El lunes pasado tuve la satisfacción de saber que había ganado el XXVIII Premio de Traducción Ángel Crespo, al que había concurrido con la traducción de Transfigurations, del poeta estadounidense Jay Wright (Transfigurations: Collected Poems, Baton Rouge: Louisiana State University Press, 2000), publicado, con el título de Transfiguraciones, por la editorial sevillana Hojas de Hierba en 2024, y quiero desde aquí agradecer al jurado su decisión. Ha sido un gran honor recibirlo: el Premio Ángel Crespo, convocado por tres importantes organizaciones profesionales: la Asociación Colegial de Escritores de Cataluña, el Centro Español de Derechos Reprográficos y el Gremi d'Editors de Catalunya, es un galardón prestigioso y consolidado —viene concediéndose desde 1998—, que honra la memoria de Ángel Crespo, un gran poeta y un gran traductor. En su nómina de ganadores, figuran numerosos autores a los que admiro y a los que me honra acompañar: Carmen Martín Gaite, José María Micó, Carlos Vitale, Anne-Hélène Suárez-Girard. Este es el enlace con la noticia de la concesión del premio: https://www.acec-web.org/spa/ARTICLE.ASP?ID=6617.
Aunque ya me ocupé de Transfiguraciones en este blog cuando apareció, en noviembre de 2024 (https://eduardomoga1.blogspot.com/2024/11/transfiguraciones.html), y dadas las felices circunstancias que motivan esta entrada, voy a permitirme repetir el asunto, aunque plenamente centrado en la tarea de la traducción. Transcribo, pues, a continuación el original y la versión al castellano del poema 14 del libro Boleros —publicado en 1991—, el séptimo de los ocho que componen Transfiguraciones.
(CALLIOPE ↔ SAHU)
Night enters the Plaza, step by step, in the singular
flaring of lamps on churro carts, taco stands,
benches set with deep bowls of pozole,
on rugs embroidered with relics, crosses, bones,
pamphlets, dream books.
Around this Cathedral, there is an order never shaken;
all our eyes and postures speak of the certainty
of being forever in place.
These are the ones who always hear the veiled day fall,
the street tile's serpentine hiss under the evening's drone.
Compadre, not all have come from Reforma, along Madero.
There are those whose spotless white manta tells me
they are not from here—as now, you see, a village
wedding party come to engage the virgin's peace.
This evening, in the Zócalo, lanterns become candles,
or starlight, whatever recalls a woman,
beating her clothes on rocks in a village stream.
At her side, a man buckets the muddy water for his stove.
What does the spirit say, in its seating,
when such impurity can console,
and the slipped vowels of an unfamiliar name
rise from the shallows?
Lovers meet here,
and carry consummation's black weed into dawn,
and meet again when the full moon,
on its flamboyant feet, surges
over the mud floor of a barrio Saturday night.
She, of the rock, has offered the water man
beans, flour tortillas, cebollas encurtidas and atole,
a hand for the bell dance that rings all night,
the surprise of knowing the name of the horse
that waits in the shadows when the dance has gone.
She knows this room, where every saint has danced,
revolves on its own foundation,
and that the noon heat ache beneath her hair
guides her through a love's lost steps.
Her love lies deeper than a heart's desire,
far beyond even her hand's intention,
when midnight at the feast sings
with the singular arrow that flies by day,
a sagitta mortis.
Now, in her presence, I always return to hands,
parts of that “unwieldly flesh about our souls,”
where the life of Fridays, the year of Lent, the wilderness,
lies and invites another danger.
I sit at the mass,
and mark the quail movement of the priests' hands,
as they draw submission from us.
The long night of atonement that burrs our knees
feeds those hands.
But there are other hands—our own, yet another's—
in the mortar, in the glass,
tight with blood and innocence.
A cathedral moment may last for centuries,
given to us as a day, and a day, and half a day,
as a baroque insistence lying over classic form,
as the womb from which the nation rises whole.
Inside there, the nation walks the Chinese rail,
arrives at the Altar of Pardon,
lingers, goes on,
to the grotto where the kings stand in holy elation.
Perhaps, this reticent man and woman will find
that moment of exhilaration in marriage, born
on the mud floor when they entered each other
for the good hidden in each, in flesh that needs
no propitiation.
There must be a “Canticle, a love-song,
an Epithalamion, a marriage song of God, to our souls,
wrapped up, if we would open it, and read it.”
Adorar es dar para recibir.
How much we have given to this Cathedral's life.
How often we have heard prophecies of famine,
or war, or pestilence, advocacies of labor
and fortune that have failed to sustain.
Compadre, I wish I were clever enough to sleep
in a room of saints, and close my senses
to the gaming, the burl of grilled meat and pulque,
the sweet talk of political murders, the corrido
laughter that follows a jefe to his bed,
all these silences, all these intimations
of something still to be constructed.
But forgive me for knowing this,
that I have been touched by fire,
and that, even in spiritual things, nothing is perfect.
And this I understand,
in the Cathedral grotto, where the kings have buckled on
their customary deeds, the darkest lady has entered.
Be still, and hear the singing, while Calliope encounters
the saints.
The wedding party,
austerely figured in this man and woman,
advances to the spot where the virgin
once sat to receive us.(CALÍOPE ↔ SAHU)
La noche entra en la Plaza, paso a paso, con el singular
resplandor de las farolas en los carritos de churros, en los [puestos de tacos,
en las bancas con grandes tazones de pozole,
en los tapetes bordados de reliquias, cruces, huesos,
folletos, libros para interpretar los [sueños.
Alrededor de esta Catedral, hay un orden que nunca peligra;
nuestras miradas y posturas revelan la certeza
de estar para siempre en su lugar.
Son los que siempre oyen caer el velo del día,
el siseo de serpiente de las baldosas de la calle, mientras [zumba la tarde.
Compadre, no todos han venido de Reforma, por Madero.
Hay algunos cuya manta blanca e inmaculada me dice
que no son de aquí. Ahora, ya ves, llega de un pueblo
un cortejo nupcial que va a comprometer la paz de la virgen.
Esta tarde, en el Zócalo, los faroles se vuelven velas,
o luz de estrellas, lo que sea que recuerde a una mujer
que lava la ropa contra las piedras de un arroyo del pueblo.
A su lado, un hombre saca cubos de agua fangosa para la [estufa.
¿Qué dice el espíritu, desde su sede,
cuando tal impureza puede ser un consuelo
y las vocales susurradas de un nombre desconocido
surgen de los bajíos?
Los amantes se encuentran aquí,
y prolongan la ambrosía de la consumación hasta el amanecer,
y vuelven a encontrarse cuando la luna llena,
de pies esplendorosos, crece
en el suelo de barro de un sábado de barrio por la noche.
Ella, la de la piedra, le ha ofrecido al aguador
frijoles, tortillas de trigo, cebollas encurtidas y atole,
una mano para el baile de campanas que suena toda la noche,
la sorpresa de saber el nombre del caballo
que espera en las sombras al acabar el baile.
Ella sabe que esta habitación, donde todos los santos han [bailado,
gira sobre sus cimientos,
y que el dolor que siente bajo el pelo por el calor del mediodía
la guía por entre los pasos perdidos del amor.
Su amor yace a mayor profundidad que los anhelos del [corazón,
mucho más allá incluso que la intenciones de su mano,
cuando la medianoche, en la fiesta, canta
con la flecha singular que vuela de día,
una sagitta mortis.
Ahora, en su presencia, siempre vuelvo a las manos,
partes de esa «carne ingobernable que rodea a nuestra alma»,
donde se encuentra la vida de los viernes, el año de
[Cuaresma, el desierto,
que invita a nuevos peligros.
Me siento a oír misa
y observo los ademanes sinuosos de los sacerdotes,
que nos mueven a obediencia.
La larga noche de expiación que nos desuella las rodillas
alimenta esas manos.
Pero hay otras manos —nuestras, pero ajenas—
en el mortero, en el cristal,
empapadas de sangre e inocencia.
Un momento en la catedral puede durar siglos,
que se nos dan como un día, y otro día, y medio día,
como una insistencia barroca con forma clásica,
como el vientre del que surge la nación entera.
Allí dentro, la nación sigue la barandilla china,
llega al Altar del Perdón,
se detiene y luego sigue
hasta la gruta donde los reyes se alzan con santa euforia.
Quizá este hombre y esta mujer reticentes encuentren
ese momento de júbilo en el matrimonio, nacido
en el suelo de barro cuando entraron el uno en el otro
a por el bien oculto en cada uno, en la carne que no necesita
propiciación.
Debería haber un «Cántico, una canción de amor,
un Epitalamio, una canción de boda con Dios, para
[nuestras almas,
envuelto, que pudiéramos abrir y leer».
Adorar es dar para recibir.
Cuánto hemos dado a la vida de esta Catedral.
Cuántas veces hemos oído profetizar hambrunas,
guerras o pestilencias, y prever trabajos
y venturas que no se han cumplido.
Compadre, ojalá fuera lo bastante listo para dormir
en una sala de los Santos, y cerrar los sentidos
al juego, al nudo de la carne asada y el pulque,
a la dulce charla de los asesinatos políticos, a la risa
de corrido que acompaña a un jefe hasta la cama,
a todos estos silencios, a todas estas insinuaciones
de algo aún por construir.
Pero perdóname por saber
que he sido tocado por el fuego
y que ni siquiera en las cosas del espíritu hay nada perfecto.
Y entiendo que
en la gruta de la catedral, donde los reyes se han ceñido
a sus deberes de siempre, ha entrado la dama más oscura.
No te muevas, y escucha el canto, mientras Calíope se [encuentra
con los santos.
El cortejo nupcial,
austeramente cifrado en este hombre y esta mujer,
avanza hasta el lugar en el que la virgen
se sentó una vez para recibirnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario