miércoles, 22 de octubre de 2025

Polémicas literarias

En las estancadas aguas de la literatura española actual viene a caer, de vez en cuando, alguna piedra, en forma de polémica, que las agita y atribula. Aunque es una tribulación fugaz, de ondas concéntricas que apenas alcanzan la orilla. Hace algunas semanas, las redes sociales, que tienen atrapado a casi todo el mundo con más fuerza que las almadrabas de los pescadores gaditanos a los atunes del Estrecho, ardieron —como suele decirse— con las manifestaciones de alguien llamada, si no recuerdo mal, María Pombo, que al parecer es una influyente —traduzco del inglés—, es decir, alguien cuya principal ocupación conocida consiste en influir en los demás. Siempre que sé de algún influyente, me pregunto: ¿influir? ¿En qué? ¿Para qué? Y, sobre todo, ¿en virtud de qué? Porque la influencia, como la fama, se ha desvinculado del mérito. Antes, uno influía porque era un científico reputado, o un filósofo iluminador, o un escritor estimable, o un artista revolucionario, o un intelectual crítico, o un político sinceramente comprometido con el bien común, y había trabajado —estudiado, leído, reflexionado— largamente para serlo. Ahora, uno influye porque es influyente. Como María Pombo, a la que no le ha hecho falta nada más, para alcanzar esa privilegiada condición, que ser rica, mona y pija. Antes, también, la influencia derivaba de un saber, de una ciencia, de una autoridad intelectual. El médico no influía por influir, sino porque había descubierto nuevos tratamientos para las enfermedades o innovadores procedimientos quirúrgicos; el jurista tampoco, sino por haber contribuido a mejorar las leyes que regulan la vida de la comunidad; ni el escritor, que bastante hacía con escribir lo mejor que pudiera para preocuparse por influir en los demás. Ahora, el conocimiento no es necesario; basta con saber influir, aunque no haya nada que transmitir, nada que acrezca el patrimonio cultural ni intelectual de los influidos. Pero he divagado. Estaba diciendo que la influyente Pombo había encendido las redes afirmando que a ella no le gustaba leer y que “leer no os hace mejores personas” (se dirigía, al parecer, a los que le habían preguntado, o más bien reprochado, que no tuviera libros en su casa de lujo, decorada con el gusto exquisito de quien no tiene otra cosa que hacer que decorar la casa de lujo). Lo que me sorprendió no fue la soplapollez de la Pombo, experta en soplapolleces, como ha de ser cualquier influyente que se precie, sino la reacción indignada de tantos, que convertía aquella fruslería en una afirmación merecedora de análisis. Muchos, para rebatirla, utilizaron el viejo recurso retórico de darle la razón prima facie —“claro que leer no nos hace mejor personas...”— para, a continuación, subvertir el fondo —si es que lo había— con las verdaderas aportaciones de la lectura (o con los perjuicios de la no lectura, como la que trágicamente aqueja a la Pombo): “...pero sí nos hace menos ignorantes, o más humanos, o nos enriquece mucho, o nos permite vivir más, o nos divierte...” (elíjase aquí la categoría que cada cual prefiera). En realidad, leer nos hace mejores personas, aunque se pueda ser una gran persona sin leer, y también aunque los mayores monstruos de la historia (Hitler, Mao, Stalin sobre todo) hayan sido grandes lectores (y hasta escritores: Hitler pergeñó un libro muy influyente, y Stalin y Mao ¡eran poetas!): a ellos leer no los benefició nada, porque ya eran Hitler, Stalin y Mao. La quimioterapia mejora —y hasta cura— a los enfermos de cáncer, aunque a todos no: hay quien no responde al tratamiento. Las escuelas mejoran —construyen— la educación de todos, aunque algunos alumnos suspendan, o sufran acoso escolar, o los profesores se depriman. Los trenes mejoran las condiciones de vida de la gente —y hasta le son imprescindibles—, aunque a veces se produzca un descarrilamiento o un atropello (o un atentado). La lista de analogías es interminable. Leer no solo reporta placer —que ya es, por sí solo, un mérito muy relevante—: es también una herramienta ética para nuestro crecimiento, para ser más —y mejor— lo que somos: expande la mente, flexibiliza las ideas, relativiza las certidumbres, dilata el lenguaje —la sustancia de nuestro pensamiento—, acrece la compasión y la solidaridad, nos hace más conscientes de nosotros mismos y de quienes constituyen con nosotros el mundo. En suma, nos perfecciona, aunque, naturalmente, no sea el único factor que determine nuestro desempeño ni nuestro destino como seres humanos. Seguramente, a un asesino en serie no le haga ningún bien, o ninguno apreciable en el océano de maldad en el que vive. Aunque quizá, también, la lectura haya rescatado a alguno de la cárcel, o de la delincuencia, o de la sociopatía (y del suicidio). En todo caso, lo más preocupante de este debate chusco no son las sandeces de una millonaria cabezahueca, sino el hecho de que miles de personas —entre las que, ay, ahora me cuento— les presten atención. Lo criticable no es que alguien como María Pombo influya en la sociedad; lo criticable es que miles de miembros de la sociedad le reconozcan ese papel aventajado y se dejen influir por ella. Lo lamentable, en fin, no es que existan las opiniones de la Pombo (ni siquiera la propia Pombo), sino que tantos las ensalcen y las suscriban. 

Una segunda polémica deleznable, pero recurrente —sucede todos los años desde hace una década, más o menos—, ha surgido con la concesión del Premio Planeta a alguien que atiende por Juan del Val. Que el premio literario mejor dotado económicamente del mundo (un millón de euros, más que el Nobel, que este año le reportará 934.000 euros al húngaro de apellido impronunciable que lo ha ganado) vaya a parar a un escritor o escritora desorejados, pero bien situados en el mundo digital y los medios de comunicación, por una novela abominable, se ha convertido en una costumbre española, como lo era sueca no conceder el premio Nobel a Jorge Luis Borges. En cuanto se supo la noticia, brotaron como champiñones las opiniones, no menos indignadas que las de tantos con la Pombo, según las cuales el Premio Planeta se había convertido en un fiasco que desatendía cualquier mérito literario y solo primaba el éxito comercial, que se buscaba con su concesión a una figura atractiva y, sobre todo, mediática. Pero estas opiniones furiosas yerran, no porque no sea cierto lo que dicen —que el Planeta no tiene ya nada que ver con la (buena) literatura y solo responde a un propósito económico—, sino porque sigan considerándolo un premio literario. El Premio Planeta dejó hace mucho tiempo de serlo. Hoy solo es una operación comercial, en la que podemos creer como los niños creen en los Reyes Magos, porque todo el mundo se ha concertado para sostener la fábula, pero que no obedece a nada más que a los intereses mercantiles de una empresa privada. La satisfacción de estos intereses es un objetivo legítimo, mientras todos aceptemos vivir en una economía de mercado: el Grupo Atresmedia, del que es accionista preferente la editorial Planeta, tiene derecho a perseguir los mayores beneficios en su actividad, y para ello acuerda la concesión del premio con una figura ampliamente conocida que crea le va a garantizar mejor la venta de muchos, muchísimos ejemplares. Lo único que cabe reprocharle es que siga llamando premio a esta operación. Eso sí es publicidad engañosa. Para mantener la ficción, este premio fake desde hace tantos años continúa teniendo un jurado —entre cuyos miembros se cuentan literatos del fuste de Pere Gimferrer y hayan figurado en el pasado otros admirables, como Juan Marsé, Carlos Pujol o mi querido José María Valverde; verdaderamente, no alcanzo a imaginarme de qué debaten cuando se reúnen para la concesión del premio— y, lo que es aún más pasmoso, a miles de ilusos que concurren a cada convocatoria. En 2025, han sido 1320, un récord histórico. ¡1320 personas con la ofuscación y la vanidad suficientes como para creer que podían ganar, o ser finalistas, o al menos ser invitados al cóctel que festeja el premio! Este es, de nuevo, el meollo del asunto: lo deplorable no es que una empresa actúe en el mercado para aumentar sus ganancias, aunque sea con la pantomima de un premio que no lo es, sino que los clientes de ese mercado avalen su actuación y compren sus productos. Al cabo de todo este truculento proceso, lo que habrá serán varios cientos de miles de ejemplares de una obra vomitiva publicados, comprados y quizá leídos por otras tantas personas (a las que difícilmente hará mejores). Y estas son las que le hacen realmente el juego a la editorial, los que legitiman la farsa. Para quienes creemos en la literatura, para quienes vivimos en la literatura, hace mucho tiempo que el premio Planeta no significa nada. O sí: lo que no es, lo que no debe ser la literatura. Nuestros intereses están en otra parte. 

Una tercera polémica, y última por hoy, no menos irrelevante que las anteriores, aunque de una mayor perfil institucional, ha sido la que han protagonizado hace muy poco el Instituto Cervantes y la RAE, en las personas de sus respectivos directores: el poeta Luis García Montero y el ensayista —y catedrático de Derecho Administrativo— Santiago Muñoz Machado. La polémica, iniciada por García Montero, refleja bien el espíritu cainita español. Las dos principales instituciones que deben velar por la unidad, limpieza, difusión y progreso de la lengua española, se enzarzan públicamente en una discusión ad personam, perfectamente prescindible, en lugar de trabajar juntas por un objetivo común, cada una ejerciendo las competencias que tiene legalmente asignadas. Es seguro que las diferencias personales ocultan diferencias ideológicas, pero ninguna diferencia ideológica tiene por qué enturbiar el esfuerzo conjunto de ambas entidades por una causa superior. El soplamocos de García Montero a Muñoz Machado y, por extensión, a la RAE fue injusto e improcedente. También lo fueron las respuestas destempladas de Álvaro Pombo, en un artículo caótico y visceral publicado en el ABC, en el que cubría de insultos al director del Cervantes, casi todos de corte ideológico (comunista, burócrata, subvencionado, tiñoso y faltón), menos los referidos a su condición de poeta, en los que acierta (“poeta menor, agradablemente menor”, dice) —Pombo no es un mal escritor, pero lo que sin duda es, es un mal analista político: no por casualidad militó en la desastrosa y fachísima UPyD—; y del inefable Arturo Pérez Reverte, a quien le gusta más una pelea que a un tonto un lápiz, quizá porque necesita afirmar siempre su hombría, al que le faltó tiempo para sumarse a los detractores de García Montero con un mensaje en la red X en el que despachaba sus cogitaciones. Según él, García Montero es una “criatura de Albares” —el ministro de Asuntos Exteriores, del que depende el Instituto Cervantes— y un “mediocre y paniaguado”. El pergeñador de Alatriste remata su dicterio con la pintoresca teoría de que también es el testaferro que el pérfido Gobierno sanchista utiliza “para controlar la Academia” (como si el Gobierno, del que depende financieramente en gran medida la RAE, no pudiera, cuando quisiese, controlar a la Docta Casa por el expeditivo procedimiento de eliminar, reducir o condicionar las generosas ayudas que le presta). Toda esta bronca no ha sido más que una pelea de gallos, impertinentes, bocazas, muy patrios y, lo peor de todos, faltos completamente de sentido y lealtad institucionales.

miércoles, 15 de octubre de 2025

Cartografía del fuego

En Ediciones la Discreta, uno de esos sellos literarios independientes que obran con tanta prudencia como finura, dirigida por el poeta y profesor Santiago López Navia, acaba de ver la luz Cartografía del fuego, un conjunto de tres poemarios —El fuego y la frontera, El vuelco de las batallas y Cualidades de la madera— del poeta barcelonés Miquel-Lluís Muntané, un acreditado autor, de larga trayectoria, en lengua catalana, con la excelente traducción de Antonio García Lorente y Silvia Rins. Estos tres títulos dan una visión sintética pero panorámica de la obra de Muntané, uno de los pocos poetas catalanes actuales que ha cultivado —con la traducción de sus libros al castellano, su presencia en el mundo cultural español y su amistad tanto con los escritores catalanes que escriben en castellano como con el resto de escritores españoles— el nexo entre la literatura hecha en Cataluña y la que se hace en el resto del Estado, un nexo que mantuvieron vivo grandes autores del siglo XX, como Antonio Machado, Miguel de Unamuno, Joan Maragall y Salvador Espriu, así como la escuela de Barcelona al completo, con Gil de Biedma y Carlos Barral a la cabeza, pero que, en estos últimos y atribulados tiempos, las convulsiones políticas han resquebrajado, si no destruido. 

Este es el segundo poema de Cualidades de la madera:

PIEDRA, PAPEL, TIJERA

Si cierro el corazón antes que tú lo cierres,
¿te habré vencido? ¿Y qué suerte
de triunfo sería esta?
¿El orgullo somete a la soledad?
Hijos del dolor, atizamos, tal vez,
la memoria con el deseo
que secuestra la sangre, y con el peso de la añoranza
se ablanda la furia.
Pero, si te abro el corazón, ¿quién me salvará?
¿Quién gana a quién?
Quien causa daño es siempre el perdedor.

Y esto digo en el prólogo del libro, que he titulado “Escribir el tiempo”:

Los tres poemarios reunidos en Cartografía del fuego reflejan una evolución que puede identificarse tanto con una parábola como con una recta. Espigados de una obra extensa y poliédrica, en la que Miquel-Lluís Muntané ha cultivado casi todos los géneros posibles, y escritos en décadas diferentes (1997, 2009 y 2016), cada uno plasma un asedio distinto a la palabra, una mirada discrepante, pero no enemiga, de su mirada anterior, un matiz esencial. El primero, El fuego y la frontera ―que es el quinto de su producción, iniciada con L’esperança del jonc (‘La esperanza del junco’), en 1980―, cuyo título recuerda al cántico de Juan de Yepes («Buscando mis amores, / yré por esos montes y riberas; / […] y passaré los fuertes y fronteras»), despliega una poesía esmerada, preciosista, de léxico suntuoso, efervescencia cromática y trepidación sensual, en la que las figuraciones oníricas se abrazan a los ecos novecentistas y el virtuosismo técnico no empaña, sino que corrobora, el significado que vehicula.

En El fuego y la frontera, el poeta atiende a los hechos de la cotidianidad, que son, a menudo, minucias, pero que él transustancia en realidad imperiosa ―en epopeya humilde― por medio de la alquimia musical: pormenores elevados a motetes. Miquel-Lluís Muntané recurre con frecuencia a la escansión para cimentar la eufonía de sus versos y, de la mano de sus diligentes traductores, no descuida aquellos mecanismos retóricos que ensanchan la sonoridad de lo escrito, como la aliteración, con la que gusta de subrayar las metálicas sibilancias de algunos fonemas fricativos: «Cuanto más huye de él, / más le azuza Luzbel»; «contornos que surcar / ―con cenefa azulada / y una pátina de paz delicada». (...). Miquel-Lluís Muntané es siempre un poeta musical, y lo es, en particular, en El fuego y la frontera. No solo habla de «compases binarios», «madrigales», «cantos» o «cantatas», sino que transforma la propia voz en madrigal o cantata: explora recurrencias melódicas, se deja acariciar por la azarosa deriva de las consonancias –y nos acaricia a nosotros con ellas– y siembra una fluidez arrulladora y arrolladora en poemas que, por otra parte, son a veces lluviosos y hasta ásperos. No hay contradicción en ello, sino simbiosis. A esta musicalidad radical contribuye también la querencia del poeta por los finales contundentes, que dibujan una suerte de fortissimo con el que cesa, y a la vez culmina, el discurrir lírico. Estas codas o remates acendran lo sugerido o murmurado y, aunque no son moralejas, participan de un cierto propósito moral. 

Porque El fuego y la frontera no oculta una dimensión ética. El poema «Carta de navegar», por ejemplo, es un decálogo moral, de inspiración horaciana. Cada verso enuncia un deber, y todos esos deberes concluyen en el amor, un asunto capital en la poesía de Miquel-Lluís Muntané. (...) Es muy significativo, también, que este poema se titule «Carta de navegar», que el poemario al que pertenece incluya la palabra «frontera» en su título, y que el libro que los abarca a ambos cartografíe el fuego.  (...) Todos aluden a la planimetría, a los accidentes o irregularidades encerrados en un papel, a la geografía amansada por latitudes y longitudes, a los paisajes recorridos o pendientes de recorrer. Y todos metaforizan la vida como un lugar por el que peregrinar, en una versión contemporánea del homo viator barroco, y que medir, para no extraviarnos o para recobrar el aliento y la esperanza después de habernos extraviado. Los poemas de Miquel-Lluís Muntané son breves mapas existenciales: rutas inscritas en su conciencia que despliega ante nuestros ojos como los capitanes de barco desplegaban antes los legajos que revelaban los escollos en los que se podía naufragar o desentrañaban las traicioneras corrientes marinas.  (...) Uno de los sostenes de su confianza en el valor y el significado de lo vivido son sus convicciones religiosas: el poeta se define como «cristiano y de izquierdas», aunque su fe nunca se coagule en tesis, nunca, por fortuna, oscurezca doctrinalmente los poemas. (...)

El vuelco de las batallas, publicado doce años después de El fuego y la frontera, se adentra por las trochas del figurativismo, sin abandonar todavía los parajes, a la vez corpóreos e inmateriales, de su estilo pulimentado. O quizá sería mejor decir que sale de las delicadas espesuras de ese lenguaje anterior para caminar por unas llanuras indóciles, en las que se alternan roquedales y sembradíos. En El vuelco de las batallas prevalecen los recuerdos (...). El poeta evoca escenas antiguas en el pueblo y en el campo, pero también en las ciudades –en Muntané conviven el locus amoenus de la naturaleza y el tráfago de la urbe–, impregnadas de una pureza infantil ―«el paso evanescente de un espectro fugaz: / la infancia remota»― y una recia añoranza. Sus relatos –porque sus poemas también son narraciones– siguen refiriéndose, en su mayoría, a hechos cercanos, a recodos menudos de la existencia, en los que se vuelca una actitud trascendente, o de los que se extrae un aprendizaje moral: hay que soportar el disgusto y el escepticismo que suscitan los fracasos y las injurias de los días para acceder al paraíso de la ilusión, o del amor que no declina, o del humor que diluye lo amargo. (...) No obstante, y pese al amparo que ofrece el amor, la tristeza y la melancolía parecen ganar la batalla en este libro. El tiempo no deja de fluir, y ese fluir llena las riberas de cadáveres. La desembocadura de todo es la muerte, que comparece en varios poemas. (...) Pero el poeta se guarda un as en la manga: el distanciamiento irónico, un donaire elegante, muy británico ―«leve, casi piadoso», dice Eduard Sanahuja en el prólogo de la edición original―, que pretende rebajar las aristas de la muerte. (...)

En Cualidades de la madera, se completa el arco que describe la poesía de Miquel-Luís Muntané, cuya clave de bóveda ―así se titula uno de los poemas de El fuego y la frontera― es una evolución esencializadora del lenguaje. Este tercer libro de Cartografía del fuego enfrenta los poemas a una desnudez doliente. Los sucesos de la realidad y las aflicciones de la intimidad se enroscan en sí mismos y se despojan de toda galanura, para devenir ensueños tangibles, artefactos fibrosos y susurrantes. Desde cierta perspectiva, los poemas de Cualidades de la madera se acercan a lo que, en la poesía española de los últimos cuarenta años, se ha llamado «la poesía de la experiencia», por su inmersión en lo cotidiano, su afán de transparencia y su empeño transitivo. La poesía de Miquel-Lluís Muntané trasciende, sin embargo, los resbaladizos —y a veces viscosos— límites de esta aurea mediocritas para internarse en una incisiva exploración de lo sencillo y abismal. No hay mutación en los asuntos; si acaso, ahondamiento. (...) El pesimismo que ha pespunteado Cartografía del fuego desde el principio, ese reverso oscuro de una moneda cuyo anverso es la esperanza, fermenta ahora en misantropía (...). La dimensión existencial de Cualidades de la madera es ancha y poderosa, aunque los poemas sean concisos y, en apariencia, livianos. Ha crecido desde la semilla inicial de El fuego y la frontera, donde la encubría el trasiego verbal, los relumbres de la música. El paso del tiempo es ahora un paso marcial, que no deja huellas sino depresiones en el camino, y la nostalgia se recrudece hasta morder (...). [Pero] el amor sigue siendo nuestra última causa, el objetivo final de nuestro ser. Y, en efecto, en «Nieve en la luna», el poeta, pese a todas las negruras con las que ha de convivir, o precisamente por ellas, quiere, sutilmente ardiente, «recorrer con los labios / [los] puntos cardinales» de la amada; o en «Pendiente de derribo» sabe, recordando las tardes pasadas en las salas de cine, que «la lágrima clandestina, / el pulso acelerado y el temblor / de poner una mano blanca entre las tuyas, / celebrando la penumbra, / se volverán ceniza junto a ti». (...) Por fin (...) llegamos al último poema del libro, «Principio de acuerdo», en el que se cifra, tras tanto padecimiento o tanto esfuerzo por sobrellevarlo sin perder la sonrisa, el núcleo significativo de esta poesía mesurada pero inquisitiva. El poeta alcanza aquí un compromiso con la vida y consigo mismo: luego de sentir las «lenguas de fuego [que] transitan / por el vientre de la tierra», desaprender «el sutil resplandor de las palabras» y malgastar la vida «en timbas de vacío», algo sucede —un gesto, un recuerdo, un placer, una sorpresa— que nos descubre la grandeza de respirar, que nos une a la naturaleza y a nuestro propio yo; y es entonces, en uno de los finales, sobre rotundos, más conmovedores del libro —el último dístico de Cartografía del fuego—, cuando «podemos sentarnos en el pórtico de los días / ungidos de una paz que no prescribe». Así, Miquel-Lluís Muntané subvierte las premisas, pero suscribe el sentido de lo que dijo Robert Browning y después recordó Borges: «Cuando nos sentimos más seguros, ocurre algo, una puesta de sol, el final de un coro de Eurípides, y otra vez estamos perdidos».


sábado, 4 de octubre de 2025

Paseando por Llançà

Este año, mi familia y yo hemos decidido pasar unos días en Llançà, uno de los pocos pueblos de la Costa Brava que ninguno de nosotros conoce. Nos alojamos en la casa de unos franceses que goza de unas vistas espléndidas sobre El Port —el barrio en el que nos encontramos; la otra parte de Llançà es la Vila— y el Mediterráneo. La contrapartida de la buena ubicación de la casa es su pésima decoración, una mezcla de plásticos de colores chillones (el rosa es el predominante), setentera y kitsch. (Destaca con luz propia, y nunca mejor dicho, una lámpara de mesa cuyo interruptor es el pene de la figurita que funge de estructura: para encenderla, hay que llevarlo hacia arriba). A uno de mis hijos, la decoración le recuerda a la de La naranja mecánica. La no excesiva comodidad del mobiliario contribuye también a que pronto abandonemos el lugar y empecemos a explorar el pueblo. La primera tarde, en que Álvaro y yo aún estamos solos, y tras zamparnos una buena paella vegetariana en uno de los pocos restaurantes no totalmente carnívoros de la localidad, bajamos hasta la playa del Cros, una de las que jalonan los siete kilómetros de costa del pueblo, y que resulta la más próxima a nuestra residencia. Todo está tranquilo —es finales de septiembre, y la caterva de turistas que lo invaden todo en julio y agosto se han desvanecido, afortunadamente— y disfrutamos de un largo paseo por la playa y el camino de ronda que recorre la costa desde Port de la Selva hasta Colera, el penúltimo pueblo de la Costa Brava, más allá del cual solo queda Port-Bou, cuyo principal atractivo consiste en ser el lugar donde se suicidó —y está enterrado— Walter Benjamin, el filósofo perseguido por la Gestapo. Quizá inspirados por la figura trágica de Benjamin, Álvaro y yo hablamos de la noticia del día, el discurso —por llamarlo algo— de Donald Trump ayer en la sede de las Naciones Unidas. “Hablar” también es un eufemismo, porque a lo que nos dedicamos es a despotricar, saturados de indignación, por la nueva sarta de barbaridades que ha soltado el energúmeno de la Casa Blanca. Mientras nos desahogamos ante las olas del Mediterráneo, que se nos acercan indiferentes, observamos, en el otro extremo de la playa, plantada junto a unas barcas deportivas volcadas en la arena, una tienda de campaña y a unos excursionistas. Habría jurado que acampar en la playa estaba prohibido en Cataluña, pero esta gente no ha tenido, ni tiene, inconveniente en hacerlo. Es más, uno de los campistas está pescando tranquilamente en el mar. Cuando volvemos a casa ya está atardeciendo, y observamos entonces un paisaje encantador: Lançà iluminada, con ese juego de ocres y dorados que difumina los volúmenes y a la vez los enardece. Al día siguiente, ya todos reunidos, seguimos paseando por el hermoso camino de ronda que atraviesa el pueblo. Iniciamos la marcha en el Castellar, el islote que en los años 60 del siglo pasado acabó uniéndose a tierra firme, justo delante de lo que hoy es el puerto deportivo de Llançà, limpio, ordenado, de barcas pequeñas, nada de los yates ostentosos que colonizan otras radas e instalaciones. En el Castellar, una pequeña elevación rocosa, se aúnan vestigios de la Edad del Bronce —se conoce que algunos sapiens ya venían a refugiarse aquí hace 5.000 años—, restos de una torre de vigilancia circular de la Edad Media —otra atalaya de las muchas que recorrían esta costa inveteradamente saqueada por piratas de toda suerte— y los dos búnkeres que la República construyó, durante la Guerra Civil, para protegerse de los ataques de la aviación fascista italiana (otra especie pirata) que machacaba Cataluña desde Palma de Mallorca y de un eventual desembarco de las fuerzas de Franco en la costa catalana —que nunca se produjo—. El paisaje que admiramos es pizarroso, y el negro del granito se alía polémicamente con el blanco del oleaje. El camino prosigue por la tarde en dirección a la Punta d’en Rafel y la playa del Borró. Al principio de la ruta, pasamos por delante de unas casitas antiguas —de los 60 o 70—, que me recuerdan a las que veíamos en el paseo de Calpe, en Alicante, cuando veraneábamos allí, mucho antes de que el hermoso pueblo de pescadores del que hablara con tanta melancolía Arturo Barea en La forja de un rebelde se convirtiera en el Benidorm B que es ahora. Los vecinos han embellecido el camino con barcas de colores, colmatadas de tierra y plantadas de flores, a las que han añadido leyendas convivenciales, algo empalagosas: “No cortes la belleza”, dice una; y otra: “Tú eres el jardín”. (Más adelante, ya en el bosque, comprobaremos que no ceja el ánimo docente de los lugareños: otro cartel nos insta a que no utilicemos el bosque de letrina y nos recuerda que el papel no es biodegradable, aunque se equivoca en ambas cosas: el abono humano contribuye a la lozanía del bosque y el papel sí es biodegradable). También nos cruzamos con seres peculiares: un pastor alemán de tres patas, por ejemplo, y varios alemanes de dos, enfundadas en sandalias y calcetines. Durante el paseo, apreciamos mejor el paisaje torturado de la Costa Brava, los roquedales lávicos, las sendas pedregosas, flanqueadas por pinos que reptan, aplastados contra el suelo por los vientos inclementes, y por cardúmenes de cardos, y los búnkeres que siguen apareciendo, como bocas de cemento, con los labios pintarrajeados de grafitis, entre la vegetación espinosa. Esta abundancia de fortines me recuerda a Albania, donde la obsesión de Enver Hoxha por construirlos, para evitar una invasión del país por parte de los Estados Unidos que el amado líder albanés estaba convencido de que se iba a producir, llenó de ellos los campos y las playas. Como los Estados Unidos tenían mejores cosas que hacer que invadir Albania, desde aquellos búnkeres nunca se disparó un tiro, y quedaron abandonados. Y así, durante décadas, la irrisoria línea Maginot de Hoxha fue utilizada por los empobrecidos albaneses como retrete de campaña o para cultivar champiñones, lo que no deja de ser un comportamiento poético: T. S. Eliot decía que escribir poesía consiste en sacar el máximo partido de una mala situación. En la playa del Borró, que bordea una hermosa bahía, vemos un solitario velero fondeado, que se balancea levemente al suave empuje del agua, y también, sentado en una roca, a un paseante con un chaleco amarillo y un gorro rojo. En la arena, dos bañistas, un hombre y una mujer, se desnudan y se lanzan al mar, cuya temperatura no invita al chapuzón. Pero ellos son audaces y nadan vigorosamente lejos de la playa. Al otro extremo de la bahía, vemos un tren interrumpir fugazmente el paisaje. Nuestra siguiente visita, durante la estancia en Llançà, es el monasterio de Sant Quirze de Colera, en el municipio vecino de Colera. Nos ha recomendado conocerlo Marta, una de mis alumnas de los cursos de poesía que imparto en la librería Nollegiu de Barcelona, y veraneante habitual en Llançà. El monasterio, del siglo X —el propio Carlomagno había autorizado su fundación—, es de un románico primitivo, muy puro. Como no se puede visitar —de hecho, parece algo dejado: la maleza crece junto a los muros y también en el interior—, lo rodeamos paseando. Estuvo fortificado, y conserva la grandeza de los lugares preparados para resistir el ataque de los enemigos, fuesen cuales fuesen; quedan hasta los restos de un foso. Abundan los cardos y el hinojo, cuyo olor anisa el aire. A poca distancia, se alza la iglesia de Santa María, de líneas asimismo muy sencillas, pero deliciosas. Y ambas construcciones ocupan el centro de un pequeño valle, muy verde, sin ninguna otra construcción, salvo el restaurante que las escolta, que, cuando llegamos, está ocupado por una turba de moteros franceses que recuperan, en la terraza del establecimiento, las fuerzas que necesitan para llenar el ambiente de humo y de ruido. Por suerte, tardan poco en irse (estruendosamente) y nosotros ocupamos su lugar (silenciosamente). En el restaurante nos atizamos al cabo de poco un arroz seco con butifarra y bolets que resucitaría a un muerto. En la explanada que antes ocupaban las cabras de los moteros, solo quedan ahora un par de coches y un curioso sidecar lila, que no sabemos si admirar o compadecer. En nuestro último día de estancia, visitamos lo que quizá deberíamos haber visto primero: el centro histórico de Llançà, que es pequeño pero ameno. Para llegar a la plaza Mayor, pasamos por calles engalanadas no con banderines o farolillos, sino con bordados colgados. Se conoce que aquí el bordado es tradición. En una de ellas, hemos de apartarnos, pegándonos a las paredes, para que pase un muro móvil de jubilados que está visitando el lugar y ocupa, como los bordados, toda la vía, de lado a lado. Ya en la plaza Mayor, el primer asombro nos lo proporciona el llamado Árbol de la Libertad, un único plátano plantado en su centro, en 1870, de veinticinco metros de altura, y cuya copa cubre literalmente (es decir, cuya copa copa) toda la plaza. La iglesia de San Vicente destaca junto al árbol, aunque su atractivo radica solo en las empinadas escaleras que conducen a ella, flanqueada por grandes tiestos de flores rojas, y en la propia fachada del templo, de un neoclasicismo despejado y suave, aunque perturbado por una Virgen moderna, a lo Subirachs, en la hornacina que corona la portada. El interior del templo resulta anodino y, como me apunta Álvaro, ni siquiera tiene órgano. No obstante, cuando salimos, dos señoras acarician con devoción las rodillas del Cristo crucificado que se encuentra junto a la puerta de salida, y que, ennegrecidas y gastadas, lucen ya el rastro de muchísimas manos pertenecientes a personas que albergan el pensamiento mágico de que tocar un trozo de madera les pone en contacto con la divinidad. Muy cerca de la iglesia, se encuentra la torre románica, que era el campanario de la antigua iglesia de San Vicente, que fue demolida cuando se construyó la nueva, entre 1690 y 1730. Pero como esta se erigió sin campanario, los llansanenses decidieron conservar la torre y el suyo.

lunes, 29 de septiembre de 2025

Elogio del silencio

No creemos más que el aplauso del silencio.
ALFRED JARRY, Doce argumentos sobre el teatro

Con el silencio se oye lo inaudible. Lo que palpita calladamente en un bosque. Lo que resuena sin ruido en el mar. Lo que dice un corazón enamorado. Con el silencio se llega a la frontera de lo perceptible, donde solo estamos nosotros. Con él, pues, se oye el yo. Y así es, físicamente, porque el silencio absoluto no existe. Incluso cuando no hay sonido alguno, están los sonidos de quien escucha: el flujo sanguíneo, el hincharse y deshincharse de los pulmones, los mecanismos siderúrgicos del oído. El silencio da paso a una sinfonía queda, y entonces se comprenden las evoluciones de la conciencia y los itinerarios del ser, que no son otra cosa que músculo y circunvoluciones. Los pájaros cantan con más fuerza en silencio. Los libros son tribunos. Los cristales que entrechocan, discuten, pero sin conflicto, sin derramamiento, con el excitante sosiego de lo callado. Un amante que mira a otro amante en silencio declara mucho más que si hablase. El verbo que difunde es benigno y descabellado como una rapsodia, o como los instrumentos que la pronuncian, sin manos que los toquen, olvidados en una habitación. El silencio nos salva del embrutecimiento de la confusión. Abate las defensas que hayamos aparejado contra el embate inclemente del juicio. Los fenómenos del mundo perturban. Tratan por todos los medios de que no nos quedemos a solas con nosotros mismos. El silencio nos limpia, obligándonos a enfrentarnos con nuestra suciedad innata. Y quizá descubramos, al hacerlo, un paisaje incomprensible, recorrido por fieras y turbulencias, pero también exuberante de deseo. Allí no disparatamos. El cataclismo está a la vista, amparado por el silencio, revelado por él. Como los ejércitos antiguos atacaban trompas y atabales para amedrentar al enemigo y enardecerse a sí mismos, así obra el ruido, contra el que no tenemos parapeto: el oído es el único sentido que no podemos clausurar ni abstenernos de utilizar. El ruido siempre se infiltra. Es el adversario contra el que debemos redoblar los timbales del silencio. Si lo derrotamos, el campo quedará expedito: nosotros quedaremos expeditos, asomados al páramo o a la espesura del espíritu. Quizá no veamos nada que nos agrade —más aún: Goethe esperaba que Dios no le permitiera nunca conocerse; Mafalda se preguntaba, siglos después: «¿Conócete a ti mismo? ¿Y si me conozco y no me gusto?»—, pero el silencio alumbrará una visión pura, aunque acaso lastimosa; una visión sin aditamentos, sin las adherencias de los días y las noches, dolorosamente desnuda. El silencio garantiza que no nos escapemos, pese a cuánto deseamos escapar. No obstante, arrostrar ese territorio sumidos sin remedio en el estruendo de los amaneceres y la algarabía de los anocheceres nos enfrenta a un cielo interior borrascoso, pero en el que se puede volar. El silencio procura ojos e inteligencia. El silencio descorteza la realidad de sus nudos y sus huecos, cuyos ecos laceran. El silencio nos arranca las capas de estiércol que nos recubren después de muchos años de hacer los mismos gestos, de repetirnos las mismas mentiras, de administrar las mismas tristezas. El silencio es una casa vacía en la que el menor roce provoca un estrépito. El silencio es la cama donde duermes, en la que no hay nadie. El silencio es la alameda donde se pierden los pasos que se dan y los que no se dan, que solo se encuentran en un precipicio sin abismo y sin ruido. El silencio, en los cementerios, es un temblor hipóstilo, un enzarzarse de hojas, una risa sin labios que acaricia la boca, una melancolía muda que corre por entre las tumbas y se refresca con el agua del grifo que abren los que quieren limpiar las lápidas y regar las flores que han depositado. El silencio tiene el color de la nada y el sabor del gin-tónic. El silencio nos desespera y nos fortifica. Sin él, lo soez tendría manos, y la injusticia, fusiles. Si acallamos el silencio, morimos.

martes, 23 de septiembre de 2025

El esplendor y la amargura. La poesía de Basilio Fernández.

Acaba de publicarse El esplendor y la amargura. La poesía de Basilio Fernández en Los Papeles de Brighton, la editorial creada y dirigida por el poeta y hombre del Renacimiento, por su polifacético empeño, Juan Luis Calbarro. El libro es mi tesis doctoral, adaptada al formato y pretensiones de una editorial comercial. Que decidiera escribirla sobre un poeta muy poco o nada conocido como Basilio Fernández se debió a una azarosa concatenación de hechos: primero, Antonio Gamoneda me envió en 2007 la poesía de Basilio publicada en aquel momento, con la imperiosa recomendación de que me la leyera (y yo no he desatendido nunca las indicaciones del maestro); después, Ángeles, mi entonces mujer, me sugirió que la hiciera objeto de mi tesis (de ella sí desatendía propuestas, pero esta decidí aceptarla); y por fin la profesora Virginia Trueba de la Universidad de Barcelona, mi alma mater —que hoy es, además de una intelectual sobresaliente, una amiga muy querida— aceptó dirigirla. En su versión original, la tesis incluía un apartado metodológico, que ahora he suprimido, para alivio mío y de los lectores, y una edición crítica de la poesía de Basilio Fernández, tal como entonces aparecía recogida en las ediciones a cargo del albacea literario y sobrino del poeta, Emiliano Fernández. De las más de mil páginas de la tesis que defendí en abril de 2011 en la Universidad de Barcelona, hoy se presentan solamente 744. Por aquel entonces, las tesis se hacían a la antigua usanza, es decir, sin escatimar en años ni en páginas: yo tardé dos y medio en pergeñar la mía y, como he dicho, en escribir un millar largo de folios. Hacerlo así hoy provocaría el desmayo de los miembros del tribunal y, posiblemente, la declaración de no apto del doctorando. A la reducción del volumen ha contribuido también la revisión que he hecho de su contenido, a la luz de la edición alegadamente definitiva de la poesía de Basilio, aparecida en 2015, de nuevo de la mano de Emiliano Fernández. He corregido, pulido, eliminado y precisado numerosos puntos del trabajo original. Dado que este quedó depositado en el repositorio digital de la Universidad de Barcelona, a disposición de curiosos e investigadores, y ahí sigue, en el improbable caso de que alguien tenga interés en analizar la evolución de mis elucubraciones sobre uno de los mejores poetas ocultos del siglo XX español, podrá hacerlo simplemente cotejando ambas versiones: la de 2011 y la que ahora se publica, catorce años después. La verdad es que yo había renunciado ya a eso que casi todos los doctores deseamos una vez concluida nuestra tesis: verla publicada en forma de libro en una editorial digna. Pero hace algún tiempo, Juan Luis Calbarro y Los Papeles de Brighton acudieron al rescate de mis esperanzas, y hoy veo, por fin, el fruto de su invitación. Y, lo confieso, me siento muy satisfecho de ello.

Esto digo en la introducción del libro:

El primero que me habló de Basilio Fernández fue Antonio Gamoneda. En realidad, no me habló de él, sino que me lo regaló: un día encontré en el buzón un sobre con un libro desconocido, Poemas (1927-1987), de un autor desconocido, Basilio, publicado por una editorial desconocida, Llibros del Pexe, hoy ya desaparecida. Al volumen acompañaba una lacónica nota: «Léete esto», me ordenaba. No me sorprendió ni su obsequio ni su mandato: Gamoneda difunde a los poetas que le gustan (...). Pero vuelvo a Basilio, cuyo libro empecé a leer enseguida. Y, al hacerlo, caí en la cuenta de que no me era tan desconocido como yo creía. Recordaba vagamente que, algunos años atrás, había oído hablar de un poeta secreto, inédito en vida, al que habían otorgado el Premio Nacional de Poesía, aunque no me acordaba de su nombre. Recordaba también, incluso con más claridad que el propio hecho narrado, el deje de incredulidad en la voz de quien me lo refería, como si la vida literaria española estuviese llena de hechos absurdos como aquel, o de arcanos inexplicables. Los poemas de Basilio me revelaron enseguida que, por el contrario, el Premio —y el aprecio de Gamoneda— estaban justificados. Su obra es deslumbrante, aunque ese deslumbramiento no se imponga desde el principio, sino que crezca gradualmente, desde el creacionismo lúdico y, por imitado, radical de su juventud, hasta un existencialismo virulento y deshilachado, que se va nutriendo de sucesivas experiencias vitales y mutaciones ideológicas. El resultado es una poesía única, en la que el metaforismo audaz, el martilleo aliterativo y la libertad asociativa del irracionalismo se alían para expresar un pensamiento poseído por la convicción de que se ha renunciado al propio destino y, en consecuencia, por la melancolía, amarga y desengañada, por lo que se ha perdido, o, dicho con más precisión, por lo que se habría podido vivir y no se ha vivido. En efecto, la obra de Basilio constituye el reflejo o la sublimación de su renuncia personal al destino de poeta, y del dolor que esa renuncia le inflige. Tiene, pues, una fuerte impronta biográfica, porque los hechos y las decisiones de su vida determinan la inflexión y el contenido de su poesía, y porque sus circunstancias personales se transparentan en un amplio abanico de símbolos y analogías, e incluso de opciones léxicas. De él se ha escrito que es un autor sin biografía, quizá porque no se ha comprendido que su biografía era su poesía. Basilio nace en las montañas de León en los albores del siglo XX, el seno de una familia de la pequeña burguesía rural, que le transmite una visión tradicional del mundo. Recibe una educación diligente y, tras licenciarse en Derecho y sobrevivir a la guerra, abraza la seguridad del negocio familiar de alimentación en Gijón, que gestionará, con uno de sus hermanos, hasta su jubilación, en los años 80, poco antes de morir. Sin embargo, bajo las anodinas prácticas del comercio, Basilio conserva la pasión por la poesía, aunque sumergida en el flujo de unos días siempre iguales a sí mismos, caedizos e insustanciales. Y en esa poesía se plasma el sufrimiento por haber abandonado un proyecto de vida como escritor y los ideales de la juventud: la literatura, el amor y la libertad. Lo extraordinario de la obra de Basilio, y lo que la hace única en la literatura española del siglo XX, no es este reconocimiento, este desgarro, aunque sea sobresaliente, sino su capacidad para fundir la jocundia vanguardista y la gravedad existencial, para reconciliar lo festivo del creacionismo con la negrura de la orfandad trascendente. Basilio se mantiene fiel siempre a los procedimientos expresivos de la vanguardia y a su permanente busca del encantamiento y la sorpresa, y los practica en su poesía más honda, en la más luctuosa, zarandeada por la analogía perturbadora y la subversión elocutiva, por los espasmos del juego y las andanadas de la música. La intersección de ambos planos genera una literatura acalambrada, antitética, que sacude los estratos más profundos de la conciencia, pero sin dejar de acariciarnos, ni de arrastrarnos a su baile sensorial, ni de encendernos los ojos. Por eso me he atrevido a titular este libro El esplendor y la amargura. La poesía de Basilio Fernández, porque esta dualidad recoge los aspectos esenciales de su propuesta: el deslumbramiento de la forma, la crepitación exultante del lenguaje y, al mismo tiempo, la oscuridad superlativa de la angustia. Por eso mismo la poesía de Basilio merece el calificativo de órfica: porque cree en la naturaleza vivificadora de la palabra, con cuya música arranca destellos de sentido al absurdo de la existencia, y porque permite un auténtico descenso a los infiernos —a los infiernos de su intimidad—, que descubre su insatisfacción, su experiencia de la pérdida y su muerte en vida. Este estudio quiere hacer transitable ese descensus ad inferos, con su constante recuerdo de la amada y los mitos de la juventud, y el ideal de libertad, erradicado, que representan.

Los versos de Basilio Fernández, decía, me deslumbraron, pero no habrían constituido más que una gratificante experiencia de lectura si no hubiera concurrido otra circunstancia, biográfica y azarosa, que me convenció de una extraña afinidad con el poeta. Entre los papeles de Basilio conservados en el archivo personal de Gerardo Diego, copia de los cuales me había proporcionado la Fundación homónima, gracias a la amable mediación de Pureza Canelo y Elena Diego, consta una carta manuscrita de aquel, con el membrete de su domicilio en Barcelona, ciudad a la que había llegado con el ejército de Franco al final de la Guerra Civil y donde había abierto un despacho para sus negocios. Ese domicilio se encontraba en la entonces llamada Avenida de José Antonio, 423, principal 2ª, es decir, la Granvía barcelonesa, en su esquina con la calle Entenza, a cuatro travesías de distancia de la casa donde yo me había criado y en la que aún vive mi madre. Lo cual significaba que, siendo yo niño, habíamos sido vecinos y hasta nos habíamos cruzado por la calle; quizá, incluso, algunos de los versos que estaba leyendo, y que tan intensamente percutían en mi ánimo, hubiesen sido escritos allí: me sentí atravesado por una punzada de excitación. La casa correspondiente a la dirección indicada ha sobrevivido a la especulación urbanística: es un inmueble de hechuras nobles y color entre crema y marfil, cuya fachada recorren columnas y balcones desde el suelo hasta la azotea, y rematado por sendas cúpulas a cada uno de sus lados, que ocupa la esquina entera y delimita el chaflán. Es obvio que fue construido según los patrones de la burguesía mercantil que colonizaba el Ensanche barcelonés. Me acerqué un día para escrutarlo: siendo un edificio que había formado parte tantos años de mi cotidianidad, nunca había reparado en él, como no reparamos casi nunca en lo más cercano. La entrada aparece entallada por la terraza de la brasería Galicia, un local moderadamente proletario, pero todavía alberga la despejada penumbra de un vestíbulo amplio, con un ascensor de madera al fondo y bruñidos espejos a ambos lados. La puerta alta y acañonada, los sucintos escalones que conducen al elevador, las paredes y techos, marmóreos: todo en la entrada revela la holgada dignidad de los comerciantes de antaño, que cifraban en los espacios regios, aunque sin excesos suntuarios, la respetabilidad de sus actividades y la confianza de sus clientes. Me conmovió pensar que, por aquel mismo sitio que yo ahora contemplaba discretamente desde la calle, había pasado Basilio muchas veces, camino de sus ocupaciones y acaso de sus versos, y que, de algún modo, lo seguía haciendo en mi mirada y en mi recuerdo, aunque nunca lo hubiera visto (...).


Autor: Eduardo Moga
Título: El esplendor y la amargura. La poesía de Basilio Fernández.
Colección: Academia, 3
Páginas: 744
ISBN: 978-84-127018-6-9
Precio: 26 euros

martes, 16 de septiembre de 2025

“Cosas de Poetas”: un congreso diferente sobre poesía contemporánea

Hace unos meses, en unas jornadas literarias a las que había sido invitado, conocí a Xosé María Álvarez Cáccamo, un estupendo poeta y un hombre dotado de un sentido del humor apabullante. En las varias conversaciones que mantuvimos en aquellos días memorables, llenos de versos y de marisco, surgió también la idea de organizar un congreso diferente sobre poesía contemporánea: uno que analizara el envés de tantos asuntos relacionados con los poetas y la creación poética, y que lo hiciera con un humor muy serio, como si el coordinador del encuentro fuese Buster Keaton. Fabulamos maravillas sobre el evento, pero pronto encontramos un gran escollo que dificultaba llegar al buen puerto de su realización: ¿Quién querría acogerlo? Debía ser una institución culturalmente fuerte y financieramente solvente para que el congreso tuviese la participación y la resonancia (publicaría, por supuesto, unas actas científicas) que merecía, pero, por lo que fuera, nos parecía improbable que ninguna universidad ni, pongamos, ninguna obra social de una caja de ahorros estuviese dispuesta a organizarlo. Y ahí nos quedamos, con una gran idea, me parece, pero sin instrumentos para realizarla. Así pues, dejo ahora aquí una posible relación de los temas de los que trataría el congreso, elaborada sustancialmente por Xosé María y un servidor, con la esperanza de que encuentre, entre quienes lean esta entrada o lleguen a conocerla en su hipotético discurrir por las redes, a alguien que reconozca la gran aportación que supondría para el debate literario en este país y quiera contribuir, en el marco de una entidad honorable, a llevarlo a cabo.

1º) Los poetas vistos por quienes no leen poesía (o ni siquiera leen): hipersensibles, excéntricos, incomprensibles, incapacitados para la vida práctica y un largo y penoso etcétera.

2º) Tópicos sobre el acto creativo: la inspiración (que nos deja sin aire) y la expiración (o “morir de amor”).

3º) Tópicos sobre la poesía, que “está en todo” o “poesía eres tú”: un penalti exitoso, una paella indiscutible o unos zapatos de diseño perfecto como muestras de poesía.

4º) Manías y tonterías: el lunático hacer de los poetas.

5º) Tipos de poetas:

a) Pesados, engreídos y vanidosos: los insoportables.

b) El poeta divino que vive (y se presenta a) cada instante como la reencarnación de Hölderlin.

c) Los poetas que duermen a las ovejas (de muchos de los cuales se habrá hablado ya en el apartado b).

d) Los poetas que no leen poesía. Los poetas sin obra.

e) La insoportable democratización de la poesía. ¿Contar con miles de seguidores en la red convierte a alguien en un buen poeta, o en un poeta siquiera?

f) Digámoslo claramente: los malos poetas.

g) El poeta patán.

6º) Espontáneos, intrusos y aficionados: los poetas que han llegado (o eso creen) frente a los que se afanan por llegar.

7º) Performances faranduleras, chistes y ocurrencias, letras de canciones, excrecencias raperas, supuestas provocaciones eróticas, panfletos casposos… ¿Poesía?

8º) Los poetas maltratados por el agente cultural de turno: el poeta a quien el concejal de cultura confunde con el ordenanza en el acto de entrega del premio de poesía del ayuntamiento; el poeta recibido por un perro furioso a las puertas del instituto; el poeta a quien nadie va a recoger a la estación de autobuses porque pensaban que llegaba mañana.

9º) Congresos, jornadas, lecturas y otras zapatiestas.

10º) Premios y concursos de poesía: presiones, tongos, parcialidades y ridiculeces.

11º) Poetas y editores: relaciones y polémicas (relaciones polémicas). El editor patán.

12º) Derechos de autor, honorarios y dietas: las retribuciones inexistentes. Pagar por publicar: el mundo al revés.

13º) Presentaciones de libros a las que solo asisten el librero (porque no le queda más remedio), el editor (no siempre) y la señora o señor del/la poeta.

14º) Las relaciones de poder: quid pro quo, do ut des, tantum possides, tantum vales y todo lo demás.

15º) La crítica elemental, modalidad dominante. Los críticos de poesía: ¿son todos también poetas? El crítico patán.

16º) El libro de poemas como objeto para regalo no destinado a lectura. “¿Tiene usted libros en su casa?”. “Si, tengo el de la poesía completa de, ay, ahora no me acuerdo de cómo se llama, pero lo tengo. Aún no he tenido tiempo de leerlo. A ver este verano”.

17º) La pasión lectora por la poesía: “¿Le gusta a Ud. la poesía?”. “Bueno, yo de eso no entiendo mucho, pero, cuando me dan las tarjetitas necrológicas, me gusta ver el poema que han puesto”.

jueves, 11 de septiembre de 2025

La vuelta al mundo en 80 museos

Acaba de publicarse La vuelta al mundo en 80 museos, una recopilación de las crónicas de las visitas que hemos hecho el poeta y escritor Agustín Calvo Galán y yo mismo a una serie de museos de todo el mundo (excluida Oceanía), y que ambos hemos publicado en nuestros respectivos blogs en los últimos años: él, en uno específicamente dedicado a esta labor, Mis museos favoritos (mismuseosfavoritos.blogspot.com), y yo, en los dos que tengo abiertos desde 2013, aunque hoy solo el segundo —este en el que ahora escribo— sigue activo: Corónicas de Ingalaterra (eduardomoga.blogspot.com) y Corónicas de Españia (eduardomoga1.blogspot.com). Se trata, pues, de un libro a cuatro manos, el primero en el que participo, y que estoy muy satisfecho de haber concluido con un excelente escritor y amigo como es Agustín Calvo Galán. También estoy contento de que La vuelta al mundo en 80 museos haya visto la luz en Trea, la editorial en la que felizmente publiqué el poemario Mi padre en 2019, y la única en España, que yo sepa, que presta una atención especial a la museología en su colección “Ciencias y técnicas de la cultura”. Trea ha hecho un magnífico trabajo de edición, incorporando al texto imágenes de los museos descritos que han enriquecido el libro.

Esto decimos en el prólogo:

Con los museos, hoy, la mayoría de la gente observa una de estas dos actitudes: de respeto reverencial o de completa indiferencia. Muchos ven los museos como instituciones venerables, inmunes al paso del tiempo, que albergan muchas cosas importantes para la cultura, así, en general, y que queda muy bien conocer cuando uno está de viaje y se encuentra con alguno, cuanto más importante, mejor. Como el Partenón o El Corte Inglés. Luego podrá decir que los ha visitado, y eso contribuirá a su prestigio mundano. Muchos otros, por su parte, sienten tanto interés por los museos como por la física cuántica: los museos forman parte, para ellos, de un abstruso conglomerado de entidades con las que no han tenido, ni piensan tener nunca, contacto alguno; sitios que no divierten, silenciosos, en penumbra, donde hay que leer (cartelas, rótulos, pósteres, informaciones, documentos), donde apenas se puede hablar, donde no se puede tocar. Como iglesias, vamos: un tostón. 

Nosotros, en cambio, vemos los museos como lugares de placer. Sorprendentemente, nos atraen. Y no solo por su reputación, su valor simbólico o su peso cultural, sino, sobre todo, por sus características físicas. Los museos suelen ser islas de paz en el tráfago de las ciudades —con la excepción de los más monstruosos: el Louvre, el Museo Británico, los Museos Vaticanos…—, por las que se puede caminar y charlar con sosiego; ofrecen constante estímulos visuales, que pueden resultar tan euforizantes como un partido de voleibol de playa femenino (o masculino); acostumbran a tener bares tranquilos, jardines coquetos y librerías interesantes, llenas de objetos curiosos, donde tomarse un café, tomar el sol, tumbados en la hierba, o comprar algún hermoso volumen de arte o un imán para la nevera; y, en suma, ofrecen a la inteligencia y a la sensibilidad, ordenados y explicados, amplios aspectos del arte y la cultura humanos. Tampoco hay que desdeñar su función de refugio: el aire acondicionado de cualquier museo madrileño (y no digamos de Nuakchot) puede suponer la diferencia entre la vida y la muerte en una tarde de agosto. Los museos —y esto es lo más sorprendente— procuran espacio para la aventura: en sus salas hemos hecho amigos, conocido a amantes, vivido momentos risibles o trágicos; hemos demostrado nuestra ignorancia o nuestra erudición; nos hemos carcajeado de los demás y de nosotros mismos; hemos pasado tardes de soledad y melancolía, y renovado nuestra fe en la capacidad del ser humano para sobreponerse, gracias al arte, a sus calamidades y su mezquindad. Los museos son campos de felices batallas; circos de muchísimas pistas que, a diferencia de los circos de payaso y domador, huelen bien; campos de carreras en las que nadie corre, salvo nuestra sensibilidad y nuestro pensamiento. Los visitamos, pues, antes que otros sitios, fascinados por los placeres que vayan a procurarnos, que sabemos numerosos. Y, como somos gente de letras, nos gusta, además, recoger nuestras impresiones —el recuerdo de esos placeres— en crónicas que disfrutamos poniendo a disposición de los demás. (...)

Las crónicas no obedecen a ningún plan preestablecido ni a voluntad sistemática alguna, sino al mero gusto del viajero y al azar. Los dos sabemos que los descubrimientos más sabrosos —y más memorables— son los que no estaban previstos, más aún, los que ni siquiera se sospechaban. El carácter caprichoso de nuestra aproximación a los museos explica que este libro no incluya muchos de los principales del mundo, y sí, en cambio, otros pequeños —incluso minúsculos—, laterales —y hasta esquinados— y desconocidos que nos han seducido o, por lo menos, intrigado. Estos suelen ser, también, los más amables: lugares donde uno no ha de hacer colas de varias horas, ni ver a la carrera las piezas más codiciadas, porque hay varios millones más de turistas que también quieren verlas, ni cargar con la chaqueta y la mochila porque las taquillas están llenas (aunque a veces haya de hacerlo igualmente porque no hay taquillas). Pese a la omisión de tantos grandes museos —el Prado, sin ir más lejos, no es reseñado aquí, pese a valer más que la república y la monarquía juntas, como dijo Manuel Azaña; tampoco lo es el museo del Real Madrid, el más visitado, ay, de España—, creemos que estos tienen ya muchos medios para darse a conocer y muchos escritores que los defiendan. Nuestra humilde atención se ha dirigido, preferentemente, a esos lugares menos célebres, a veces arrinconados, pero con frecuencia depositarios de tesoros no menos asombrosos que los albergados por los grandes, que nos ha parecido de justicia divulgar. En total, son ochenta museos de cuatro continentes —solo Oceanía ha quedado fuera de nuestro radar, pero todo se andará—, con una especial atención a los españoles y británicos. Lo consideramos un número significativo, aunque sea pequeño en comparación con los miles de museos existentes en el mundo. Solo en dos casos, el de las Termas Romanas de Bath y el del Parque Arqueológico de las Minas Prehistóricas de Gavà, la crónica se duplica. Pero es lógico: los visitamos juntos. (...)

Y este es el índice del libro, con la indicación al lado de la autoría de cada entrada:
 
MUSEOS EN ESPAÑA
Museo Arqueológico Provincial de Badajoz (EM)
Museo de Arte Abstracto Español (Cuenca) (ACG)
Museo Europeo de Arte Moderno (Barcelona) (EM)
Museo Nacional de Arte Romano (Mérida, Badajoz) (EM)
Museo de Bellas Artes (Badajoz) (EM)
Casa Museo Benlliure (Valencia) (ACG)
El Born Centro de Cultura y Memoria (Barcelona) (EM)
Casa Museo Cal Gerrer (Sant Cugat del Vallès, Barcelona) (EM)
Casa Museo César Manrique (Haría, Lanzarote) (EM)
Museo Etnográfico González Santana (Olivenza, Badajoz) (EM)
Museo del Ferrocarril de Madrid (EM)
Hash, Marihuana & Hemp Museum (Barcelona) (EM)
Museo de Historia de Barcelona (ACG)
Casa Museo de los Ingleses (Punta Umbría, Huelva) (ACG)
Centro José Guerrero (Granada) (ACG)
Museo de Maricel (Sitges, Barcelona) (ACG)
Parque Arqueológico de las Minas Prehistóricas de Gavà (Gavà, Barcelona) (EM y ACG)
Museo del Pueblo Gallego (Santiago de Compostela, A Coruña) (ACG)
Museo del Romanticismo (Madrid) (EM)
Casa Museo Rosalía de Castro (Padrón, A Coruña) (ACG)
Museo Sefardí (Toledo) (ACG)
Museo Sorolla (Madrid) (ACG)
Thermalia, Museo de Caldes de Montbui (Barcelona) (ACG)
Colección Visigoda del Museo Nacional de Arte Romano (Mérida, Badajoz) (EM)

MUSEOS EN EUROPA
Museo Alvar Aalto (Jyväskylä, Finlandia) (ACG)
Fundación Arpad Szenes-Vieira da Silva (Lisboa) (ACG)
Museo Nacional de Arte Antiguo (Lisboa) (ACG)
Museo Británico (Londres) (EM)
Museo Nacional Marc Chagall (Niza, Francia) (EM)
Museo de Charles Dickens (Londres) (EM)
Museo Nacional de Chipre (Nicosia) (EM)
Museo Nacional Etrusco de Villa Giulia (Roma) (ACG)
Museo Foundling (Londres) (EM)
Galería de Arte Guildhall (Londres) (EM)
Museo Imperial de la Guerra (Mánchester, Reino Unido) (EM)
Museo de Hallstatt (Hallstatt, Austria) (ACG)
Museo y Jardines Horniman (Londres) (EM)
Museo Hunterian (Londres) (EM)
Museo del Jardín (Londres) (EM)
Casa Museo de John Keats (Londres) (EM)
Museo Lenbachhaus (Múnich, Alemania) (ACG)
Museo Louisiana de Arte Moderno (Humlebæk, Dinamarca) (EM)
Fundación Maeght (Saint Paul de Vence, Francia) (ACG)
Museo Municipal (Subotica, Serbia) (EM)
Museo del Palazzo Poggi (Bolonia, Italia) (ACG)
Museo Palladio (Vicenza, Italia) (ACG)
Museo de la Fundación Pierides (Lárnaca, Chipre) (EM)
Museo Polar (Cambridge, Reino Unido) (EM)
Museo de la Policía del Gran Mánchester (Mánchester, Reino Unido) (EM)
Galería Nacional de Retratos (Londres) (EM)
Pabellón de la Secession (Viena) (ACG)
Casa Natal de Shakespeare (Stratford-upon-Avon, Reino Unido) (EM)
Museo de Sherlock Holmes (Londres) (EM)
Museo John Soane (Londres) (EM)
Termas Romanas (Bath, Reino Unido) (ACG y EM)
Casa Museo de Thomas Carlyle (Londres) (EM)
Museo Toulouse-Lautrec (Albi, Francia) (ACG)
Tumbas Reales (Vergina, Grecia) (ACG)
Museo Victor Horta (Bruselas) (ACG)
Colección Wallace (Londres) (EM)

MUSEOS EN ÁFRICA
Museo Nacional del Bardo (Túnez) (EM)
Museo Egipcio (El Cairo) (ACG)
Big Hole (Kimberley, Sudáfrica) (ACG)
Museo del Distrito Sexto (Ciudad del Cabo, Sudáfrica) (ACG)

MUSEOS EN AMÉRICA
Museo Nacional de Antropología (Ciudad de México) (ACG)
Museo Benito Quinquela Martín (Buenos Aires) (ACG)
Museo Mural Diego Rivera (Ciudad de México) (ACG)
Casa Taller de Frank Lloyd Wright (Oak Park, EE.UU.) (ACG)
Museo Legión de Honor (San Francisco, EE.UU) (ACG)
Casa Loma (Toronto, Canadá) (ACG)
Museo Memorial de la Resistencia Dominicana (Santo Domingo) (EM)
Museo Naval de México (Veracruz, México) (ACG)
Museo Yámana (Ushuaia, Argentina) (ACG)

MUSEOS EN ASIA
Museo de Arte Islámico de Kuala Lumpur (ACG)
Museo Nacional de Arte Moderno de Tokio (ACG)
Museo Baba Nyonya (Malaca, Malasia) (ACG)
Museo de las Civilizaciones Anatolias (Ankara) (ACG)
Museo de Dubái (ACG)
Museo Peranakan (Singapur) (ACG)
Museo Nacional de Tokio (ACG)




Editorial: TREA
Precio: 30 euros
Formato: 17 x 24 cm.
Páginas: 388
Año: 2025
ISBN: 979–13-87790–02‑8

jueves, 4 de septiembre de 2025

Qué pereza

Qué pereza que se acaben las vacaciones y vuelvan los políticos con su rictus avinagrado y su lengua de madera, con la que asestan duros golpes a la cultura, el humanismo y la inteligencia.

(Qué pereza Tellado [Miguel, no Corín], con esa pinta de lactante satisfecho y un cerebro lleno solo de consignas mamporreras. Qué pereza Abascal, el visir Iznogud del neofascismo patrio. Qué pereza María Jesús Montero, a la que solo le faltan dos pompones para ser la jefa de las animadoras de un Pedro Sánchez estragado por el poder, o por la falta de él).

Qué pereza que vuelva la prensa ultra a su plena y viscosa actividad, bullente de bulos, iniquidad y estupidez.

Qué pereza que vuelva el fútbol, tiznando a todas horas el televisor de verde y los oídos del lenguaje putrefacto de los periodistas deportivos y la nada balbuceante de los futbolistas, la mayoría de los cuales son retrasados mentales.

Qué pereza que vuelva la rutina laboral, anestesiante, deprimente, en la que chapoteamos como autómatas, a la espera de que nuestros amos vuelvan a concedernos la libertad provisional, 22 días de 365, de la cárcel del trabajo.

Qué pereza que se abra ya en el horizonte el horror de la Navidad, con su perspectiva de turrones hiperglucémicos, felicidad de serie, un aluvión de ceremonias religiosas, comidas (y cenas) con parientes insufribles, regalos espantosos, cotillones carísimos, disparatadas iluminaciones en Vigo, colas para comprar una lotería que nunca toca, despliegues absurdos para ver quién tiene el abeto más grande, discursos monárquicos (de humo), anuncios de colonias y juguetes, y atragantamientos con uvas.

Qué pereza que se acorten los días y llegue el frío.

Qué pereza que los lugares medio vacíos por las vacaciones de los parroquianos vuelvan a estar como siempre: abarrotados de gente y perros.

Qué pereza que las editoriales te comuniquen que se retrasa, una vez más, la publicación de tus libros.

Qué pereza tener que saludar otra vez a los vecinos, y hablar del tiempo en el ascensor, y preguntar a los compañeros de trabajo, estúpidamente, cómo han ido las vacaciones.

Qué pereza que los trenes vuelvan a parecer un producto de la industria conservera.

Qué pereza escribir entradas como esta, que revelan al gruñón en que, contra mi voluntad, me estoy convirtiendo.

(Qué bien, no obstante, que por fin venga el carpintero a arreglarte esa puerta del armario que se estropeó el 1 de agosto, y que desaparezcan del mundo [al menos hasta la próxima temporada] los vomitivos programas del verano, como el "El Grand Prix", y con ellos sus nauseabundos presentadores).

sábado, 30 de agosto de 2025

Rubens y un montón de flamencos

Eso es lo que nos encontramos mi amiga Sol y yo en el concurrido, como siempre, Caixafórum: una amplia muestra, traída del museo del Prado, de la obra de Pedro Pablo Rubens (y siento decir esto en una entrada supuestamente seria, pero el nombre del pintor siempre me ha parecido picapiédrico), de sus muchos discípulos y seguidores, y de una larga lista de otros pintores de su tiempo. El hecho de que las piezas provengan del Prado supone que las haya visto ya, pero no estoy seguro de haberlas examinado con el suficiente detenimiento. El Prado es una monstruosidad con tantas obras maestras que, a menudo, no prestamos a otros cuadros, también muy interesantes, la atención que merecen, o solo una muy superficial. De hecho, la muestra no incluye demasiadas obras de Rubens, sino que se centra en su amplísimo cortejo de alumnos, imitadores y coetáneos. Ciertamente, Flandes bullía de pintores en los siglos XVI y XVII. De Rubens encontramos, al poco de entrar, tres cuadros destacados: El rapto de Europa, una copia (pero qué copia) del óleo de Tiziano del mismo título, en el que Europa, en el lomo del toro (de musculatura y expresión humanas, aunque extrañamente impávido), parece querer huir de los amorcillos revoloteantes que la amenazan con sus flechas; El juicio de Paris, en el que aparecen dos pastores rosados y tres ninfas blancas, con los sexos convenientemente tapados (aunque eso no librara al cuadro de ser considerado impúdico por el rey Carlos III, que ordenó que se quemara; por suerte, el monarca murió antes de que se cumpliera su orden y, una vez cadáver, sus criados tuvieron el buen gusto de desobedecerle), más dos angelotes (asexuados), un perro y varias ovejas; y Diana y sus ninfas sorprendidas por sátiros, que describe una confusión de cuerpos: los de los sátiros que han dado con las ninfas en el bosque, y los de estas, que tratan de eludir su abrazo, a excepción de la diosa, Diana, que se enfrenta a ellos con una lanza. De nuevo, la piel de los agresores es más oscura que la de las agredidas, radiantemente blanca, pese a lo mucho que debía de correrles la sangre por las venas a causa de la emboscada, y, de nuevo también, en el cuadro hay perros, como uno que le muerde un talón a una de las infortunadas ninfas, mientras que un sátiro intenta agarrarla por el pecho. La pintura de Rubens, vista una vez más, me parece lo que siempre me ha parecido: un derroche de sensualidad, color y movimiento, y un festival de la carne. Las ninfas, pródigas en lorzas, exhiben una desnudez abundante, que no solo obedecía a los cánones estéticos de la época, sino también a sus preceptos sociosanitarios: una mujer con grasa era una mujer bien alimentada (hoy no diríamos lo mismo, pero los tiempos han cambiado), y por lo tanto sana, y por lo tanto apta para dar placer y ser madre. Aunque es imposible eludir la dimensión erótica de la cosa: el despliegue de mujeres en estado natural en los lienzos rubensianos, aunque disimuladas por su condición mitológica y vueltas así tolerables para las autoridades religiosas, era una incitación franca al desenfreno. A esta llamada a la lujuria no solo contribuían los cuerpos rubicundos de diosas y féminas, sino también todos los demás elementos presentes en los cuadros de Rubens, que exaltaban la pujanza de la naturaleza y el placer de los sentidos: frutos apetitosos, arboledas exuberantes, ríos muy húmedos, flores luminosas, ojos ávidos, animales que brincan, movimientos apasionados. Así debió de verlo (y sentirlo) Carlos III, como tanta otra gente de aquellos siglos escasamente desenfrenados: era imposible contemplar a Rubens y no sentirse alterado, corporalmente arrebatado; y sigue siéndolo, me parece. La mitología, como se ha dicho ya, suavizaba la exposición de las pasiones humanas: era una suerte de bromuro ideológico. Y la misma función cumplía la pintura de motivos bíblicos o inspiración religiosa. Así, nos encontramos con Aquiles entre las hijas de Licomedes (que son seis, ahora todas vestidas), del propio Rubens; Mercurio y Argos, pintado por Rubens y por artistas de su taller (un interesante documental explica, basándose en esta obra, el proceso de creación de los cuadros y la participación del maestro y de sus aprendices en la composición final); La Inmaculada Concepción, también de Rubens, en el que la Virgen aparece envuelta por un halo deslumbrante y escoltada por dos ángeles, mientras pisa una serpiente enorme, símbolo del pecado; La piedad, de Jacques Jordaens; o El nacimiento de la Virgen, de Erasmus Quellinus II. Debo admitir que el arte sacro, quitando a El Greco, Ribera y algún otro, nunca ha sido mi preferido. Me motivan poco los crucificados, con todos mis respetos por Velázquez y Dalí, las vírgenes llorosas o extáticas, o los santos martirizados. Yo prefiero el arte terrenal, mundano, histórico. Por eso celebro ver en esta muestra La muerte de Séneca, del taller de Rubens, en el que sus aprendices hicieron un gran trabajo con la musculatura del filósofo, que parece más bien un halterófilo, y donde Séneca está de pie en un barreño para que la sangre que le están sacando del brazo no se derrame por el suelo y lo ponga todo perdido. También me llama la atención La infanta Isabel Clara Eugenia, que tiene cara de mala leche (y se entiende: fue gobernadora de los Países Bajos cuando en los Países Bajos de libraban todas las batallas de Europa), pero luce, gracias al virtuosismo de Rubens, unos negros y unos rojos estupendos. Esta infanta vuelve a aparecer en otro cuadro que lleva su nombre, Isabel Clara Eugenia en el sitio de Breda, de Peter Snayers, una rara mezcla de mapa y cuadro. Parece evidente que la toma de Breda, en 1625, fue fructífera para el arte: además de la célebre rendición velazqueña, encontramos esta descomunal y muy topográfica pieza de Snayers. Hecho poco después, en 1626, encontramos un grabado relacionado con otro de los protagonistas políticos de aquellos años belicosos: Retrato alegórico del conde-duque de Olivares, de Paulus Pontius, en el que no puedo evitar que el conde-duque me parezca Javier Gurruchaga, que lo representó con ascético acierto en la maravillosa El rey pasmado. Los retratos históricos no acaban aquí: en otra sala, encontramos dos versiones del mismo personaje, Maria de Medici, que fue reina de Francia —primero consorte y luego regente— de 1600 a 1617. Un retrato es de Frans Pourbus el Joven y otro, de Rubens. En ambos aparece enterrada en un traje negro, grande como un castillo, del que solo emerge la cabeza (en caso de rellenarlo con sus carnes, sería prodigioso), con una gorguera fabulosa y un collar de perlas gordísimas que, en el cuadro de Pourbus, me recuerda a los que gustaba de gastar la inolvidable Carmen Polo de Franco, alias la collares: le llega hasta el bajo vientre. Muchos otros pintores están representados en la exposición: Jacques Jordaens, por ejemplo, a quien ya hemos mencionado, aporta el autobiográfico La familia del pintor, representación paradigmática de una familia flamenca burguesa de principios del siglo XVII, llena de muebles buenos, ropa cara y muchas sonrisas; y con un loro y un perro al fondo, ambos símbolos de la fidelidad que debían guardarse los cónyuges y todos los miembros del clan entre sí. David Teniers, por su parte, entrega El mono pintor, un óleo sobre tabla, de 1660, que anticipa a los surrealistas. En él, un mono con atributos de pintor bosqueja algo en un lienzo de caballete, en un gabinete de pinturas; el cliente, otro simio —un langur común, como el que pinta— con tocado de plumas, cadena de oro y faltriquera grande, observa atentamente las evoluciones del artista. Jan Brueghel el Viejo no podía faltar en la muestra: suyas son varias estampas florales y el óleo sobre lienzo Mercado y lavadero en Flandes, pintado al alimón con Joost de Momper II: Brueghel se encargó de los grupos de figuras humanas, como las lavanderas que ponen a secar delicadamente la ropa en la hierba, y Momper, de los paisajes. De Paul de Vos es un interesante Ciervo acosado por una jauría de perros —los perros parecen galgos—, y, en fin, Jan Fyt firma un Concierto de aves, en el que, en la experta opinión de Sol, salvo el rojo del guacamayo que ocupa el centro del cuadro, todo está mal: no hay perspectiva ni punto de fuga, los tamaños son equivocados y la composición, un desastre. A mí no me parece tan errado, pero acepto con humildad el juicio de mi amiga. Después de lo cual, nos vamos al bar del Caixafórum a tomarnos un aperitivo. Los cuerpos del Botero avant la lettre que fue Rubens y los muchos bodegones de la exposición nos han abierto el apetito.

domingo, 24 de agosto de 2025

Elogio del paseo por la playa

¿Por qué me trajiste, padre,
a la ciudad?
¿Por qué me desenterraste
del mar?
RAFAEL ALBERTI, Marinero en tierra

El paseo por la playa es un cordón umbilical. Quizá ignorásemos que aún estaba ahí, pero ahí sigue. Pasear por la playa nos devuelve a la placenta de la Tierra: a lo esencial. Pisamos la arena y percibimos el cosquilleo de lo que ha existido y ahora alfombra nuestros pasos. La destrucción acumulada suscita una caricia que se monta en los pies y se encarama a la piel. La arena no es sino el residuo de la acción ilimitada del tiempo, la saliva de sus lengüetazos escultóricos, el desmenuzamiento de lo que se opone al tiempo, y se desperdiga, y se pulveriza, bajos las flechas restañadoras del sol. Y ese es otro deber que nos concierne: la sumisión a la luz. Nos bañamos verticalmente. El sol derrama la claridad como si nos ungiera. Y quedamos atrapados en esa miel aun caminando: nos embrea el calor hasta desembarazarnos de toda incertidumbre. El calor es la única certeza, y nos electriza. Pero el viento también vive. Lo hace a golpes, cayendo como una pared o desapareciendo como quien debe dinero, para luego reaparecer, más árido, más benigno, transportando ecos de barcos inalcanzables o fragancias hirientes. El viento es el mensajero del mundo, y en su zurrón inalcanzable burbujean los ayes de los náufragos y la arquitectura del crepúsculo. Y el mar. El agua. La sed. El impacto azul de su transparencia. La fosforescencia verde de sus aguas someras. La resistencia de la espuma en la fugacidad de las olas, que se repiten como un espasmo muscular, como una sacudida del epitelio submarino. Paseando por la playa, los colores se colman de sal; las formas se diluyen sin perder su fijeza; y el aire, el fuego, el agua y la tierra trepan por nuestros miembros como una hiedra primordial, y se enredan en el sexo, se hacen un nudo en los ojos, se agarran a las piernas y a las axilas con igual determinación, anidando en lo saliente, hacinándose en lo abierto. La vida vuelve a nosotros. Recuperamos a las gaviotas y los charranes, extraviados en la aciaga metalurgia de los días; también a los peces siempre huidizos, como el espíritu. Y a las libélulas, que nos escoltan como una brigada de helicópteros anaranjados. Hasta cuanto nos saluda, muerto, desde la arena —jureles agujereados, mojarras petrificadas, estrellas resecas— parece vivo. Está vivo: un ejército de insectos sin identificar otorga a esas otras víctimas del tiempo la benemérita condición de cobijo y alimento. Las algas vomitadas por las olas arraigan en las dunas como penachos que se resistieran a decaer y se entregan a la desecación con la tenacidad de un eremita. Y ahí quedan, bengalas huecas, testigos acalambrados del ajetreo del mar, eructos apergaminados de las honduras arenosas, puntos suspensivos de las praderas de posidonia. En la playa, además, hay otros cuerpos, humanos. Recibimos la andanada de su materia, que nos recuerda a la nuestra, y nos repele. Pero es una repulsión amable: la de quien comulga con otros adoradores del sol y la nada, con otros siervos de la sequedad y el agua. Miramos, desbordados por tanto mundo, y nuestra mirada hace que el cielo descienda hasta posarse en el mar y, ya acostado en sus ondas, se embebe de su azul y lo transporta de nuevo a lo alto. Resolvemos el horizonte en cercanía, y las montañas en dunas, y la desnudez en armonía. Y nos abandonamos al sabor plural, pero extrañamente único, de un mundo lujuriosamente reducido a rectitudes y oscilaciones, hecho de pigmentos que no se conciertan, pero que no se contradicen, construido con desorden, con atropello, pero con una sola e interminable envoltura, sede de una plenitud por la que caminamos y que se adentra en los poros hasta alcanzar la raíz del pensamiento, el envés de la piel.