sabe a mundo: a ti—; y piso el aire, e imprimo en él mis huellas, que son las que has dejado tú en la tierra.

Tu cuerpo ha sobrevivido a todos los combates, y yo he sobrevivido a su menoscabo. Tu cuerpo no morirá. Tu cuerpo es perenne como la muerte.

jueves, 26 de junio de 2025

La masonería y Sherlock Holmes: la biblioteca Arús

La biblioteca Arús es una de las más extrañas —y hermosas— bibliotecas de Barcelona. Se encuentra en el paseo de San Juan, una avenida que a mí siempre me ha resultado excéntrica, pero que muchas revistas de ocio y urbanismo han considerado, en estos últimos años, el no va más de la modernidad y el placer. Aunque bien pensado, es coherente que la biblioteca Arús esté en una vía excéntrica, porque también ella lo es, y mucho. La fundó en 1895 Rossend Arús i Arderiu, que reunía en su persona tres condiciones que, a finales del siglo XIX, se asociaban con el progresismo político y social: era catalanista, republicano y francmasón. Wikipedia define al personaje como "periodista y dramaturgo". La propia biblioteca, en una solemne placa que recibe a los visitantes en el vestíbulo, dice que fue "escritor, poeta y filántropo". La discrepancia entre ambas fuentes subraya la personalidad poliédrica, pero siempre humanista, de Rossend Arús. Al lado de esta primera placa conmemorativa, hay otras dos, que subrayan, también en mármol negro, la militancia masónica de Arús. Siempre me ha gustado el lenguaje empleado por los masones, críptico, fabuloso y, aquí, plagado de mayúsculas. En la primera de estas placas —y traduzco del catalán—, "el gran Oriente de Cataluña, potencia masónica catalana, [reconoce] a nuestro Muy Respetable Hermano Rossend Arús i Arderiu, Fundador de la Francmasonería de Soberanía Nacional Catalana" (la firma es el lema de la Revolución Francesa: "Libertad Igualdad Fraternidad"; así, sin comas). En la segunda, que recuerda el centésimo vigésimo aniversario del fallecimiento del filántropo y el trigésimo de la "refundación en Barcelona de la Federación española de la Orden Masónica Mixta Internacional" (aquí, extrañamente, la única palabra sin mayúsculas es "española"), se incluye una frase inspiradora de Rossend Arús —"la palabra sagrada para todo hombre honrado es adelante"— y otra referencia a la Revolución Francesa: Le droit humain, así, en singular y en francés, aunque a continuación se consigna la muy necesaria traducción: 'el derecho humano'. El despliegue de placas conmemorativas no acaba aquí —hay más, de la Gran Logia de España, la Gran Logia Simbólica española, la Gran Logia de Cataluña y Baleares, y hasta la Gran Logia Femenina de España—, pero me parece que ya ha quedado acreditado el carácter francmasón del fundador y de la propia institución. Tantas alusiones edificantes y francorevolucionarias se ven confirmadas cuando uno sube la escalinata que conduce a la biblioteca. En lo alto, entre columnas jónicas, nos espera una estatua de la libertad con la llama (eléctricamente) encendida y sendas inscripciones en latín al pie y en la peana: salve y alma libertas ('espíritu libre'). La estatua recuerda mucho a la que saluda a quien llega por mar a la ciudad de Nueva York, pero, por suerte, es más pequeña. La escalera de honor simboliza la ascensión al saber y lleva directamente a la sala de lectura, acenefada por cincuenta y nueve efigies de escritores, artistas y científicos, de Mozart a Llull, de Herodoto a Darwin, de Fidias a Dante, y en cuyos armarios acristalados, de maderas nobles, se guardan parte de los 80.000 volúmenes que hoy atesora la biblioteca. Aunque la biblioteca Arús no es muy grande, da para albergar cuatro salas. En la de música, reparo en un piano y un harmonio, y también en una tizona y otros símbolos masónicos. La biblioteca se creó con un espíritu reformador: para instruir al pueblo trabajador, en la línea de tantas iniciativas de la burguesía liberal —ateneos, escuelas, bibliotecas— para mejorar las condiciones de vida de la clase obrera. Rossend Arús había muerto en 1891, pero dejó dispuesto en su testamento que sus bienes, que eran muchos, se emplearan para construir una biblioteca al servicio del pueblo en el mismo piso en el que había vivido. Uno de los albaceas que materializó el legado de Arús fue Valentí Almirall, ideólogo del catalanismo político. Como tantos otros proyectos renovadores, se vio obligado a cerrar tras la Guerra Civil. Los nuevos amos del país no podían tolerar centros que instruyeran a los pobres e iletrados y difundieran disolventes ideas catalanistas, republicanas y masonas, es decir, antiespañolas. La tragedia, sin embargo, no fue total. La biblioteca Arús cerró en 1939, pero nunca fue desmantelada ni saqueada, como solía suceder, porque el nuevo alcalde y sus adláteres (a los que un vídeo divulgativo de la biblioteca llama "autoridades franquistas y colaboracionistas catalanes") formaban parte de la Junta directiva de la biblioteca y no querían verla desaparecer. Así pues, la protegieron discretamente, hasta que en 1967 la relativa liberalización del Régimen hizo posible que reabriera y que sus más de 30.000 volúmenes volvieran a estar al servicio de los ciudadanos, aunque entonces todavía fueran súbditos. Entre los fondos atesorados por la biblioteca, se encuentran los papeles del alcalde de Madrid Enrique Tierno Galván, el "viejo profesor", a quien tanto admiré de joven, y que escribió unos bandos municipales cervantinos y memorables, que están a años luz, en calidad literaria, espíritu ilustrado y sentido del humor, de los bodrios administrativos con que nos fumigan los munícipes actuales, con el lamentable Almeida a la cabeza. (No es de extrañar esta obra maravillosa en quien fuera el primer traductor del Tractatus Logico-Philosophicus, de Ludwig Wittgenstein, el redactor del preámbulo de la Constitución española, y capaz de hablar en latín con el papa Wojtyla). Me pregunto si Tierno Galván fue masón. Supongo que sí, si su archivo personal se encuentra aquí. Otra singularidad —o excentricidad— de la biblioteca Arús es que alberga la mayor colección de España, y una de las más importantes del mundo, sobre Sherlock Holmes. La donó, en 2012, un ingeniero textil apasionado por el personaje, Joan Proubasta (cuyo apellido revela una redundancia plurilingüe: prou significa, en catalán, 'basta'), aprovechando el hecho de que la célebre creación de Conan Doyle hubiese nacido ocho años antes que la propia biblioteca Arús, y que su creador fuera masón, como Rossend Arús. Por desgracia, este impresionante fondo sherlockholmesiano, de más de 7.000 volúmenes, 1.200 tebeos y 12.000 objetos, que ocupa toda la tercera planta del edificio donde se encuentra la biblioteca, no está catalogado y no puede consultarse, aunque sí visitarse, con un guía, dos veces a la semana. (La existencia de esta singular colección, que revela el infatigable tesón de un coleccionista privado, me recuerda a la de Marilyn Monroe, también amasada por un particular, un fan de la actriz, que se exhibe en un museo de Sant Cugat). Entre los libros puestos a la venta en los pasillos de la biblioteca, encuentro, como era de esperar, literatura masónica, como los fascinantes Manual de instrucción general del grado de aprendiz/compañero/maestro o Masonería y conspiración liberal en España, y también un curioso Aforismos detectivescos (Málaga, Ediciones del Genal, 2024), escrito por un detective privado, Óscar Rosa, que compro y leo, previo pago de cinco euros, en una terraza a la salida de la biblioteca. "La gabardina es al detective lo que la escoba a la bruja", dice uno. Hay muchos otros: "Una lupa es una piruleta con mango de madera y lente convergente"; "el detective discreto no tiene sombra"; "a buen investigador, pocas pistas bastan"; "el detective es el lector de su propia novela negra"; "anuncio detectivesco: 'se revelan fotografía y secretos'"; y el que cierra la colección: "En el cielo, los detectives están en paro". Más adelante, descubriré que Óscar Rosa es el marido de Silvia Grijalba, la directora de la Fundación Rafael Pérez Estrada, un gran poeta a quien han estudiado y difundido con esmero mis amigos, también poetas, José Ángel Cilleruelo y Jesús Aguado. Qué cosas. El mundo es un pañuelo.

viernes, 20 de junio de 2025

La construcción de lo que se destruye

Itinerarios de salida (Pre-Textos, 2024), de Mariano Peyrou (Buenos Aires, 1971), su décimo poemario desde que en 2000 publicara La voluntad de equilibrio, es un relato caleidoscópico, un monólogo hecho trizas. La fragmentación construye el discurso al tiempo que lo descompone. Las anáforas evitan la dispersión. La principal, «hay» (con esta forma impersonal empiezan ocho de los primeros diez poemas del libro: «hay un cuerpo que es el mío/ hay otros cuerpos que no son de nadie», leemos en el octavo), transpira objetividad, como también lo hace la condición apodíctica de los muchos versos copulativos («mis palabras son mías/ su luz es ajena// la luz siempre es ajena»), aunque en realidad se trate de una narración esencialmente subjetiva, cuyos sentimientos se desgranan, por no decir que se emboscan, en la disposición mosaica.

Algunas anécdotas o presencias recorren el discurso erizado de quebraduras de Itinerarios de salida: un escenario, por ejemplo, aparece en muchos poemas, como si el protagonista lírico o los personajes que asoman en los versos estuvieran actuando o interpretando música, aunque nunca se nos diga qué se representa en esas tablas. Pero Peyrou es también músico de jazz y esto acaso explique tanto la presencia del escenario como el geométrico desgarro, la insistencia rítmica y la síncopa de los poemas del libro. Su motivo central, que se recoge en el título, es «salir»: «las ganas de salir de mi lugar/ lo van modificado// o al contrario: la esencia de mi lugar consiste en las ganas de salir de él», dice en uno de ellos. Este leitmotiv axial se expande en una constelación de motivos subordinados, como las puertas y las ventanas, el deseo de huida, el salto o la entrada en los sitios («saltar al amor o entrar en el mundo o uno mismo») o las escaleras del largo poema final, el único titulado del conjunto, «las escaleras impares», que reúne, como un largo epifonema, los rasgos fundamentales del libro y resume su significado: el ansia de tránsito o la voluntad de fuga; la necesidad de un movimiento, de un exceder el yo para acceder al otro, que dé sentido a la vida. De vez en cuando, afloran en los poemas momentos reconocibles de la realidad, como una amiga que va en un tren y mira la nieve por la ventana —así sucede en la primera pieza del libro— o una chica que habla por teléfono; o escenas inquietantes, como la que describe el poema que empieza por «tengo las uñas afiladas»: «yo trabajo por las noches/ me dice mi madre muerta/ mientras tú duermes en agonía// ¿por qué nos mientes?/ me dice mi madre muerta// me despierto y quiero seguir saliendo». Son siempre historias inconclusas, enigmáticas, que se entrelazan con un yo que se desdobla e interroga, que se examina e impersonaliza.

Las repeticiones y los paralelismos resultan capitales para estructurar el discurso. Ciertas perpendicularidades muy cultivadas en Itinerarios de salida son las antítesis y las paradojas, excelentes fulminantes poéticos: «salir del mundo o salir de mi lugar/ no es lo mismo/ no es distinto// la salida del mundo es hacia dentro/ la salida de mi lugar es hacia fuera/ el salto parece fácil// el salto es fácil/ lo que no es fácil es saltar». En este contexto de luminosas antinomias, a menudo Peyrou dice algo y a continuación lo desmiente: «inventar itinerarios de salida/ es independiente de las ganas de salir// o al contrario:/ es una forma de salir// luego pienso que no pero ya es tarde». El juego de afirmaciones y negaciones refleja la pluralidad acuciante de estímulos que golpean la sensibilidad y el flujo tortuoso de una razón que explora y tantea, que se enloda y transparenta. Itinerarios de salida alberga una obsesiva pero siempre apedazada afirmación de angustias y deseos, un afán por convivir con lo contradictorio y, al mismo tiempo, una aguda conciencia de que esa porfía resulta incompatible con la habitación de la realidad. De esta convulsión no escapa el yo, que apela a lo más inmediato e indudablemente propio, el cuerpo, pero no tarda en enzarzarse en una sucesión de duplicidades y vacilaciones, varias de las cuales involucran al sexo: «hay una mujer y un hombre», leemos en un poema, «yo soy los dos/ pero yo es ninguno»; «yo también soy una mujer/ soy una mujer invisible// pero no deseo desaparecer», en otro. El yo de Itinerarios de salida practica un desdoblamiento tenaz, del que surge otro yo, rimbaldiano —je est un autre, sostiene Rimbaud en las Cartas del vidente—, que se presenta en tercera persona. Este yo ajeno, este yo otro, acompaña y convive, sobre todo en la segunda mitad del poemario, con el yo lírico que conocemos desde el principio. En un poema, este se acerca y se aleja, fundiendo una vez más los contrarios, «pero yo está quieto»; en otro, «yo soy el que sueña/ yo es el que despierta»; en un tercero, «en mi lugar no estoy yo/ está yo». Los ejemplos podrían continuar. La identidad se exacerba con su contestación, pero también declina con su multiplicación.

Mariano Peyrou no es un poeta metafórico: ha optado por no serlo. Su lirismo no se construye con imágenes, sino con elipsis, interrupciones y correspondencias: las palabras, sin el ropaje de la analogía, supervivientes en la intemperie de la página, se cargan de la electricidad que ellas mismas desprenden, y producen calambres de cercanía o de rechazo. En los poemas de Itinerarios de salida prevalece una narratividad luxada, casi cubista, cuya música saja —pero también, extrañamente, acaricia— el oído. En alguna rara ocasión, Peyrou condesciende a las solicitaciones de la metáfora (y hasta de la aliteración) e irradia un poderoso fulgor erótico: «chupo entusiasmado la vagina de la luz/ (…) la vagina real del relámpago», escribe en el poema que se inicia con este verso; y, obsecuente con la repetición, vuelve a utilizarla en otro verso inaugural: «abro la vagina de la luz». En un lenguaje de muchos esguinces pero pocas ondulaciones, algunas palabras enlucen radicalmente el discurso: «hay un niño natátil», escribe en uno de los primeros poemas. Y ese natátil queda vibrando en la página y en los ojos del lector.

[Este artículo se ha publicado en la revista Turia, n.º 155, junio-octubre 2025, pp. 463-465]

domingo, 15 de junio de 2025

La lectura y los libros

Nunca doblo la esquina de la página para marcar hasta dónde he leído. A veces, me dejo engatusar por los colores llamativos o el diseño innovador de las cubiertas. Soy incapaz de leer si no lo hago con un lápiz en la mano. Siempre miro cuántas páginas tiene un libro antes de empezar a leer. Conforme leo, calculo cuántas me faltan todavía para acabar. Detesto las erratas, que los puntos se pongan dentro de las comillas, que las palabras se separen mal al final de la línea, que se sangre siempre el principio de párrafo, que no haya coma antes de pero, sino y aunque. Subrayo lo que me gusta utilizando el punto de libro como regla. Cuando lo que me gusta es un párrafo, o un pasaje muy extenso, trazo una línea vertical con el lápiz y el punto de libro en el margen de la página. Huelo los libros al abrirlos. También al reabrirlos. Detesto que huelan a periódico. Metería en la cárcel a los que los rayan con bolígrafo, fusilaría a los que lo hacen con rotulador, y fusilaría y luego demolería su casa y sembraría las ruinas de sal a los que lo hacen con rotulador fosforescente. Señalo lo que me disgusta trazando una línea sinuosa debajo o, si es muy largo, al lado. Celebro el papel verjurado, la tipografía inglesa, el gramaje generoso. Suelo olvidarme de retirar las tiras adhesivas de colores con las que he marcado alguna página, y luego me encuentro los libros con un penacho amarillo, o verde, o naranja, como un indio con una pluma. A veces, insulto al autor. Rodeo las erratas con un círculo. Añado los signos de puntuación que faltan, sobre todo los puntos y coma y las comas vocativas, que ya casi nadie utiliza. Si desconozco un término, lo señalo con un signo de interrogación. Si se menciona a alguien repulsivo, como Abelardo Linares, Cayetana Álvarez de Toledo o Raphael, escribo en el margen alguna expresión de disgusto o dibujo un montoncito de mierda. Leo en un sillón, con los pies en un escabel y una lámpara de lectura a la altura de la cabeza. Vuelvo a mirar cuántas páginas me faltan para acabar. Prefiero la letra tirando a grande que la más bien pequeña. Aplaudo los colofones ingeniosos. Me gustan los márgenes amplios, pero no los interlineados excesivos. Las letras han de ser negras, muy negras. Nunca reparo los desgarrones con pegamento ni mucho menos con el horror del celo. No me decido a estampar el exlibris que me regaló uno de mis primeros editores en todos los libros que tengo. Empiezo a fatigarme tras una hora u hora y media de lectura, pero me duele el cuerpo antes que la mente. Siento un extraño alivio cuando el texto llega a un cambio de capítulo o de parte y encuentro una o varias páginas en blanco. Nunca dejo los libros abiertos boca abajo, ni los utilizo para calzar nada. Me molestan las fajas, aunque no me atrevo a tirarlas y las guardo entre las primeras páginas del libro (pero siempre se acaban cayendo). La georgia es la más legible, pero la garamond es la más elegante. Sobriedad, siempre sobriedad, incluso cuando el libro contiene disparates o excesos. El papel satinado solo es bueno para las fotografías. El papel biblia solo es bueno para la Biblia. Releo muy poco: queda tanto por leer. No obstante, cuando releo, borro anotaciones que hice (y me sorprende haberlas hecho) y añado otras nuevas (que me sorprenderán si vuelvo a leerlo). El libro, siempre cosido: qué horror el crujido de las páginas al despegarse y qué tristeza que se desprendan del volumen como las hojas de los árboles. Ya me queda menos para terminarlo. A veces, descubro libros muy anotados de los que no guardo ningún recuerdo, ninguna impresión; de hecho, ni siquiera me acuerdo de haberlos leído. Disfruto con los epígrafes, las dedicatorias, las notas a pie de página; raramente con las fotos de los autores. A veces, escribo el día en que he acabado de leer el libro y un brevísimo juicio crítico en una página de respeto. Leo en los autobuses y los coches —no me mareo al hacerlo—, en los trenes y el metro, en las salas de espera y los aviones, en los bancos de las calles y los parques, en la playa y los cafés, cuando como y cuando cago; leo hasta andando. El único sitio en el que no puedo leer es la cama: siempre me quedo dormido. Pocas veces me salto partes del libro; antes abandono la lectura. Cuando leo en el sillón, me apoyo el libro en la tripa. El índice, al final. Nunca me deshago de lo que encuentro en los libros de segunda mano: flores secas, billetes de autobús (o de tranvía), fotografías, cartas, listas de la compra; se me ocurre que también son el libro. En ocasiones, tacho palabras que leo y que sustituyo por otras que me parecen más pertinentes. También corrijo los errores de traducción. Antes leía los libros hasta el final, aunque no me gustaran; ahora ya no lo hago, pero todavía me resisto a dar por terminada la lectura: dejo los libros que me aburren o disgustan en una pila de “empezados y pendientes”, donde pueden pasar mucho tiempo, con la esperanza de retomarlos en algún momento, hasta que los arrumbo definitivamente en la estantería. Aborrezco el papel reciclado, aunque sea muy necesario. Qué bien: ya estoy cerca del final.

domingo, 8 de junio de 2025

Ninguna idea es sagrada

Los tres textos que contienen estos libros son alegatos jurídicos: se emitieron en los procesos judiciales seguidos en Francia contra la revista satírica francesa Charlie Hebdo por reproducir en 2007 las caricaturas de Mahoma que había publicado tres años antes el periódico danés Jyllands-Posten, y contra los yihadistas que asesinaron en 2015 a doce trabajadores de la propia Charlie Hebdo. Y quienes los pronunciaron son abogados: Richard Malka, que participó en ambos procesos, y George Kiejman, que lo hizo solo en el primero, ambos prestigiosos letrados, y el segundo, además, ministro de Justicia, Cultura y Relaciones Exteriores con el socialista François Mitterrand. Los dos discursos, no obstante, exceden el ámbito estrictamente judicial y se erigen en proclamas universales a favor del laicismo, la crítica a la religión y la libertad de expresión. Se inscriben también en una larga y desventurada tradición: la de quienes han de defender a escritores —o, como en este caso, a dibujantes— de las acusaciones de los biempensantes que, parapetados en su fe, aspiran a impedir que nadie arañe la coraza de sus creencias, o a que, si lo han hecho, paguen por ello. Por suerte, en los países democráticos esto ha de dirimirse en los tribunales, lo que, pese a algunos inconvenientes —los jueces, en España al menos, son mayoritariamente católicos, y algunas organizaciones, como la nefanda Abogados Cristianos, acogiéndose a lo que dispone el medieval artículo 525 del Código Penal, que castiga la ofensa a los sentimientos religiosos, han hecho de la querella una espada flamígera con la que aspiran a rebanar todas las cabezas que, a diferencia de las suyas, piensan por sí mismas—, ofrece garantías suficientes de imparcialidad. Antes, sin esta salvaguardia, se despachaba a los críticos al exilio o a la hoguera sin que al responsable del terrible castigo se le moviese un pelo del bigote. Pero, aun con las supuestas garantías de los tribunales, los escritores y artistas llevan siglos lidiando con los defensores más celosos de la moral pública y los creyentes furibundos en el más allá: a Whitman lo denunció en 1882 la Sociedad de Nueva Inglaterra por la Supresión del Vicio, que logró evitar la distribución de una nueva edición de Hojas de hierba, donde se describían actos repugnantes, y, apenas unos años antes, tanto Charles Baudelaire, por Las flores del mal, como Gustave Flaubert, por Madame Bovary, habían sufrido las embestidas forenses de los perturbados por los versos lujuriosos de uno y las escenas impropias de cualquier persona respetable del otro.

Hoy, por suerte, ya no se considera denunciable, en los países occidentales, el retrato del sexo, pero la burla de la religión sigue manteniendo un estatus incomprensiblemente privilegiado. Richard Malka —autor de un admirable El derecho a cagarse en Dios, publicado en 2022— pone el dedo en la llaga cuando desvela, en Tratado sobre la intolerancia —el mismo título que dio Voltaire en 1763 a su denuncia de la religión, que la Iglesia se apresuró a incluir en su Index Librorum Prohibitorum: la cosa, como se ve, viene de lejos—, cuál es la causa que mató a los doce trabajadores de Charlie Hebdo (y a las 2973 personas de las Torres Gemelas de Nueva York, las 193 de la estación de Atocha de Madrid, las 52 de Londres en 2005, las 86 de Niza en 2016 y un largo y sangrante etcétera): «Tiene nombre: es el acusado que jamás comparecerá ante el tribunal, a pesar de que es el que transforma a seres humanos ordinarios en autores de crímenes, cada uno más monstruoso que el anterior (…). Este acusado mata indiscriminadamente a cristianos, judíos, musulmanes, ateos y, sin embargo, se supone que su nombre no debería pronunciarse nunca. (…) En esta sala, tenemos que nombrarlo y mirarlo a la cara: se llama Religión. Es mi acusado». En efecto, pese a que los terroristas de Charlie Hebdo entraron en la redacción al grito de «¡Hemos venido a vengar al Profeta!» y salieron de ella con el no menos escalofriante de «¡Allahu akbar! ¡Hemos vengado al Profeta», mucha gente se negaba a admitir que la razón de la salvajada fuese, simplemente, la fe, la creencia en un Ser superior al que hay que proteger —como si no tuviera suficiente con ser Dios para protegerse él solo— de las chanzas de sus criaturas, y la atribuía al fanatismo de unos pocos, al racismo de la sociedad, a las desigualdades sociales y las diferencias culturales, a la difícil integración de los inmigrantes y hasta a una libertad de expresión mal entendida, que se había propasado dibujando a Mahoma con una bomba en el turbante, entre otras lindezas. Bien, los hermanos Kouachi no llevaban bombas ni turbantes, pero sí sendos y muy eficaces kalashnikovs. Pese a este prometedor toque de rebato, que anuncia una ofensiva general contra los peligros y las necedades de la religión, de todas las religiones, Malka —y también Kiejman— se ciñen a las circunstancias de los casos en los que intervienen. Y la pequeña decepción que esta particularización pueda causar, se ve pronto superada por la brillantez de su argumentos. Malka se remonta a un debate teológico entre mutazilitas y hanbalitas, en el siglo VIII, para situar el origen del fanatismo islámico: los primeros consideraban que la razón era el fundamento primordial del islam y otorgaban un papel crucial al libre albedrío; los segundos, rigoristas, creían en un Corán increado, es decir, procedente directamente de Dios, y sostenían, en consecuencia, que el creyente no debía interpretarlo ni cambiarlo: solo debía obedecer. No en vano, islam significa «sumisión». Y vencieron los hanbalitas: el actual wahabismo saudí y el salafismo, patrocinadores de la yihad, son la emanación actual de esta corriente literalista. El islam se halla instalado, pues, en un absolutismo radical y una inmovilidad ponzoñosa, cimentados en los versículos del Corán que predican la violencia, como este, tan desgraciadamente célebre: «Matad a los infieles dondequiera que los encontréis, capturadlos, asediadlos, emboscadlos». Malka analiza la evolución histórica de esta trágica fosilización hermenéutica —y de sus cruentas consecuencias—, que se ha dotado, hasta nuestros días, de un arma poderosa: el delito de blasfemia, que es el que se esgrimió, en primer término, contra Jyllands-Posten y Charlie Hebdo (hasta que algunos la juzgaron insuficiente y decidieron emplear métodos más resolutivos), y propone que luchemos contra él como un modo de «denunciar los sortilegios de la pureza religiosa» y de devolver al islam una «espiritualidad, una libertad, una poesía, como la del transgresor Abu Nouwas en el siglo VIII, o la del refinado poeta palestino Mahmoud Darwich, una filosofía brillante, abierta y tolerante».

Georges Kiejman, por su parte, en un refinado alegato, no exento de humor, repasa la jurisprudencia francesa e internacional —«correosas», las califica— sobre las ofensas a la religión y la libertad de expresión, analiza las caricaturas que originaron el primer proceso y culminaron en la matanza del Charlie Hebdo (sostiene que «hay que ser estúpido para ver en esa cubierta otra cosa que no sea un homenaje a Mahoma»), define a los integristas como «gente que se adueña de determinadas partes del Corán, de los versículos belicosos, ignorando otros que preconizan la comprensión y el amor», pide a los jueces que han de fallar que no pongan «fin a una época bendita en la que podíamos decirnos unos a otros lo que pensábamos unos de otros», y concluye que «la humanidad debe ser puesta por encima de las religiones».

Tanto Tratado sobre la intolerancia como Elogio de la irreverencia incluyen sendas cronologías de los hechos que condujeron a los procesos judiciales en los que participaron Malka y Kiejman, y el segundo incorpora también la sentencia del Tribunal de Primera Instancia de París, de 22 de marzo de 2007, por la que se absuelve a Charlie Hebdo de los delitos de que la acusaban los denunciantes —la Sociedad de los Habús y los Lugares Santos del Islam, y la Unión de Organizaciones Islámicas de Francia—, ratificada después por el Tribunal de Apelación de París y por el Tribunal Supremo. Por sentencia del 16 de diciembre de 2020, las catorce personas acusadas por los asesinatos de Charlie Hebdo fueron condenadas a penas que van de los cuatro años de prisión a cadena perpetua.

[Este artículo se publicó en Letras Libresnº 284, mayo de 2025, pp. 49-51]

martes, 3 de junio de 2025

Historias de la oficina (y V)

En cuanto a mí, me encargaba de auditar los contratos de las empresas y entidades públicas sometidas al control de la administración, es decir, de comprobar que se hubieran instruido y suscrito de acuerdo con la ley. Era un trabajo mortalmente aburrido. Consistía en apilar expedientes de contratación —que, en algunas empresas grandes, podían alcanzar varios metros de altura: crecían a mi alrededor como columnas dóricas— y verificar que contuviesen los papeles necesarios. Porque eso era lo terrible: que faltase un papel. Los papeles habían de cuadrarse en los expedientes como los reclutas en el cuartel. Aquellos papeles eran siempre los mismos: resoluciones de incoación, pliegos de cláusulas administrativas y prescripciones técnicas, ofertas económicas, ofertas técnicas, actas de la mesa de contratación, informes de adjudicación, propuestas de adjudicación, resoluciones de adjudicación, entre muchos otros documentos encumbrados y fieros. El lenguaje administrativo se imponía como una plaga de caracoles manzana. Y yo había de navegar, cada día, cada hora, cada minuto, por aquellos sargazos inextricables, que sumaban la reiteración a la prolijidad: la de las mismas fórmulas, tan huecas como el cerebro de quien las había ideado. Mi condena, mi fatalidad, consistía en ser un ser lingüístico enfrentado a un mundo sin conciencia lingüística. Si se daba la circunstancia de que uno fuese contable o economista, las necedades escritas en los expedientes le eran irrelevantes, es más, ni siquiera las advertía. El contable o el economista se limitan a cuadrar cifras y a disfrutar con ese malabarismo numérico. Para ellos, el lenguaje es solo un vehículo —molesto casi siempre, por impreciso— de esa abstracta manipulación de relojería a la que se entregan y que no admite inexactitudes ni ambigüedades —aunque sí interpretaciones—. Los ojos del contable o del economista se deslizaban por la superficie del lenguaje sin reparar en el oleaje o los accidentes del agua, ni en las espumas o las irisaciones del mar, urgidos solamente por la necesidad de remontar las corrientes y alcanzar el puerto del resultado. Los míos, en cambio, se hundían fatalmente en aquellos caldos tenebrosos, donde no hallaban ni una pizca de verdad ni una chispa de aliento. Y allí, en aquel piélago sin luz ni redención, quedaba atrapado, pegajoso de palabras descarriadas, abatido por tanto dislate de leguleyo. Había intentado distraer el cerebro con música clásica: me ponía los auriculares y escuchaba For unto us a Child is Born de Händel, o el concierto para mandolina en do mayor de Vivaldi, o el Ave María de Caccini, pero aquellas piezas obraban el efecto contrario al deseado: no me distraían de la negrura que me atenazaba, sino que la acrecentaban: me hacían más consciente de la distancia que mediaba entre los acordes y las frases, entre las lágrimas de placer que me arrancaban aquellos y las de aburrimiento que me producían estas. Los expedientes de contratación acababan siendo una espesura vacía, un magma helado. Yo penaba interminables mañanas entre párrafos hoscos, sobreviviendo a duras penas a facturas aberrantes, albaranes taimados y un amplio surtido de horripilantes documentos mercantiles. Necesariamente había de sacar la cabeza del barro y respirar. Cerraba entonces las carpetas, cogía el libro que me hubiera llevado aquel día conmigo y me iba a algún bar de los alrededores. Era el mejor momento de la jornada: si hacía bueno, me acomodaba en la terraza, pedía un café con leché y empezaba a leer. El lenguaje por fin consentido y con sentido —aunque me gustase poco lo que leyera: todo lenguaje, comparado con el de las auditorías, era una celebración, y todo mi yo bailaba con él como un apache alrededor de una hoguera propiciatoria— me rescataba de aquella tortura sin consuelo y me devolvía al mundo de los vivos. El hecho de que hubiese de desplazarme a donde la empresa auditada tuviera su sede, era una de las pocas cosas buenas de aquel trabajo: me permitía conocer barrios de la ciudad que apenas había visitado y descubrir rincones ignorados. Recuerdo una placita de Sarriá, junto a una iglesia, en la que todo sosiego tenía asiento. Yo me sumergía en la lectura de La bicicleta del panadero, de Juan Carlos Mestre, pero también levantaba la vista, de vez en cuando, y veía a una madre joven empujar el cochecito de su hijo, o a un viejo sentarse en uno de los bancos de la plaza para leer el periódico, o a unos niños peloteando con la misma pasión con la que unos soldados habrían asaltado una trinchera enemiga. Las palomas se posaban en las farolas despintadas y en los saledizos de la fachada de la iglesia, y echaban otra vez a volar, sin otro motivo que porque eran palomas. El sol caía sobre la plaza como una sábana recién lavada, y de una pastelería vecina llegaban fragancias dominicales, aunque fuera lunes: olores a crema y pan, vaharadas de yema, exhalaciones de chocolate. Luego, bajaba la vista, daba un sorbo al café con leche y seguía leyendo.

martes, 27 de mayo de 2025

Historias de la oficina (IV)

Otros funcionarios acudían a la oficina siniestra. Entre la clase de tropa —los auxiliares administrativos—, estaba Lola, una señora de mucho porte y seriedad, pese a la modestia de su rango laboral, y, a diferencia de la Carpintero, trabajadora infatigable. Llegaba siempre la primera al despacho y muchos días era la última en marcharse. Hacía muchas más horas de las que le correspondían: allí estaba, mañana y tarde, atornillada a la mesa, tecleando sin parar en el ordenador o punteando interminables hileras de números. Uno pensaba que era imposible que se pasara tantas horas ante la pantalla solo trabajando, y que era muy probable que dedicase parte de ese tiempo a chatear por internet o a jugar al buscaminas, como hacíamos todos. Pero no era así: cuando uno pasaba por detrás de ella y lanzaba una mirada a su pantalla, solo veía números, ristras y ristras de números; o documentos de excel con infinidad de celdillas, llenas igualmente de números; o pedeefes de facturas, de hirsutas y tenebrosas facturas. Lola trabajaba y nunca dejaba de trabajar; trabajaba con furiosa concentración, con tenacidad sisífica; trabajaba como si la salvación de la humanidad dependiese de su trabajo. Pero nadie sabía en qué. Lola nunca había entregado ningún informe que recogiese el fruto de tanto quehacer, ni rendido a nadie los grandes totales de aquellas sumas que remataba con inexorable escrupulosidad. González le asignaba la verificación de unas cuentas —averigüé que era él el que depositaba los papeles en la mesa de Lola— y luego desaparecía, enfrascado como estaba en la comprobación de las cuentas de alguna entidad y en la recuperación o reconstrucción de esas mismas cuentas, inevitablemente extraviadas en el ordenador. Y durante las muchas semanas o meses en que su jefe no estaba presente, Lola se entregaba a la tarea asignada con el ahínco de un toro semental. Pero Lola era ya mayor, y le llegó la hora de la jubilación, que para ella era como la hora de la muerte. Su expresión se contrajo hasta adoptar un rictus agónico. Siguió sumando desesperadamente, hasta el último momento, columnas de números, pero ya no había aquella entereza, aquella majestuosidad, en lo que hacía, sino un sufrimiento apenas disimulado: pronto habría de enfrentarse a la realidad de una vida sin números que sumar, ni facturas que revisar, ni archivadores que ordenar, ni oficinas a las que acudir. Cuando llegó el día fatídico, vació los cajones, limpió los armarios, reunió sus pertenencias, cerró el ordenador y, en medio de un silencio estremecedor, con el abatimiento de un condenado a muerte, salió por la puerta como si, pese a todos sus esfuerzos, no hubiera podido salvar a la humanidad y el fin del mundo hubiese llegado. Sin embargo, y para nuestra sorpresa, por la tarde reapareció. Y también la tarde siguiente. Y las otras. Se sentaba en su antigua mesa y volvía a revolver facturas y papeles. Pero esta vez eran los suyos: le había pedido al jefe que le permitiese acabar en la oficina la declaración de la Renta, que tenía a medio hacer. Así cumplía con sus deberes fiscales y mitigaba, al mismo tiempo, el vacío que la ahogaba. El jefe, misericordioso, le permitió hacerlo.

También estaba Evaristo. Y subrayo su nombre, Evaristo, porque durante mucho tiempo nadie estaba seguro de cómo se llamaba. Unos pensaban que Guillermo, otros que Ceferino; hubo incluso quien adujo que podría no tener nombre, o que acaso lo había olvidado en algún accidente que le hubiese producido amnesia. Pero todo eran hipótesis sin confirmación. Alguno llegó a dudar de que existiera: quizá fuese un holograma. Por fin, una secretaria, tras muchas pesquisas, exhumó algunos documentos de su expediente personal y nos dio a todos la feliz noticia: tenía nombre, y ese nombre era Evaristo. Evaristo llegaba cada mañana a la oficina y, muy ceremoniosamente, se sentaba en su silla. No decía «hola», ni «buenos días», ni nada; Evaristo no hablaba con nadie: se sentaba y desenfundaba algún expediente, o algún documento en el ordenador, y se abismaba en él. Acorazado en su mutismo, las horas pasaban por sus carnes como los rayos del sol por el cristal. Cuando llegaba la hora sagrada del bocadillo, sacaba una fiambrera monstruosa y se aplicaba a devorar lo que contuviera con la misma silenciosa eficacia con la que atendía sus obligaciones, fueran cuales fueran, en su mesa de trabajo. Cuando, cuatro horas después, llegaba la hora de salir, recogía los bártulos, rescataba la fiambrera vacía de las profundidades del cajón, apagaba el ordenador y se iba, haciendo sonar la tarjeta de fichar en el mismo instante en que la minutera golpeaba la raya de las doce. Y todo ello sin preocuparse jamás de escándalos ni chismorreos. ¿Que unos fanáticos habían estampado sendos aviones en las Torres Gemelas y matado a 3.000 personas? Sin comentarios. ¿Que el Partido Popular, una organización constituida por y para la corrupción, había logrado la mayoría absoluta? ¿Y qué? ¿Qué tenía él que decir? ¿Que Jordi Pujol y su catalana familia, además de católicos practicantes, eran unos facinerosos? Nada que añadir. ¿Que a los funcionarios nos rebajaban el sueldo otra vez? Pues qué le íbamos a hacer. Su mirada resbalaba por el lomo de quienes se hacían eco de aquellos acontecimientos como la de la reina de Inglaterra lo habría hecho por el de un dependiente de zapatería. Evaristo era inmune a la actualidad y a la comunicación humana. Un gusano platelminto era más expresivo que él.