VILLONADA: BALADA DEL PATÍBULO
O la canción del sexto compañero
ESCENA: “En ce bourdel où tenons nostre estat”.
Se recordará que había seis de nosotros con el Maestro Villon: cuando este
esperaba ser colgado de inmediato, escribió una balada que conocéis:
“Frères humains qui après nous vivez”.
Brindemos por el árbol de la horca!
¡François y Margot, y tú y yo,
bebamos por los alegres, compañeros
que nos decían “Hasta luego” camino de la horca!
Pedro el Gordo, con un garfio como mano izquierda,
Tomás Ladrón, el “Desorejado”,
Tibaldo y aquella armera
que dio su primera mancha a este puñal
hiriendo al de Guisa que estuvo contento
de hacerlo colega de la “Haulte Noblesse”
y la hizo salir de mala manera,
como un tonto que se burla del desdén de su ama.
¡Brindemos por el árbol de la horca!
François y Margot, y tú y yo,
bebamos por Marianne Ydole,
que el infierno no la abrase cruelmente.
Brindemos por ese par de lúbricos ladrones,
negra es la brea sobre su traje de bodas,
sus labios se sumieron con las caricias del viento
como suelen hacerlo cuando sentimos la tensión
del amor que amó con el desdén del infierno,
y siente los dientes tras la presión de los labios
contra los nuestros con angustia en el alma
que a través del dolor lucha con la nuestra.
¡Brindemos por el árbol de la horca!
François y Margot, y tú y yo,
por Jehan y Raoul de Vallerie
cuyos esqueletos reciben como pago los vientos de la noche.
Maturin, Guillaume, Jacques d'Allmain,
Culdou sin un abrigo con el que bendecir
una porción mezquina de su desnudez
que la ermita de San Huberto
a su regreso saqueó;
¡ay!, el árbol pelado enviudó de nuevo
por Michault le Borgne que pudo confesar
“en fe y verdad” a una traidora,
“¿a cuál de sus hermanos había asesinado?”
¡Brindemos por el árbol de la horca!
François y Margot, y tú y yo:
¿Amará menos Dios a los que amamos
y habrá de herirlos siempre en su flaqueza?
¡Brindemos! ¡Por las horcas! y recemos luego:
que Dios maldiga su propio infierno de inmediato
y se lleve sus almas a su “Haulte Citee”.
[Ezra Pound. Versión de Jesús Munárriz y Jenaro Talens]
François Villon fue un personaje contradictorio y temible. Bachiller a los dieciocho años y maître con venia docendi a los veintiuno, con veinticuatro se estrenó en el mundo del hampa dejando tieso de una puñalada (o más probablemente varias) a un sacerdote con el que rivalizaba en amores. Huyó de París, pero, gracias a unas cartas de remisión que le consiguió el canónigo Guillaume de Villon, bajo cuya protección lo había puesto su madre y cuyo apellido había adoptado —y que quizá fuera su padre—, volvió a la capital un año después, aunque solo para participar en el robo del Colegio de Navarra, por el que tuvo que exiliarse de nuevo. Pasa entonces un lustro vagabundeando por Francia y no perdiendo ocasión de involucrarse en pendencias y robos. En 1461, consta preso en una cárcel del valle del Loira, denunciado por un obispo, pero tiene la suerte de que Luis XI visite la localidad en que se encuentra la prisión y es perdonado: en aquella época turbulenta, era costumbre amnistiar a los reos con ocasión de las faustas visitas de los reyes. Regresa a París y vuelve a robar. Ingresa en la prisión de Châtelet y de nuevo es liberado gracias a los amigos influyentes que, entre fechoría y fechoría, valiéndose de su atrayente personalidad y su verbo ingenioso, sabía hacer en cortes y castillos. Pero la cárcel medieval era poco dada a rehabilitar a los delincuentes, y Villon, menos dado aún a ser rehabilitado, de modo que, cuando sale de ella esta vez, no tarda en volver a las andadas burlándose de los copistas que hacen su trabajo en casa de un notario. (Es de suponer que se mofaría de ellos por las desastrosas copias que extendían y las muchas erratas que introducían en los legajos). Pero los copistas, que tenían tan malas pulgas como mala ortografía, dejan las plumas y empuñan las armas, y Villon, echando mano también de las suyas, les contesta dejando varios muertos en el empedrado. Da con sus huesos una vez más en Châtelet, pero en esta ocasión, por reincidente, es torturado y condenado a la horca. Sus influencias le permiten escapar de nuevo a su destino, a cambio de diez años de destierro. Entonces se le pierde la pista. No se sabe cuándo, cómo ni dónde muere, aunque no es descabellado pensar que sus enemigos, tan numerosos e influyentes como sus amigos, se las ingeniaran para liquidar discretamente a aquel fustigador de honras, salteador de patrimonios y desbarajustador de vidas, que tanto les había amargado las suyas. (Con su desaparición, Villon se suma a la lista de autores cuyo paradero o cuyo final se desconocen, como Ambrose Bierce, el gringo viejo, que se perdió en las montañas de México, o Arthur Cravan, boxeador y poeta, que naufragó en algún lugar del Golfo de México, de travesía a la Argentina).
Ezra Pound tampoco se dio una vida fácil. Viviendo en la Italia fascista, cobró fama por sus alocuciones radiofónicas durante la Segunda Guerra Mundial, en las que criticaba ferozmente al capitalismo —y, sobre todo, a alguna de sus más lúgubres instituciones, como la usura—, así como a su país natal, los Estados Unidos, y ensalzaba a Mussolini. Capturado al final de la guerra por sus compatriotas, lo tuvieron encerrado varias semanas en una jaula a la intemperie, abrasado por el calor de día y helado de frío por la noche, y sometido las veinticuatro horas a la luz cegadora de unos focos, en un campo de prisioneros —se entretenía entonces traduciendo mentalmente del chino, aunque no sabía chino—, hasta que lo trasladaron a los Estados Unidos, lo juzgaron por traidor, lo condenaron por loco —para no tener que considerarlo responsable de sus actos y fusilarlo— y lo recluyeron doce años en un hospital psiquiátrico, del que salió, como suele suceder, más trastornado de lo que estaba al entrar. Pero al menos ya no soltaba discursos antisemitas por la radio.
Más allá de las penalidades que ambos sufrieron, los une también un poderoso vínculo literario. Ambos creían en, y practicaban, una poesía austera, erizada y exacta, de una musicalidad a contrapelo, adusta, como a contrapelo y adusta es la vida o fueron, al menos, las suyas. La obra de Villon formaba parte de la lírica medieval, la de los trovadores y los goliardos, la de las canciones de escarnio y maldecir y las danzas de la muerte. La de Pound aspiraba a un regreso a las fuentes prístinas del decir poético —los poetas griegos y latinos, y los cantores del Medievo, con sus voces de estameña—, tras la desmedida y hasta cierto punto patológica expansión de la conciencia que habían propiciado el romanticismo, el simbolismo y las vanguardias. Pound creía que la gran literatura no era más que el lenguaje cargado de sentido hasta el grado máximo que fuera posible, y que ese lenguaje rebosante de sentido se hallaba en los poetas cuyas obras se ceñían a lo esencial y, objetivas y melódicas, establecían un correlato emocional trascendente, estimulado por las asociaciones que las palabras elegidas, tajantes, necesarias, sabían despertar en el lector. Pound consideraba a Villon, como dice en El ABC de la lectura, «la primera voz de hombre torturado por una mala economía, [que] representa asimismo el final de una tradición, el final del sueño del Medievo», y también «el más curtido, el más auténtico, el más absoluto poeta de Francia. El pobre diablo, el realista, el erudito. (…) Un técnico insuperable».
La relación de Pound con Villon fue más allá de la admiración teórica. La obra del norteamericano dialogó con la del francés a lo largo toda su vida, y hasta culminó en una ópera, Le Testament de Villon, que aquel compuso en 1921 y que se estrenó diez años después. Su «Villonada: balada del patíbulo», que apareció en Personae, publicado en 1909, es una de los más logrados ejemplos de ese diálogo. «Villonada: balada del patíbulo» es la versión poundiana —la versión libérrima, la recreación, la prolongación— de la célebre «Balada de los ahorcados», el Epitafio de Villon, en el que el poeta describe, mientras espera a que lo ahorquen, la realidad pavorosa de los ya ajusticiados —«nuestra carne está ya devorada y podrida, / y nosotros, los huesos, nos hacemos ceniza. / (…) La lluvia ya nos tiene mojados y lavados, / y el sol nos ha secado y nos ha ennegrecido; / las urracas, los cuervos, nos sacaron los ojos / y arrancaron los pelos de cejas y de barbas. / (…) hacia un lado, hacia el otro, según varía el viento, / a su antojo nos mueve, sin parar un momento, / por las aves picados lo mismo que dedales» (traducción de Juan Victorio)— y, a la luz de su inminente fin, solicita la benevolencia de quienes los contemplen —y que rueguen a Dios por que los absuelva, aunque no solo para hacerles un bien a los condenados, sino también para hacérselo a ellos mismos, «pues, si queréis mostrar piedad con estos pobres, / Dios no lo olvidará y os podrá ser clemente»: a Villon, como supo ver Pound, lo martirizó siempre una economía precaria, y era muy consciente de que a la gente se la convencía de actuar por los beneficios que pudiese obtener de su acción, como sigue sucediendo hoy— y el perdón del Hacedor. El nexo explícito entre la balada de los ahorcados de Villon y la del patíbulo de Pound es ese verso inicial de la primera que el autor de los Cantos utiliza para situar la «escena» de la segunda: «Frères humains qui après nous vivez» (‘Hermanos, los humanos que aún seguís con vida’).
He dicho antes que la «Villonada» es la «prolongación» del epitafio de Villon, pero debo matizar esta afirmación. Es una profundización antes que una continuación. Pound ahonda en el lamento del francés personalizándolo, convirtiendo esos «cinco o seis que somos» en colgados con nombres y apodos propios: Pedro el Gordo, con un garfio en la mano izquierda, probablemente cortada por algún delito que hubiese cometido; Tomás el Ladrón, que no había perdido una mano, como Pedro, sino las orejas (el desorejamiento, de una o, cuando el delito era más grave, de ambas orejas, era la pena que se imponía si el reo era reincidente; el castigo resultaba muy práctico, porque permitía identificar al facineroso aunque cambiase de residencia); Tibaldo, de quien nada se cuenta, pero que, como los demás, debía de ser un pájaro de cuidado; la armera anónima «que dio su primera mancha a este puñal / hiriendo al de Guisa»; Marianne Ydole, un personaje que Pound toma del poema CLI de Villon («Marion, llamada la Idolle») y para la que se pide «que el infierno no la abrase cruelmente»; los dos «lúbricos ladrones», cuyo nombre se nos escamotea de nuevo, pero que son representados muy vívidamente, cubiertos de brea —con la que se preservaban los cuerpos para que duraran colgados mucho más tiempo y sirviesen así de advertencia al populacho, como señala la nota del poema— y con los labios hundidos, esos labios siempre enfangados en amores indecentes; Jehan y Raoul de Vallerie, «cuyos esqueletos reciben como pago los vientos de la noche», una imagen que remite a la de los cuerpos de la «Balada de los ahorcados» que zarandea el viento, y que insiste en la visión económica de la vida y de la muerte; Maturin, Guillaume, Jacques d’Allmain y Couldou, este último saqueador de la ermita de San Huberto y tristemente desnudo. Pound nos da hasta el nombre de alguien, Michel de Borgne, que no será colgado, dejando así viudo al árbol desnudo, por haber confesado «en fe y verdad» a cuál de sus hermanos había asesinado. A esta amplia y detallada relación nominal de desechos humanos acompaña otra, la de los presentes en el prostíbulo de Margot, que son los que brindan y cantan por los ahorcados: François, Margot —la furcia gorda, madame atrabiliaria de ce bordeau où tenons nostre estat, como concluyen todas las estrofas de la «Balada de la gorda Margot», de Villon, y empieza la «Villonada» (‘este burdel gracias al cual vivimos’, aunque Pound transforma el bordeau original en bourdel)—, tú y yo. Todos ellos confluyen en un poema que es tanto dramático —Pound lo encabeza situando la escena: en un lupanar, reunidos seis personajes y con uno de ellos, Villon, a la espera de ser ahorcado, que compone su epitafio— como narrativo, y al que cabe atribuir un carácter biográfico, al igual que la balada de Villon se considera autobiográfica.
Pound recurre al pentámetro yámbico, el metro clásico de la tradición inglesa, para componer su patibularia letanía, un largo apóstrofe escrito en inglés y francés antiguos —demostrando, una vez más, su gusto por la poliglosia y su capacidad para adoptar la voz de los poetas que admiraba— y estructurado por medio de la anáfora y la enumeración. Constituye la primera el verso «¡Brindemos por el árbol de la horca!», que se repite en cuatro ocasiones, encabezando la primera, tercera, quinta y séptima estrofas, y que se extiende, parcialmente —«brindemos por…», «¡brindemos!»— a la cuarta y novena. La «Villonada» es un ejemplo resucitado de la poesía de taberna, tan cultivada en la Edad Media, con la que se celebra la áspera realidad de la vida y, a la vez, se sublima el dolor y la inexorabilidad de la muerte. La literatura goliárdica abundó en estos cantos rezumantes de vino y lujuria, no exentos de amargura existencial por la brutalidad y la corrupción de la sociedad de la que surgían, y asimismo los poetas provenzales —Pound recuerda en El ABC de la lectura que el arte de Villon «también provenía de Provenza»— cultivaron una poesía satírica y proletaria —si se me permite el anacronismo— en la que se describían estos mundos de germanía, habitados por beodos, rufianes y rijosos. En el poema poundiano, los condenados se dirigen alegres a la horca y recuerdan a quienes los ven pasar que su despedida es solo temporal, un «hasta luego» que comunica la implacable universalidad de la muerte, igualadora de ricos y pobres, de probos y maleantes, de obedientes e insumisos: de todos. Ezra Pound construye un retablo triste y sardónico a la vez, inflamado de humanidad gracias a la personalización de las víctimas, y muy colorista, en el que los cuerpos, vivos y muertos, se imprimen en la página con sus volúmenes ensangrentados, con sus torceduras y desgarros, como criaturas exacerbadas, traídas a la existencia y a su fin por el verbo sin superfluidades del poeta. El espíritu dionisíaco, el aliento órfico y la fúnebre certeza de lo inevitable se funden en los versos y alumbran un canto simultáneamente celebratorio y elegíaco, exaltador por igual de la vida y de la muerte. No obstante, Pound no se olvida de reproducir el objetivo último de la balada de Villon en la suya: la solicitud de perdón. La dos últimas estrofas, la octava y la novena, articulan esa petición de clemencia con una interrogación y una exhortación audaces: «¿Amará menos Dios a los que amamos / y habrá de herirlos siempre en su flaqueza?» y «que Dios maldiga su propio infierno de inmediato / y se lleve sus almas a su Haulte Citee». La justificación de los desmanes cometidos por la flaqueza de los hombres y, sobre todo, la reivindicación del Dios neotestamentario del amor, puestas en boca de Villon, un hombre del primer cuatrocientos educado en la crueldad y la venganza, son revolucionarias, al igual que la confesión del amor que se profesa por los ajusticiados o a los que van a ajusticiar. Y que se le pida al Altísimo que «maldiga su propio infierno», esto es, que actúe contra su propia creación y contra sí mismo, no es menos adelantado… y temerario. El protagonista del poema, Villon, no niega la validez de la doctrina cristiana —confía en Dios y pide rezar—, sino que la adecua a su embrutecido amor por la vida y a su exaltación desesperada de la muerte. Se trata de que Dios vuelva a hacerse hombre en el amor por las más desgraciadas de sus criaturas y de que ejerza el perdón infinito del que se le considera señor y al que los hombres no renuncian. Se trata, en suma, de cancelar el mal bañándolo en el vino con el que se brinda por el árbol de la horca y, al mismo tiempo, en el océano de la bondad divina.
[Este artículo se ha publicado en Por Poder, álbum Versàlia nº 4, Sabadell (Barcelona), Papers de Versàlia, 2024, pp. 85-95].
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